6

Caminaron uno junto al otro hasta el adarve Qírmiz, esquivando la calle de el-Nahhasín para evitar pasar por la tienda donde se encontraban los padres de ambos; Kamal con su figura alta y delgada y Fuad con la suya pequeña; sus imágenes casi atraían las miradas a causa del contraste. Fuad preguntó con voz reposada:

—¿Dónde vas esta noche?

Y Kamal respondió con su voz excitada:

—Al café de Ahmad Abdu.

Normalmente Kamal decidía y Fuad aceptaba, a pesar de la conocida ponderación espiritual del segundo y a pesar de los caprichos de Kamal, que parecían divertidos a su amigo, así como las insistentes peticiones que le hacía para ir al monte de el-Muqáttam, a la Ciudadela y a el-Jaymiyya para echar un vistazo —según su expresión— a la herencia de la historia y a las maravillas del presente. Pero la verdad es que en la relación entre los dos amigos no dejaba de influir la diferencia de sus clases sociales, el hecho de que el primero fuera hijo del dueño de la tienda y el otro lo fuera de su empleado. Y esta influencia se veía agudizada por el hecho de que Fuad, en su infancia, solía hacer las compras de algunas cosas que se le encargaban para la casa del señor Ahmad, así como de que fuera el protegido de la generosidad de Amina, que no le escatimaba la mejor comida que había en su casa —a menudo su venida coincidía con la hora del almuerzo— ni las mejores ropas que Kamal ya no necesitaba. Desde el principio los unió un sentimiento de superioridad por una parte y de dependencia por la otra, y aunque había ido desapareciendo cuando el sentimiento de amistad ocupó su lugar, su huella anímica no se llegó a desarraigar del fondo del alma. Las circunstancias habían hecho que Kamal no encontrara alguien parecido a un amigo, durante las vacaciones de verano, más que a Fuad el-Ham-zawi. Esto se debía a que los compañeros de su infancia, gente del barrio, no habían continuado sus estudios hasta el final: algunos trabajaban con el certificado de estudios primarios o con el de acceso a Magisterio, otros habían tenido que ponerse a trabajar en oficios modestos, como camarero de un café en Bayn el-Qasrayn o aprendiz del planchador local en Jan Gafar. Unos y otros habían sido sus compañeros en la escuela coránica, y todavía intercambiaban todos ellos saludos de antigua camaradería cada vez que se encontraban; saludos llenos de respeto por parte de los otros, debido al privilegio que confería a Kamal el deseo de saber, y cargados del afecto procedente de un espíritu innato de humildad y sencillez por parte de este. En cuanto a sus nuevos amigos, cuya amistad había ganado en el-Abbasiyya, Hasan Selim, Ismail Latif y Huseyn Shaddad, pasaban las vacaciones en Alejandría y en Ras el-Barr. Así que no le quedaba más compañero que Fuad.

Tras caminar unos minutos, llegaron a la entrada del café de Ahmad Abdu y bajaron al extraño establecimiento, en las entrañas de la tierra, bajo el barrio de Jan el-Jalili. Se dirigieron hacia una dependencia vacía y, mientras se sentaban frente a frente alrededor de la mesa, Fuad murmuró con cierta timidez:

—Creía que esta noche ibas a ir al cine.

Sus palabras denunciaban su deseo de ir al cine, deseo que quizás sentía antes de ir a buscar a Kamal a su casa, pero que no había manifestado, no sólo porque no pudiera hacer cambiar de opinión a Kamal, sino por el mero hecho de que era este último quien pagaba la entrada del cine cuando iban juntos. Y no se había sentido con valor para aludir a su deseo hasta que se sentaron en el café, donde era posible tomar sus palabras como una observación inocente y fortuita.

—Iremos el jueves próximo al Club Egipcio para ver a Charlie Chaplin. Ahora vamos a jugar una partida de dominó.

