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—¡Buenas tardes!

«Ella no responde. Era lo que yo suponía sin saberlo. Al principio es siempre así. Desde hace mucho tiempo, y hasta la eternidad. Aquí está ella dándote la espalda. Se aleja del muro hacia la cuerda de la ropa. Pone las pinzas… ¿No las había puesto ya antes? Claro que sí. Yo lo comprendo todo. Diez años de desvergüenza no son una corta experiencia. Deja que tus ojos disfruten viéndola antes de que caigan definitivamente las sombras, que ya están avanzando, y no se vea más que una silueta. Ella ha engordado y sus carnes son prietas. Está más guapa que cuando era una adolescente. Era como una gacela, pero no poseía esta gruesa grupa. ¡Despacio…! Todavía guarda una parte respetable de su esbeltez virginal. ¿Cuántos años tienes, picaruela? En tiempos, tu familia pretendía que tenías la edad de Jadiga, mientras que esta opinaba que tú eras años y años mayor que ella. La mujer de mi padre afirma estos días que rondas los treinta, apoyándose en antiguos recuerdos del tipo: "cuando yo estaba encinta de Jadiga, ella era una cría de cinco años", etc. ¿Qué importa la edad? ¿Es que vas a convivir con ella hasta la vejez? En poco tiempo la joven madurará… guapa, atractiva y llena de grasa. ¡Ay!, ha mirado hacia la calle y te ha visto. ¿No has visto tú su pupila mientras te observaba como una gallina? No voy a abandonar mi posición, bonita. ¿Un joven de cuya belleza, fuerza y dinero conoces muchas cosas… no es mejor que aquel inglés del pasado?»

—¿Es que entre vosotros el saludo no merece ser devuelto, aunque sea de idéntica forma?

«Ella te vuelve la espalda otra vez, pero… ¡despacio! ¿No está sonriendo? Sí. Quien creó su belleza ha hecho el encantamiento. Ha sonreído. Ha facilitado este último paso y ha allanado el camino. No hay duda de que ella conoce todos mis movimientos y mis maniobras previas. Ahora por mí… ahora por ti… Es una suerte que tú no seas de las que padecen el mal del pudor. Aquel inglés, Julián, ese caballo de pura sangre erguido ante ti, humillando el lomo, ¿no oyes su relincho de satisfacción?»

—¿No tienes respeto por los vecinos? ¡Te estoy mendigando un saludo que por derecho me corresponde!

Le llegó una voz suave y apagada que parecía venir de lejos, por tener la chica el rostro vuelto:

—¡No te corresponde… de esa forma!

«Al visitante se le ha respondido. Se ha levantado el pestillo de la puerta. No conseguirás el amor hasta que hayas vencido la reprimenda. ¡Resistencia! ¡Resistencia, como gritan los estudiantes de el-Azhar!»

—¡Si he dicho algo que te haya enfadado, no me lo perdonaré mientras viva!

—La azotea de la casa de Umm Ali, la comadrona, está al nivel de la nuestra y de la vuestra —dijo ella en tono de reproche—. ¿Qué pensaría cualquiera que viera tu actitud conmigo mientras tiendo la ropa?

Luego preguntó burlona:

—¿O quieres que esté en boca de todo el mundo?

«¿Se ha apartado el mal de ti? ¿Guardaste estas precauciones en tu escena con Julián, en el pasado? Pero… ¡calma! La belleza de tus ojos y de tus nalgas perdona todos los pecados que has cometido».

—¡Que Dios no me deje vivir ni un solo instante si he querido hacerte daño! Me he ocultado bajo el tejadillo de jazmín hasta que se ha puesto el sol, y no me he acercado al muro hasta estar seguro de que la azotea de Umm Ali, la comadrona, estaba vacía.

Luego, con un sonoro suspiro:

—Y, tras esto, mi excusa es que sigo subiendo siempre a la azotea para conseguir esta soledad, y cuando la encuentro, me colma de inmediato la alegría. En cualquier caso, Dios nos protege.

—¡Qué bueno! ¿Y por qué todo este esfuerzo?

«Una pregunta que no surge de la ignorancia. Ellas preguntan lo que ya saben. Ha aceptado hablar contigo, ¡aprovéchate de eso!»

