9

Llamó a la puerta en medio de una oscuridad intensa y sin un solo transeúnte. Eran alrededor de las nueve. Esta se abrió tras un instante sin que apareciera el que la había abierto. Luego llegó a él una voz que le hizo dar un vuelco el corazón: «¿Quién es?». «Yo», dijo con tranquilidad entrando sin pedir permiso. La puerta se cerró a sus espaldas y se encontró frente a ella, que permanecía de pie en el último peldaño de la escalera, con el brazo extendido llevando una lámpara. Lo miraba asombrada de hito en hito; luego murmuró:

—¡Tú!

Permaneció callado un rato con una sonrisa a flor de labios, que revelaba recelo y angustia.

Cuando no vio en ella resistencia ni enfado, se atrevió a decir:

—¿Este es tu recibimiento a un viejo amigo?

Ella se volvió, y echó a andar escalera arriba mientras decía:

—¡Pasa, por favor!

La siguió en silencio, intuyendo del hecho de haberle abierto ella misma la puerta, que estaba sola en casa, y que el puesto de la criada Gulgul, que había muerto dos años antes, seguía vacante…

La siguió hasta que entraron en el corredor, y ella colocó la lámpara en un clavo fijado a la pared cerca de la puerta. Después entró ella sola en el recibidor, y encendió la lámpara grande suspendida del techo. Este gesto acrecentó en él la seguridad de su deducción. Luego salió, haciéndole señas para que entrara, y él así lo hizo.

Se dirigió a la habitación y se sentó en el lugar donde lo había hecho en otro tiempo, en el sofá central. Se quitó el tarbúsh, lo puso en el cojín divisorio y extendió las piernas mientras echaba una ojeada inquisitiva a su alrededor… En efecto, recordaba el lugar como si fuera ayer mismo cuando lo había dejado… Estos tres sofás y estas sillas: esa alfombra persa, esas tres mesitas incrustadas de nácar… ¡Todo estaba como antes! ¿Recordaba cuándo se sentó en este sitio por última vez? Sus recuerdos del salón de música y del dormitorio eran firmes y claros. ¡Él no podía olvidar el primer encuentro que tuvo con Zubayda en esta habitación, más aún, en este sitio exactamente, con todo cuanto lo rodeaba! No hubo en aquel momento nadie que necesitara tanto como él atención y confianza en el alma. ¿Cuándo volvería Zannuba? ¿Qué suscitará en ella su visita? ¿Hasta dónde llegará su vanidad? ¿Se daría cuenta de que él ha venido únicamente por ella, y no por su tía…? «Si fracasas esta vez, despídete…»

Oyó el ruido ligero de unas babuchas, luego apareció Zannuba junto a la puerta, con una bata blanca adornada en flores rojas, ceñida por una banda recamada en oro y plata. Su cabeza estaba desnuda, y el cabello recogido en dos gruesas trenzas que le colgaban por la espalda… Él la recibió de pie, sonriendo optimista ante el arreglo que mostraba. Ella lo saludó sonriente, indicándole que se sentara, y haciéndolo a su vez en el sofá que dividía la pared y que estaba a la derecha del señor.

—¡Bienvenido! —dijo con una voz no exenta de asombro—. ¡Vaya sorpresa!

El señor sonrió al preguntar:

—¿Qué tipo de sorpresa?

—Agradable, naturalmente —dijo alzando las cejas con un movimiento ambiguo que no indicaría hasta que hablara si era serio o divertido.

«Puesto que hemos obedecido a nuestros pasos que nos han traído hacia aquí, tenemos que soportar la coquetería en todos sus aspectos, tanto agradables como desagradables…»

Él examinaba apaciblemente su cuerpo y su rostro como si buscara en ellos aquello que lo hacía languidecer, y se burlaba de su dignidad. Reinó el silencio hasta que la muchacha levantó hacia él su rostro sin decir nada, pero indicando cortésmente con un gesto una bebida, como si le dijera: «Estamos a tu servicio».

El señor preguntó burlonamente:

—¿Seguimos esperando a la Sultana, o es que va a salir después de vestirse?