Se quitaron los tarbushes y los pusieron sobre una tercera silla. Luego Kamal llamó al camarero y le pidió dos tés verdes y un dominó. El café sepultado bajo tierra parecía el vientre de un animal de especie extinguida, enterrado bajo los escombros de la historia —a excepción de su gruesa cabeza— y que se agarraba a la superficie del suelo abriendo su boca de afilados colmillos, como figurando la entrada a la larga escalera. En el interior había un amplio patio de forma cuadrada, pavimentado de baldosas de el-Masara, que tenía en el centro una fuente con un surtidor, sobre cuyo borde se alineaban macetas de claveles, y estaba rodeada por los cuatro costados de butacas cubiertas por tapices de brocados y cojines. En las paredes se ordenaban pequeñas dependencias colindantes, como si cada una de ellas fuera una gruta tallada en el muro, sin ventana ni puerta, y cuyo mobiliario se reducía a una mesa de madera, cuatro sillas y una pequeña lámpara que ardía noche y día en un tragaluz situado en lo alto del muro, frente a la entrada. Era como si el café adquiriera algunas cualidades de su extraña situación: dormitaba en una calma inusual para los restantes cafés; la luz no era cegadora, el aire era fresco. Cada grupo se recogía en su dependencia o en sus sillas, fumando el narguile, tomando su té a sorbos y vagando en una palabrería sin fin, apenas arropada por el tono de un murmullo débil y continuado, que sólo se interrumpía muy de tarde en tarde por una tos, una risa o el borboteo ávido de alguien que fumara en la pipa de agua.

El café de Ahmad Abdu era, en opinión de Kamal, un lugar de meditación para el pensador y una curiosidad para el soñador. En cuanto a Fuad —aunque no se le había pasado por alto la originalidad del local en sus primeros tiempos de ir por allí— ya no encontraba en este más que un lugar de reunión desolado, envuelto en humedad y aire viciado. Pero no podía hacer otra cosa más que acceder, cada vez que Kamal le pedía que fueran.

—¿Te acuerdas de un día que nos vio tu hermano, Si Yasín, estando nosotros en este sitio?

—Sí —dijo Kamal sonriendo—. Yasín es indulgente y bueno, y nunca me ha hecho sentirme como su hermano menor. Sin embargo, aquel día le rogué que no contara en casa que nos había visto, No por miedo a mi padre, pues nadie se atrevería a revelarle asuntos como este, sino por temor de inquietar a mi madre. ¡Imagínate lo que ella se asustaría si supiera que frecuentamos este café, u otro, creyendo que la mayoría de los asiduos de los cafés son fumadores de hashísh y gentes de mala fama!

—¿Y sabe que Si Yasín es asiduo de los cafés?

—Si yo se lo dijera, ella me diría que Yasín es «grande» y no teme por él, pero que yo soy «pequeño». Según parece, en nuestra casa yo seguiré siendo considerado un niño hasta que tenga canas.

El camarero trajo el dominó y dos vasos de té en una bandeja de color amarillo intenso. Dejó todo sobre la mesa y se marchó. Kamal cogió de inmediato su vaso y empezó a darle sorbos antes de que se enfriara, soplando el líquido y luego degustándolo, soplando otra vez y chupándose los labios cada vez que se quemaba. Pero esto no lo hacía desistir, y volvía a intentarlo con terquedad e inquietud, como si estuviera condenado a apurarlo en un minuto o dos. Entretanto, Fuad se puso a observarlo en silencio, o a mirar al vacío, apoyándose sobre el respaldo de su asiento con una gravedad mayor de la que correspondía a su edad, mientras brillaba en sus ojos grandes y bellos una mirada profunda y tranquila. No extendió la mano hacia su vaso hasta que Kamal hubo apurado el suyo. En ese momento, empezó a tomarse el té con calma, paladeándolo y deleitándose con su aroma, mientras murmuraba tras cada sorbo: «¡Dios! ¡Qué bueno está!»; y el otro lo incitaba —con la paciencia agotada— a que terminara, para empezar a jugar, diciéndole como aviso:

—Hoy te voy a ganar. Ya nunca más se aliará contigo la suerte.

