4

—Ahora tienes que decirme en qué escuela te propones ingresar.

El señor Ahmad Abd el-Gawwad estaba sentado, con las piernas cruzadas, en el sofá de su dormitorio, mientras Kamal lo estaba en la parte que daba frente a la puerta, con los brazos cruzados en su regazo y lleno de educación y sumisión. El señor hubiera deseado que el muchacho respondiera: «Mi opinión es la tuya, padre». Sin embargo, reconocía que la elección de la escuela no era uno de esos asuntos en los que él reivindicara para sí un derecho absoluto, y que el asentimiento de su hijo era un factor esencial en la elección. Además, el alcance de la totalidad de sus conocimientos en la materia era muy limitado. La mayor parte de ellos procedía de los temas que, de vez en cuando, se suscitaban en algunas de sus reuniones con sus amigos funcionarios y abogados, quienes coincidían en reconocer el derecho de los hijos a elegir sus estudios, para evitar así los fracasos. Por todo esto, no quiso despreciar el hecho de someter el asunto a consulta, poniendo su decisión en manos de Dios.

—Me propongo, papá, si Dios quiere, y con el consentimiento de usted naturalmente, ingresar en la Escuela Superior de Magisterio.

Un movimiento de cabeza, que insinuaba fastidio, se escapó del señor, y abrió sus ojos grandes y azules, clavando la vista con extrañeza en su hijo. Luego dijo en un tono reprobatorio:

—¿… Superior de Magisterio? ¡Una escuela gratuita! ¿No es así?

—Quizás… —dijo Kamal tras vacilar un momento—. Yo no sé nada de ese tema.

El señor ondeó su mano con gesto burlón, como si quisiera decirle: «¡Deberías conservar la paciencia antes de opinar sobre lo que no sabes!». Luego dijo con desprecio:

—Es como yo te he dicho, y por eso es raro que atraiga a un hijo de buena familia. Además, el oficio de maestro… ¿Sabes algo sobre él, o tus conocimientos no rebasan los que tienes de su Escuela? Es un oficio mísero que no goza del respeto de nadie. Yo sé lo que se dice de estas cosas. Tú eres un pequeño inexperto que no sabe nada de los asuntos del mundo. Es un oficio en el que el efendi se codea con el azharista: carente de todo sentido de la grandeza y la gloría. Yo he conocido gente notable y funcionarios respetables que se habrían negado rotundamente a casar a sus hijas con un maestro, cualquiera que fuese su rango. Luego, después de eructar y resoplar un buen rato:

—Fuad, el hijo de Gamil el-Hamzawi, ese al que regalabas la ropa usada, va a ingresar en la Escuela de Leyes. Es un muchacho inteligente, destacado, pero no más que tú. Yo he prometido a su padre ayudarlo a pagar sus gastos para que no le cueste nada. ¿Cómo voy a desembolsar mi dinero para los hijos de otros en escuelas respetables, mientras que mi hijo estudia gratuitamente en una escuela modesta?

Este grave informe sobre «el maestro y su misión» fue una desagradable sorpresa para Kamal. ¿Por qué todos estos prejuicios? Aquello no podía provenir del papel del maestro, que era el de enseñar. ¿Provenía de la gratuidad de la Escuela en la que iba a estudiar? No se podía imaginar que la riqueza o la pobreza tuvieran que ver con el significado implícito del saber, o que este tuviera un valor externo a su esencia. Él creía en esto con una fe profunda e inconmovible, del mismo modo que tenía fe en la validez de las elevadas ideas que conocía a través de las obras de hombres a los que amaba y de los que se enorgullecía, como el-Manfaluti, el-Muwaylihi y otros. Él vivía de todo corazón en el mundo del «ideal», como se reflejaba en las páginas de los libros, y para sus adentros no dudaba en declarar errónea la opinión de su padre, a pesar de su prestigio y de la posición que ocupaba en su alma, buscándole la justificación en el crimen que le habían infligido la sociedad retrasada y la influencia de sus «ignorantes» amigos, cosa que lo apenaba profundamente. Sin embargo, sólo pudo decir, imponiéndose el máximo de educación y delicadeza, y repitiendo, en realidad, un texto de sus lecturas:

—El saber está por encima de la gloria y el dinero, papá.