Clavó los ojos en él con una extraña mirada, y, entrecerrándolos dijo:

—La Sultana no está en casa…

—Pues, ¿dónde está? —preguntó fingiendo asombro.

—No tengo ni idea —dijo ella sacudiendo la cabeza, al tiempo que en sus labios se dibujaba una sonrisa enigmática.

Él pensó un poco antes de contestarle; luego dijo:

—Había pensado que ella te informaba de su recorrido. Agitó la mano como queriendo negar algo, y dijo:

—Tienes una bonita idea de nosotras… —luego se echó a reír, añadiendo—: El mandato militar ha pasado ya. ¡Tú si quieres, eres más a propósito que yo para investigar su recorrido!

—¿Yo?

—¿Por qué no? ¿No eres tú su viejo amigo?

—El viejo amigo y el extraño son iguales —dijo clavándole una risueña mirada, profunda y elocuente—. ¿Es que tus viejos amigos darían información de tu recorrido?

Ella alzó el hombro derecho haciendo un gesto con la boca mientras decía:

—¡Yo no tengo amigos ni viejos ni jóvenes!

—¡Quien diga eso no está en sus cabales! —dijo el señor jugueteando con una de las guías de su bigote—. Quien tiene juicio, aunque sólo sea un poco, no puede imaginar que estés con la gente que tiene ojos en la cara y que esa gente no quiera conseguir tu amistad…

—Eso sólo son elucubraciones de los generosos como tú; pero no dejan de ser elucubraciones utópicas que, en este caso, indican que tú eres un viejo amigo de la casa. ¿Te has dignado acaso brindarme algo de tu amistad?

Él enarcó las cejas confundido. Luego, tras reflexionar, dijo:

—Lo hago ahora. Quiero decir que hubo circunstancias que…

—Posiblemente las mismas —se burló chasqueando los dedos— que se interponen, querido, entre los otros y yo…

Él se apoyó en el respaldo del sofá con un gesto rápido y teatral. La miró luego desde la altura de su inmensa nariz, mientras movía la cabeza como quien pide a Dios que lo proteja de ella; luego dijo:

—¡Eres un caso! ¡Heme aquí confesando que no puedo contigo!

La muchacha disimuló una sonrisa que le había producido el elogio; luego, fingiendo sorpresa, dijo:

—No comprendo nada de lo que quieres decir. Es claro que tú estás en una orilla y yo en la otra. Lo importante es que has dicho que venías a ver a mi tía. ¿Hay algún recado que yo pueda darle a su regreso?

El señor rio entrecortadamente, y dijo:

—Dile que Ahmad Abd el-Gawwad ha venido para darle quejas de ti, y que no la ha encontrado…

—¿Darle quejas de mí? ¿Qué he hecho yo?

—¡Dile que he venido a presentarle mis quejas por la crueldad que he encontrado en ti, indigna de un buen carácter!

—¡Qué palabras tan apropiadas para un hombre que hace de todo un objeto de diversión y de chanza!

—¡Líbreme Dios de hacer de ti objeto de diversión y de chanza! —dijo seriamente enderezándose en su asiento—. Mi protesta es sincera, y se supone que tú lo sabes perfectamente; pero es la coquetería de las beldades, y las mujeres hermosas tienen el derecho a serlo; aunque deben tener también consideración para apiadarse de uno.

—¡Qué maravilla! —dijo mordiéndose los labios.

—No la hay en absoluto. ¿Recuerdas lo que ocurrió ayer en la tienda de Yaqub el orfebre? ¿Merece ese penoso encuentro quien como yo está orgulloso de la amistad que os profeso, de mi antigua relación con vosotros? Hubiera querido que me pidieses ayuda, por ejemplo, para mediar entre el joyero y tú. Hubiera querido que me dieses la ocasión de poner mi experiencia a tu servicio, o que hubieses sido humilde otra vez y me hubieras permitido hacerme cargo de todo el asunto, como si los brazaletes fueran míos y su dueña mi dueña…

—¡Gracias! —dijo ella brevemente, enarcando las cejas con cierta confusión. El hombre exhaló un hondo suspiro, con el que llenó su amplio pecho.