—¡Lo veremos! —masculló Fuad, con una sonrisa. Y empezaron a jugar…

Kamal seguía la partida con nervioso interés, como si se estuviera lanzando a un combate de cuyos resultados dependieran su vida o su honor. Mientras, Fuad seguía moviendo las fichas con tranquilidad y destreza, sin perder la sonrisa de sus labios, ya le sonriera la suerte o le volviera la espalda, estuviera Kamal alegre o frunciera el ceño. Kamal perdió los papeles —como era su costumbre— y le gritó: «¡Juegas fatal, pero tienes buena suerte!». El otro no fue más allá de una risa educada que no despertaba cólera ni inspiraba violencia. Cuántas veces se había dicho Kamal estallando de furia: «¡Nunca dejará su suerte de dominar a la mía!». Él no se metía en el juego con la tolerancia propia de una diversión y un entretenimiento. Es más, la verdad es que no había diferencia —en cuanto a su interés y su entusiasmo— entre la seriedad y la diversión. Sin embargo, la superioridad de Fuad en la escuela no estaba por debajo de la que tenía en el dominó. Era el primero de la clase, mientras que Kamal estaba entre los cinco primeros. ¿También la suerte desempeñaba en esto su papel? ¿Cómo explicar la supremacía de ese joven, hacia quien Kamal abrigaba en lo más profundo de su ser un sentimiento de superioridad que creía conveniente se extendiera del mismo modo a las dotes intelectuales? No se privaba de buscar un punto de vista desde el que pudiera menospreciar la supremacía de su amigo; decía que este dedicaba todo su tiempo al estudio y que, si su inteligencia tuviera la superioridad que se pretendía, le habría bastado una parte de este tiempo. Y apuntaba también que Fuad evitaba los deportes, mientras que él destacaba en muchos de ellos. Y finalmente decía que Fuad se limitaba en sus lecturas a los libros de la escuela y que, si le parecía bien leer en vacaciones un libro que no fuera escolar, observaba al elegirlo el que fuera útil para sus estudios posteriores. En cuanto a él, sus lecturas no estaban sujetas a límite alguno, ni las regía ninguna utilidad. ¿Qué había de asombroso en que el joven estuviera por encima de él? Sin embargo, esta indignación suya no debilitaba la amistad de ambos jóvenes. Kamal lo quería, y hallaba cordialidad y alegría en su compañía, hasta el punto de no dudar —al menos en su fuero interno— en reconocer sus méritos y sus virtudes.

El juego prosiguió, y terminó la partida —contrariamente a lo que se presagiaba al principio— con la victoria de Kamal. Sus facciones se iluminaron y soltó una risotada. Luego preguntó a su adversario: «¿Otra partida?», pero Fuad dijo sonriendo: «¡Vale así por hoy!». Quizás estuviera harto de jugar, o quizás temía que el resultado de la partida propuesta tirara por tierra las esperanzas de su amigo y convirtiera su alegría en tristeza. Kamal movió la cabeza sorprendido y dijo:

—Tienes la sangre fría como los peces.

Luego, en tono de crítica, mientras se restregaba la punta de su gruesa nariz con el índice y el pulgar:

—Me sorprendes. Cuando te ganan, te trae sin cuidado la revancha. Amas a Saad pero te echas atrás a la hora de participar en una manifestación en la que se pretende rendirle honores el día de su nombramiento al Ministerio. Pides las bendiciones de Sayyidna el-Huseyn, pero no sientes ningún estremecimiento el día que, sobre su historia, se nos demuestra que sus restos mortales no se encuentran en el sepulcro que tenemos tan cerca. ¡Me sorprendes…!

