ABD EL-MÚNIM.— El patio es más grande que la azotea, y tenemos que quitar la tapa del pozo para ver lo que hay dentro.
NAÍMA.— Mamá se va a enfadar, y la tía y la abuela también.
UZMÁN.— No nos va a ver nadie.
AHMAD.— El pozo es horrible. ¡Quien mira dentro se muere!
ABD EL-MÚNIM.— Levantamos la tapa, y luego miramos desde lejos. (Después, en voz alta:) ¡Vamos a bajar!
UMM HÁNAFI.— (cruzándose en la puerta de la azotea.) Ya no me queda fuerza para bajar ni para subir. Dijisteis que subiéramos a la azotea, y hemos subido a la azotea; dijisteis que bajáramos al patio, y hemos bajado al patio; que subiéramos a la azotea una segunda vez, y hemos subido a la azotea una segunda vez. ¿Qué queréis hacer en el patio? Hace calor allí abajo. Aquí corre el aire, y dentro de poco se pondrá el sol.
NAÍMA.— Van a levantar la tapa del pozo para mirar dentro.
UMM HÁNAFI.— Se lo diré a la señora Jadiga y a la señora Aisha.
ABD EL-MÚNIM.— Naíma es una mentirosa. No vamos a levantar la tapa, ni nos acercaremos a él. Jugaremos un ratito en el patio y luego volveremos. Tú quédate aquí hasta que vengamos.
UMM HÁNAFI.— ¿Quedarme aquí? No me separaré de vosotros. ¡Dios os guíe! No hay en toda la casa un sitio más bonito que la azotea. ¡Mirad este jardín!
MUHAMMAD.— Agáchate para que me monte encima de ti…
UMM HÁNAFI.— ¡Ya está bien de montar! ¡Búscate otro juego! ¡Dios mío… Dios mío! Mirad el jazmín y la hiedra. Mirad las palomas.
UZMÁN.— Eres fea como una búfala, y hueles mal.
UMM HÁNAFI.— ¡Que Dios te perdone! Estoy chorreando sudor de correr detrás de vosotros.
UZMÁN.— ¡Déjanos ver el pozo, aunque sea un poquito…!
UMM HÁNAFI.— El pozo está lleno de ifrits, y por eso lo hemos tapado.
ABD EL-MÚNIM.— ¡Mentirosa! Ni mamá ni la tía nos han dicho nada de eso.
UMM HÁNAFI.— Yo sé la verdad, la señora de la casa y yo, ambas los hemos visto con nuestros propios ojos. Estuvimos esperando hasta que se metieron. Entonces lanzamos la tapa de madera sobre la boca del pozo y le pusimos una pesada piedra encima. No mencionéis el pozo, y decid conmigo: «En el nombre de Dios, Clemente y Misericordioso».
MUHAMMAD.— Agáchate para que me monte encima de ti…
UMM HÁNAFI.— Mirad la hiedra y el jazmín. Ojalá tuvierais unos como esos. En vuestra terraza no hay más que gallinas y dos corderos que los están cebando para la fiesta.
AHMAD.— Beeeeh… beeeeh… beeeeh…
ABD EL-MÚNIM.— Trae una escalera para subirnos en ella.
UMM HÁNAFI.— ¡Oh, Dios protector! ¡Es el niño de su tío! ¡Jugad en el suelo, no en el cielo!
REDWÁN.— En el balcón de nuestra casa y en el salámlik hay macetas de rosas rojas y blancas, y de claveles.
UZMÁN.— ¡Y nosotros tenemos dos corderos y gallinas!
AHMAD.— Beeeeh… beeeeh… beeeeh…
ABD EL-MÚNIM.— Yo voy a la escuela coránica. ¿Quién de vosotros va?
REDWÁN.— Yo me sé de memoria el «Alabado sea Dios»…
ABD EL-MÚNIM.— ¡Qué se vaya a la porra el «Alabado sea Dios»…!
REDWÁN.— ¿No te da vergüenza? Eres un ateo.
ABD EL-MÚNIM.— Eso es lo que canta el arif por la calle.
NAÍMA.— Te hemos dicho mil veces que no repitas sus palabras.
ABD EL-MÚNIM.— (A Redwán) ¿Por qué no vives con tu papá, el tío Yasín?
REDWÁN.— Yo estoy en casa de mamá.
AHMAD.— ¿Y dónde vive tu mamá?
REDWÁN.— En casa de mi otro abuelo.
UZMÁN.— ¿Dónde vive tu abuelo?
REDWÁN.— ¡En el-Gamaliyya! En una casa grande con un salámlik.
ABD EL-MÚNIM.— ¿Y por qué tu madre está en una casa y tu padre en otra?
REDWÁN.— Mamá está en casa de mi abuelo de allí, y papá en la de mi abuelo de aquí.
UZMÁN.— ¿Por qué no están los dos en la misma casa, como mi papá y mi mamá?
REDWÁN.— ¡El destino y la suerte! Eso es lo que dice mi otra abuela.
UMM HÁNAFI.— Le habéis estado insistiendo hasta hacerlo hablar. ¡No hay fuerza y poder sino en Dios! Tened compasión de él y poneos a jugar.
AHMAD.— Agáchate para que me monte encima de ti…
REDWÁN.— ¡Mirad esa pajarita sobre la rama de hiedra!
ABD EL-MÚNIM.— ¡Trae una escalera para que yo la coja!
AHMAD.— ¡No hables tan fuerte! Ella nos está mirando, y oye todo lo que decimos.
NAÍMA.— ¡Qué bonita es! Yo la conozco. Es la pajarita que vi ayer, en nuestra casa, posada en la cuerda de tender la ropa.
AHMAD.— La otra estaba en el-Sukkariyya. ¿Cómo ha sabido el camino para venir a la casa del abuelo?
ABD EL-MÚNIM.— ¡Burro! La pajarita viene volando desde el-Sukkariyya hasta aquí, y se vuelve antes de la noche.
UZMÁN.— Su familia está allí, y tiene parientes aquí.
MUHAMMAD.— Agáchate para que me monte encima de ti, o lloro hasta que me oiga mamá.
NAÍMA.— ¿Jugamos a la rayuela?
ABD EL-MÚNIM.— No, a echar carreras.
UMM HÁNAFI.— ¡Sin que se peleen el que gane y el que pierda!
ABD EL-MÚNIM.— Cállate, búfala.
UZMÁN.— Muuuuh… muuuuh…
AHMAD.— Beeeeh… beeeeh… beeeeh…
MUHAMMAD.— Yo correré montado. ¡Agáchate para que me monte encima de ti!
ABD EL-MÚNIM.— ¡Una…, dos… y tres!