—Me dije a mí mismo: ¡El que tú la saludes y ella te devuelva el saludo es más grato que la salud y el bienestar!

Ella se volvió hacia él con un movimiento de cabeza que, en la penumbra, traicionaba una risa reprimida; y dijo:

—¡Qué lengua tan larga tienes! ¿Qué esconden tus palabras?

—¿Que qué esconden? ¿Por qué no te acercas al muro? Tengo muchas cosas que decirte. Hace unos días, cuando salía a la calle, miré casualmente al suelo y vi moverse la sombra de una mano. Miré hacia arriba y te vi a ti por encima del muro; un bello e inolvidable espectáculo.

Ella giró sobre sus talones, pero no se acercó ni un solo paso. Luego dijo en tono acusador:

—¿Y cómo miraste hacia arriba? Si fueras, como dices, un vecino de verdad, no te permitirías a ti mismo herir a tu vecina; pero tú tienes malas intenciones, como demuestran tu confesión y tu actitud en este momento.

La verdad es que él tenía malas intenciones. ¿La fornicación no lo era? «Malas intenciones del género que a ti, Maryam, te gusta. ¡Ay, las mujeres! Dentro de una hora lo reclamarás como uno de tus derechos, y dentro de dos horas yo huiré y tú correrás detrás de mí. ¡De cualquier forma, nuestra noche es maravillosa!»

—Dios sabe mis buenas intenciones. Levanté la vista porque no puedo evitar el mirar al lugar en el que estás. ¿No lo comprendes? ¿No te das cuenta? Tu viejo vecino habla, aunque sea un poco tarde.

—¡Habla! —dijo ella burlona—. ¡Da rienda suelta a tu lengua! ¡Levanta la voz! ¿Qué vas a hacer si irrumpe en la azotea la mujer de tu padre y nos ve a los dos?

«No cambies de conversación, leoncita. Sería un milagro que pudiera doblegar tu razón. ¿De verdad temes a la mujer de mi padre? ¡Ay! ¡Una noche en tu regazo vale por toda una vida!»

—Oiré el sonido de sus pasos antes de que llegue. ¡Deja que sigamos en lo que estábamos!

—¿Y en qué estábamos?

—Queda más allá de cualquier descripción.

—Yo no veo nada de lo que tú dices. Quizás estés tú solo en esto.

—¡Quizás! ¡Qué asunto tan penoso! Es triste que mi corazón hable y no encuentre quien le responda. Recuerdo los días de tus visitas a nuestra casa. Aquellos días en los que éramos como una sola familia… ¡Y suspiro por ellos!

Ella murmuró, moviendo la cabeza:

—¡Aquellos días…!

«¿Por qué vuelves al pasado? Cometes un grave error, Yasín. Ten cuidado, que el dolor no eche a perder todo tu esfuerzo. Pon toda tu voluntad para olvidarlo todo, salvo el presente».

—Además, últimamente te he visto, y eres una joven bonita como una flor. Miras la oscuridad de la noche y la iluminas. Es como si te viera por primera vez. Me he preguntado a mí mismo: «¿Es esta nuestra vecina Maryam, la que jugaba con Jadiga y con Aisha? ¡Claro que no! Esta es una chica que ha alcanzado la plenitud de la belleza…» y siento que el mundo se transforma a mi alrededor.

Ella dijo, volviendo al tono burlón:

—En aquellos días, tus ojos no se permitían mirar a nadie. Eras un vecino en el verdadero sentido de la palabra. Pero ¿qué queda de aquellos días? Todo ha cambiado. Nos hemos convertido en dos extraños, como si no hubiéramos cruzado ni una palabra… y no hemos crecido juntos. Esto es lo que quisieron los tuyos.

—¡Deja de hablar de eso! ¡No me cargues con una pena tras otra!

—Hoy me has contemplado con tus propios ojos… en la ventana, en la calle, y aquí estás asaltándome en la azotea.

«¿Qué te impide irte si de verdad quieres hacerlo? Tus mentiras son más dulces que la miel. ¡Oh, luz en las tinieblas!»

—¡Si sólo fuera eso…! Te miro también desde otros sitios que ignoras. Te he visto en la imaginación más de lo que te figuras. Ahora mismo me estoy diciendo, y estoy bien seguro de mis palabras: «¡O cerca de ella, o la muerte!».

