7

El coche de caballos seguía su camino a la orilla del Nilo hasta detenerse ante una barcaza, al final de la primera encrucijada de la calle Imbaba. El señor Ahmad Abd el-Gawwad no tardó en abandonarlo, yéndole a la zaga el señor Ali Abd el-Rahim.

Era ya noche avanzada, y las sombras lo cubrían todo salvo un resplandor que a intervalos aparecía a través de las ventanas de las barcazas y de las dahabiyyas alineadas junto a las dos orillas del río desde el puente de Zamálek hacia abajo, y salvo unas débiles luces que brillaban en el lugar de emplazamiento del pueblo al final del camino, como una nube madura por el arder del sol en un cielo ensombrecido y negruzco.

El señor Ahmad iba a la barcaza por primera vez, a pesar de que Muhammad Effat la tenía alquilada desde hacía cuatro años; su dueño la había dedicado especialmente para reuniones galantes a las que el señor, desde la muerte de Fahmi, se había impuesto no asistir. Ali Abd el-Rahim lo precedía para indicarle el camino, y cuando se acercó a la pasarela le dijo a modo de advertencia:

—La escalera es estrecha, y los escalones altos y sin balaustrada. Pon la mano en mi hombro y baja despacio…

Descendieron con gran precaución, mientras el chapoteo del agua chocando contra la orilla y la proa de la barcaza acariciaba suavemente sus oídos, y penetraba en sus narices el olor de plantas donde se mezclaba el aroma del limo, del que se mostraba generosa la crecida en esta época de primeros de septiembre. Ali Abd el-Rahim dijo mientras tanteaba buscando el pulsador del timbre en la pared de la entrada:

—Esta noche es histórica en tu vida y en la nuestra. Hay que darle un nombre, de acuerdo con la fiesta que se celebra: ¿el regreso del sheyj…? ¿Qué te parece?

—Pero yo no soy un sheyj… —dijo el señor Ahmad apoyándose con más fuerza en el hombro de su amigo—. El sheyj lo sería tu padre más bien…

—Vas a ver ahora sus caras —repuso Ali Abd el-Rahim riendo—. No los has visto desde hace cinco años.

—No quiere decir esto que yo vaya a cambiar de conducta o que me aparte de mi idea. —Luego, tras un instante de silencio, añadió—: Bueno, en fin…

—¡Imagínate a un perro que decide no acercarse a la carne, cuando lo abandonan en una cocina!

—¡El perro lo sería tu padre, perro, hijo de perro…!

Pulsó el timbre. Pasados treinta segundos, se abrió la puerta ante el rostro de un viejo nubio, que se echó a un lado llevándose las manos a la cabeza y saludando a los recién llegados. Ambos hombres entraron y se dirigieron hacia una puerta a la izquierda de la entrada; la atravesaron hacia un pequeño vestíbulo iluminado por una lámpara eléctrica que colgaba del techo, mientras las dos paredes enfrentadas se adornaban con sendos espejos, y bajo cada uno de ellos se alzaban un gran sillón de piel y una mesita. Al final de este vestíbulo y frente a la entrada, había otra puerta entreabierta que dejaba escapar las voces de los contertulios, ante las cuales el pecho de Ahmad Abd el-Gawwad se llenó de emoción. Ali Abd el-Rahim empujó la puerta y entró, siguiéndolo el señor. Apenas atravesó el umbral, se encontró ante los presentes, que se pusieron de pie y se le acercaron dándole la bienvenida jubilosos, desbordándose la alegría de sus rostros. Y fue Muhammad Effat el que se dio más prisa en acercarse a él y abrazarlo, mientras decía:

—¡Ha salido la luna para nosotros…!

Luego fue Ibrahim Alfar diciendo:

—¡El tiempo me ha traído lo que yo quiero…!

Los hombres se fueron poniendo a un lado, y vio a Galila, a Zubayda y a una tercera mujer de pie, unos pasos detrás de estas; en seguida recordó en ella a Zannuba la tañedora de laúd. ¡Oh…! Todo el pasado se reunía en un solo círculo. Se distendieron sus facciones y apareció en él un cierto apuro; pero Galila se echó a reír, abrió los brazos y lo abrazó.

—¿Dónde has estado, mi dulce desaparecido…? —le dijo canturreando.

Y cuando lo soltó, él vio a Zubayda no lejos de sí, vacilante, iluminado su rostro por la luz de la bienvenida y de la alegría. Alargó hacia él los brazos y se abrazaron estrechamente, frunciendo ella en ese instante las perfiladas cejas como enfadada, y diciéndole en un tono no exento de ironía:

—¡Después de trece años…!

