10

—¡Que todo siga bien, si Dios quiere!

Esto es lo que se repetía Ahmad Abd el-Gawwad a sí mismo mientras examinaba a Yasín que se había acercado a verlo en la tienda… Era una extraña e inesperada visita, que le trajo a la memoria otra que en tiempo atrás le había hecho también allí: un día que vino a verlo para que le aconsejara sobre la decisión de su madre —ahora difunta— de casarse por cuarta vez. Y la verdad es que lo más seguro era que no había venido para intercambiar saludos, ni para hablar de nada cotidiano que fuera posible tratar con él en la casa. Desde luego Yasín no habría ido a su encuentro en la tienda a no ser por algo urgente. Le dio un apretón de manos invitándolo a sentarse, mientras decía:

—¡Que todo siga bien, si Dios quiere!

Yasín tomó asiento en una silla cerca de donde se hallaba sentado su padre, detrás del escritorio, dando la espalda al resto de la tienda, donde Gamil el-Hamzawi se hallaba de pie delante de la balanza, pesando el género a unos clientes. Miró a su padre con cierto embarazo, lo que confirmó las conjeturas de este. Guardó el hombre un cuaderno en el que había registrado unas cuentas, y se incorporó en su asiento preparado para lo que viniese, quedando a su derecha la caja fuerte entreabierta, y encima de su cabeza una fotografía de Saad Zaglul de uniforme colgada de la pared debajo de un viejo cuadro de la Rasmala. No era caprichosa la idea de venir a la tienda, sino fruto de la más absoluta reflexión, al considerarla Yasín el lugar más seguro para iniciar una conversación con su padre, por cuya causa había venido. La presencia de Gamil el-Hamzawi en ella y el hecho de coincidir los clientes, era lo apropiado para servirle de coraza protectora contra su furia cuando él planteara sus pretensiones, dadas las mil facetas de la cólera de su padre; a pesar de la invulnerabilidad que Yasín poseía frente a él por ser el primogénito y por su buen comportamiento, con el que se había granjeado su favor.

—Concédeme un poco de tu precioso tiempo —dijo Yasín con profunda cortesía—. Si no fuera porque lo necesito no me habría atrevido a molestarte, pero no puedo dar un solo paso sin la luz de tu opinión y el apoyo de tu favor.

El señor sonrió interiormente burlándose de esta extraordinaria ceremonia, y se puso a contemplar a su hermoso y perfumado muchacho, tan elegante y circunspecto. Le dirigió una mirada de conjunto que abarcaba su retorcido bigote, a la manera del suyo propio, su traje oscuro y su camisa de plastrón almidonada; la pajarita azul, el espantamoscas de marfil y los deslumbrantes zapatos negros. Yasín sólo había retocado su aspecto por respeto a la presencia de su padre en dos puntos: había hecho desaparecer la punta de su pañuelo de seda que sobresalía del bolsillo superior de su chaqueta, y había enderezado el tarbúsh, que habitualmente llevaba inclinado a la derecha… Decía a su padre que no era posible dar un paso sin la luz de su opinión. ¡Buen tiro! ¿Acaso le había pedido que lo iluminase cuando bebía? ¿O cuando andaba a su aire por las calles de Wagh el-Birka que él le había prohibido? ¿Es que le había pedido que lo hiciera la noche que se abalanzó sobre la criada arriba en la azotea? ¡Qué bien! ¿Qué había detrás de este sermón?

—Esto es lo menos que podía esperarse de un hombre sensato como tú. ¡Que todo siga bien, si Dios quiere!