El susurro de una risa apagada estremeció su corazón, luego preguntó:

—¿De dónde te salen estas palabras?

Él se señaló el pecho y dijo:

—¡De mi corazón!

Maryam rozó el pie contra el suelo de la azotea, produciendo con la zapatilla un susurro que anunciaba su partida. Pero no se movió de su sitio, y dijo:

—¡Cómo se ve que el asunto ha llegado al corazón, más vale que me vaya! Al principio, él elevó su voz con entusiasmo, hasta que se dio cuenta y la bajó:

—¡Al contrario! ¡Tienes que venir…! ¡Venir a mí! ¡Ahora o nunca! —Luego, con astucia—: ¡A mi corazón! Es tuyo, con todo lo que posee.

Ella replicó en tono de amonestación y burla:

—¡No te prodigues de esa forma. Sería un pecado que yo te quitara el corazón con todo lo que posee!

«¿Hasta qué punto me estás comprendiendo? Me estoy dirigiendo a ti, a la leona que amo, y tú no eres tonta, a juzgar por el recuerdo de Julián. Ven, hija de perra. Temo brillar en la oscuridad, por el intenso fuego que arde en mi carne».

—Él y lo que posee son para ti de buena gana. Su felicidad está en que tú lo aceptes y lo poseas, y que seas sólo para él.

—¿Has visto, tunante? —dijo ella riendo—. ¡Quieres tomar y no dar!

«¿De dónde le viene esta lengua? Ni Zannuba en su época… ¡Maldito sea el mundo sin ti!»

—Quiero que seas para mí como yo soy para ti. ¿Dónde está aquí la injusticia?

Silencio… Un intercambio de miradas… hasta que ella dijo:

—Quizás se estén preguntando ahora por el motivo de tu retraso…

Tratándose de congraciarse, él respondió con astucia:

—No hay nadie en el mundo que se preocupe de mis asuntos.

En ese momento, el tono de la chica cambió, y preguntó con seriedad:

—¿Cómo está tu hijo? ¿Todavía está en casa de su abuelo?

«¿Qué se esconde tras esta extraña pregunta?»

—Sí.

—¿Cuántos años tiene ya?

—Cinco.

—¿Qué es de su madre?

—Se ha casado, o se casará muy pronto.

—¡Qué lástima! ¿Por qué no la vuelves a tomar, aunque sea por Redwán?

«¡Hija de perra! ¡Di ya lo que quieres!»

—¿Es esto lo que deseas de verdad?

Ella soltó una risa apagada.

—¡Qué suerte para quien concilie dos almas en el bien!

«¿Y en el mal?»

—Pero yo no miro hacia atrás.

Reinó un silencio que pareció extraño y cargado de reflexión, hasta que ella dijo con una voz dulce y, a la vez, de advertencia:

—¡Líbrate de asaltarme otra vez en la azotea!

—¡A tus órdenes! —dijo él con atrevimiento—. La azotea no es un sitio seguro. ¿No sabes que tengo una casa en Qasr el-Shawq?

—¿Tu casa? —exclamó ella con desaprobación—. ¡Encantada, señor de la casa!

Él se calló un momento, como si desconfiara, y luego preguntó:

—Adivina qué estoy pensando.

—¿Y a mí qué me importa?

«Silencio, oscuridad, solos… ¡Qué terrible efecto produce la oscuridad en mis nervios!»

—Estoy pensando en los dos muros de nuestras dos terrazas, pegados el uno al otro. ¿Qué te sugiere este espectáculo?

—Nada…

—El espectáculo de dos amantes unidos.

—No me gusta oír estas palabras.

—Su unión recuerda también que no hay nada que los separe.

—¡Anda ya! —surgió de ella como una seducción llena de promesas.

—Es como si me estuvieran diciendo: «Crúzanos» —dijo riendo.

Ella retrocedió dos pasos hasta pegar la espalda a una melaya que estaba tendida. Luego murmuró en un tono de seria advertencia:

—¡No te permito eso!

—¡Eso! ¿Qué es «eso»?

—Decir eso.

—¿Y hacerlo?

—¡Me iré enfadada!