Él no tuvo más remedio que echarse a reír desde lo más profundo de su pecho. Después vio a Zannuba en su sitio, del que no se había movido. Por su boca se dibujaba una sonrisa pudorosa, como si no encontrara en su pasado nada que le diera derecho a prescindir de la ceremonia entre ellos. El señor le tendió la mano saludándola, mientras le decía cortésmente como para alentarla:

—¡Muy buenas, reina de los laúdes…!

Volvieron a la reunión. Muhammad Effat enlazó su brazo con el de Ahmad y se fue con él a sentarse, haciéndolo a su lado y preguntándole risueño:

—¿Has caído por casualidad, o te ha lanzado por aquí el amor?

—Me ha lanzado el amor y he caído por casualidad —farfulló el señor Ahmad.

El lugar empezó a aclararse a sus ojos, del que había permanecido ausente al principio por el calor del encuentro y las bromas de los anfitriones. Se encontró en una habitación de medianas dimensiones; las paredes y el techo estaban recubiertos de color verde esmeralda, con dos ventanas que daban al Nilo, y a la calle las otras dos, cuyas celosías estaban cerradas y los cristales abiertos. Del techo colgaba una lámpara eléctrica con una cubierta cónica de cristal, que proyectaba su luz sobre la tabla de una mesita, situada en medio de la habitación, llena de los vasos y las botellas de whisky. El suelo estaba cubierto por una alfombra a juego con el color de las paredes y del techo. A cada lado de la habitación se alzaba un gran sofá dividido por un cojín, y cubierto por una colcha de brocado, mientras que los ángulos estaban ocupados por pufs y almohadones. Galila, Zubayda y Zannuba se sentaron en un sofá vecino al Nilo, y los tres hombres lo hicieron en el de enfrente, mientras que los instrumentos musicales, el laúd, la pandereta, la darabukka y el címbalo, estaban diseminados por los pufs. El señor giró la mirada un breve instante por la estancia; luego suspiró complacido y dijo con voluptuosidad:

—¡Dios, Dios! ¡Qué bonito es todo! ¿Por qué no abrís las dos ventanas que dan al Nilo?

—Se abren cuando cesa el paso de las falucas —repuso Muhammad Effat—. «¡Si habéis sido probados, escondeos!»

—¡Y si os escondéis, sed probados!

—¡Muéstranos la destreza de otros tiempos! —exclamó Galila como provocándolo.

Con sus palabras sólo se proponía bromear. La verdad era que su osadía en dar este paso revolucionario —su venida a la barcaza después de tan larga ausencia— le producía angustia y vacilación. Pero había otra cosa: un cambio de cierta índole que debía descubrir él mismo y para sí mismo. Alargaría la mirada y se deleitaría contemplándolo todo. ¿Qué veía? Allí estaban Galila y Zubayda, ambas como el mahmal —como decía él antes—, quizá aumentadas en grasa y carne. Pero allí había algo que las rodeaba, más asequible a la percepción inteligente que a la sensación quizás, pero que guardaba relación con la vejez sin duda alguna. Seguro que sus amigos no se habían percatado de eso porque no habían cortado sus relaciones con las dos mujeres como él lo había hecho. ¿No le habría ocurrido también a él lo mismo? El corazón se le encogió, y se vino abajo su entusiasmo. El amigo que vuelve tras una prolongada ausencia es el más elocuente espejo del ser humano. Pero ¿cómo era el camino para recibir este cambio? Ellas no tenían ni un solo cabello blanco en sus cabezas… ¿qué pintaban las canas en las cabezas de las mujeres hermosas? No había tampoco arrugas. ¿Se han apoderado de ti? ¡Claro que no! Mira esos ojos, contradicen una alegría engañosa a pesar de encerrar un brillo resplandeciente. Esta alegría se esconde por un momento tras la sonrisa y el coqueteo; luego se hace visible en su realidad mientras puedes leer en ella la muerte de la juventud. Es una elegía silenciosa. ¿No tenía Zubayda alrededor de los cincuenta? Y Galila era mayor que ella; era de su misma edad, no sería capaz de negarlo aunque su lengua lo hiciera. Su propio corazón también había cambiado, advirtiendo el espanto y la crispación. No estaba así cuando llegó: llegó corriendo, sin aliento, persiguiendo una imagen que no volvería a existir. ¡Sea! ¡Pero sin someterse a la derrota! ¡Bebe, disfruta, ríe! ¡Nadie te empujará a pesar tuyo a lo que no deseas!

—¡Nunca hubiera creído que te volvería a echar la vista encima en este mundo! —dijo Galila.

Al señor le entró un intenso deseo de preguntarle:

—¿Cómo me encuentras?

—Eres el de siempre —terció Zubayda—. El mejor de los camellos. ¡Algún cabello blanco brilla debajo de tu tarbúsh y nada más!