Yasín giró la vista mirando de reojo a Gamil el-Hamzawi y a los que estaban con él. Luego acercó su silla al escritorio y, haciendo acopio de valor, dijo:

—He resuelto casarme, con tu consentimiento y beneplácito…

¡Una verdadera sorpresa! Pero una sorpresa alegre, cosa que no esperaba. Calma, sin embargo. Esperemos hasta escuchar lo más importante de la conversación. ¿No había algo que invitaba a la angustia? ¡Bah! Ese preámbulo denota cortesía y afecto. Y el elegir la tienda como lugar para hablar de un asunto. No hay posibilidad de temer la menor pelea. En cuanto al matrimonio en sí, cuántas veces le había expresado su deseo. Lo había hecho cuando insistió con Muhammad Effat para que se casara con su hija. Se lo había expresado cuando le pedía a Dios que lo guiara hacia la madurez y hacia una chica decente. Es más, seguramente si no hubiera sido por el temor de comprometerse con los amigos, como lo hiciera anteriormente con Muhammad Effat, no habría dudado en casarlo de nuevo. Pero esperemos. Quizás no ocurra nada de lo que nos preocupa…

—Una buena decisión que yo apruebo totalmente. ¿Has hecho tu elección en una familia concreta?

Yasín bajó los ojos un instante; luego los alzó diciendo:

—He encontrado el objeto de mi deseo. Una ilustre casa a la que conocemos bien toda la vecindad. El dueño era uno de tus venerables conocidos…

El señor alzó las cejas en un gesto de interrogación sin decir esta boca es mía, y Yasín añadió:

—El difunto Muhammad Redwán.

—¡No!

Se le escapó, incapaz de ser dueño de sí mismo. Fue como una especie de protesta, hasta que pensó que era necesario justificar estos bufidos por su propia dignidad, y disimuló la realidad de sus sentimientos, cosa que no le costó trabajo.

—Pero ¿no está divorciada su hija? —dijo—. ¿Es el mundo tan estrecho que te casarías con una mujer que no es virgen?

Yasín no se sorprendió de esta objeción; la esperaba desde el momento en que había decidido casarse con Maryam. Pero era la fuerza de la esperanza la que lo llevaba a imaginar ante la oposición de su padre, que este se oponía sólo por dos razones: el preferir la virgen a una que no lo era, o el evitar a una mujer que le recordaba la tragedia de su hijo desaparecido. Yasín creía en la prudencia de su padre y esperaba que al final desestimara estos dos leves contratiempos. Es más, estaba seguro de su consentimiento, para así superar la verdadera resistencia que esperaba por parte de su madrastra. Esa resistencia que lo dejaba perplejo cuando pensaba en ella, hasta el punto de ocurrírsele abandonar la casa, huir de ella y casarse como le pareciera, enfrentándose a cuanto pudiera suceder. Y si no fuera porque no podía soportar la cólera de su padre, lo habría hecho. Además, le resultaba penoso ignorar los sentimientos de su segunda madre —casi su verdadera madre— antes de esforzarse en conquistar el favor y la aquiescencia para su proyecto…

—No me angustia el mundo. Es la suerte y el destino… No busco ni dinero ni prestigio… Me basta con una buena familia y una buena moral…

Había resignación en medio de estos penosos y confusos asuntos. Su opinión era sincera y no había el menor engaño. Este era Yasín ni más ni menos; un ser humano —o un animal— cuyas penalidades caminaban delante y detrás de él. Y si le traía a su padre una buena noticia o le comunicaba una buena nueva, ya no sería Yasín; habría contradicho la opinión que tenía sobre él. No lo avergonzaba posiblemente un matrimonio que no pretendiera prestigio o interés; en cuanto a la moral, eso era otra cuestión. Sin embargo este estúpido tenía excusa, y estaba claro —naturalmente— que no sabía nada de la conducta de la madre de la muchacha a la que deseaba como esposa. Esa conducta la conocía solamente él, y posiblemente otros que le habían precedido o seguido. ¿Qué hacer? Sin duda la muchacha era bien educada, pero con toda seguridad no se había visto agraciada con la mejor de las madres, ni con el mejor ambiente. Era penoso que él no pudiera hacer pública su opinión —esa—, al no acertar a confirmar lo que dijera con su prueba evidente, especialmente cuando veía que él se podía enfrentar con la desconfianza y el recelo de quien lo oyese por primera vez. Y lo peor de aquello era que no se atrevía a mirarlo. Yasín por su parte podría haberse puesto a investigar y a preguntar, y hubiera tropezado con otro asunto tras el silencio de su padre, lo que hubiera sido la mayor de las humillaciones.

