¡No sabía qué lo dominaba! ¿Un maldito demonio, o una enfermedad? Se durmió con la esperanza de borrar la estupidez de la pasada noche, la estupidez de la borrachera, pues era eso un sinsentido que, no cabía duda, le había echado a perder todo encanto y había turbado su alegría. Así, cuando lo alcanzó la luz de la mañana, lo halló presa de una angustia que lo alteraba todo. El chorro de la ducha cayendo sobre su cuerpo desnudo disipó sus pensamientos; su corazón palpitó, y ante sus ojos apareció el rostro de ella; en sus oídos resonó el murmullo de sus labios, y a su corazón volvió el eco del dolor.
«Así pues, dejas correr tus pensamientos ávidos como un joven adolescente, mientras que a tu alrededor la calle te saluda con consideración. Saludan en ti la dignidad, la moderación y la buena vecindad. Si supieran que tú les devuelves el saludo mecánicamente, mientras tu pensamiento está lejos de ellos, ocupado en soñar con una joven cantora… una tañedora de laúd… una mujer que cada noche expone su cuerpo en el mercado del placer… Si supieran eso, cambiarían el saludo por una sonrisa de burla y de pena. Pero que diga "sí" la víbora y entonces renunciaré a ellos tan contento y tan tranquilo. ¿Qué me ha pasado? ¿Qué deseo? ¿Te ha atrapado la vejez? ¿Recuerdas cómo el paso del tiempo ha marcado a Galila y a Zubayda? Son esas unas marcas repugnantes que el corazón aprecia y que los sentidos no perciben. Pero, calma. Cuidado con dejarte llevar por la ilusión, pues esta te conduciría a la cúspide para luego dejarte caer… No es nada más que un cabello blanco, sólo esa es la razón por la que la despreciable tañedora de laúd te ha dejado… Escúpela como se escupe una mosca que se te hubiera metido en la boca mientras bostezabas. ¡Qué pena! Tú sabes que no la escupirás; quizá ella no sea nada más que un deseo de venganza, un deseo de rehabilitación únicamente. Es necesario que la chica diga "sí"; después de esa satisfacción es asunto tuyo abandonarla. No vale la pena pelear por ella. ¿Recuerdas sus piernas, su cuello y el fuego de sus ojos? Si hubieras alimentado tu orgullo con un poco de paciencia, habrías conseguido desde esa misma noche el placer y el deleite… ¿Qué hay detrás de toda esta angustia…? ¡Yo sufro! ¡Es cierto! ¡Yo sufro! Estoy triste por la humillación que me abate. La amenazo con el desprecio; luego vuelve la idea de ella quemando mis venas… ¡Conserva el pundonor! No te pongas en evidencia. Te conjuro por tus hijos, los que quedan y el que se fue… Haniyya fue la única mujer que te abandonó, y tú corriste detrás de ella. ¿Qué encontraste? ¿No te acuerdas? ¡El matón del cortejo nupcial que bailaba, que se emborrachaba, que saltaba, que daba cabriolas, emprendiéndola luego a bastonazos con las lámparas, los ramos de flores, los flautistas y los invitados, hasta que los gritos cubrieron las albórbolas…! ¡Eso era un hombre! Sé el matón de la barcaza y mata a tus enemigos con la ignorancia y el abandono. ¡Qué débiles y qué fuertes son tus enemigos! Una pierna fláccida que apenas puede andar, sin embargo rompe las montañas rusas… ¡Qué terrible es septiembre, cuando su calor se alza saturado de humedad! ¡Qué agradables son sus noches, especialmente las que se pasan en la barcaza! ¡Tras la tempestad viene el sol!»