El señor Ahmad Abd el-Gawwad recibió a los invitados y se dedicó a ellos toda la primera mitad de la noche. Luego presidió la mesa del banquete, que reunía a Ibrahim Sháwkat, Jalil Sháwkat, Yasín y Kamal. Después invitó a los dos hombres a su dormitorio para tener una tertulia familiar. Se pusieron a departir en un clima de amistad y cordialidad, aunque no carente de reserva por parte del señor, y de corrección por parte de sus yernos. Su origen estaba en el trato que el hombre imponía con relación a los miembros de su familia, incluidos los que venían de fuera, a pesar de la poca diferencia de edad que había entre Ibrahim Sháwkat, el marido de Jadiga, y él.
Se llamó a los niños a la habitación del abuelo para que le besaran la mano y recibieran sus preciosos regalos: chocolatinas y malbán. Se fueron acercando a él por orden de edad: Naíma, la hija de Aisha, la primera; después Redwán, el hijo de Yasín; Abd el-Múnim, el hijo de Jadiga; Uzmán, el hijo de Aisha; Ahmad, el segundo hijo de Jadiga; y, por último, Muhammad, el segundo hijo de Aisha. El señor guardaba una absoluta equidad en la distribución de su cariño y sus sonrisas a sus nietos, aprovechando la ocasión de que la habitación estuviera libre de observadores —excepto Ibrahim y Jalil— para aligerarse un poco de su tradicional reserva. Sacudió las manitas que lo rodeaban, dándoles la bienvenida, pellizcó las sonrosadas mejillas con ternura y los besó en la frente, jugueteando con este y bromeando con aquel. Siguió respetando la igualdad, procurándola hasta con Redwán, el que más quería de los pequeños.
Tenía por costumbre, cuando se quedaba a solas con uno de sus nietos, examinarlo con pasión, empujado por unos sentimientos arraigados desde antiguo, como la paternidad, y otros recientes, como la curiosidad. Encontraba un gran placer en seguir de cerca los rasgos de los antepasados, los padres y las madres, en las nuevas generaciones bullangueras que apenas habían aprendido a respetarlo, por no hablar ya de temerlo. Lo cautivaba el encanto de Naíma, con sus cabellos dorados y sus ojos azules. Su gracia y su hermosura superaban a las de su propia madre, y obsequiaba a la familia con sus facciones desbordantes de belleza, algunas de ellas provenientes de su madre, y otras heredadas de la familia Sháwkat. En ese camino de belleza, la seguían sus dos hermanos, Uzmán y Muhammad, con un claro parecido a los rasgos del padre —Jalil Sháwkat—, especialmente en los ojos grandes y saltones y en esa mirada tranquila e indolente. Abd el-Múnim y Ahmad, los hijos de Jadiga, eran diferentes ya que, aunque su tez era de los Sháwkat, sus ojos eran los de la madre o la abuela, pequeños y bonitos. En cuanto a la nariz, prometía parecerse a la de la madre, o más exactamente a la del abuelo. Redwán, por su parte, no podía ser más que guapo; le habían correspondido los ojos de su padre, o los ojos negros de Haniyya, la tez marfileña de los Effat y la nariz recta de Yasín. Sin duda, una hermosura cautivadora brillaba en su rostro. Largo tiempo había pasado desde que sus niños se colgaban de él sin tenerle miedo, y sin que a él le molestara, como hacían hoy los pequeños. ¡Ah, qué días! ¡Y qué recuerdos! Yasín, Jadiga y Fahmi, después Aisha y Kamal. No había ninguno de ellos que no le hubiera hecho cosquillas bajo las axilas ni se hubiera subido en sus hombros. ¿Se acordarían ellos? Él casi lo había olvidado. Sin embargo, Naíma, a pesar de su resplandeciente sonrisa, aparecía endulzada con la timidez y la educación. En cuanto a Ahmad, no dejaba de pedir más chocolate y más malbán, mientras que Uzmán se quedaba esperando el resultado de la petición con la paciencia agotada. Muhammad, por su parte, corría hacia el reloj de oro y el anillo de diamantes, que estaban dentro del tarbúsh, los apretaba en la mano y Jalil Sháwkat no se los podía quitar más que usando la fuerza. Había momentos que producían desconcierto y confusión al señor, sin saber qué hacer cuando estaba rodeado, es más, amenazado por todas partes, por los queridos nietos.
Ya cercana la tarde, el señor abandonó la casa para ir a la tienda y, con su partida, la sala —donde estaba reunido el resto de la familia— disfrutó de entera libertad. La sala del piso de arriba había heredado los muebles de su hermana del piso inferior, ahora desalojada; tenía su alfombra y sus sofás, y colgaba del techo el farol grande. Se había convertido en el sitio de reunión y el lugar donde tomaban el café los miembros de la familia que quedaban en la antigua casa. Esta, a pesar de haber estado abarrotada, conservó su tranquilidad durante todo el día, hasta que, cuando ya no quedaba del señor más que el aroma de su colonia flotando en el aire, recobró el aliento; se elevaron allí las voces y las risas y fue propagándose el movimiento, adoptando la reunión el mismo aspecto que tenía en los viejos tiempos. Amina estaba sentada, con las piernas cruzadas, en un sofá frente a los utensilios del café; en el otro, frente a ella, estaban sentadas Jadiga y Aisha y en el tercero, lateralmente, Yasín y Kamal. No tardaron en unirse a ellos, tras la marcha del señor, Ibrahim y Jalil Sháwkat. El primero se sentó a la derecha de su suegra y el segundo lo hizo a su izquierda.
Apenas se acomodó en su asiento, Ibrahim se dirigió a Amina con tono afectuoso:
—¡Dios bendiga la mano que nos ha ofrecido la más apetitosa y deliciosa de las comidas!
Luego, paseando sus ojos saltones e indolentes por los que estaban allí sentados, como si estuviera dando una conferencia:
—¡Los guisos… los guisos! El milagro de esta casa. No es tanto por los ingredientes que llevan —aunque son deliciosos y buenos—, sino por la forma de estofarlos. ¡El estofado lo es todo! Es el arte y el milagro. ¡Enseñadme un guiso como el que hemos devorado hoy!
Jadiga seguía sus palabras con interés, dudando entre apoyarlas —reconociendo la habilidad de su madre— o protestar contra ellas por el hecho de que la ignoraran. Cuando él dejó de hablar para dar a los oyentes la posibilidad de confirmar su opinión, ella no pudo contenerse de decir:
—Ese es un veredicto conocido, y no hay necesidad de ningún testigo para certificarlo; sin embargo yo llamo la atención —y me gustaría recordar también— sobre el hecho de que tú, a veces en tu casa, te has llenado la barriga de guisos que no tienen nada que envidiar a los de hoy.
Una sonrisa cargada de sentido se dibujó en los rostros de Aisha, Yasín y Kamal. Parecía que la madre estuviera tratando de vencer su timidez para decir una palabra que expresara su agradecimiento a Ibrahim y contentara a la vez a Jadiga, pero Jalil Sháwkat se adelantó diciendo:
—La señora Jadiga lleva razón. Sus guisos tienen gran mérito para todos nosotros. No puedes olvidar esto, hermano.
Ibrahim paseó la mirada entre su esposa y su suegra, mientras sonreía como disculpándose.