—Un hombre como yo —dijo con ardor— no se conforma con las gracias. ¿Qué le beneficia al hambriento que tú lo evites diciéndole «¡Dios te ampare!»? El hambriento quiere saciarse con una deliciosa y suculenta comida…

—¿Estás hambriento, señor mío? —preguntó ella burlona, cruzando los brazos sobre el pecho y mirándolo con sorpresa—. Tenemos una mulujiyya y unos conejos dignos de ti.

—¡Estupendo! Estamos de acuerdo: mulujiyya y conejos —dijo riendo sonoramente—. Añádele una botella de whisky y alegraremos la cosa con el laúd y el baile. Pasaremos un rato juntos hasta que hagamos la digestión.

Ella le hizo un gesto con la mano, como si quisiera decirle que parase:

—¡Dios, Dios! —dijo—. Te doy la mano y te tomas el brazo.

Él unió los cinco dedos de la mano derecha hasta convertirlos en una boca fruncida, alzándolos y bajándolos con calma, mientras decía con tono solemne:

—¡Querida, no pierdas tu precioso tiempo con palabras!

—¡Di más bien —repuso ella sacudiendo la cabeza coqueta y vanidosa— no pierdas tu precioso tiempo con la gente madura!

El señor se golpeó el amplio pecho con la palma de la mano en un movimiento que invitaba a sonreír. Pero ella se encogió de hombros risueña, mientras decía:

—¿Y si…?

—¿Y si…? ¡Qué cría eres! ¡No quiera Dios que me duerma sin que te haya enseñado lo que es necesario que sepas! ¡Trae la mulujiyya, los conejos, el whisky, el laúd y tu cinturón de danza! ¡Hala, hala!

Dobló ella el índice izquierdo, lo acercó a la ceja respectiva, e hizo temblar la otra, preguntando:

—¿No temes que nos sorprenda la Sultana de repente?

—No temas, no volverá esta noche…

Ella lo asaeteó con una intensa y desconfiada mirada, y preguntó:

—¿Quién te ha dicho eso?

Él se dio cuenta de que se había ido de la lengua, y por un instante estuvo a punto de dominarle la confusión, pero se zafó de ella diciendo con tacto:

—La Sultana no está fuera hasta esta hora a no ser por una necesidad que la obligue a quedarse hasta por la mañana.

Ella miró fijamente y en silencio su alargado rostro; luego sacudió la cabeza con evidente ironía diciendo con una voz llena de confianza:

—¡Vaya con la ironía de los maduros! ¡Todo se debilita en ellos salvo su ironía! ¿Me has tomado por una descuidada? Ni hablar, por vida tuya que lo sé todo…

Él volvió a manosear la guía de su bigote con un asomo de exasperación. Luego le preguntó:

—¿Qué sabes tú?

—¡Todo!

Dudó ella un poco para aumentarle su zozobra; luego continuó:

—¿Recuerdas un día que te sentaste en el café de Si Ali para atisbar a través de su ventana? Ese día tus ojos traspasaban las paredes de nuestra casa, tan intensa era la mirada. Y cuando me subí al carruaje con los miembros de la orquesta me pregunté: ¿Nos seguirá aplaudiendo detrás de nosotros como los niños pequeños? Pero fuiste razonable y esperaste una ocasión mejor.

Rio el hombre a carcajadas hasta congestionarse; luego dijo asintiendo:

—¡Dios se apiade de nosotros!

—Pero tú olvidaste tu razón ayer cuando me viste ante Jan Gafar y ¡me seguiste entrando detrás de mí en la tienda de Yaqub…!

—¿Sabes eso también, sobrina de Zubayda?

—Sí, hermosura de los enamorados, porque yo nunca hubiera imaginado que tú entrarías detrás de mí en la tienda, pero no tardé en encontrarte sentado en el sofá ¡qué ni el mismo diablo de las mujeres se atreviera! Y cuando fingiste asombro al verme, estuve a punto de dar rienda suelta a mi lengua para maldecirte, pero me callé por cortesía.