«Piensa en tus asuntos y mira en qué dirección vas; el destino necesita que los ojos lo vean; avanzar es doloroso, y retroceder es aterrador. ¡Cuántas veces la habrás visto siendo apenas una adolescente, sin que se despertara en ti el menor sueño, pasando ante ella como si no existiera! ¿Qué te ha pasado últimamente, que renuncias a quien has amado y amas a quien te era indiferente? Ella no es más bonita que Zubayda ni Galila, pues si rivalizara en belleza con su tía, esta no la llevaría consigo. A pesar de eso tú la quieres, la quieres con toda tu alma. ¡Oh! ¿Qué tiene la arrogancia…? "¡No consiento nada más que con quien quiero!" ¡Que te ame un leproso, hija de perra…! Te duele hasta asfixiarte… ¿Qué rebaja al hombre más que uno mismo? ¿Irás a la barcaza? ¿No es ese el mejor lugar para divulgar los escándalos? Allí está Zubayda. ¡Bienvenida, bienvenida! ¿Has vuelto finalmente a tu madriguera? ¿Qué le vas a contestar? "¡No vuelvo por eso sino que quiero a tu sobrina!" ¡Qué estupidez! ¡Déjate de bromas! ¿Has perdido el juicio? ¡Pide ayuda a Alfar o a Muhammad Effat! "¡El señor Ahmad Abd el-Gawwad busca alguien que interceda por él ante Zannuba!" ¿No sería preferible que te abrieras tú mismo las venas para que corriera esa repugnante sangre que te lleva a la humillación?»
La noche ya había envuelto el-Guriyya y se habían cerrado las puertas de sus tiendas, cuando Ahmad Abd el-Gawwad volvía de su establecimiento después de cerrarlo. Caminaba con pasos lentos mientras sus ojos examinaban la calle y las ventanas. Tras las dos ventanas de Zubayda brillaba la luz, pero no sabía qué era lo que pasaba detrás de ellas. Apretó el paso un rato y luego volvió por donde había venido, dirigiéndose a la casa de Muhammad Effat en el-Gamaliyya, donde se encontraban los cuatro amigos antes de marcharse juntos a la velada. Allí el señor dijo, dirigiéndose a Muhammad Effat:
—¡Qué agradables son las noches de la barcaza! ¡Mi corazón las sigue deseando!
—Estamos a tus órdenes; cuando tú quieras —replicó Muhammad Effat riendo victorioso.
Ali Abd el-Rahim apostilló diciendo:
—¡Añoras a Zubayda, sinvergüenza!
—¡Qué va! —replicó el señor vivamente.
—¿Galila?
—La barcaza, simplemente…
Muhammad Effat le preguntó con astucia:
—¿Quieres que sea una velada sólo para nosotros o invito a las amigas de otros tiempos?
El señor se echó a reír, proclamando así su derrota. Luego dijo:
—¡Invítalas, hipócrita!, pero para mañana por la noche, porque esta noche el tiempo se nos ha echado encima, aunque no voy a ir más allá del disfrute y la intimidad de los amigos.
—¡Ejem! —dijo Ibrahim Alfar.
—¡Por mi alma, yo soy el criminal! —dijo Ali Abd el-Rahim.
—¡Llámalo como quieras! ¡Se multiplicarán los nombres y el hecho será el mismo! —añadió Muhammad Effat irónico.
Más tarde, al siguiente día, fue como si descubriera el café de Si Ali por vez primera. Se sintió atraído hacia aquel lugar antes del crepúsculo, y se sentó en la butaca bajo el tragaluz. El dueño se le acercó dándole la bienvenida, y el señor le dijo como si quisiera justificar su ida al café por primera vez:
—Volvía de unos asuntos, y me ha apetecido saborear tu delicioso té.
«Una visita que parece que no va a ser fácil repetir… ¡Despacio! ¡Despacio…! Te pondrás en evidencia ante la gente. ¿Qué ganas de todo esto? ¿Realmente te alegra que te vea la que está detrás de la celosía para burlarse de tu caída? No sabes lo que te haces. Se te saldrán los ojos de las órbitas, la cabeza te dará vueltas y ella no aparecerá. Lo peor de esto es que te está contemplando burlona tras la celosía. ¿Qué haces? Quieres llenarte los ojos de ella, reconócelo. Quieres tener las dimensiones de su elástico cuerpo… contemplar su sonrisa y su modo de bajar los párpados… seguir las yemas de sus dedos teñidas con alheña. ¿Adónde va a parar todo esto? Nada de eso te había pasado nunca con las que la superaban en hermosura, en belleza y en renombre. ¿Te condenarías a sufrir y a ser desgraciado por algo tan vil…? No aparecerá… ¡Mírate a ti mismo…! El señor Ahmad Abd el-Gawwad está en el café de Si Ali atisbando por la lucerna… ¡Qué enorme humillación! ¿Cómo puedes saber que ella no ha revelado tu secreto? Quizás lo sepa la orquesta y hasta la propia Zubayda. ¡Quizás lo sepan todos! Ha alargado hacia mí su mano adornada con el anillo de brillantes, y yo la he rechazado; luego ha solicitado mi favor y he decidido desdeñarlo… ¡Este es el señor Ahmad Abd el-Gawwad del que vosotros os hacéis lenguas! ¡Qué enorme humillación! La más dura humillación que te hubiera podido sobrevenir; es más, insistes en caer en ella, pues tú de sobra sabes lo que de bajeza y envilecimiento encierra tu vergonzosa acción. Si conocieran el secreto tus amigos, Zubayda y Galila, ¿qué harías? Realmente tú eres un experto en dominar las crisis con una chanza, pero ¿desaparecerán las oleadas de risas y carcajadas de la amarga verdad…? Esto es doloroso, y más doloroso aún el que tú la quieras… No te mientas a ti mismo; tú la quieres hasta morir».