La cuestión era pues, delicada y embarazosa. Luego, había una espina penetrante, es decir, una vieja historia que relacionaba a la muchacha con Fahmi. ¿No se acordaba Yasín de aquello? ¿Cómo no dar importancia al hecho de desear a una muchacha en la que anteriormente se había fijado su difunto hermano? ¿No era esto una conducta abominable? En efecto, así era. Desde luego, no cabía duda del afecto del joven por su hermano muerto; la dura lógica de la vida alzaba una excusa para la gente de su especie. El anhelo es un tirano ciego, sin piedad, y él era el que mejor lo sabía.

El hombre frunció las cejas para darle a entender su estado de ánimo, y dijo:

—Mi corazón no está tranquilo con tu elección, no sé por qué. El difunto Muhammad Redwán fue un hombre realmente bueno, pero la parálisis le impidió atender su casa mucho tiempo antes de su muerte. No he intentado con esta observación ofender el pensamiento de nadie, en absoluto; pero algo se dice, posiblemente alguno dude, ¿eh? Lo más importante para mí es que se trata de una muchacha divorciada, ¿por qué se divorció? Esta es una de las muchas preguntas cuya respuesta es necesario saber. No está bien que confíes en una divorciada, hasta que hayas investigado todo sobre ella. Quizás es esto lo que quiero decir. El mundo está lleno de chicas de buena familia…

—He buscado por mí mismo y por otros medios —dijo Yasín envalentonado por el proceder de su padre, que se estaba limitando a discutir y a dar buenos consejos—, y tengo claro que la culpa es del marido, pues ya estaba casado y se lo ocultaba a ellos. Además, no podía mantener dos casas a un mismo tiempo; y luego, sus malas costumbres.

«¡Sus malas costumbres! ¡Hablaba sin el menor pudor de las malas costumbres! ¡Este imbécil te plantea un tema como novedad para reír toda una noche!»

—Entonces, ¿has buscado e indagado de modo exhaustivo? —dijo.

—Ese es un paso obvio —repuso Yasín con timidez mientras evitaba los penetrantes ojos de su padre.

El hombre le preguntó bajando la mirada:

—¿No sabes que esa chica está vinculada a nosotros por dolorosos recuerdos?

La confusión se apoderó de él hasta hacerle palidecer.

—No es posible —dijo— alejar esto de mí; pero no tienen fundamento. Yo sé con seguridad que mi hermano sólo se preocupó por todo este asunto unos cuantos días. Luego lo olvidó totalmente. Y afirmaría que se desanimó más adelante cuando se convenció de que la chica no lo quería como había imaginado…

«¿Dirá Yasín la verdad, o defenderá su postura? Se trataba de la confidencia del difunto, y posiblemente era Yasín la única persona que podía pretender con todo derecho ser el depositario de la clave de aquellas cosas íntimas que los otros no sabían. ¡Ojalá sea sincero! ¡Sí! ¡Ojalá sea sincero!, pues a su padre lo habría librado de una tortura, que le quitaba el sueño cuantas veces recordaba que un día él mismo había dado un paso en falso en el camino de la felicidad del hijo desaparecido, siempre que se le venía a las mientes que quizá había muerto con el corazón destrozado, o para vengarse de su despotismo y de su obstinación. Esos pesares que con frecuencia mordían su corazón. ¿Querría Yasín curarlo de ellos?» Le preguntó con una ansiedad cuya hondura no comprendió el joven:

—¿Estás seguro de que es cierto lo que dices? ¿Se sinceró contigo?

Y por segunda vez en su vida, vio Yasín a su padre en una situación de derrota, de la que solamente había sido antes testigo el día de la muerte de Fahmi.

—Dime la verdad sin ambages —le dijo—. Esto me importa más de lo que tú te imaginas.