El señor movió su cabeza desde Kamal al ropero, como si pusiera por testigo a una persona invisible de la necedad que había oído. Luego dijo enfadado:

—¿De verdad…? ¡Vivir para oír estas tonterías! ¡Como si hubiera diferencia entre la gloria y el saber! No hay verdadero saber sin gloria ni dinero. Además, ¿qué te pasa que hablas del saber como si sólo hubiera uno? ¿No te he dicho que eres un pequeño inexperto? Hay muchos saberes, y no uno sólo. ¡Los malhechores tienen el suyo, y los bashas el suyo! ¡Aprende, ignorante, antes de que te arrepientas!

Estaba convencido del respeto de su padre por la religión y, en consecuencia, por sus seguidores, así que le dijo con astucia:

—Los azharistas también estudian gratuitamente, y trabajan en la enseñanza, pero nadie puede despreciar sus conocimientos.

El padre le hizo con la barbilla un gesto de desdén y dijo:

—¡La religión es una cosa, y sus seguidores otra!

Kamal sacó de su desesperación una fuerza de la que se ayudó para discutir con ese hombre al que no solía sino obedecer:

—¡Pero tú, papá —exclamó—, respetas y amas a los doctores de la religión!

—¡No confundas las cosas! —replicó el señor en un tono no exento de violencia—. Yo respeto al sheyj Mitwali Abd el-Sámad, y también lo amo, pero prefiero verte como un funcionario respetable a verte como él, aunque fueras sembrando la bendición entre la gente y apartándolos de la desgracia con amuletos y talismanes. Cada época tiene sus hombres… ¡pero tú no quieres entenderlo! El hombre examinó al joven para sondear el efecto que sus palabras le habían producido. Kamal bajó la vista, se mordió el labio inferior y se puso a parpadear y a mover con nerviosismo el ángulo izquierdo de su boca. ¡Qué raro! ¿Cómo puede la gente empeñarse en estas cosas que suponen un perjuicio seguro para ellos? Estaba a punto de estallar en cólera, pero recordó que sólo se trataba de un asunto que estaba fuera del dominio de su poder absoluto. Por tanto se contuvo y le preguntó:

—Pero ¿qué es lo que te ha hecho entusiasmarte sola y exclusivamente por la Escuela de Magisterio, como si ella se reservara todo el saber? ¿Qué es lo que no te agrada de la Escuela de Leyes, por ejemplo? ¿No es esta la que forma a la gente importante y a los ministros? ¿No es esta Escuela la que formó con sus saberes a Saad Basha y a hombres como él?

Luego, en voz baja, mientras brillaba en sus ojos una mirada taciturna:

—Es la Escuela que eligió Fahmi después de reflexionarlo y meditarlo. Si la muerte no se lo hubiera llevado tan deprisa, sería hoy uno de los hombres del Ministerio Público o de la Justicia. ¿No es así?

—Todas tus palabras son ciertas, papá —dijo Kamal emocionado—; pero a mí no me gustaría estudiar Derecho.

El hombre golpeó las palmas de sus manos mientras decía:

—¡No le gusta! ¿Qué tiene que ver el gusto con el saber y las escuelas? Dime, ¿qué es lo que te gusta de la Escuela de Magisterio? ¡Quiero saber cuáles son los encantos que te han fascinado de ella! ¿O eres de los que aman las cosas malas? ¡Habla! ¡Te escucho!

Él dejó escapar un movimiento, como si reuniera sus fuerzas para aclarar aquellos conceptos que seguían siendo oscuros para su padre. Pero reconoció la dificultad de su misión, convenciéndose al mismo tiempo de que le acarrearía un nuevo montón de burlas del tipo que ya había experimentado antes de la discusión, tanto más cuanto que él no veía el objetivo claro y definido como para poder a su vez explicárselo a su padre. ¿Qué podía decir? Si meditaba un poco, podía saber lo que no quería: no deseaba hacer Derecho, ni Economía, ni Geografía, ni Historia, ni Inglés…, aunque apreciaba la importancia de las dos últimas materias para alcanzar sus aspiraciones. ¡Esto era lo que no quería! ¿Y qué era entonces lo que quería? Tenía deseos que precisaban atención y reflexión para aclarar sus objetivos. Quizás no estuviera convencido de alcanzarlos en la Escuela de Magisterio, aunque prevalecía en él la idea de que esta escuela era el camino más corto para lograrlos. Unos deseos estimulados por diferentes lecturas que apenas tenían en común una sola característica: ensayos literarios, sociales, religiosos, la epopeya de Antar, Las mil y una noches, La Hamasa, el-Manfaluti, principios filosóficos… Puede incluso que no estuvieran demasiado lejos de los sueños que antaño le había revelado Yasín, y más aún, de las leyendas que su madre había vertido en su alma antes de todo esto. Le gustaba aplicar a este mundo enigmático el nombre de «pensamiento», y a sí mismo el de «pensador». Y estaba convencido de que la vida del pensamiento era la meta más elevada para el hombre, cuya naturaleza luminosa estaba por encima de la materia, la gloria, los títulos y las demás clases de falsa grandeza. ¡Daba lo mismo!