«¿Qué veo…?», se preguntó al tiempo que un carro venía y se detenía delante de la casa de la cantora. Luego no tardó en abrirse la puerta y salió Ayusha, la panderetera, arrastrando tras de sí a Abdu el citarista, siguiéndolos luego el resto de la orquesta. Comprendió que iban a una boda. El hombre tuvo una violenta sacudida y le dio un vuelco el corazón, mientras acechaba la puerta anhelante y melancólico. Alargó el cuello sin la menor precaución, ignorando a la gente que lo rodeaba. Luego resonó una risa detrás de la puerta, y acto seguido se dejó ver el laúd con una funda rosa precediendo a su dueña, que salió riendo impetuosamente. La joven colocó el laúd en el asiento del coche y subió a él ayudada por Ayusha. Se sentó en el medio, de modo que él sólo veía de ella un hombro, que aparecía a través de un ángulo abierto entre Ayusha y Abdu el ciego. El señor rechinó los dientes de anhelo y de cólera a un tiempo. Siguió con los ojos al coche, que se inclinaba a derecha e izquierda avanzando por la calle, mientras en su corazón se agitaba una profunda sensación de desolación y de vergüenza. Se preguntó: «¿Iba a levantarse y a seguirla?». Sin embargo no se movió, y no pudo por menos que decir: «El venir aquí ha sido una estupidez y una locura».
La noche prometida fue a la barcaza de Imbaba. No estaba decidido sobre lo que había de hacer, a pesar de la cantidad de vueltas que le había dado al asunto en su cabeza. Finalmente dejó la solución de sus problemas en manos de las circunstancias y de las oportunidades… Le bastaba con estar seguro de verla, de sentarse junto a ella y de estar a solas con ella al final de la noche. Tantearía el terreno de nuevo y quizás volvería a la carga echando mano esta vez de todas las variantes de la seducción. Entró en la barcaza un tanto asustado, y en tal estado, que si lo hubiese visto en otro que no fuera él, y hubiese supuesto su aprieto, sin duda se habría ahogado de risa y de burla. Allí encontró a los amigos, a Galila y a Zubayda. ¡Pero no halló por la barcaza el menor rastro de ella! Le dispensaron una calurosa acogida, y apenas se hubo despojado de la yubba y del tarbúsh y hubo tomado asiento, estallaron las carcajadas a su alrededor. Él se acopló a su ambiente con la fuerza de su flexibilidad; habló, contó chistes, bromeó y flirteó tratando de vencer su angustia y de controlar su preocupación. Pero sus temores se ocultaban bajo la corriente de la alegría sin que se disiparan, como se oculta el dolor durante algún tiempo bajo el efecto de un calmante. Y aún esperaba que se abriese una puerta y que ella se le acercase, o que alguno hiciera alusión a ella con una palabra que explicase su ausencia, o que prometiese la inminencia de su llegada. Y mientras el tiempo discurría pesada, fatigosamente, su esperanza palidecía, su entusiasmo se debilitaba, y la ilusión se ensombrecía.