Estuvo a punto de reconocer su dolor, pero no lo hizo aunque lo tenía en la punta de la lengua; y dijo sin vacilar:

—La verdad completa, Yasín.

—Estoy seguro de lo que digo. Lo he sabido por mí mismo, y lo he oído con mis propios oídos. En ello no hay la menor duda…

En otras circunstancias no habrían sido estas palabras suficientes —ni otras más elocuentes que ellas— para convencerle de la sinceridad de Yasín; pero tenía derecho a desear su confirmación, así como su sinceridad y su fe en él. Su corazón se llenó de profunda gratitud y de una paz total hacia su hijo. No volvió al asunto del matrimonio —en este momento era lo que menos le preocupaba—. Buscó refugio en el silencio, gozosa y tranquilamente, con la paz que rebosaba en su corazón. ¡Despacio, despacio!

Volvió a tomar el hilo de sus recuerdos en el punto donde los había dejado mientras veía a su hijo, a quien la emoción había borrado de sus ojos. Volvió a pensar en Maryam, en su madre, en el matrimonio de Yasín, en su deber, y en lo que podía y no podía decir.

—Por importante que sea el asunto —dijo— yo quiero que lo sigas pensando más profundamente, con precaución y detenimiento. No te precipites; date tiempo de reflexionar y de examinar. Se trata del futuro, del prestigio y de la felicidad. Yo estoy dispuesto a elegir para ti por mí mismo otra vez, cuando me hagas la promesa sincera de que no me arrepentiré de mi intromisión, cuando en ella esté tu salvación, ¿eh? ¿Qué opinas?

Yasín guardó silencio, meditabundo y enojado por el sesgo de la conversación hacia un cauce estrecho y embarazoso. Cierto que el hombre hablaba con una rara sensatez, pero sin ocultar su angustia ni perder su compostura. Y si él mismo insistía en su punto de vista después de aquello, la discusión los arrastraría a ambos a una disputa no deseable, pero ¿es que iba a andarse con rodeos por librarse de esta consecuencia? ¡No ciertamente! ¡No podía seguir siendo un niño! ¡Se casaría con quien quisiera, como quisiera, pero que le ayudase Dios a guardar el amor de su padre!

—No quiero causarte una nueva molestia —dijo—. Gracias, papá. Lo que más deseo es conseguir tu aprobación y tu contento.

Agitó el señor su mano impaciente, y dijo con un tono no exento de violencia:

—¡Te niegas a abrir los ojos a lo que según mi parecer es de razón…!

—No te irrites, papá —dijo Yasín con ardiente súplica—. Prométeme, por Dios, que no te vas a enfadar. ¡Tu alegría es una bendición, y no soporto que te consumas por mí! ¡Permíteme tentar mi suerte y pide para mí la prosperidad!

Ahmad Abd el-Gawwad se convenció de que tenía que resignarse con lo que se le planteaba, y así lo hizo con pena y desesperación… ¡Sí! Posiblemente Maryam era —a pesar del libertinaje de su madre— una muchacha excelente y una esposa virtuosa. Pero con todo, no cabía duda de que Yasín no había acertado en absoluto eligiendo esposa, ni eligiendo desde luego la mejor de las casas.