—¡Dios me libre de negar ese mérito! —dijo—, pero yo estaba hablando de la gran maestra. —Luego, riendo—: En cualquier caso, estoy alabando el mérito de tu madre, no el de la mía.
Esperó hasta que amainaron las carcajadas que habían provocado sus últimas palabras. Luego continuó su elogio volviéndose hacia la madre:
—¡Volvamos a los guisos! Pero… ¿por qué nos limitamos a hablar de ellos? La verdad es que los otros platos no son menos deliciosos y excelentes. Ahí tenéis un ejemplo: las patatas rellenas, la mulujiyya, el arroz pilaf con hígado y mollejas, los rellenos variados, y, ¡Dios misericordioso!, los pollos y su carne prieta… ¡Cuéntame…!, ¿qué les das de comer, querida suegra?
—Les da los guisos —le respondió Jadiga con ironía.
—¡Expiaré largamente mi falta por haber reconocido el mérito a quien lo merece! Pero Nuestro Señor perdona y es misericordioso. Sea como fuere, roguemos a Dios que multiplique los días de fiesta. ¡Felicidades por tu bachillerato, señor Kamal, y que siga así hasta que obtengas el Diploma Superior, si Dios quiere!
Amina dijo con gratitud, mientras su rostro se ruborizaba de vergüenza y alegría:
—¡Que Nuestro Señor te alegre con Abd el-Múnim y Ahmad, y que alegre a Jalil con Naíma, Uzmán y Muhammad! —Luego, volviéndose hacia Yasín—: Y a ti con Redwán.
Kamal miraba a hurtadillas unas veces hacia Ibrahim y otras hacia Jalil, con una sonrisa permanente en los labios para disimular el aburrimiento que sentía en aquella conversación carente de disfrute, y en la que participaba porque era lo apropiado, aunque sólo fuera escuchando con corrección. El hombre hablaba de la comida como si todavía estuviera en la mesa, ebrio de apetito. La comida…, la comida…, la comida… ¿por qué merecía toda esta santificación? Estos dos hombres asombrosos no parecían cambiar con el tiempo, como si no quisieran saber nada de su paso. El Ibrahim de hoy era el mismo que el de ayer. El hecho de estar rozando los cincuenta no le había producido más que una arruga, casi invisible, bajo los ojos o alrededor de las comisuras de la boca, y una mirada grave y seria que no le confería tanto cierta solemnidad como una extrema apatía. Pero ni un solo cabello había encanecido ni en su cabeza ni en su retorcido bigote. Su cuerpo seguía siendo recio y fuerte, sin dejarse ganar por la flaccidez. El parecido que unía a los dos hermanos —excepto unos aspectos insignificantes, como la diferencia entre el cabello lacio y suelto de Jalil y el corto y rapado de Ibrahim— y su semejanza en el aspecto físico y la mirada indolente, era algo que llegaba verdaderamente a provocar la risa y el desdén. Ambos vestían trajes de seda blanca, y cuando cada uno de ellos se quitaba la chaqueta, aparecía su camisa de seda y sus gemelos de oro que brillaban en los ojales de las mangas. Una apariencia que revelaba distinción, eso era todo. En el curso de los siete años que las familias llevaban unidas, Kamal se había retirado a solas con este o aquel, más o menos tiempo, ¡pero ni una sola conversación placentera había tenido lugar entre ellos! ¿Qué iba a criticar? Si no fuera por eso, no existiría esa agradable armonía entre ellos dos y sus dos hermanas. El desdén —afortunadamente— no se oponía al afecto, a la tendencia al bien ni a la amistad. ¡Uh! ¡Parecía que la conversación de los guisos no se había terminado todavía! Ahí estaba Si Jalil Sháwkat disponiéndose a lanzar su discurso:
—Mi hermano no se aleja de la verdad en lo que dice. Una mano que ojalá no nos falte, y una mesa digna de ser ensalzada.
En el fondo de su corazón, Amina estaba bajo el efecto de los elogios, de los que a menudo sufría la amargura de estar privada, debido a la sensación que tenía de realizar un esfuerzo constante por amor y sumisión en el cuidado de la casa y sus ocupantes. Y, a menudo, ansiaba oír una palabra agradable del señor, pero el señor no solía regalarle los elogios, y cuando lo hacía, era con brevedad y en raras ocasiones que apenas eran dignas de mención. Por eso se encontraba entre Ibrahim y Jalil en una situación de desacostumbrado orgullo, que la llenó de una verdadera alegría, pero que encendió su vergüenza hasta el extremo de confundirla.
—No exageres, señor Jalil —dijo, ocultando sus sentimientos—. Tú tienes una madre que, quien se acostumbra a su comida, renuncia a cualquier otra.
Mientras Jalil volvía a confirmar sus elogios, Ibrahim dirigió sus ojos con un movimiento reflejo hacia Jadiga, encontrándose con los de ella clavados en él, como si estuviera esperando que la mirara y estuviera preparada para ello. Sonrió victorioso y dijo, dirigiéndose a su suegra:
—Algunas personas no comparten tu opinión, querida suegra.
Yasín captó el propósito de esta observación y soltó una carcajada… y rápidamente la reunión estalló en risas. Incluso Amina esbozó una amplia sonrisa y, con el torso estremecido por una risa contenida, disimuló su rendición bajando la cabeza como si estuviera mirando su regazo. Jadiga fue la única que permaneció con el rostro rígido, y esperó a que se calmara la tempestad para decir desafiante:
—Nuestras desavenencias no giran alrededor de la comida y la habilidad en prepararla, sino sobre mi derecho a ser independiente en los asuntos de mi casa. ¡No hay que estar contra mí por eso!