—¡Deja que yo le conteste! —le dijo Galila protestando porque su pregunta iba dirigida a mí. Luego, volviéndose al señor, añadió—: ¡Te veo tal como eras antes; no hay nada de extraño en eso pues «nosotros» sólo somos los hijos del ayer cercano!

El señor comprendió la alusión, y le dijo fingiendo seriedad y sinceridad:

—Pues vosotras dos seguís siendo hermosas y bellas. No me esperaba esto.

—¿Qué te ha alejado de nosotras todo este tiempo? —dijo Zubayda contemplándolo con interés; luego se echó a reír—. Podías, si hubiese habido en ti algo bueno, habernos visitado de modo inocente. ¿Nuestros encuentros sólo van a poder ser con una cama debajo?

El señor Ibrahim Alfar dijo agitando los brazos en el aire para sacarse la manga del caftán:

—¡Ni él ni nosotros sabemos de encuentros inocentes con vosotras!

—¡Dios nos libre de los hombres! —refunfuñó Zubayda—. ¡Sólo queréis a las mujeres como montura!

Galila soltó una carcajada diciendo:

—¡Señora mía, alaba a nuestro Señor por eso! ¿Habrías encarnado tú toda esta grasa si no te hubieras propuesto ser montura y colchón?

—¡Déjame cara a cara con el acusado para que yo lo constate con él! —le dijo Zubayda en tono de reproche.

—¡He sido condenado a cinco años exentos de trabajo! —repuso el señor Ahmad sonriendo.

—¡Hijo! —dijo Zubayda con ironía volviendo al ataque—. ¡Te has negado todas las delicias! ¡Todas, hijo, ya sólo te queda la buena mesa, el vino, la música, las bromas y velar hasta el alba cada noche!

—¡Estas son cosas indispensables para un corazón entristecido! En cuanto a las otras… —dijo el señor disculpándose…

—Ahora sé que nos consideras la peor de todas las faltas y de todos los pecados —atacó Zubayda agitando la mano como si le dijera: «¡Vaya, vaya!».

Muhammad Effat exclamó interrumpiéndolos, como si se acordase de algo importante que estaba a punto de escapársele:

—¿Hemos venido desde lo más lejos para hablar mientras los vasos nos contemplan sin que haya quien se preocupe de ellos? ¡Llénalos, Ali! ¡Templa las cuerdas, Zannuba! ¡Quítate la ropa, señor acusado! ¿Crees que estás en la escuela? ¡Quítate la yubba y el tarbúsh, no creas que te vas a escapar del interrogatorio! Pero primero es necesario que el tribunal esté borracho y que lo esté también la corte de justicia. Luego volveremos a interrogar… Galila se ha cuidado de retrasar nuestra borrachera hasta que esté presente el «sultán del ocio», como ella ha dicho. Esta buena amiga te aprecia como lo hacen con Satán los perdidos impenitentes. ¡Que Dios os bendiga a los dos!

El señor Ahmad se incorporó para quitarse la yubba, y Ali Abd el-Rahim se levantó para hacerse cargo —como era habitual— de la función de escanciador. De las cuerdas del laúd salieron unos suaves sonidos desacordes, para templarlo. Zubayda tarareó entre dientes. Galila arregló con las yemas de los dedos los mechones de su cabello y el escote picudo del vestido entre sus pechos. Los ojos seguían con anhelo las manos de Ali Abd el-Rahim mientras escanciaba los vasos. El señor Ahmad se sentó a la turca girando la mirada por el aposento y por la gente, hasta que sus ojos tropezaron con los de Zannuba, y se saludaron con una sonrisa. Ali Abd el-Rahim ofreció la primera ronda de copas. Muhammad Effat dijo: «¡Salud y amor!». «¡Por tu regreso Si Ahmad!», continuó Galila, y Zubayda añadió: «Por el buen camino después del extravío». «¡Por los amigos de quienes nos separó la tristeza!» Bebieron tan pronto como el señor Ahmad alzó su copa hasta los labios, y vio por encima de su borde el rostro de Zannuba que también alzaba la suya, desazonándolo su belleza. Muhammad Effat dijo a Ali Abd el-Rahim: «¡Llena la segunda!». E Ibrahim Alfar prosiguió: «Y la tercera tras ella para que afirmemos los cimientos». Ali Abd el-Rahim dijo disponiéndose a servir: «¡El servidor es el señor!».