El asunto estaba en manos de Dios. Había pasado el tiempo en el que habría sido su voluntad la que dictara, sin que nadie se lo discutiera. Hoy Yasín era un hombre responsable, y no incurriría en el recurso de obligarlo a aceptar su opinión, no fuera a rebelarse… Así pues, aceptaría el asunto que se le planteaba, y pediría a Dios la paz. Repitió el buen consejo y la reflexión. Y Yasín se refugió otra vez en la disculpa y en el afecto, hasta que no tuvo nada más que añadir… Abandonó la tienda contento en su interior, por haber conseguido el consentimiento y el favor de su padre, a pesar de que sabía que la crisis verdaderamente peligrosa era la que le esperaba en la casa, y sabía también que abandonaría inexorablemente aquel hogar, porque el mero hecho de pensar en la posibilidad de incorporar a Maryam a la familia rayaba en la locura; deseaba dejarla en paz, sin que quedara tras de él enemistad o rencor. Tanto más, cuanto que no le era fácil pasar por alto a la mujer de su padre, o renegar de su afecto y del buen trato que ella le había dispensado. Nunca hubiera imaginado que los días le forzaran a mantener esta extraña actitud con respecto a su casa y a su familia; pero las cosas se habían complicado, y los cauces se habían estrechado tanto que no le quedaba otra salida sino el matrimonio. Y lo asombroso era que su clarividencia no ignoraba la política femenina concebida para hacerlo caer; una política antigua que se resumía en dos palabras: atraer y rechazar. Pero el afán por la muchacha se le había metido en la sangre, y no tenía más remedio que saciar su sed de cualquier modo, aunque fuera por el matrimonio. Y lo más bueno de aquello era que él sabía de la historia de Maryam tanto como sabían todos los miembros de su familia —salvo su padre por la naturaleza de la situación—. Pero su afán se desbordaba, sin que aquello se apartara de su pensamiento o lo obligara a renunciar a ella. Y se decía a sí mismo: «¿Por qué atormentar mi corazón por un pasado que se ha ido, del que no soy responsable? Comenzará para mí una nueva vida, y a partir de ahí empezará mi responsabilidad, y la confianza en mí mismo no tendrá frontera. Y si ocurre que ella hace fracasar mi idea, la echaré fuera como se tira un zapato viejo». Y la verdad era que no se había consultado a sí mismo sobre lo que había de hacer, pero se servía de eso para justificar su ansia desbocada e irrefrenable. Esta vez se embarcaba en la boda como sustitución a una amistad íntima que se le negaba, lo cual no quería decir que abrigara maldad hacia el matrimonio, o que lo tomara por un pretexto pasajero para llevar a cabo su deseo. La verdad era también que él mismo —a pesar de las veleidades de Maryam, de las que no se había desprendido— se inclinaba a la vida matrimonial y a una casa tranquila.

Todo esto pasó por su imaginación mientras ocupaba su sitio al lado de Kamal en la sala de estar, esa sala que parecía testigo de su último día en la misma. Giró su mirada con un mucho de tristeza entre los sofás, las alfombras multicolores y el gran farol colgado del techo. Amina estaba sentada con las piernas cruzadas según su costumbre, en el sofá que se alzaba entre la puerta del dormitorio del señor y la del comedor, arreglando el fuego, a pesar del calor del ambiente, para hacer el café. La envolvía un velo blanco por encima de una túnica violeta, que traslucía su delgadez. La nimbaba una calma que se mezclaba junto con el silencio con algo de tristeza, como el agua de la playa que cuando se calma deja ver sus entrañas.

¡Cuánta pena y temor sintió cuando se disponía a expresar lo que había en su interior! Pero no tenía más remedio que hablar, y así lo hizo tras vaciar su café de un trago sin ni siquiera tomarle el gusto:

—¡Por Dios, mamá! Tengo un asunto sobre el que quiero pedirte consejo…

E intercambió con Kamal una mirada, que indicaba que este estaba en antecedentes del tema de la conversación, y permanecía al acecho de sus consecuencias con un interés no menor que el del mismo Yasín.

—Bien, hijo mío… —dijo Amina.

—¡He decidido casarme! —repuso Yasín brevemente.

Brilló en los pequeños ojos melados de Amina un risueño interés. Luego dijo:

—Está bien lo que has decidido, hijo mío. No es necesario que prolongues tu espera más de lo que lo has hecho.

Apareció después en sus pupilas una mirada interrogadora, pero en lugar de formular su pregunta, dijo como si lo guiara poco a poco a confesar el secreto que allí había:

—Habla a tu padre o permíteme que yo lo haga. No le costará trabajo encontrar una nueva esposa para ti mejor que la primera…

—He hablado a mi padre, en efecto —dijo Yasín mostrando más circunspección de la que requería el asunto— y no hay necesidad de molestarlo con una nueva dificultad, pues yo he elegido por mí mismo, mi padre está de acuerdo y espero conseguir también tu conformidad…

El rostro de ella enrojeció de timidez y alegría, por la importancia que le daban sus hijos.