Que los perfiles fueran claros o no lo fueran, que los lograra en la Escuela de Magisterio o que esta no fuera más que un medio para llegar a ellos, su mente no sería capaz de apartarse de esta meta jamás. ¡Pero también debía reconocer que había un fuerte vínculo que los unía a su corazón, o mejor dicho a su amor! ¿Cómo era esto? No había relación alguna entre su «adorada» y el derecho o la economía, pero sí la había, aunque fuera sutil y velada, entre ella y la religión, el alma, la moral, la filosofía y los conocimientos semejantes, de cuyas fuentes le fascinaba beber; de manera parecida a los misterios que la vinculaban con el canto y la música, que él miraba con un estremecimiento de alegría y una gran embriaguez. Encontraba todo aquello en sí mismo, y creía en ello con toda su alma. Pero ¿qué podía decir a su padre? Recurrió de nuevo a la astucia y dijo:

—¡La Escuela de Magisterio enseña saberes importantes, como la historia del hombre repleta de principios morales, la lengua inglesa…!

El señor lo observaba mientras hablaba, cuando de repente los sentimientos de disgusto y cólera lo abandonaron. Reflexionó —como si lo viera por primera vez— sobre la delgadez del muchacho, su enorme cabeza, su gran nariz y su largo cuello, y encontró en su aspecto un algo extraño, semejante a la excentricidad de sus ideas. Su espíritu burlón estuvo a punto de echarse a reír interiormente, pero la compasión y el amor se lo impidieron. Se preguntó para sus adentros: «La delgadez es un fenómeno pasajero, la nariz es herencia mía, pero… ¿de dónde le viene esta asombrosa cabeza? ¿No puede ser que suceda a quienes, como yo, buscan los defectos, el ser presa de sus propias burlas?». Este pensamiento le produjo una desazón que duplicó su ternura hacia su hijo y, cuando habló, el tono de su voz resultó más reposado y más cercano a la comprensión y el consejo:

—El saber en sí mismo no es nada —dijo—. La importancia radica en su utilidad. El Derecho te llevará al puesto de juez, mientras que el cometido de la historia y sus principios morales es que seas un maestro desgraciado. ¡Detente largamente sobre esta conclusión, y reflexiona! —Luego el tono de su voz se elevó un poco, con cierta impetuosidad—: ¡No hay poder ni fuerza sino en Dios! Lecciones, historia… ¡Todo es hollín! ¿Es que no me vas a decir palabras razonables?

El rostro de Kamal enrojeció de vergüenza y de dolor, mientras escuchaba la opinión de su padre sobre los conocimientos y los elevados principios que él veneraba, viendo cómo los hacía bajar hasta el nivel del hollín, al compararlos con este. Sin embargo, no le faltó resignación cuando le vino a la mente —en aquel instante mismo— que su padre era, sin lugar a dudas, un hombre respetable, y sólo era víctima de una época, un lugar y una sociedad. ¿Servía de algo discutir con él? ¿Iba a probar suerte otra vez, recurriendo a un nuevo ardid?

—¡La realidad, papá, es que estos saberes gozan de la mayor estima en los países desarrollados! Los europeos los honran y erigen estatuas a los que destacan en ellos.