Volvió a las almas el recuerdo de la vieja batalla que había estallado, durante el primer año de matrimonio, entre Jadiga y su suegra acerca de «la cocina». ¿Iba a seguir siendo una sola para toda la familia, bajo el control de la madre, o Jadiga se independizaría con la suya propia, como era su deseo? Una grave desavenencia había amenazado la unidad de la familia Sháwkat, y sus noticias llegaron a Bayn el-Qasrayn, hasta el punto de enterarse todos menos el señor, al que nadie se atrevió a informar, ni de eso, ni de las demás divergencias que se desencadenaron sucesivamente tras esta, entre la suegra y su nuera. Desde que pensó en establecer la lucha, Jadiga comprendió que tenía que apoyarse sólo en sí misma, pues su marido, según su propia expresión, era un «tranquilen» que no estaba a su favor ni en su contra. Cada vez que lo incitaba a reivindicar sus derechos, él le decía como bromeando: «Señora, evítanos los dolores de cabeza». Pero si él no le servía de apoyo, al menos tampoco la amenazaba. Ella se lanzó sola al campo de batalla, y levantó la cabeza frente a la venerable anciana con una terquedad que no abandonó ni siquiera en esta delicada situación. La vieja mujer se sorprendió del atrevimiento de esa chica a la que había puesto en el mundo con sus propias manos, y rápidamente estalló la pelea y explotó la cólera. Empezó a recordarle que si no fuera por el favor que le había hecho, alguien como ella no hubiera tenido la suerte, ni siquiera en sueños, de conseguir un marido de la familia Sháwkat. Pero Jadiga, a pesar de su excitación, contuvo su cólera y decidió obtener lo que consideraba un derecho sin recurrir a su habitual lengua afilada; decisión que tomó, de una parte, por el importante rango que ocupaba la anciana y, de otra, por temor a que esta se quejara a su padre. Después, su astucia la condujo a incitar a Aisha a la rebelión, pero recibió de la chica una perezosa renuncia y cobardía; no por amor a la suegra, sino por preferir la tranquilidad y la calma de que disfrutaba —sin medida— a la sombra de los cuidados forzosos que su suegra imponía a todos. Entonces Jadiga volcó su cólera sobre Aisha, acusándola de débil y holgazana. Después, la terquedad hizo presa en ella y continuó «la guerra» sin abandono ni vacilación, hasta que la anciana se hartó y reconoció a disgusto el derecho de su nuera, «la bohemia», a tener independencia en su cocina, mientras decía a su hijo mayor: «¡Tú verás lo que haces! Eres un hombre débil, incapaz de educar a tu esposa, y te has merecido que mi comida te esté vedada para siempre». Jadiga había logrado su propósito; recuperó los utensilios de cobre de su ajuar, e Ibrahim le dispuso la cocina como ella le había trazado. Pero había perdido a su suegra y destrozado los vínculos de amor que las unían desde que estaba en la cuna. Amina no pudo soportar la idea de la pelea y perseveró hasta que se calmaron los ánimos. Luego centró su esfuerzo en la anciana señora, pidiendo ayuda a Ibrahim y a Jalil, hasta que llegó la paz. Pero… ¿de qué paz se trataba? Una paz que apenas se restablecía, se enfrentaba a una disputa, y así siempre… Cada una de ellas cargaba en la otra la responsabilidad, mientras Amina estaba indecisa e Ibrahim guardaba una posición neutral o de mero espectador, como si el asunto no le concerniera. Y si creía oportuno intervenir, lo hacía de forma poco convincente, contentándose con repetir calmosamente los consejos, es más, con un frío desinterés por reprender a su madre o regañar a su esposa. Si no hubiera sido por la lealtad de Amina y la dulzura de su carácter, la anciana habría llevado sus quejas al señor Ahmad. Pero renunció de mal grado a hacerlo, y siguió consolando su pecho en largas conversaciones con cada familiar o vecino que se encontraba, proclamando sobre las cabezas de los presentes que el hecho de haber elegido a Jadiga como esposa de su hijo era el mayor error que había cometido en su vida, y que tenía que sufrir el castigo.
Ibrahim dijo, comentando las palabras de Jadiga, mientras esbozaba una sonrisa, como para atenuar con ella la impresión de su comentario:
—Pero tú no te contentas con exigir tus derechos, sino que, si no me falla la memoria, injurias con tu lengua todo cuanto quieres.
Jadiga levantó desafiante la cabeza, ceñida por un pañuelo marrón, y dijo clavando en su esposo una mirada irónica e irritada:
—¿Y por qué te habrá fallado la memoria? ¿Es que tienes pensamientos y tareas que la oprimen hasta ese extremo? ¡Ojalá todo el mundo tuviera una memoria tan reposada, tranquila y vacía como la tuya! No, señor Ibrahim. No te ha fallado la memoria; a la que ha fallado es a mí. La verdad es que yo no me he metido con la capacidad de tu mamá. No me he ocupado de sus asuntos ni he tenido necesidad de ella. Yo, gracias a Dios, conozco todos mis deberes, y sé cómo cumplirlos de la mejor forma. Pero odio acurrucarme en mi casa y que me traigan la comida de fuera como a los huéspedes de las fondas. Además de todo esto, no puedo soportar —como les gusta a «algunos» pasarme el día durmiendo o despreocupada mientras otros desempeñan las tareas de mi casa.
Aisha comprendió enseguida el significado de ese «algunos», y se echó a reír cuando Jadiga aún no había acabado de hablar. Luego dijo con un tono amable, como empujada por la compasión:
—Haz lo que te parezca bien, y deja a la gente —o a «algunos»— en paz. Ahora no tienes ningún motivo para preocuparte, ya que eres una señora independiente —¡que Egipto siga tus pasos!—, y trabajas desde el alba hasta que cae la noche: en la cocina, en el baño, en la terraza…
Te ocupas al mismo tiempo de los muebles, las gallinas y los niños, y la sirvienta Suwaydán no se atreve a acercarse a tu piso ni a coger a uno de tus hijos. ¡Dios mío! ¿Por qué tanta fatiga cuando con un poco bastaría?
Jadiga respondió con un movimiento de su barbilla, tratando de vencer una sonrisa que demostraba haber encontrado algo que consideraba agradable en las palabras de Aisha. Entonces Yasín dijo:
—Algunas personas están hechas para mandar, y otras para servir.
Jalil Sháwkat añadió con una sonrisa que dejaba al descubierto sus dos incisivos superpuestos:
—La señora Jadiga es un buen modelo de ama de casa, a pesar de que ignore su derecho a descansar.
—Esa es precisamente mi opinión —dijo Ibrahim Sháwkat, corroborando sus palabras—. A veces se lo he manifestado abiertamente a ella. Después, he preferido callar para librarme de los dolores de cabeza.
Kamal miró a su madre, que estaba llenando una segunda taza a Jalil, y evocó la imagen de su padre unida a los recuerdos de su tiranía. Una sonrisa surgió en sus labios, y tendió la mirada hacia Ibrahim, diciéndole sorprendido:
—¡Es como si tú le tuvieras miedo!
—¡Yo evito los disgustos mientras encuentre un medio de tener paz! —dijo el hombre sacudiendo su gruesa cabeza— ¡y tu hermana evita la paz mientras encuentre un medio de tener disgustos!
Jadiga gritó:
—¡Escuchad al juez! —luego apuntó hacia él desafiante—. ¡Eres tú quien evita estar despierto mientras encuentras un medio de dormir!
—¡Jadiga…! —le dijo su madre, clavándole una mirada de advertencia. Ibrahim palmoteo afectuosamente el hombro de su suegra y le dijo—: Tenemos cosas de estas a menudo, pero aquí lo ves por ti misma.
Yasín paseaba su mirada entre Jadiga, fuerte y rellena, y Aisha, delgada y esbelta, con un movimiento cuyo objetivo era atraer las miradas. Luego dijo como extrañado:
—Nos habéis hablado acerca del esfuerzo continuado de Jadiga desde el alba hasta la noche… ¿dónde están las huellas de ese esfuerzo? ¡Parece que fuera ella la que se despreocupa y Aisha la que trabaja!
Jadiga extendió la palma de la mano, separando los cinco dedos, ante el rostro del joven, y dijo:
—¡Me refugio en Dios del mal del envidioso cuando envidia!