—¿No he dicho yo que tú eres un enigma? —preguntó él riendo y batiendo palmas.

Ella siguió hablando, presa de la embriaguez de la victoria y del regocijo:

—Y sólo sé de esta noche que la Sultana me dijo: «Ayúdame; nosotras vamos esta noche a la balsa de Muhammad Effat». Y me puse a ayudar; pero la oí decir después de eso: «¡El señor Ahmad es el que ha hecho la invitación!». ¡Tenía la mosca detrás de la oreja! Y me dije a mí misma: «¡El señor Ahmad no escoge nada al azar, por Dios», comprendí la historia y no fui, pretextando una jaqueca!

—¡Pobre de mí! He caído en las garras de una mujer sin piedad, ¿no es excesivo?

—Aún queda algo, la invitación de esta noche: ¡la invitación a la Sultana, sólo a ella! ¡Si reveláis lo oculto, escogeréis la realidad!

—¡Qué gratas palabras! ¡Cómo las de un predicador, perversa criatura de Dios! —Luego, riendo sonoramente, añadió—: ¡Dios sea indulgente contigo!

Y preguntó con alegría y sin temor:

—He comprendido esta vez también, ya que te has quedado. No has abandonado la casa ni te has escondido…

Se levantó antes de terminar su frase y se dirigió hacia ella, sentándose a su lado. Luego tomó el extremo del chal bordado con monedas y lo besó mientras decía:

—¡Dios mío, yo certifico que esta preciosa criatura es más encantadora que las notas de su laúd; su lengua es un azote; su rostro es fuego; quien se enamora de ella es un mártir! ¡Esta noche tendrá importancia en toda la historia!

Ella lo alejó de sí con la palma de la mano diciendo:

—¡No me cojas con esa charla! ¡Vuelve a tu asiento!

—¡Nada nos separará a partir de ahora!

Súbitamente arrancó el chal de las manos del señor y se levantó, apartándose un poco de él. Luego se paró a poca distancia clavándole una muda mirada, como si hubiese vuelto en sí de algo importante, y dijo:

—No me has preguntado quién hizo que yo me quedase atrás y no fuese a la barcaza el día que nos invitó Muhammad Effat, obedeciendo a tu sugerencia.

—¡De modo que aumentas el fuego, atizándolo!

Lanzó ella tres carcajadas entrecortadas y se calló un rato. Luego dijo:

—Una idea sin importancia, pero antigua, ¿no es así, adorno de los libertinos? La verdad seguirá siendo un secreto hasta que yo piense descubrirlo cuando me parezca bien…

—Ofrecería mi vida como precio…

Sonrió ella limpiamente por vez primera, y brilló en sus ojos una tierna mirada que arrastraba los restos de sus burlas como arrastra la calma los restos de las tempestades. Su ánimo se alegró por la táctica y el sentimiento nuevos. Dio un paso hacia él y alargó las manos hacia su bigote con habilidad, y se puso a retorcérselo cuidadosamente. Luego dijo con un acento que él no le había oído antes:

—Así que ofreces tu vida como precio, pero ¿qué queda para mí, eh?

Él halló un profundo sosiego como no lo encontrara en toda aquella noche aciaga en la balsa. Era como si hubiese conseguido a una mujer por primera vez en su vida. Retiró las manos de ella de su bigote, y las guardó entre sus grandes palmas. Luego dijo con ternura y en tono de reproche:

—Estoy ebrio, dueña mía, ebrio hasta un punto que no puedo describir. Sé mía para siempre, para siempre. No viva quien rechace tu ruego o tu petición… Termina tu favor hacia mí, prepara nuestra cámara… Esta noche no es como las otras… Merece que la celebremos hasta el alba…

Ella dijo mientras sus dedos jugueteaban entre las palmas de sus manos:

—Verdaderamente esta noche no es como las otras, pero es necesario que nos contentemos con un poco solamente.

«¡Poco! ¿Hay acaso impedimento después de tanta complacencia? ¡No podría contenerme…!»