¡Cómo lo irritaba esa fría insensibilidad! No podía soportar eso que llamaban «razón». Era como si amase perdidamente la locura. Recordaba el día en que les habían dicho a ambos en la escuela: «El sepulcro de el-Huseyn es un símbolo, y nada más que eso». Aquel día regresaron juntos, mientras Fuad repetía lo que había dicho el profesor de historia islámica, y Kamal se preguntaba inquieto de dónde le venía a su amigo aquella fuerza con la que sobrellevaba la noticia, como si fuera un asunto que no le concerniera. Él, por su parte, no se entregaba a la reflexión; decididamente no podía pensar. ¿Cómo podía el revolucionario pensar? Caminaba como vacilante a causa de la espantosa puñalada que le había sido asestada en pleno corazón. Lloraba por una ilusión que desaparecía y por un sueño que se le disipaba. El-Huseyn ya no era su vecino, es más, no lo había sido ni un solo día. ¿Dónde iban a parar los besos que se estampaban, con sinceridad y fervor, en la puerta del sepulcro? ¿Dónde iban a parar el orgullo de estar tan cerca de él y la arrogancia de ser vecino suyo? No había nada de todo aquello. No quedaba sino un símbolo en la mezquita y soledad en el corazón. Aquella noche había llorado hasta empapar la almohada. Ese había sido el impacto que a su razonable amigo sólo le conmovió la lengua cuando lo comentó, repitiendo las palabras del profesor de historia. ¡Ay! ¡Qué siniestra era la razón!

—¿Sabe tu padre tu deseo de entrar en la Escuela de Magisterio?

—Sí —contestó Kamal, con una violencia cuyo tono procedía a la vez de su fastidio por la frialdad de su amigo y de su dolor rezagado por la discusión con su padre.

—¿Y qué te ha dicho?

Kamal aprovechó el ataque de su interlocutor para aliviar su corazón por vía indirecta:

—¡Ay de mí! Mi padre, como la mayoría de la gente, es de los que les encantan las falsas apariencias: la función pública, la fiscalía, la jurisprudencia… Eso es todo lo que le importa. ¡No sé cómo convencerlo de la grandeza del pensamiento, de los valores elevados, dignos de ser perseguidos en esta vida! No obstante, él me deja libertad de movimientos.

Los dedos de Fuad se pusieron a juguetear con una ficha de dominó, mientras decía con precaución y cuidado:

—Sin duda alguna, son unos valores excelsos, pero ¿en qué sitio los elevan al rango que merecen?

—Yo no puedo rechazar una convicción elevada sólo porque quienes están a mi alrededor no tienen fe en ella.

Fuad volvió a decir con una calma sosegada:

—¡Admirable, esa disposición de espíritu! Pero ¿no te convendría más considerar tu futuro a la luz de la realidad?

Kamal respondió con desprecio:

—¿Tú crees que si nuestro dirigente hubiera seguido este consejo, habría pensado seriamente en ir a la sede del Protectorado para pedir la independencia?

Fuad sonrió como si dijera: «A pesar del crédito que merece tu argumento, no sirve como norma general en la vida». Luego dijo:

—¡Estudia Derecho para garantizarte un trabajo respetable, y después podrás orientar tu cultura como quieras!

—Dios no ha dado al hombre dos corazones. Además, ¡permíteme que proteste contra tu forma de asociar el trabajo respetable con el Derecho! ¡Como si la enseñanza no fuera un oficio digno!

Fuad se apresuró a decir con insistencia, para alejar la sospecha de sí:

—No pretendía eso de ninguna manera. ¿Quién ha dicho que salvaguardar el saber y divulgarlo no es un oficio respetable? Quizás he repetido, sin saberlo, la opinión de la gente; y a la gente, como tú decías al hablar de esto, le deslumbran las luces del poder y la influencia.

Kamal se encogió de hombros, despreciativo, y dijo con obstinación:

—Una vida que se consagra al pensamiento es la vida más gloriosa.

Fuad sacudió la cabeza, como aprobando esa idea, pero sin decir palabra. Permaneció refugiado en el silencio hasta que Kamal le preguntó:

—¿Qué es lo que te ha impulsado a escoger los estudios de Derecho?

Pensó un momento, luego respondió:

—Yo no he tenido la pasión que tú sientes por el pensamiento. Tuve que elegir estudios superiores basándome sólo en la perspectiva del futuro, y elegí Derecho.