El señor apartó de él su rostro, mientras su muda expresión decía: «¡Dios mío! ¡Tranquilízate!». Pero no estaba realmente enfadado. Quizás juzgara el asunto como un gracioso imprevisto que no se le había pasado por la imaginación. Luego, volvió su rostro hacia el muchacho y le dijo:

—Como tu padre que soy, quiero estar tranquilo sobre tu futuro. Quiero que tengas un puesto digno. ¿Es que son dos cosas diferentes? Lo que me interesa verdaderamente es verte como un respetable funcionario, no como un miserable maestro, ¡aunque a este le erijan una estatua como a Ibrahim Basha, con el dedo levantado! ¡Alabado sea Dios! ¡Hemos vivido, hemos visto y hemos oído prodigios! ¿Qué tenemos nosotros que ver con Europa? Tú vives en este país… ¿acaso aquí se erigen estatuas a los maestros? ¡Muéstrame una sola estatua de uno de ellos! —Luego, con un tono de censura—: Dime, hijo mío, ¿quieres un cargo o una estatua?

Como no encontraba en Kamal más que silencio y confusión, le dijo con cierta tristeza:

—¡Tienes en la cabeza unas ideas que no sé por dónde se te han colado! ¡Te estoy invitando a que seas uno de los grandes hombres que han estremecido el mundo por su grandeza y su posición! ¿Es que tienes un modelo al que aspiras sin yo saberlo? Dime francamente cuál es tu intención para que mi mente se tranquilice y capte tus propósitos. ¡La verdad es que todo este asunto tuyo me tiene desconcertado!

Tenía que dar un nuevo paso, con el que manifestar una parte de lo que había en su alma, poniéndose en manos de Dios:

—¿Es un defecto, papá, aspirar a ser algún día como el-Manfaluti? —le preguntó.

El señor dijo sorprendido:

—¿El sheyj Mustafa Lutfi el-Manfaluti? ¡Que Dios se apiade de él! Lo he visto más de una vez en Sayyidna el-Huseyn. ¡Pero él, que yo sepa, nunca fue maestro! ¡Era mucho más que eso! Fue compañero y secretario de Saad. Además procedía de el-Azhar y no de la Escuela de Magisterio… ¡y el-Azhar no tuvo nada que ver con su grandeza! Fue un don de Dios. Eso es lo que dicen de él. Nosotros estamos discutiendo tu futuro y la escuela en la que te conviene ingresar. ¡Dejemos a Dios lo que es de Dios! Y si tú también fueras un don de Dios, tendrías la grandeza de el-Manfaluti fueras procurador o juez. ¿Por qué no?

—Yo no aspiro sólo a la persona de el-Manfaluti —se defendió Kamal, intrépido— sino a su cultura también, y no encuentro una escuela más apropiada para hacer realidad mis propósitos, o al menos para facilitar el camino hacia ellos, que la Escuela de Magisterio. Por eso la he elegido. No tengo un deseo especial de ser maestro. Es más, quizás no la acepto más que por ser el camino que conduce a la formación del pensamiento.

«¿El pensamiento?» El señor entonó para sí una estrofa de la canción de el-Hammuli: «El pensamiento se ha extraviado. ¡Ayudadme, lágrimas de mis ojos!», que tantas veces había amado y había recordado en el pasado. ¿Era este el pensamiento que su hijo perseguía? Le preguntó sorprendido:

—¿Qué es la formación del pensamiento?

Kamal se hundió en la confusión y tragó saliva, diciendo en voz baja:

—¡Es posible que yo lo desconozca! —Luego sonrió afectuoso—. ¡Si lo supiera, no tendría necesidad de aprenderlo!

—Si tú no lo sabes, ¿por qué motivo lo has escogido?, ¿eh? —le preguntó con reprobación—. ¿Es que amas perdidamente la mediocridad por nada?

Kamal logró, con intenso esfuerzo, dominar su confusión, y dijo empujado por un intrépido deseo de defender su felicidad:

—Es algo demasiado grande para ser conocido a la perfección. Estudia, entre otras cosas, el origen y el sentido de la vida.

El señor lo contempló largo rato, antes de decirle:

—¿Y es por esto por lo que quieres sacrificar tu futuro? ¿El origen y el sentido de la vida? El origen de la vida es Adán, y nuestro destino es el paraíso o el infierno. ¿O ha habido algún cambio reciente al respecto?

—Claro que no… Yo ya lo sé. Lo que quiero decir es…

Su padre no lo dejó terminar, y le dijo:

—¿Te has vuelto loco? Yo te pregunto por tu futuro, y tú me respondes que quieres conocer el origen y el sentido de la vida. ¿Y qué harás después? ¿Vas a abrir una tienda para adivinar las cosas ocultas?