Ahmad Abd el-Gawwad se encontró siguiendo los dedos de Zannuba mientras templaba las cuerdas. Se preguntó qué edad tendría, y le calculó entre los veinticinco y los treinta, preguntándose de nuevo qué la habría traído… ¿el laúd? ¿O que su tía Zubayda la preparaba para hacer frente a su manutención? El señor Ibrahim Alfar dijo: «Mirar el agua del Nilo marea». Galila exclamó: «¡Tu madre!». «Si se tirara al agua una mujer del calibre de Galila o de Zubayda —preguntó Ali Abd el-Rahim—, ¿se ahogaría o flotaría?» Ahmad Abd el-Gawwad contestó que flotaría a menos que tuviera un agujero. El señor Ahmad se preguntó a sí mismo qué ocurriría si se sentía atraído hacia Zannuba, y se respondió que eso sería un escándalo si lo deseaba en ese momento; después de cinco copas no dejaría de ser comprometido, pero tras una botella sería obligatorio. Muhammad Effat propuso que bebieran otra copa a la salud de Saad Zaglul y de Mustafa el-Nahhás, que viajarían a final de mes de París a Londres para una negociación. Ibrahim Alfar propuso que bebieran otra a la salud de Mac Donald, amigo de los egipcios. Ali Abd el-Rahim preguntó qué significaba aquello que Mac Donald había dicho de que «él podía desenredar la cuestión egipcia antes de que vaciara la taza de café que tenía ante sí». Ahmad Abd el-Gawwad le contestó que eso significaba que los ingleses tardan en beberse una taza de café —por término medio— cincuenta años. Recordó el señor cómo se había alzado contra la revolución tras el fallecimiento de Fahmi, y cómo había reencontrado poco a poco el sentimiento patriótico del principio, al colmarlo la gente de estima y de deferencia por ser el padre de un noble mártir. Luego, cómo la tragedia de Fahmi se fue transformando con el tiempo en un timbre de gloria que lo enorgullecía aunque no quisiera.

Galila alzó su copa hacia el señor Ahmad diciendo:

—¡A tu salud, camello mío! ¡Cuántas veces me he preguntado si realmente el señor Ahmad nos había olvidado! Pero yo, Dios lo sabe, te he perdonado, y le he pedido al Señor que te infunda paciencia y resignación; no te extrañe, pues yo soy tu hermana y tú mi hermano…

—Si es como dices, ¿hacen los hermanos lo que vosotros hacíais en otro tiempo? —preguntó Muhammad Effat maliciosamente.

Ella soltó una carcajada, y volvieron a la memoria los recuerdos del año 1918 y los anteriores.

—¡Pregúntaselo a uno de tu familia, espíritu de tu madre! —dijo.

—Se me ha ocurrido otra idea para explicar tu larga ausencia —dijo Zubayda mirando a Ahmad Abd el-Gawwad con astucia.

Más de una voz le preguntó qué se le había ocurrido, cuando el señor tartamudeó como pidiendo socorro:

—¡Señor, protégeme!

—Me parece que quizá se le ha originado una debilidad de las que atrapan a los maduros como él, ha pretextado tristeza y se ha escondido…

—¡Él sería el último al que le daría caza la vejez! —protestó Galila, mientras movía la cabeza al estilo de las cantoras.

—¿Cuál de las dos opiniones es más justa? —preguntó el señor Muhammad Effat al señor Ahmad.

—La primera —dijo este con un tono lleno de sentido— expresaría el miedo, y la segunda la esperanza.

—¡Yo no soy de las que malogran las esperanzas! —exclamó Galila triunfante y satisfecha.

Él quiso decir «En el examen, el hombre o es honrado o es despreciado», pero temió ser convocado a dicho examen, o que sus palabras fueran tomadas como que se ofrecía al mismo, cuando todo esto ocurría en el momento en el que sentía apoderarse de él una sensación de rechazo y de indiferencia que no se le había pasado por la cabeza antes de venir. En efecto, había un cambio, no lo negaba. El ayer había pasado y no era como el presente. Zubayda ya no era Zubayda, ni Galila era Galila. No valía la pena arriesgarse para contentarse con la fraternidad que había proclamado esta, ni para extenderla a la sombra de la propia Zubayda.

—¿Cómo podría un hombre ser viejo en medio de vosotras? —dijo con delicadeza.

—¿Cuál de vosotros es el más viejo? —preguntó Zubayda girando la vista entre los tres hombres.

—Yo nací a finales de la revolución de Orabi —dijo el señor Ahmad inocentemente.

—¡Dile eso a otros! —protestó Muhammad Effat—. ¡Sé de buena tinta que formabas parte de sus tropas…!

—Fui un soldado en gestación —repuso el señor Ahmad—, como se dice ahora: un alumno de sus cuarteles…

—¿Y qué hacía tu difunta madre cuando entrabas y salías al combate? —preguntó Ali Abd el-Rahim sorprendido.