¿No era la voz de la razón? Claro que sí. Pero ¡cómo despertaba su cólera y su rebelión! ¿No era una injusticia que tuviera que pasar las largas vacaciones prisionero en este barrio, y sin más compañía que este «ser razonable»? Había otra vida que era totalmente opuesta a la del viejo barrio, había otros amigos que eran completamente distintos a Fuad… Y hacia aquella vida y aquellos amigos tendía su alma; hacia el-Abbasiyya, hacia el nuevo tipo de juventud, y, por encima de todo eso, hacia la elegancia refinada, el acento parisino, el sueño maravilloso, hacia su adorada… ¡Ay! Su alma lo conducía a su propia casa, a su habitación, para quedarse a solas consigo mismo y recurrir a su diario, repasar una fecha, recuperar un recuerdo o anotar una sensación. ¿No había llegado la hora de que él levantara la sesión y se marchara?

—He encontrado a algunas personas que me han preguntado por ti.

—¿Quiénes? —preguntó Kamal, apartando con pesar su alma de la corriente de su emoción.

Fuad respondió riendo:

—Qámar y Narguis.

Qámar y Narguis eran las hijas de Abu Sari, el vendedor de pipas. El pasaje de Qírmiz, las callejas oscuras tras la puesta de sol, la frivolidad mezclada con la ingenuidad impura o con la impureza ingenua, la adolescencia febril… ¿Es que no recordaba todo aquello? ¿Qué le pasaba a sus labios, que se contraían de asco? No recordaba esta época relativamente antigua, antes de que llegara el Espíritu Santo, sin que se revolviera su corazón de indignación, dolor y vergüenza, como procede a un corazón henchido con la savia del amor puro.

—¿Y cómo te las encontraste?

—Entre el gentío del máwled de el-Huseyn. Caminé a su lado sin vacilación ni apuro, como si fuéramos de una misma familia que hubiera ido a dar una vuelta por el máwled.

—¡Qué cara tienes!

—A veces. Las saludé y me respondieron. Charlamos un buen rato y luego Qámar me preguntó por ti.

El rostro de Kamal enrojeció un poco, mientras preguntaba:

—¿Y después…?

—En principio, nos pusimos de acuerdo para que yo te avisara y luego nos encontráramos todos.

Kamal meneó la cabeza con repugnancia:

—¡De ninguna manera!

—¿De ninguna manera? —preguntó Fuad sorprendido—. Creía que te encantaría un encuentro bajo el pasaje o en el patio de la casa abandonada. Sus cuerpos han madurado, y dentro de poco se harán dos mujeres en todo el sentido de la palabra. A propósito, Qámar llevaba la melaya pero no tenía velo en la cara, y yo le dije riendo: «¡Si hubieras llevado el velo, no me habría atrevido a hablarte!».

—¡De ninguna manera! —reiteró Kamal con obstinación.

—¿Porqué?

—¡Ya no puedo soportar la suciedad!

Luego, con una impetuosidad que revelaba un dolor oculto:

—No puedo encontrarme con Dios en mi oración mientras mi ropa interior esté manchada.

—¡Purifícate y haz las abluciones antes de rezar! —dijo Fuad con ingenuidad.

—El agua no purifica la suciedad —dijo Kamal moviendo la cabeza ante esta metáfora pobre.

Esta era una lucha antigua, que arrancaba del encuentro con Qámar cuando él fue a buscarla agitado por el deseo y la angustia, para luego regresar con la conciencia atormentada y el corazón deshecho en lágrimas. Luego, tras hacer la oración, pidió perdón fervientemente a Dios. Pero seguía otra vez desamparado, y volvió a atormentarse, para pedir perdón de nuevo a Dios. ¡Ay! ¡Qué días rezumantes de deseo, amargura y tormento! Después brotó la luz. Allí pudo amar y rezar a la vez. ¿Por qué no? El amor es una fuente divina que fluye de forma pura.