«¿Cuál de las dos fue más inesperada: su presencia de anteayer o su ausencia de hoy? No preguntaré a nadie. Las apariencias revelan que tu secreto sigue guardado». Si Zubayda tuviera conocimiento de él, no se habría privado de convertirlo en un escándalo y en una campanada. Rio mucho y bebió más; pidió a Zubayda que le cantase «Yo río con la boca mientras lloro con mi corazón». Estuvo a punto en una ocasión de hacer un aparte con Muhammad Effat para descubrirle lo que quería. En otra casi sondea a la misma Zubayda, pero se controló, y salió de su crisis conservando el secreto y la propia estimación.
Y cuando cerca de la medianoche Ali Abd el-Rahim se levantó para irse en busca de su compañera en Wagh el-Birka, se levantó con él, en contra de lo esperado, para volver a su casa. En vano intentaron disuadirlo de su empeño, o instarle a que les esperase aún una hora. Se fue, dejando tras de sí extrañeza y desilusión en los que habían concebido, a raíz de su venida concertada, intenciones que no se cumplieron.
Después llegó el viernes y salió para la mezquita de el-Huseyn poco antes de la oración. Iba por la calle Jan Gafar, ¡cuando la vio, que venía procedente del barrio de el-Watawit por la calle de la mezquita! ¡Oh! ¡Nunca anteriormente le había latido el corazón con tal fuerza! Le siguió los pasos con la mente embotada, hasta imaginó con una especie de éxtasis y de estado de irrealidad que había dejado de caminar, y que el mundo que lo rodeaba había caído en el silencio, un silencio de tumba, al igual que el coche cuyos motores se paran por un impulso y enmudece su ronroneo, pero que camina con la fuerza automática de la inercia, en un silencio total… Cuando volvió en sí se la encontró caminando delante de él a poca distancia, y se fue tras ella sin pensarlo ni examinarlo más. Pasó por delante de la mezquita sin pararse allí. Luego se desvió siguiéndola hacia la Nueva Avenida… ¿Qué quedaba? ¡De verdad que no lo sabía! Obedecía reaccionando con una sumisión ciega. Nunca le había ocurrido antes seguir a una mujer por la calle, ni tan siquiera en los días de su primera juventud. Le acometieron el apuro y la aprensión; más tarde se le ocurrió una idea socarrona y aterradora a un tiempo: ¡que descubrieran el secreto de la persecución oculta Yasín o Kamal! Aunque no deseaba acortar la distancia entre uno y otro desde que empezó a seguirla, sus ojos empezaron a beber las formas de su cuerpo encantador con voracidad y anhelo, mientras se enfrentaba a oleadas sucesivas de deseos y dolor; hasta que la vio dejar la calle hacia la tienda de un orfebre que él conocía, llamado Yaqub. Aflojó el paso para darse a sí mismo la ocasión de organizarse, mientras su sensación de apuro y de aprensión se reduplicaba. ¿Iba a volver por donde había venido, o a pasar por delante de la tienda sin volver la cabeza, o a mirar hacia el interior esperando lo que pudiera ocurrir?
Se iba aproximando a la tienda lentamente hasta que, cuando no le quedaban más que unos pasos, se le vino a la imaginación una audaz idea: se dispuso a ejecutarla sin vacilar, ignorando sus riesgos. Se trataba de cruzar la acera y pasar luego lentamente por delante de la tienda con la esperanza de que su amigo lo viera y lo invitara —según su costumbre— a sentarse, ¡y él acudiría a su invitación…! Caminó lentamente por la acera hasta que se encontró ante la tienda. Miró hacia el interior como pidiendo perdón, volvió los ojos hacia los de Yaqub… y he aquí que eljawaga exclamó:
—¡Bienvenido, señor Ahmad! ¡Adelante!
El señor sonrió amistosamente; luego se dirigió a la entrada, y ambos se dieron la mano calurosamente. Eljawaga lo invitó a una copa de jugo de algarroba, que él aceptó de buena gana, mientras tomaba asiento en el borde de un sofá de piel frente a una mesita baja, sobre la que se hallaba la balanza. No pareció darse cuenta de la presencia de un tercero en la tienda, hasta que se sentó. Entonces Zannuba apareció ante él, de pie, delante del jaivaga, jugueteando con unos pendientes. Él aparentó sorpresa y sus miradas se encontraron. Ella sonrió, y él también lo hizo; luego se llevó la palma de la mano al pecho a modo de saludo, mientras decía:
—¡Buenos días! ¿Cómo estás?