—¡No os vayáis por las ramas! —gritó Zubayda vaciando la copa en su boca—. Os he preguntado qué edad tenéis.

—Los tres andamos entre los cincuenta y los cincuenta y cinco. ¿Nos descubriréis vuestra edad?

Zubayda alzó los hombros indiferente y dijo:

—Yo nací…

Luego entrecerró los ojos pintados con kohl alzándolos hacia la lámpara como para recordar; pero el señor la ganó por la mano completando la frase:

—¡Después de la revolución de Saad Basha!

Rieron largamente, hasta que ella agitó el dedo ante ellos; pero Galila no acogió la conversación de buena gana y les gritó:

—¡Dejemos ese terreno resbaladizo! ¿Qué nos importa la edad? ¡Que nos pregunte por ella el Señor en los cielos! Por lo que nos atañe, la mujer es joven siempre que encuentra quien la desee, y el hombre, lo mismo…

—¡Felicitadme! —exclamó de improviso Ali Abd el-Rahim.

Le preguntaron por qué había que hacerlo, y continuó diciendo:

—¡Estoy borracho!

«Es necesario que todos lo alcancen antes de que se extravíe en el mundo de la borrachera», dijo Ahmad Abd el-Gawwad. Galila los incitaba a dejarlo solo como castigo por haberse adelantado. Ali Abd el-Rahim fue a refugiarse a un rincón con una copa llena en la mano, mientras les decía: «¡Buscad a otro escanciador!». Zubayda se levantó hacia donde había dejado parte de su ropa, y buscó en su bolso una cajita de cocaína para asegurarse de que estaba en su sitio. Ibrahim Alfar aprovechó la ocasión de que se había quedado libre el sitio de Zubayda y se sentó. Luego apoyó la cabeza en el hombro de Galila lanzando un sonoro suspiro. Muhammad Effat se dirigió a las ventanas que daban al Nilo y apartó las celosías. La superficie del agua brilló con sombras movedizas surcadas por líneas de tranquila luz, cuyos rayos procedentes de las lámparas de las dahabiyyas insomnes se dibujaban sobre las ondas del agua. Zannuba jugueteó con las cuerdas del laúd tocando una melodía bailable. Los ojos del señor Ahmad se volvieron hacia ella un instante; luego se levantó para llenarse la copa. Zubayda volvió y se sentó entre Muhammad Effat y Ahmad Abd el-Gawwad golpeando a este último en la espalda. La voz de Galila se alzó cantando.

«El día que me mordió…»

Ibrahim Alfar exclamó a su vez: «¡Felicitadme!». Muhammad Effat y Zubayda se unieron al canto de Galila en la frase: «Y me han traído…». Zannuba también se les unió, el señor Ahmad volvió la mirada hacia ella, y sin darse cuenta, se encontró incorporado a los cantantes. La voz de Ali Abd el-Rahim llegó desde el rincón de la habitación apoyándolos. Ibrahim Alfar exclamó con la cabeza apoyada en el hombro de Galila: «¡Seis cantantes y un solo oyente que soy yo!». El señor Ahmad se dijo para sus adentros sin dejar de cantar: «Ella acudirá al llamamiento llena de complacencia y de alegría al fin». Luego se preguntó también: «¿Es una noche pasajera o una larga compañía?». Ibrahim Alfar se levantó de repente y se puso a bailar. Todos los demás empezaron a hacer palmas al unísono; luego cantaron juntos:

«Ponme en tu bolsillo… entre la cintura y el ceñidor…»

El señor Ahmad siguió preguntándose: «¿Aceptará Zubayda que el encuentro sea en su casa…?».

Cesaron el canto y la danza, y comenzaron a meterse los unos con los otros incansablemente. Ahmad Abd el-Gawwad, cada vez que lanzaba una broma, miraba de reojo al rostro de Zannuba para ver el efecto que le causaba. El tumulto y el ruido iban en aumento mientras el tiempo transcurría lánguidamente…

—Tengo que irme —dijo Ali Abd el-Rahim de pie y dirigiéndose a donde estaba su ropa.

—¡Te dije que la trajeras contigo para no cortar la velada! —le gritó Muhammad Effat indignado.

—¿Quién es la protegida? —preguntó Zubayda alzando las cejas.

—Una amiga nueva —dijo Ibrahim Alfar—, una «madame» dueña de una casa en Wagh el-Birka.

—¿Quién? —quiso saber el señor Ahmad interesado.

—Tu vieja amiga Saniyya el-Olali… —repuso riendo Ali Abd el-Rahim y sujetándose la yubba.

Los ojos azules del señor se dilataron, y los embargó una mirada soñadora.

—¡Dale mis recuerdos y salúdala de mi parte! —dijo sonriendo.