El señor le dio unos golpecitos en las manos; luego abrió sus palmas y miró fascinado el color rosado de la alheña que las teñía, y así estuvo hasta que ella le preguntó con voz risueña:

—¿Es que lees la palma, señor sheyj?

Él sonrió y dijo acariciadoramente:

—Yo soy notable en la lectura. ¿Quieres que te lea la palma de la mano?

Ella inclinó la cabeza afirmativamente mientras él se ponía a contemplar su mano fingiendo pensar, luego dijo con preocupación:

—En tu camino hay un hombre que tendrá que ver en tu vida…

Ella preguntó risueña:

—¿En lo legítimo, acaso?

Él alzó las cejas, recorriendo con la mirada la palma de su mano; luego dijo, sin que su rostro mostrara la menor huella de la más ligera broma:

—¡Qué va, prohibido!

—¡Dios me libre! ¿Qué edad tiene?

La miró desde debajo de sus cejas; luego dijo:

—No está claro, pero si lo comparas con su fuerza, está en la flor de la juventud.

Ella preguntó con insistencia:

—¿Por casualidad es generoso?

«En otros tiempos no fue la generosidad lo que te hacía irreprochable…»

—Su corazón no ha conocido la avaricia…

Ella reflexionó un poco, y luego volvió a preguntar:

—¿Le agrada que me quede como criada en esta casa?

«¡Ya está la cosa a punto! ¡Manos a la obra!»

—No, sino que te convertirá en señora, pues el mundo…

—¿Dónde me instalará bajo su protección?

«Zubayda misma no te exigiría nada de esto. Hablarán y hablarán de ti».

—Un bonito piso…

—¡Un piso…!

Se extrañó de su tono asombrado, y le preguntó sorprendido:

—¿No te agrada eso?

—¿No ves agua correr…? Mira bien… —dijo ella mostrando la palma de la mano.

—¡Agua correr! ¿Querrías una vivienda con baño?

—¿No ves el Nilo…? Una balsa o una barcaza…

«Cuatro guineas o cinco mensualidades en un solo pago, sin ningún otro gasto, ¡ah!, ¡no te enamores de los hijos de la calle!»

—¿Por qué escoges un sitio lejos de la civilización?

Se aproximó hasta que sus rodillas tocaron las de él, y dijo:

—Tú no eres menos prestigioso que Muhammad Effat, ni yo menos afortunada que la Sultana. Ya que me quieres como dices, podéis pasar en ella la velada tú y tus amigos. Ese es mi sueño. ¡Realízamelo!

Le rodeó el talle con sus brazos y se quedó en silencio, para sentir en calma su contacto y su dulzura; luego dijo:

—Tendrás lo que deseas, esperanza mía…

En agradecimiento ella puso las manos en sus mejillas, diciendo:

—No pienses que tú vas a dar sin tomar. Acuérdate siempre que por tu causa voy a dejar esta casa en la que he vivido toda mi vida para no volver. ¡Y piensa que yo, cuando te pido que hagas de mí una señora, no es solamente por esto, sino porque no es conveniente que quien sea tu amiga sea menos que eso!

Él apretó los brazos en torno de su talle hasta pegar su cara contra el regazo de la muchacha; luego dijo:

—Conseguiré cualquier cosa, vida mía. Tendrás lo que quieres y más. Quiero verte como quieres verte tú misma. Y ahora prepara para nosotros la cámara. Quiero que siempre mi vida desde esta noche…

Ella cogió sus brazos, sonriéndole luego con una sonrisa de disculpa, y le dijo con dulzura:

—Cuando nos reunamos en nuestra barcaza en el Nilo…

—No excites mi locura —le dijo precavidamente—. ¿Podrías resistir mi vehemencia?

Ella se volvió, mientras decía con un acento en el que se unían el ruego y la obstinación:

—No en la casa en la que he trabajado como sirvienta. Espera hasta que nos cobije la nueva, la tuya y la mía, cuando yo sea tuya para siempre; pero no antes de eso, por ti y por mí…