Kamal tuvo miedo de que, si se rendía al desconcierto y al silencio, su padre dominara la situación, o él se viera obligado a reconocer el punto de vista de este, y dijo recobrando el valor:

—Perdóname, papá, si no he sabido expresar bien mi opinión. Quiero continuar mis ya iniciados estudios literarios después de obtener el título de maestro; estudiar historia, lenguas, ética y poesía. En cuanto al futuro, ¡está en manos de Dios!

El señor exclamó irónico y furioso, como si completara la lista interrumpida de Kamal:

—Voy a estudiar también el arte de los encantadores de serpientes, las marionetas, la adivinación del porvenir con espejos y con conchas… ¿Por qué no? ¡Dios misericordioso! ¿Me reservabas de verdad esta sorpresa? ¡No hay poder ni fuerza sino en Dios!

El señor Ahmad se convenció de que la situación era más grave de lo que suponía y, no sabiendo qué partido tomar, empezó a preguntarse si se habría equivocado al otorgar a su hijo la libertad de palabra y opinión. Cuantas más pruebas de paciencia e indulgencia le daba, más insistía el otro en la terquedad y se obstinaba en discutir. No tardó en erigirse en su espíritu un duelo entre su inclinación a la tiranía y su consentimiento al derecho de «elegir escuela», cuidando, por un lado, de preservar el futuro de Kamal y, por otro, sintiendo una gran aversión a ser derrotado. Pero, contrariamente a su costumbre —o, mejor dicho, a su costumbre de antaño—, terminó venciendo a la prudencia, y volvió a la discusión diciendo:

—¡No seas idiota! Tienes algo en la mente que yo ignoro, y pido a Dios que te libre de ello. El futuro no es un juego ni una broma, sino tu vida, y no tendrás otra. Medita el asunto largamente. La jurisprudencia es la mejor escuela para ti. Yo entiendo el mundo mejor que tú, y tengo amigos de todas las clases sociales. ¿No sabes lo que es ser procurador o juez? ¡Son puestos que hacen estremecer el mundo, y tú puedes ocupar uno de ellos! ¿Cómo puedes renunciar a él con toda simpleza, y preferir ser… ¡maestro!?

¡Cuánto le dolía! No estaba irritado sólo por el respeto que tenía a la figura del maestro, sino por el que sentía hacia el saber en general; ¡el saber auténtico a sus ojos! No tenía buena opinión de los puestos que hacían temblar el mundo, pues ¡cuántas veces había visto calificar a los escritores que prevalecían en su espíritu como falsas grandezas, glorias efímeras y otros adjetivos de ofensa y desprecio! Tenía fe —a tenor de las palabras de aquellos— en que no había verdadera grandeza más que en la vida dedicada al saber y a la verdad y, en consecuencia, todas las manifestaciones de poder y gloria estaban unidas en su espíritu a la falsedad y la necedad. No obstante se guardó de manifestar esta convicción suya, que agravaría la cólera de su padre.

—¡De cualquier forma —dijo con dulzura y cariño—, la Escuela de Magisterio es una escuela superior!

El señor reflexionó largo rato, y luego dijo, harto y desesperado:

—Si no quieres hacer Derecho, ¡ya que algunas personas prefieren la miseria!, elige una escuela respetable; la Escuela Militar, la de Policía… ¡Algo mejor que nada!

—¿Entrar en la Escuela Militar o en la de Policía habiendo sacado el Bachillerato? —dijo Kamal molesto.

—¿Y qué quieres, si no puedes hacer Medicina?

En ese momento el señor notó una luz, procedente de la zona del espejo, que le deslumbró el ojo izquierdo. Miró hacia el armario y vio que los rayos oblicuos del sol de la tarde, que se filtraban en la habitación por la ventana que daba al patio, se habían deslizado de la pared que estaba frente a la cama, hasta hacer invisible la zona del espejo; esto anunciaba que se acercaba la hora de irse a su tienda. Se apartó un poco para evitar el reflejo de la luz y luego lanzó un suspiro que mostraba su fastidio y presagiaba —o anunciaba— que la conversación estaba a punto de terminar.