—Ella me ha preguntado por ti —repuso Ali Abd el-Rahim retorciéndose el bigote y disponiéndose a partir— y me ha propuesto que te invite a pasar una velada en su casa después del trabajo. Yo le he dicho que tu primogénito, el nombre del Profeta lo guarde, ha alcanzado ya la edad a la que en vuestra familia consideráis necesario frecuentar Wagh el-Birka y otros lugares de perdición; y que tú no estás seguro de que al ir allí no te lo encuentres en una de tus rondas…

Dicho esto, el hombre se echó a reír a mandíbula batiente; luego saludó y dejó la habitación dirigiéndose al vestíbulo. A su zaga iban Muhammad Effat y Ahmad Abd el-Gawwad para acompañarlo a la puerta de salida, sin dejar de hablar ni de reír hasta que el señor Ali abandonó la barcaza, y entonces Muhammad Effat le dio en el brazo a Ahmad Abd el-Gawwad preguntándole:

—¿Zubayda o Galila?

—Ni la una ni la otra —dijo este con sencillez—. ¿Por qué? ¡Líbrenos Dios del mal!

—¡Pasito a paso! —repuso con acento satisfecho—. ¡Me bastará lo que queda de esta noche con beber y escuchar el laúd!

Muhammad Effat le insistió para que diera otro paso adelante, pero el señor se disculpó, y él no quiso hacerse pesado, así que volvieron a la habitación desordenada y caótica y recuperaron sus asientos. Ibrahim Alfar ocupó la plaza del escanciador. Los signos de la borrachera iban quedando al descubierto en el ardor de los ojos, en la facilidad de la conversación y en la relajación de los miembros. Cantaban al unísono siguiendo a Zubayda:

«Por qué se ríe el mar…»

Se pudo observar que la voz de Ahmad Abd el-Gawwad se iba elevando hasta casi cubrir la de la cantora. Galila contaba algunos pasajes de sus aventuras… «Desde que mi vista cayó sobre ti, siento que la noche no pasará sin una aventura. ¡Qué salada es la pequeña! ¿La pequeña? Al fin y al cabo tú le llevas un cuarto de siglo…» Ibrahim Alfar suspiraba por la época dorada del cobre de los días de la guerra, y les dijo con la lengua trabada: «¡Me habríais besado la mano por una libra de cobre!». A lo que repuso el señor Ahmad: «¡Si necesitas algo de un perro, llámalo señor!». Zubayda se quejó de que estaba muy bebida, se levantó y empezó a ir y a venir. Entonces los otros se pusieron a hacer palmas al compás de su vacilante marcha, exclamando todos a una:

«Pasito a paso, traspasa el umbral…» «Pasito a paso traspasa el umbral».

El vino paraliza el miembro picado por la tristeza. «Ya está bien», masculló Galila, y se levantó abandonando la habitación en dirección al vestíbulo que conducía a dos dormitorios, uno frente a otro. Se dirigió hacia el que daba al Nilo, y entró. No tardó en llegarles el crujido de la cama al recibir su enorme cuerpo. Zubayda observó atentamente el proceder de Galila y siguió su ejemplo dirigiéndose a la otra habitación, enviando tras de sí un crujido aún más violento. Ibrahim Alfar dijo: «La lengua de la cama ha hablado». Les llegó desde la primera habitación una voz que canturreaba imitando la afonía de Muñirá: «Ven, amado mío». Muhammad Effat se levantó y contestó cantando: «Prepárate, ya voy». Ibrahim Alfar miró a Ahmad Abd el-Gawwad interrogativo, y el señor le dijo: «Si no te da vergüenza, haz lo que quieras». El hombre se levantó replicando: «No hay vergüenza en una barcaza». ¡El campo libre! ¡He aquí la hora que había acechado tanto tiempo! La pequeña apartó a un lado el laúd y se acurrucó, cubriéndose las piernas entrelazadas con los bordes del vestido. Reinó el silencio y se intercambiaron una mirada; luego ella fijó la vista en el vacío. El silencio se cargó de electricidad volviéndose insoportable. De repente la chica se puso de pie y él le preguntó: «¿Adónde vas?». Zannuba gruñó atravesando la puerta: «Al baño». Él a su vez se levantó y se acercó al asiento de ella, se sentó, cogió el laúd y se puso a juguetear con las cuerdas mientras se preguntaba: «¿Habrá una tercera habitación?». «No es necesario que tu corazón lata de ese modo como cuando el soldado inglés te llevaba por delante en las tinieblas… la noche de Umm Maryam, ¿te acuerdas? ¡No lo hagas! Es doloroso…» «Ya vuelve del baño… ¡Qué espléndida es!»

—¿Tocas el laúd?