—¡Corté mi relación con Narguis desde que se le prohibió jugar en el barrio! —repuso Fuad con cierto pesar.

—¿No te atormentaba, siendo creyente, esta relación? —preguntó Kamal preocupado.

Fuad respondió, bajando la vista avergonzado:

—Hay cosas inevitables. —Después, como si disimulara su vergüenza, preguntó—: ¿De verdad te niegas a aprovechar la ocasión?

—¡Puedes estar seguro!

—¿Sólo por la religión?

—¿Eso no es suficiente?

Fuad esbozó una amplia sonrisa y dijo:

—¡Cuánto peso insoportable te cargas a las espaldas!

—Yo soy así —se obstinó Kamal— y no me interesa ser de otro modo.

Intercambiaron una larga mirada que manifestaba obstinación y desafío en los ojos de Kamal, y reflejaba en los de Fuad tregua y sonrisa, como los rayos infernales del sol que se reflejan sobre la superficie del agua con un relampagueante destello. Luego siguió Kamal hablándole:

—Yo considero el deseo como un instinto despreciable, y detesto la idea de entregarme a él. Quizás no haya sido creado en nosotros nada más que para infundirnos un sentimiento de resistencia y sublimación, con el fin de elevarnos al rango de verdadera humanidad. O soy humano o soy animal.

Fuad se demoró un poco, para luego decir con tranquilidad:

—¡Yo no creo que sea un verdadero mal, ya que es lo que nos empuja a casarnos y tener descendencia!

El corazón de Kamal tembló con una violenta palpitación que Fuad no percibió. A fin de cuentas ¿era esto el matrimonio? No obstante, él no ignoraba tal verdad en su conjunto, aunque lo desconcertaba no saber cómo la gente conciliaba el amor y el matrimonio. Era un problema con el que no se enfrentaba su amor, ya que el matrimonio le aparecía siempre por más de un motivo, como algo que estaba muy por encima de sus esperanzas, lo cual no le impedía rebelarse ante un problema que requería solución. No podía imaginar que hubiera una feliz unión entre su amada y él más que por medio del cariño espiritual por parte de ella y la contemplación apasionada por parte de él; un camino similar a la adoración. Y, es más, la adoración misma. ¿Qué tenía que ver el matrimonio con esto?

—Los que aman de verdad no se casan.

—¿Qué has dicho? —preguntó Fuad sorprendido.

Incluso antes de la pregunta de Fuad, comprendió que su lengua había traicionado su pensamiento, y se reflejó la vergüenza en su rostro durante un crítico instante. Se puso a recordar las últimas palabras de su amigo antes de que a él mismo se le escapara esa extraña frase, hasta llegar con cierto esfuerzo —a pesar de que acababa de oírlas— a recoger el hilo de su argumentación sobre el matrimonio y la descendencia. Se propuso disimular su propio error y enmendar el sentido de sus palabras en la medida de lo posible, y dijo:

—Los que aman por encima de la vida no se casan. Eso es lo que he querido decir.

Fuad esbozó una leve sonrisa —o quizás estuviera aguantando la risa—, pero sus profundos ojos no delataron lo que se escondía tras ellos, y se contentó con afirmar:

—Estos son asuntos serios, y es prematuro hablar ahora de ellos. Vamos a dejarlo. Hay tiempo para todo.

Kamal se encogió de hombros, indiferente y confiado, y dijo:

—Vamos a dejarlo y a esperar…

El caso de Fuad y el suyo eran diferentes. Sin embargo, eran amigos. Kamal no podía ignorar que la propia divergencia lo arrastraba hacia su compañero, a pesar de la tensión que soportaban sus nervios una y otra vez por aquello. ¿No había llegado la hora de volver a casa? El deseo de estar solo y trabar confidencias consigo mismo lo arrastraba. El diario dormido en el cajón de su escritorio encendía la excitación en su pecho. Quien está cansado de soportar la realidad necesita buscar algo de reposo en el recogimiento.

—Es hora de volver.