—¿No hay otra cosa que no sean estas odiosas escuelas? —preguntó taciturno.

Kamal bajó la vista, apurado por su incapacidad para complacer a su padre, y dijo:

—No queda más que la Escuela de Comercio, y yo no sirvo para eso.

A pesar de que el empeño de Kamal por rechazarlo todo lo encolerizaba, no sintió hacia esta nueva escuela más que indiferencia, pues opinaba que esta sólo formaba «comerciantes», y él no se contentaba con que su hijo fuera comerciante. No ignoraba —de entrada— que una tienda como la suya, aunque le proporcionaba una vida satisfactoria, era demasiado escasa como para proporcionársela a aquel de sus hijos que le sucediera en ella, si se preveía la distribución que se haría de las partes entre el resto de los herederos. Por eso, no se esforzaría por preparar a ninguno de ellos para que ocupara su lugar. Sin embargo, esta no era la causa esencial de su indiferencia. La verdad es que él ensalzaba los cargos públicos y a los funcionarios, y comprendía su importancia y su posición en la vida de la nación, como podía ver por sí mismo tanto en sus amigos funcionarios como en algunos contactos gubernamentales que se relacionaban con su trabajo. Por eso incitaba a sus hijos a que fueran funcionarios y los preparaba para ello. Tampoco ignoraba que en el comercio no se obtenía ni la cuarta parte de la consideración que se lograba en los cargos públicos a los ojos de los demás, aunque dejaba el doble de dinero. Él mismo compartía estos sentimientos con la gente, aunque no lo reconociera de palabra. Es más, se enorgullecía de la estima en que lo tenían los funcionarios, y se consideraba a sí mismo un funcionario «intelectualmente» hablando, o alguien igual que ellos. Pero ¿quién si no él podía ser comerciante a la vez que alguien igual a los funcionarios? ¿Por qué no habrían sacado sus hijos una personalidad como la suya? ¡Ay! ¡Qué desilusión! ¡Cuánto había deseado ver que uno de ellos llegara a ser médico!, y ¡cuánta confianza había depositado en Fahmi, hasta que le dijeron que el Bachillerato de Letras no conducía a la Escuela de Medicina! Se contentó con que hiciera Derecho y le auguró un buen futuro. Después puso sus esperanzas en Kamal, y este había escogido la sección de Letras. El hombre volvió a soñar en el porvenir que tendría Kamal cuando hiciera Derecho, ¡pero nunca se imaginó que la batalla entre sus esperanzas y el destino se resolviera con la muerte del «genio» de la familia, ni con la obstinación de Kamal en ser maestro! ¡Qué desilusión! El señor pareció realmente triste al decir:

—Te he ofrecido el mejor consejo. Eres libre de escoger por ti mismo, pero debes recordar siempre que yo no estoy de acuerdo contigo. Medita bien el asunto, y no te apresures. Aún tienes tiempo por delante. Si no, te vas a arrepentir toda la vida de tu mala elección. ¡Líbreme Dios de la estupidez y de la falta de juicio!

El hombre puso la pierna en el suelo, haciendo un movimiento que advertía que se iba a poner de pie con el fin de hacer sus preparativos para salir de casa. Kamal se levantó con educación y pudor, y se marchó.

Volvió a la sala y se encontró a su madre y a Yasín sentados, charlando. Estaba desconcertado ante la grave circunstancia de oponerse a su padre y de empeñarse en contradecirlo, a pesar de la benevolencia y la dulzura que el hombre había mostrado, además de la pesadumbre y la tristeza que había manifestado al final. Contó a Yasín la discusión que había tenido lugar en la habitación, mientras el joven lo escuchaba con un gesto de objeción en la frente y una sonrisa irónica en los labios. En seguida le manifestó que él era de la opinión del señor, y que se sorprendía por su ignorancia acerca de los valores respetables de esta vida y por su aspiración a otros, imaginarios o estúpidos…

—¿Quieres dar tu vida por la ciencia? ¿Qué significa eso? Es una magnífica actitud, tal y como aparece en uno de los pasajes de las reflexiones de el-Manfaluti, pero en lo que respecta a la vida, no es más que una frivolidad que no sirve para nada. Tú vives en el mundo, y no en los libros de el-Manfaluti. ¿No es así? Los libros dicen a veces cosas extrañas e insólitas, como esta que tú has leído a veces en ellos: «El maestro es casi un profeta». Pero… ¿te has encontrado alguna vez un maestro que sea casi un profeta? Ven conmigo a la escuela de el-Nahhasín o recuerda a cualquiera de tus maestros, y enséñame uno solo de ellos que merezca ser, no ya un profeta, sino un ser humano. ¿Cuál es este saber que persigues? ¿La ética, la historia, la poesía…? Todo eso es bonito como diversión… ¡Guárdate de dejar escapar de tus manos la ocasión de tener una vida elevada! ¡Cómo me lamento yo a veces por las circunstancias adversas que me impidieron continuar mis estudios!