—Enséñame —contestó sonriendo.

—Te basta con la pandereta, y eres un maestro.

—Esos días ya se fueron —suspiró—. ¡Qué agradables! Tú eras una niña… ¿Por qué no te sientas?

«Apenas te roza… ¡Qué dulce es la primera captura!» —Coge el laúd y canta para mí…

—Nos hemos hartado de cantar, de tocar y de reír… ¡Esta noche he sabido mejor que nunca por qué te echan de menos en todas las veladas!

El señor sonrió feliz; luego dijo burlón:

—Pero tú no te has hartado de beber…

Ella le contestó afirmativamente echándose a reír. El hombre dio un salto hacia la mesa lleno de impetuosidad, volviendo luego con una botella llena hasta la mitad y dos copas. Se sentó diciéndole: «Bebamos juntos». «¡La deliciosa glotona! Sus ojos expresan malicia y encanto… ¡Pregúntale por la tercera habitación! Pregúntate a ti mismo: "¿una noche o un trato…?". Y por las consecuencias no preguntes. Ahmad Abd el-Gawwad con la grandeza de su poder abre sus brazos a Zannuba la tañedora de laúd… La que con los platos de fruta se quedaba parada ante ti… Pero ¡alto! La felicidad es el premio a tu belleza. En cuanto a la impotencia, jamás ha entrado en mis planes». Vio la palma de la mano de ella que apresaba la copa, próxima a su propia rodilla; extendió su mano y acarició la de Zannuba gentilmente; pero ella la puso en silencio en su regazo sin volverse hacia él. El señor se preguntó si la coquetería a esta hora tardía era oportuna, especialmente cuando se trataba de un anfitrión como él y de una invitada como ella. Pero no dejó de usar la afabilidad y la cortesía, y le preguntó con un acento lleno de significado:

—¿Hay una tercera habitación en la barcaza?

—Al otro lado —respondió a su pregunta, fingiendo ignorar su ataque, mientras señalaba hacia la puerta del vestíbulo.

—¿No será suficientemente ancha para nosotros dos? —dijo sonriendo y retorciéndose el bigote.

—Lo será para ti solo, si te apetece dormir —contestó Zannuba con una voz sin rastro de coquetería, pero que no sobrepasaba los límites de la cortesía.

—¿Y tú? —le preguntó el señor sorprendido.

—Estoy bien así —repuso ella en el mismo tono…

Se movió un poco acercándose a la muchacha, pero esta se levantó, y puso la copa en la mesa. Luego se dirigió al sofá que estaba enfrente de él. Se sentó, dibujándose en su rostro una expresión de seriedad y de protesta silenciosa, que dejó al hombre extrañado ante su actitud. El entusiasmo de este se apagó, y se sintió herido en su amor propio. La miró con una sonrisa de fastidio, y finalmente le preguntó:

—¿Por qué estás enfadada?

Ella continuó en silencio un breve instante; luego se cruzó de brazos.

—Te he preguntado por qué estás enfadada…

—No preguntes lo que ya sabes —replicó la muchacha escuetamente.

Él lanzó de repente una sonora carcajada revelando con ella su indiferencia, y negándose a creerla. Se levantó a su vez y llenó las dos copas, ofreciéndole a ella la suya.

—¡Aclara tu humor! —le dijo.

Tomó Zannuba la copa cortésmente y la depositó sobre la mesa, mientras murmuraba: «Gracias». El señor volvió a sentarse, levantó a continuación la copa hasta los labios y se la bebió de un trago riendo a carcajadas.

«¿Podías esperar semejante sorpresa? Si pudiera hacer retroceder al tiempo un cuarto de hora… Zannuba… Zannuba y sólo Zannuba. ¿Se cree esto? No te desplomes ante la dificultad… ¡Quién sabe, quizá sea una coquetería a la moda de 1924! ¿Qué ha cambiado en mí…? Nada… Es Zannuba, ¿no es ese su nombre? Todo hombre inexorablemente encuentra una mujer que lo rechaza. Como quiera que Zubayda, Galila y la madre de Maryam van detrás de ti, ¡por el contrario Zannuba —ese escarabajo— te rechaza! Aguanta mientras puedas… la cosa no es una catástrofe. ¡Oh! ¡Mira, mira su pierna salerosa y prieta! ¡Qué robusto soporte! ¿Por qué crees que ella te ha rechazado realmente?»

—¡Bebe, bonita…!

—Cuando me apetezca beber —dijo ella con una voz que aunaba la cortesía y la firmeza.

La miró directamente; luego le preguntó con un tono cargado de significado:

—¿Y cuándo te va a apetecer…?