Pero Aisha no estaba satisfecha con el rumbo que había tomado esta última conversación, y brilló una mirada de protesta en sus ojos azules y serenos. Se entregó a defender su delgadez, e ignorando la clara intención de la observación de Yasín y sintiendo una cierta envidia, dijo:
—La gordura ya no está de moda —luego rectificó, al sentir que la cabeza de Jadiga se volvía hacia ella— o por lo menos el estar delgada está también de moda en muchas mujeres.
—La delgadez es la moda de las que son incapaces de engordar —replicó Jadiga con ironía.
El corazón de Kamal se estremeció cuando llegó a sus oídos la palabra «delgadez», y la imagen de la estatura elevada y el talle esbelto saltó desde su interior hasta su imaginación. Su corazón se puso a danzar en un éxtasis espiritual, manando de él la embriaguez. Después lo embargó una alegría, en cuyo ensueño tranquilo y profundo se olvidó de sí mismo, del lugar y del tiempo. No sabía cuánto tiempo había permanecido en ese estado, cuando notó la sombra de una nube de tristeza que, a menudo, llegaba, arrastrada por la ensoñación; no como llega el intruso o el elemento incompatible, sino infiltrándose en el hermoso sueño como un hilo de su tejido o una nota de su melodía. Exhaló un profundo suspiro y, después, recorrió con su mirada soñadora los rostros que amaba desde antiguo y que parecían, de una u otra forma, satisfechos de su belleza, especialmente ese rostro de piel clara del que, en otro tiempo, había deseado perdidamente beber el agua del sitio donde había puesto sus labios. Ese recuerdo le vino a la memoria con vergüenza —y una especie de fastidio— y sintió que cualquier modelo de belleza, que no fuera el de su amada, podía despertar su pasión, aunque gozara de su ternura y su amor.
—No podré aprobar la delgadez ni siquiera en los hombres —seguía diciendo Jadiga—. Mirad a Kamal. Más le valdría preocuparse por aumentar de peso. No creas, hermanito, que estudiar lo es todo en la vida.
Kamal la escuchaba distraído, mientras examinaba su cuerpo apelotonado de carne y grasa y su rostro cuyas carnes ocultaban los defectos, sorprendido por el espíritu de felicidad y triunfo que la rodeaba. Sin embargo, no sintió en su interior el deseo de discutir la opinión de la muchacha. Yasín, por su parte, dijo desafiante e irónico a la vez:
—Entonces… ¡estarás satisfecha de mí! ¡No me digas que no!
Él había doblado la pierna derecha bajo su cuerpo, apoyando la otra en el suelo, y había abierto —por el calor— el cuello de su guilbab. A través del escote de su amplia camiseta aparecían unos mechones del negro y abundante pelo de su pecho. Ella le lanzó una mirada penetrante antes de decir:
—Pero tú te pasas de la raya. Además, la grasa te llega hasta el cerebro, y eso es otra cosa.
Yasín resopló desesperado. Luego se volvió hacia Ibrahim Sháwkat, preguntándole con lástima y compasión:
—Cuéntame cómo te las apañas entre tu esposa —y sus circunstancias— y tu madre.
Ibrahim encendió un cigarro y le dio una chupada. Luego echó el humo, estirando los labios y haciéndose cómplice de su hermano Jalil —que no se quitaba la pipa de la boca más que para hablar— en llenar de humo el aire de la sala. Luego dijo con indiferencia:
—¡Por un oído me entra y por olio me sale! ¡Eso es lo que me ha enseñado la experiencia!
—La experiencia no tiene nada que ver con esto —dijo Jadiga dirigiéndose a Yasín con una voz elevada que manifestaba su cólera—. La experiencia es inocente, ¡lo juro por tu vida! El problema es que Nuestro Señor le dio un carácter igual al de los helados de Amm Badri, el turco. ¡Aunque el minarete de el-Huseyn se pusiera a temblar, a él no se le movería ni un pelo!
Amina levantó la cabeza y clavó en Jadiga una mirada de reproche y advertencia, hasta que la hija sonrió y bajó los ojos con una especie de vergüenza. Jalil Sháwkat dijo entonces con un agradable orgullo:
—Este es el carácter de los Sháwkat; un carácter imperial, ¿no es así?
Jadiga, con un tono cargado de sentido, dijo mientras reía para atenuar el impacto de sus palabras:
—¡Qué mala suerte he tenido, señor Jalil, de que tu madre no esté impregnada de ese carácter imperial!
—No hay mujer que se pueda comparar a tu suegra —saltó Amina con la paciencia agotada—. ¡Es una gran señora, en el más amplio sentido de la palabra!
Ibrahim inclinó la cabeza hacia la izquierda mientras clavaba en su esposa, desde arriba, una mirada que hizo brillar sus ojos saltones. Luego dijo con un suspiro triunfante:
—¡Y lo dice un testigo de su propia familia! —Luego, dirigiéndose a todos—: ¡Ay! Mi madre es una gran señora, y está en una edad que requiere cuidado y comprensión… y mi esposa no sabe nada de comprensión.
Jadiga se dispuso a defenderse, y dijo:
—Yo no me enfado sin motivo. La cólera nunca ha formado parte de mi carácter. Ahí está mi familia, ¡pregúntales lo que quieras!
Reinó el silencio. Su familia no sabía qué decir, hasta que a Kamal se le escapó una carcajada que atrajo las miradas, y no pudo contenerse de replicar:
—Mi hermanita Jadiga posee la calma más colérica que conozco.
—¡O la cólera más calmosa! —se envalentonó Yasín—. ¡Sabe Dios!
Jadiga esperó a que amainara el tumulto de risas que aquel comentario había arrastrado tras de sí. Luego señaló a Kamal sacudiendo la cabeza con pesar:
—Me traiciona —dijo— aquel que he llevado en mi regazo más que a Ahmad y a Abd el-Múnim.
Kamal respondió como disculpándose.
—No creo haber divulgado ningún secreto.
Amina adoptó rápidamente una nueva postura para defender a Jadiga, que parecía estar en una situación poco envidiable, y dijo sonriendo:
—¡Bendito sea el que es perfecto!
Ibrahim Sháwkat confirmó con tacto sus palabras:
—Tienes razón. Mi esposa posee unos méritos nada despreciables. Dios maldiga la cólera, que al primero que perjudica es a su dueño. En mi opinión, no hay nada en el mundo que la justifique.
—¡Qué suerte tienes! —dijo Jadiga riendo—. Por eso pasan los días, y tú no cambias; no te envidio.
Por primera vez, el disgusto se mostró en Amina bajo la apariencia de una imagen seria, y dijo en tono de reproche:
—¡Dios le conserve su juventud! ¡A él y a los que son como él!
—¿Su juventud…? —se preguntó Ibrahim riendo sin ocultar la alegría por el ruego de su suegra.