Cuando se quedó a solas con su madre, tras la partida del padre y de Yasín, se preguntó: «¿Y mi madre qué pensará?». Ella no era de las personas a las que se pedía opinión en asuntos como ese, sin embargo había seguido la mayor parte de su conversación con Yasín, y sabía el deseo del señor de que ingresara en la Escuela de Leyes, decisión que ella empezaba a considerar de mal augurio, y que la intranquilizaba. No obstante, Kamal sabía cómo conseguir su aprobación por el camino más corto, y le dijo:

—La ciencia que deseo estudiar está íntimamente relacionada con la religión y sus ramas: la sabiduría, la moral, la meditación sobre los atributos de Dios, y la esencia de sus palabras en el Corán, y de sus criaturas.

La alegría iluminó el rostro de Amina, que dijo con entusiasmo:

—¡Ese es el verdadero saber; el saber de mi padre, tu abuelo! ¡Es el más glorioso de los saberes!

Meditó un momento, mientras él la miraba discretamente y sonriendo. Luego ella añadió con el mismo entusiasmo:

—¿Quién puede despreciar al maestro, hijito? ¿No dicen los refranes «de quien me enseña las letras, me convierto en su esclavo»?

Kamal repitió el argumento de su padre, que atacaba su elección, como si con ello estuviera pidiéndole un parecer que corroborara su posición:

—¡Pero dicen que el maestro no tiene la suerte de ocupar los altos cargos!

Ella hizo con la mano un gesto de indiferencia y replicó:

—El maestro tiene abundantes ingresos, ¿no es así? ¡Eso te basta! Yo pido a Dios que te dé salud, larga vida y un apropiado conocimiento. Tu abuelo decía: «El saber es más valioso que el dinero».

¿No era sorprendente que la opinión de su madre fuera mejor que la de su padre? Pero no era una opinión, sino un sano sentimiento que no había corrompido el contacto con la vida real, como le había ocurrido a su padre. Quizás fuera la ignorancia que Amina tenía de las cosas del mundo lo que había protegido sus sentimientos frente a esa corrupción. ¿Qué valor tenía un sentimiento —por elevado que fuera— cuyo origen era la ignorancia? ¿Acaso ese desconocimiento no tenía efecto en la formación de sus propias opiniones? Se rebeló contra esa lógica, y dijo dialogando consigo mismo: «Tú has conocido el mundo, con su bien y su mal, en los libros, y has escogido el bien por convencimiento y reflexión; el sentimiento innato e inocente se ha encontrado frente a la opinión sabia, sin que la natural ingenuidad se abatiera sobre el saber auténtico». ¡Claro que él no dudaba ni un solo instante de la sinceridad y la grandeza de sus propias opiniones!, pero ¿sabía lo que quería? No era el oficio de maestro lo que le atraía. Soñaba con escribir un libro, esa era la verdad. Pero ¿qué libro? No sería de poemas. Si su diario contenía algún poema, esto se debía a que Aida transformaba la prosa en poesía, no a que hubiera en él un verdadero talento poético. El libro estaría escrito en prosa; sería un grueso volumen, del tamaño y la forma del Corán, y los márgenes de sus páginas estarían repletos de glosas y comentarios. Pero ¿sobre qué iba a escribir? ¿No estaba ya todo contenido en el Corán? No debía desesperarse. ¡Un día encontraría su tema! Por ahora le bastaba con saber el tamaño, la forma y los márgenes del libro. ¿Es que un libro que hiciera estremecer la tierra no era mejor que un cargo público, aunque este lograra el mismo propósito? «Todos los que han estudiado conocen a Sócrates, pero ¿cuántos conocen a los jueces que lo procesaron?»