—Nuestro Señor estará de acuerdo en lo que sea lo mejor —dijo—. Apresúrate a llenarnos la casa vacía, pero ¿quién es la buena chica que tú has decidido tomar por esposa?

Yasín intercambió otra mirada con Kamal.

—Unos vecinos a los que tú conoces —dijo luego con dificultad.

Ella frunció el ceño, haciendo memoria con la mirada perdida en el vacío, moviendo el índice como si enumerara los vecinos que se le venían a la imaginación. Luego dijo:

—Me haces dudar, Yasín. ¿Por qué no hablas y me tranquilizas?

—Nuestros vecinos más próximos —dijo él mientras sonreía desmayadamente.

—¿Quién? —exclamó turbada sin dar crédito, mientras escudriñaba su rostro.

Yasín inclinó la cabeza y apretó los labios. Ella volvió a hablar con voz entrecortada, haciendo signos hacia atrás con los pulgares:

—¿Esos? ¡Imposible! ¿Sabes lo que dices, Yasín?

Él respondió con el silencio más sombrío, hasta que Amina gritó:

—¡Es una triste noticia! ¡Aquellos que se regocijaron con nuestra desgracia en el momento mismo del infortunio!

—¡Jura por Dios que no repetirás esas palabras! —exclamó Yasín fuera de sí—. Es una conjetura falsa. Si mi corazón estuviera persuadido de ello un solo momento…

—¡Naturalmente, los defiendes! Pero es una defensa que no engañará a nadie. No te canses de convencerme de lo imposible. ¡Señor! ¿Qué necesidad hay de esta humillación? Son todo vicios y defectos, ¿es que no hay ni un solo mérito que justifique esta injusta elección? Dices que has conseguido el consentimiento de tu padre. El hombre no sabe nada acerca de estas cosas. Di que tú lo has engañado…

—Tranquilízate —dijo Yasín suplicante—. No hay nada más odioso para mí que tu enojo. Hablemos con calma…

—¿Cómo puedo escucharte después de esta bofetada? ¡Di que sólo ha sido una broma estúpida! ¿Maryam? ¿La desvergonzada muchacha de la que conoces lo que todos conocemos? ¿Has olvidado su escandalosa historia? ¿La has olvidado verdaderamente? ¿Y quieres traer a esa chica a nuestra casa?

—¡Yo no he dicho eso en absoluto! —replicó mientras respiraba profundamente como si expulsara de su pecho la ansiedad y la confusión—. Este asunto carece de importancia. Lo verdaderamente importante para mí es que lo contemples con una mirada nueva libre de prejuicios…

—¿Qué prejuicios, di? ¿He sido injusta con ella sin fundamento? Dices que tu padre está de acuerdo. ¿Le contaste acaso su escandaloso juego con los soldados ingleses? ¿Qué les pasa a los hijos de la gente bien, Señor?

—Calma tu ánimo. Hablemos con tranquilidad. ¿Qué se saca con esta irritación?

—¡Mi ánimo no puede calmarse —dijo ella a gritos, que no estaban en consonancia con su carácter de otros tiempos— mientras que el asunto siga implicando el recuerdo de tu hermano!

—¿Mi hermano? —repuso Yasín tragando saliva—. Dios se apiade de él y lo acoja en su paraíso. Este asunto no afecta a su memoria en absoluto. Créeme, pues sé lo que digo. No te angustie su reposo.

—No soy yo la que se angustia por su reposo. Le angustia a su hermano, que se ha fijado en esa chica. ¡Tú lo sabes, Yasín! ¡No puedes negarlo…! ¿Quién sabe —dijo con violenta agitación— si tus ojos se habían fijado ya en ella en aquel lejano momento?

—¡Mamá!