Y Jalil Sháwkat le respondió, aunque dirigiendo sus palabras a Amina:
—Los cuarenta y nueve años son considerados en la familia Sháwkat como una de las etapas de la juventud.
—¡Hijo mío! —volvió a decir Amina con temor—. ¡No hables así! Vamos a zanjar este asunto.
Jadiga sonrió ante el temor que había mostrado su madre, cuyos motivos y causas ella conocía, creyendo en ellos. Se trataba de que el hecho de ensalzar en voz alta la salud —y públicamente— en la antigua casa era un infortunio; era para fingir ignorar el mal de ojo. Ella misma —Jadiga— no hubiera podido proclamar la fuerte salud de su esposo, si no hubiera pasado los últimos seis años de su vida entre los Sháwkat, donde muchas creencias —como, por ejemplo, la del daño que podía hacer el envidioso— no gozaban de una fe profunda. En aquella casa también se trataban a fondo, y sin miedo, temas diversos —como la conducta de los genios, la muerte, la enfermedad…— que el temor y la precaución impedían que fueran tratados en la vieja casa. Además de todo esto, los lazos entre los dos esposos eran más sólidos de lo que se aparentaba exteriormente, y no había nada que los hiciera romperse, ni de palabra ni de obra. Eran dos esposos compenetrados, y cada uno de ellos sentía en el fondo de sí mismo que no podría prescindir del otro, a pesar de los diversos reproches que se hacían. La enfermedad de Ibrahim había sido, un día, una extraordinaria ocasión de que se demostraran los ocultos sentimientos de amor y lealtad que habitaban en el pecho de Jadiga. Claro que las disputas no podían amainar entre ambos, al menos por parte de ella, ya que la madre de él no era su único blanco. A pesar de la política y la frialdad del hombre, ella podía descubrir en él un motivo de crítica cada día. Por ejemplo: lo mucho que dormía, su gusto por acurrucarse en la casa sin hacer nada, su desprecio ante la sola idea de tener que trabajar en la vida, su chachara incesante, su pretendida ignorancia de las disputas y peleas que se desencadenaban entre ella y su madre… Hasta el punto de que pasaban días y días —según la expresión de Aisha— en que no abría la boca más que para pincharlo y zaherirlo. Pero, a pesar de todo esto —o gracias a esto, ¿quién sabe?, ya que la disputa misma desempeña a veces la función de la pimienta en abrir el apetito—, sus sentimientos seguían siendo fuertes y estables, sin que les afectaran las turbulentas apariencias, como si fueran corrientes de aguas profundas cuyo curso no era variado por la efervescencia ni las convulsiones de la superficie. Además, el hombre no podía sino estimar en lo justo la actividad de su esposa, después de palpar sus efectos en el esplendor de su casa, el deleite de su comida, la elegancia de su ropa y el arreglo de sus dos hijos. Y le decía bromeando: «¡La verdad es que eres todo un hallazgo, bohemia mía!», a pesar de la opinión de su madre sobre esta actividad, que no dudaba en reconocer en los momentos de pelea —que eran frecuentes—, diciendo a Jadiga con ironía: «Esta es la virtud de los criados, no de las damas», y Jadiga saltaba de inmediato: «Vosotros sois gente que no hace otra cosa que comer y beber. El verdadero señor de la casa es aquel que se ocupa de ella». La anciana proseguía con su ironía: «¡Te han enseñado esas cosas en tu casa para ocultarte que, en su opinión, no valías más que para servir!». Jadiga gritaba entonces: «Yo sé el motivo de tu rencor hacia mí. ¡Se debe a que no te concedí poder en mi casa!». La anciana chillaba a su vez: «¡Dios mío! ¡Sé tú testigo! El señor Ahmad Abd el-Gawwad es un hombre bueno, pero ha engendrado un demonio. Yo me merezco los zapatazos en castigo por haberte elegido». Jadiga seguía murmurando, sin que la otra entendiera sus palabras: «¡Te mereces los zapatazos! ¡No te lo discuto!».
Yasín miró a Aisha, y dijo con una sonrisa maliciosa:
—¡Qué feliz eres, Aisha! Tus relaciones son buenas con todos los bandos. Jadiga comprendió que la aludía a ella en sus palabras, y le dijo encogiéndose de hombros con fingida indiferencia:
—¡Eres un calumniador que trata de crear un conflicto entre dos hermanas!
—¿Yo? ¡Que Dios me juzgue, ya que conoce mis buenas intenciones!
Jadiga movió la cabeza, entristecida:
—Ni un solo día has tenido buenas intenciones.
—Nosotros vivimos en paz —dijo Jalil Sháwkat, comentando las palabras de Yasín—. Nuestro lema es: «¡Vive y deja vivir!».
Jadiga se echó a reír hasta enseñar sus dientes brillantes y menudos. Luego replicó en un tono no exento de ironía:
—La casa del señor Jalil es la casa de las fiestas. Él no para de jugar con las cuerdas del laúd, mientras la señora escucha o se pasa revista en el espejo; o charla con esta o aquella amiguita suya desde la ventana de la celosía mientras que Naíma, Uzmán y Muhammad juegan con las sillas y los cojines, hasta el punto de que, cuando Abd el-Múnim y Ahmad se hartan de mi vigilancia, se escapan al piso de su tía y se unen a la banda de devastadores.
—¿Eso es todo lo que ves en nuestro feliz hogar? —preguntó Aisha sonriendo.
Jadiga siguió en el mismo tono:
—¡O tú cantas y Naíma baila!
—Mi suerte —dijo Aisha con orgullo— es que todas las vecinas me quieren, y mi suegra también.
—Yo no me imagino abriendo mi pecho a ninguna de aquellas charlatanas. En cuanto a tu suegra, ama a quien la adula y se postra ante ella.
—Es necesario querer a la gente, y ¡qué felicidad que la gente nos quiera también! Verdaderamente los corazones se comunican. Todas ellas te temen, y a menudo me dicen: «Tu hermana no nos acepta y no se cansa de hablar mal de nosotras». —Luego, dirigiéndose a su madre—: No ha perdido la costumbre de poner motes graciosos a la gente. Luego hace bromas con ellos en casa, y Abd el-Múnim y Ahmad se los aprenden de memoria, y los repiten en el barrio, entre los muchachos, hasta que se propagan.
La risa silenciosa volvió a acometer a Amina. Jadiga también se echó a reír con cierta confusión, como si la rondaran los recuerdos de algunas situaciones comprometidas. Sin embargo, Jalil empezó a decir con una alegría no disimulada:
—En resumen, somos una pequeña orquesta que tiene un laúd, una cantora y una bailarina. La verdad es que todavía nos falta la sección de las recitadoras y las coristas, pero yo presagio en mis hijos algo bueno… ¡Es cuestión de tiempo!
—Yo doy testimonio de que tu nieta Naíma es una bailarina excelente —dijo Ibrahim Sháwkat, dirigiéndose a Amina.
Esta se echó a reír hasta que enrojeció su pálido rostro.