Ella frunció las cejas dando a entender que había comprendido su indicación y no le contestó…

El señor preguntó sintiendo en aquel momento que se venía abajo:

—¿No será bien acogida mi prueba de afecto?

Zannuba abatió la cabeza para ocultar el rostro de los ojos del señor y repuso con firme súplica:

—¿No vas a acabar con esto?

Se apoderó de él una súbita cólera como reacción a su sensación de desmoronamiento.

—¿Por qué has venido hasta aquí? —preguntó él asombrado.

—He venido a causa de esto —repuso ella en tono de protesta, señalando el laúd que se encontraba sobre el sofá, no lejos de él.

—¿Sólo…? No hay una contradicción entre esto y la invitación que yo te hago…

—¿A la fuerza? —preguntó enfadada.

—¡Claro que no! Pero no encuentro causa para tu rechazo —dijo bajo el efecto de la decepción y de la cólera.

—Quizá yo lo tenga —repuso ella fríamente.

El señor dejó escapar una risa sonora y seca; luego se apoderó de él el furor, y dijo burlón:

—¡Puede que temas por tu virginidad!

Fijó en él una larga y cruel mirada.

—Yo sólo consiento con quien quiero —dijo irritada y vengativa.

Iba a reírse de nuevo, pero se contuvo con el pecho oprimido por estas dolorosas y tristes carcajadas. Alargó la mano hacia la botella y se sirvió de ella irreflexivamente, llenándola hasta su mitad; pero la dejó sobre la mesa y se puso a mirar a la mujer, desconcertado, sin saber cómo salir del aprieto en el que él mismo se había metido…

«La víbora, hija de víbora, sólo consiente con quien quiere… ¿Significa esto que ella quiere a un hombre cada noche? No hay que pensar que se te borre la vergüenza de hoy. Los señores ahí dentro, mientras tú estás aquí a la merced de una malcriada tañedora de laúd… ¡Despelléjala con tu lengua! ¡Muélela a patadas! ¡Llévatela a empujones a la habitación…! Lo más procedente sería que alejaras de ella tu cara y dejaras libre el campo… En sus ojos hay una maldición que mortifica… ¡Qué bonito es su cuello! Su encanto es indiscutible, te hace perder la cabeza y sufrir inexorablemente…»

—No esperaba este trato inhumano.

Frunció el ceño, decidido, con el rostro sombrío. Se puso de pie alzando los hombros indiferente mientras decía:

—Yo creí que tú, como tu tía, eras agradable y delicada, pero me he llevado un chasco. Sólo me lo reprocho a mí mismo.

Él oyó el susurro de sus labios mientras ella tragaba saliva a modo de protesta y de crítica; pero el señor se dirigió hacia su ropa y empezó a ponérsela con prisa, acabando en menos de la mitad del tiempo que requería habitualmente su elegancia. Estaba decidido y enfadado, pero el descorazonamiento no le había llegado al fondo. Una parte de sí mismo seguía siendo rebelde; se negaba a dar crédito a lo que había pasado, siéndole penoso reconocerlo. Tomó su bastón esperando que de un momento a otro sucediera algo que le hiciera desistir de su idea y confirmara la esperanza de su orgullo herido: que ella se echara a reír de repente, despojado su rostro de la máscara de esta seriedad, que corriera hacia él, reprochándole su enfado, o que saltara delante de él para que no se marchara.

«¡Sí, a menudo el tragar la saliva es una maniobra a la que sigue la entrega!» Nada de eso sucedió. Ella permaneció en su asiento mirando el vacío, ignorándolo, como si no lo viera. Él abandonó la habitación dirigiéndose al vestíbulo, y desde allí hacia la puerta de salida, luego afuera, suspirando de tristeza, de aflicción y de cólera. Cruzó a pie la calle oscura hasta alcanzar el puente de Zamálek, mientras el aire fresco del otoño se deslizaba por el interior de su ropa. Allí tomó un taxi, que lo llevó a toda velocidad, mientras él seguía aturdido por la borrachera y los pensamientos, hasta que se apercibió de lo que lo rodeaba en la plaza de la Opera, mientras el coche giraba hacia el-Ataba. Al girar miró casualmente y vio a la luz de las lámparas la verja del jardín de el-Ezbekiyya, y su mirada se quedó prendida de aquello, hasta que se lo ocultó una revuelta de la calle. Entornó luego los ojos, sintiendo una punzada que le penetraba hasta lo más profundo de su corazón. Encontró en su interior una voz como un gemido que clamaba en su mundo silencioso pidiendo misericordia para su entrañable desaparecido. No se atrevió a repetir con su lengua esa petición, a mencionar el nombre de Dios con una lengua harta de vino.

Y cuando alzó los párpados, sus ojos dejaron escapar dos gruesos lagrimones.