—Muy bien —dijo ella mientras volvía la mirada hacia los pendientes—. Que Dios te honre…
Eljawaga Yaqub estaba proponiendo a Zannuba darle los pendientes a cambio de unos brazaletes con el pago de una diferencia, sobre la que no se ponían de acuerdo. El señor aprovechó que estaba ocupada para llenarse la vista de la lisura de su mejilla; no se le ocultaba que la coyuntura del regateo y el cambalache le proporcionaba ocasión de intervenir por las buenas, quizás, tal vez… Sin embargo ella le cortó el camino, aunque no sabía lo que él se proponía, y devolvió los pendientes a su dueño diciéndole que renunciaba finalmente al canje, y pidiéndole que le arreglase los brazaletes. Luego lo saludó y saludó al señor con una inclinación de cabeza, y abandonó la tienda. Todo esto ocurrió tan deprisa que no se le presentó la ocasión de intervenir. Así pues se sintió incómodo, dominándolo la laxitud y la debilidad. Permaneció el señor con eljawaga Yaqub intercambiando las habituales palabras de cortesía, hasta que se bebió la copa de jugo de algarroba. Luego se despidió y se fue.
Recordó —con intensa vergüenza— la oración del viernes que estaba a punto de escapársele; vaciló en continuar hacia la mezquita, pero no tuvo el valor de ir allí, después de seguir directamente a una mujer durante el tiempo de la oración. ¿No había roto su ligereza las abluciones? Es más, ¿no lo había convertido en otra persona para presentarse ante el Misericordioso? Renunció entristecido y dolorido a la oración, y deambuló sin rumbo por las calles durante una hora. Luego volvió a la casa sin dejar de pensar en su falta. Sin embargo su cabeza —aun en aquellos momentos delicados llenos de arrepentimiento— no cerró la puerta a Zannuba. Por la noche, habiéndose adelantado a casa de Muhammad Effat, para estar a solas con él antes de que se presentasen los amigos, le dijo en el curso de la conversación:
—Quiero pedirte un favor: que invites mañana por la noche a Zubayda a la barcaza…
Muhammad Effat se echó a reír, y le dijo:
—Si tú la quieres, ¿por qué tanta complicación y circunloquios? Si la hubieras pedido la primera noche, ella te habría recibido con los brazos abiertos.
—Quiero que la invites a ella sola —dijo Ahmad Abd el-Gawwad con cierto embarazo.
—¿A ella sola? ¡Vaya con el egoísta, que no piensa nada más que en él! ¿Y Alfar? ¿Y yo…? Es más… ¡convirtámosla en la noche de nuestra vida! ¡Invitemos a Zubayda, a Galila y también a Zannuba…!
—¿A Zannuba? —preguntó Ahmad el-Gawwad con una especie de rechazo.
—¿Por qué no? Ella es una reserva, en la que no hay mal, a la que se puede recurrir en caso de necesidad…
«¡Cómo me duele! ¿Cómo me ha rehusado esta hija de su madre, y por qué?»
—¡Tú no conoces mi intención! La verdad es que yo no pienso venir mañana.
—¡Me pides que invite a Zubayda y dices que no vendrás mañana! —dijo Muhammad Effat con extrañeza—. ¿Qué adivinanzas son estas?
Ahmad Abd el-Gawwad se rio ruidosamente, disimulando de este modo su confusión. Luego no tuvo más remedio que decir un tanto desesperado:
—¡No seas bestia! ¡Te he pedido que invites solamente a Zubayda, de modo que Zannuba se quede en la casa!
—¿Zannuba, hijo de tu madre?
Luego mientras daba rienda suelta a la risa:
—¿Por qué todo este esfuerzo? ¿Por qué no la pediste la primera noche en la barcaza? ¡Si la hubieras señalado con tu dedo habría volado hacia ti y se te habría pegado como una lapa!
Luego dijo el señor con una sonrisa vacía, a pesar de su dolorosa sensación de resentimiento:
—Haz lo que te he mandado, esto es lo que quiero…
—Son débiles el que pide y lo que se pide —sentenció Muhammad Effat retorciéndose el bigote.
—Que esto sea un secreto entre nosotros… —dijo Ahmad Abd el-Gawwad la mar de serio…