—La he visto bailar —dijo—. ¡Qué adorable es!
Jadiga exclamó con un entusiasmo que demostraba su proverbial cariño por la familia:
—¡Qué bonita es! ¡Es como una de las fotografías de los carteles!
—¡Qué buena esposa para Redwán! —añadió Yasín.
—¡Pero es la primogénita de la familia…! —dijo Aisha riendo—. ¡Oh!, ¡no he podido mentir sobre su edad, como deben hacer las madres!
—¿Por qué la gente pone como condición que la esposa sea más joven que el marido? —preguntó Yasín distraído.
Nadie respondió, hasta que Amina dijo:
—¡Naíma no tendrá que esperar mucho para encontrar el marido apropiado!
—¡Qué bonita es, Dios mío! —volvió a decir Jadiga—. ¡No he visto jamás una belleza parecida!
—¿Y su madre? —preguntó Aisha riendo—. ¿No has visto a su madre?
Jadiga frunció el ceño para dotar de seriedad a sus palabras:
—Ella es más guapa que tú, Aisha. No podrás decir que no.
Luego, no tardó en recuperar su ironía:
—¡Y yo soy más guapa que vosotras dos juntas!
«¡Esas gentes hablan de la belleza! ¿Qué saben ellos de su esencia? Les admiran los colores: el blanco del marfil, los lingotes de oro… Preguntadme a mí por ella, y no os hablaré del tono moreno y puro, de los ojos negros y serenos, de la esbelta silueta ni de la elegancia parisina. ¡Claro que no! Todo eso es hermoso, pero son trazos, formas y colores que, al final, se someten a los sentidos y a las normas. La belleza es un hiriente estremecimiento del corazón, una vida plena en el alma, y una locura de amor que hace flotar al espíritu en su éter hasta hacerlo abrazar los cielos. ¡Habladme de esto si podéis!»
—¿Y por qué las mujeres de el-Sukkariyya procuran la amistad de la señora Jadiga? Quizá tenga cualidades —como atestigua su marido—, ¡pero a las gentes en general les cautivan un rostro hermoso y una lengua agradable!
Yasín dijo esto para provocar a Jadiga de nuevo, viendo que la conversación se estaba volviendo pacífica. Ella le lanzó una mirada como diciéndole: «¡Te niegas a que me apiade de ti!». Luego, dando un sonoro suspiro:
—¡Dios nos basta! Qué excelente protector es! ¡No sabía que tuviera aquí otra suegra!
Luego ella retomó de nuevo el tema, pero con un tono serio y, contrariamente a lo que se esperaba, dejando a Yasín en paz:
—No tengo tiempo para perderlo con las visitas. La casa y los niños ocupan todo mi tiempo. ¡Especialmente por tener un marido que no se ocupa ni de lo uno ni de lo otro!
—¡Ten temor de Dios y no vayas demasiado lejos en todo esto! —se defendió Ibrahim Sháwkat—. El asunto es el siguiente: al que tiene una esposa como la mía le conviene adoptar una posición de defensa de vez en cuando; defender del destrozo a los muebles, ya que casi tienen punta de tanto sacudirles el polvo y frotarlos; defender a los niños, a los que abruma más de lo que pueden soportar; y la última observación al respecto, como ya sabéis, ¡ha obligado a Abd el-Múnim a ir a la escuela coránica, y aún no tiene cinco años!
—¡Si yo te hubiera hecho caso —dijo Jadiga orgullosa— habría guardado al niño en casa hasta que fuera mayor de edad! ¡Parece como si odiarais la ciencia! No, querido. Mis hijos tendrán la misma formación que sus tíos. ¡Yo misma repaso con Abd el-Múnim sus lecciones!
—¿Que tú las repasas con él? —preguntó Yasín incrédulo.
—¿Y por qué no? ¡Como hacía mamá con Kamal! Me siento con él todas las tardes y me recita lo que le hacen aprender de memoria en la escuela coránica.
Luego, riendo:
—Y con eso también yo recuerdo los rudimentos de la lectura y la escritura, que temo olvidar con el paso del tiempo.
El rostro de Amina enrojeció de vergüenza y alegría, y miró con ternura a Kamal, como si le implorara una señal alusiva al recuerdo de las noches de antaño. Él le sonrió, demostrándole que se acordaba.
«¡Que Jadiga dé a sus dos hijos la misma formación que tuvieron sus tíos! ¡Que uno de ellos siga las huellas de Kamal y recorra el camino hasta la Universidad! ¡Que uno de ellos se parezca a…! ¡Ay! ¡Qué débiles son los corazones desgarrados para soportar los golpes de la tristeza! Si mi hermano hubiera vivido más tiempo, hoy sería juez, o estaría en vías de serlo. ¡Cuánto te habló de sus esperanzas, o de las tuyas…! ¿Dónde quedó todo eso? ¡Ojalá hubiera vivido, aunque fuera sólo uno más entre la muchedumbre!»
Ibrahim Sháwkat dijo, dirigiéndose a Kamal:
—No somos como nos acusa tu hermana. Yo hice el examen de estudios primarios en mil ochocientos noventa y cinco, y Jalil en mil novecientos once. La primaria era en nuestra época algo importante, al contrario que ahora, que apenas nadie se contenta con ella. Nosotros no seguimos estudiando porque no teníamos intención de trabajar o, en otras palabras, ¡no teníamos necesidad de trabajar!
Kamal se sorprendió burlonamente de las palabras «yo hice el examen de estudios primarios», pero dijo con cortesía:
—Es natural…
«¿Cómo podía tener la ciencia un valor intrínseco para dos bueyes felices? Ambos son una valiosa prueba que me demuestra que es posible amar —cualquiera que sea el tipo de amor— a quien desprecio, o desear todo el bien a un individuo cuyos principios en la vida suscitan mi aversión y mi repugnancia. Sólo puedo aborrecer de todo corazón la bestialidad. Esto ha llegado a ser una verdad y un derecho desde que sopló en mi corazón la brisa celestial».
Yasín gritó con un entusiasmo cómico:
—¡Vivan los antiguos estudios primarios!
—¡En cualquier caso, nosotros somos el partido de la mayoría!
Yasín se sintió a disgusto al ver incluirse al propio Jalil —e implícitamente a su hermano— en el partido de los estudios primarios, que no habían obtenido; pero tuvo que resignarse, al tiempo que Jadiga se puso a decir:
—¡Abd el-Múnim y Ahmad seguirán estudiando hasta que obtengan el Diploma Superior! Marcarán una nueva época en la familia Sháwkat. Escuchad el efecto de esos magníficos nombres: Abd el-Múnim Ibrahim Sháwkat y Ahmad Ibrahim Sháwkat… ¿Acaso no suenan como el de «Saad Zaglul»?
—¿De dónde te vienen todas estas aspiraciones? —gritó Yasín, echándose a reír.
—¿Y por qué no? ¿No fue Saad Basha un estudiante acogido en el-Azhar? Pasó de ser un asalariado a Primer Ministro. Una palabra suya convulsiona el mundo. ¡Nada es demasiado para Dios!