«¡No…, no! ¡Por tu preciosa vida! ¿Has pensado lo que dices? ¿Soy yo más tonto de lo que creo?, ¿o eres tú más falsa de lo que imagino? ¿Por qué ha hablado de Redwán y de su madre? ¿Estaba aludiendo al matrimonio? ¡Cuánto la deseas! ¡Un deseo loco…!»

Maryam dijo de repente:

—¡Ay! ¿Qué es lo que me empuja a quedarme aquí?

Giró sobre sus talones y agachó la cabeza para pasar por debajo de la ropa tendida. Él envió su voz tras ella, diciendo con angustia:

—¡Te vas sin despedirte!

Maryam estiró la cabeza por encima de la cuerda de la ropa, y dijo:

—¡A las casas se va por las puertas! ¡Este es mi saludo!

Y se dirigió rápidamente hacia la puerta de la azotea, y la cruzó.

Yasín volvió a la sala y se disculpó ante Amina por su larga ausencia, alegando el calor del ambiente en el interior. Luego fue a su habitación para ponerse el traje. Kamal lo seguía con la mirada, sorprendido y pensativo. Miró a su madre y la encontró reposada y tranquila, habiendo terminado de tomar su café y de leer los posos de la taza. Se preguntó qué le pasaría a ella si se enteraba de lo que había ocurrido en la azotea. Él mismo no se liberaba de la angustia desde que se había enterado por casualidad, al ver a los dos hablándose al oído, cuando fue tras su hermano tratando de averiguar el motivo de su ausencia. Yasín había hecho eso… ¿es que no daba importancia al recuerdo de Fahmi? No podía imaginárselo. Yasín sentía un sincero amor hacia Fahmi, y había sufrido una inmensa tristeza por él. No se concebía dudar de su sinceridad. Además, estos «episodios» ocurren a menudo. Es más, él no sabía por qué se asociaba siempre a Fahmi con Maryam. Su difunto hermano se enteró del suceso de Julián de inmediato. Luego pasó largo tiempo en que pareció que la había olvidado por completo y que se había despreocupado de ella, a cambio de asuntos más graves e importantes. Maryam no merecía más que esto, y no había sido nunca digna de él. Eso era algo que lo movía a plantearse realmente la pregunta: «¿Puede olvidarse el amor?». El amor no se olvida, de eso estaba seguro. Pero ¿cómo podía saber si Fahmi había amado a Maryam en el sentido que él mismo entendía —o sentía— el amor? Quizás fuera un fuerte deseo, como este que dominaba ahora a Yasín, o aún más, como aquel deseo antiguo hacia la misma Maryam, que lo había atrapado a él en la época de la adolescencia y había entretenido sus sueños. Sí. Eso también había ocurrido. Y por esta causa había soportado dos sufrimientos: el sufrimiento del deseo y el del remordimiento. Ambos habían sido igualmente fuertes, y no lo libró de ese tormento más que la boda y la desaparición de Maryam. Le interesaba saber ahora si Yasín sufría, si lo corroía el remordimiento, y hasta qué punto. No imaginaba que el asunto se hubiera desarrollado con facilidad, cualquiera que fuera su idea sobre la bestialidad de Yasín y su escaso entusiasmo por los ideales. A pesar de la mirada indulgente con que contemplaba todo el asunto, sentía irritación y angustia, como procedía en un hombre para el que nada en el mundo se equiparaba a sus ideales.

Yasín volvió de la habitación vestido con sus mejores galas. Se despidió de ellos y se marchó. Un momento después ambos oyeron llamar a la puerta de la sala pidiendo permiso para entrar. Kamal invitó al visitante a que pasara —estaba seguro de quién era— y entró un joven de una edad similar a la suya, bajo de estatura, de hermoso aspecto, vistiendo una galabiyya y una chaqueta. Se dirigió a Amina y besó su mano. Luego estrechó la de Kamal y se sentó a su lado. A pesar de la educación que se imponía a sí mismo, había familiaridad en su actitud, como si fuera uno más de la casa, y, por si fuera poco, Amina empezó a charlar con él, llamándolo con toda naturalidad «Fuad» y preguntándole por la salud de su padre Gamil el-Hamzawi, y por la de su madre. Él le respondía lleno de felicidad y de reconocimiento por la buena acogida que ella le dispensaba. Kamal dejó a su amigo con su madre y se fue a la habitación para ponerse la chaqueta. Luego regresó y salieron juntos.