—¡Ya no tengo fe en nada! ¿Cómo podía tenerla después de esta traición? ¿Se ha estrechado tanto el mundo y se ha despoblado hasta tal punto, que no se encuentren muchachas para casarse salvo la chica que destrozó el corazón de tu hermano? ¿No recuerdas la tristeza que le produjo escuchar junto con nosotros la historia del soldado inglés…?

—Dejemos esa cuestión para otro momento. Te probaré más adelante que el difunto obedeció a la llamada de su Señor, sin que hubiera en su corazón la menor huella de esta muchacha. Pero ahora el ambiente no es propicio para hablar…

—¡Ningún ambiente me sirve para hablar! —le gritó encolerizada—. ¡Tú no respetas la memoria de Fahmi…!

—¡Ojalá tengas idea de la pena que me producen tus palabras!

—¿Qué pena? —gritó presa de una enorme furia—. ¡Tú nunca has sentido pena por tu hermano! ¡De entre los extraños hay quien ha sentido más pena que tú!

—¡Mamá!

Kamal pensó terciar en la conversación, pero ella lo hizo callar con un gesto de su mano, mientras chillaba:

—¡No me llames mamá! ¡Fui para ti una verdadera madre, pero tú no has sido para mí un hijo, ni para mi hijo un hermano!

Yasín no pudo aguantar más. Se levantó terriblemente afligido, y salió de la sala hacia su habitación. No tardó Kamal en darle alcance, no menos triste y afligido que él.

—Te lo advertí —le dijo.

—No permaneceré en esta casa ni un minuto más después de esto —repuso Yasín irritado.

—Es necesario que la disculpes —dijo Kamal con desasosiego—. Sabes que mi madre ya no es como era. Tu propio padre hace la vista gorda algunas veces ante alguna de sus faltas. Está encolerizada; no tardará en calmarse, así que no tengas en cuenta sus palabras, es lo que deseo de ti…

—No lo haré, Kamal —dijo Yasín suspirando—. No hipotecaré lo más bonito de estos años por un momento como este. Sin embargo, ¿cómo podré levantar mi cara hacia ella día y noche, si esa es la opinión que tiene de mí?

Guardó silencio unos instantes, rencoroso y abatido.

—No es cierto que Maryam destrozara el corazón de mi hermano muerto —dijo—. En un momento dado pidió permiso para prometerse a ella, y papá rehusó. Fahmi hizo lo posible para olvidarse del asunto, se olvidó, y todo acabó. No es culpa de la chica ni es culpa mía si he querido casarme con ella a los seis años de esta historia.

—Es verdad lo que dices —se apresuró a decir Kamal—. Mamá se convencerá de ello en seguida, y espero que lo que has dicho de no quedarte en casa será una broma.

—Yo soy el primero al que le duele huir de esta casa —repuso Yasín agitando la cabeza tristemente—. Pero la abandonaré antes o después, puesto que trasladar a Maryam aquí es imposible. No mires mi marcha sino desde este ángulo. Me trasladaré a mi casa de Qasr el-Shawq, pues afortunadamente el piso de mi madre sigue vacío. Me encontraré con mi padre en la tienda y le expondré las causas de mi partida, menos lo que pueda enturbiar su tranquilidad. No estoy enfadado. Abandonaré la casa apenado hasta el infinito, apenado por la división de su familia… Mamá la primera… No te entristezcas. Las aguas volverán pronto a su cauce. No hay en esta familia ningún mal corazón, y el de tu madre es de una pureza resplandeciente…

Se dirigió al armario y lo abrió, examinando sus trajes y sus accesorios. Dudó un instante antes de expresar lo que estaba firmemente decidido a hacer, y se volvió a Kamal diciendo:

—Me casaré con esta muchacha, tal como lo quiere el destino. Pero me queda la satisfacción de no haber ofendido nunca la memoria de Fahmi. Tú sabes, Kamal, el cariño que yo le tenía, ¿cómo no? Y si aquí hay alguien a quien se le cause pena por este matrimonio… ese soy yo.