—¿No te contentarías con que fueran como Adli o Zárwat? —preguntó Yasín con ironía.
—¿Los traidores? —gritó ella, buscando refugio en Dios—. No serán de quienes la gente grite «¡abajo!», noche y día.
Ibrahim sacó un pañuelo del bolsillo de su pantalón para enjugarse el rostro, que había enrojecido profundamente por el calor del ambiente, y que rezumaba sudor por el agua helada y el café caliente que había bebido. Luego dijo, mientras empezaba a secárselo:
—Si la violencia de las madres tiene su mérito en la formación de personas importantes, ¡alégrate desde ahora de la gloria que espera a tus dos hijos!
—¿Es que quieres que los deje en paz?
Aisha repuso con delicadeza:
—No recuerdo que mamá nos regañara a ninguno de nosotros, ni mucho menos que nos pegara. ¿No te acuerdas?
—¡Mamá no recurría a la violencia porque papá estaba aquí! —dijo Jadiga apenada—. Su sola mención bastaba para mantener a todo el mundo a raya. Pero en mi casa, o en la tuya, da igual, el padre no existe más que de palabra. —Se vio obligada a reír—. ¿Qué puedo hacer yo, estando así las cosas…? ¡Cuando el padre es una madre, la madre tiene que hacer de padre!
—Estoy seguro —dijo Yasín deleitándose— de que tú llevas a cabo con éxito tu paternidad. Tú eres un padre. Me di cuenta de ello hace mucho tiempo, pero me faltaba confirmarlo.
Ella pareció satisfecha:
—¡Te lo agradezco, Bomba Kashshar!
«Jadiga y Aisha son dos imágenes opuestas. ¡Míralas bien! ¿Cuál de ellas es más apropiada para que tu amada se le parezca? ¡Dios no lo permita! ¡Mi adorada no tiene comparación con nadie! No me la imagino como ama de casa. ¡Qué lejos está esto de la imaginación! ¿Una amada en ropa de andar por casa, cuidando a un niño o vigilando una cocina? ¡Qué horror! ¡Qué asco! Todo lo contrario: divirtiéndose o sin hacer nada, o pavoneándose con un traje deslumbrante, en un jardín, un coche o una sala de fiestas. Es un ángel en una visita inesperada y feliz a este mundo, un género único, distinto a los demás, que sólo mi corazón conoce. No tiene en común con aquellas mujeres más que el nombre, impuesto por alguien incapaz de saber el verdadero nombre. Y su belleza no tiene en común con la de Aisha, ni con los demás tipos de belleza, más que el nombre, impuesto por alguien incapaz de saber el verdadero nombre. ¡Ahí tienes mi vida! Yo la consagro a conocerte. ¿Puede haber tras esto algún anhelo de conocimiento?»
—¿Qué será de Maryam?
Aisha lo preguntó en cuanto el recuerdo de su antigua amiga se le vino a la memoria, y el nombre produjo diferentes reacciones entre la mayor parte de los que estaban allí reunidos. El rostro de Amina se transformó, hasta apoderarse de sus facciones un intenso resentimiento. Yasín fingió ignorar la pregunta, como si no la hubiera oído, ocupándose en examinar sus uñas. Y a la cabeza de Kamal volvieron multitud de recuerdos que estremecieron su espíritu. Jadiga, por su parte, respondió en un tono frío:
—¿Qué nuevas noticias esperas? ¡Ha sido repudiada y ha vuelto a su casa!
Aisha se dio cuenta —demasiado tarde— de que había resbalado inadvertidamente en un precipicio y que, con el desliz de su lengua, había hecho daño a su madre. Esto se debía a que Amina creía, desde mucho tiempo atrás, que Maryam y su madre no habían sido sinceras en su tristeza por Fahmi —¡eso si no se habían alegrado de la desgracia de todos ellos por la misma causa!—, debido a la anterior negativa del señor cuando el malogrado Fahmi pidió la mano de Maryam. Jadiga había sido la que empezó a repetir esta suposición, y la madre la siguió sin dudar ni reflexionar. Rápidamente, los sentimientos de ambas hacia su antigua vecina cambiaron, hasta que fueron de mal en peor y terminaron con la ruptura.
Aisha dijo apurada, tratando de disculparse por su desliz:
—No sé qué me ha empujado a preguntar por Maryam.
—No debes pensar en ella —dijo Amina visiblemente impresionada.
Por aquel entonces, Aisha había manifestado su duda de que la acusación levantada contra aquella fuera cierta, pretextando que la petición de mano, y lo que giraba en torno a esta, había permanecido en secreto, y que la noticia no había llegado a la casa de Maryam enseguida, cosa que hacía que la chica y su familia no tuvieron razones para alegrarse del mal ajeno. Pero su madre no opinaba lo mismo, alegando que era imposible impedir que los rumores de una cuestión grave como esta llegaran hasta los interesados. Aisha no se mantuvo en su opinión mucho tiempo, por miedo a que la acusaran de ser parcial con Maryam, o de que se hubiera entibiado su ardor por el recuerdo de su hermano. Pero, en vista de la excitación de su madre, se vio empujada a mitigar el efecto de su error, y dijo:
—Sólo Dios sabe la verdad, mamá. Quizá ella sea inocente de aquello de que la hemos acusado.
Al contrario de lo que Aisha esperaba, el enojo de Amina se agudizó hasta el punto de aparecer en su rostro los signos de una cólera que pareció insólita en ella, dada la benevolencia y la calma que se le conocían.
—¡Aisha! —dijo con voz trémula—. ¡No hables de Maryam!
Jadiga gritó, compartiendo los sentimientos de su madre:
—¡Que se deje ya de Maryam y su vida!
Aisha sonrió apurada y no dijo palabra. Yasín había permanecido ocupado en sus uñas hasta que aquella ardiente conversación terminó. Una vez, había estado a punto de intervenir, envalentonado por las palabras de Aisha: «Sólo Dios sabe la verdad, mamá», pero el ímpetu de Amina al responder con esa desconocida voz trémula lo había enmudecido. Sí; lo había enmudecido y había soltado su lengua interior, agradeciendo los beneficios del silencio. Kamal había seguido con interés la conversación, aunque la huella de este interés no apareció en su rostro. El hecho de haber llevado el peso del amor largo tiempo —en circunstancias delicadas y desfavorables— le había conferido una capacidad de fingir, de la que se valía para ocultar sus sentimientos y mostrarse ante la gente —si era necesario— aparentando lo contrario de cuanto sentía. Recordó lo que antaño había oído sobre la «alegría por el mal ajeno» de la familia de Maryam y, a pesar de que él no se tomaba la acusación en serio, le vino a la memoria el mensaje secreto que había llevado a la chica, y la respuesta que había traído a Fahmi; un viejo secreto que había guardado y todavía guardaba, por consideración a la promesa hecha a su hermano y por respeto a su deseo. Le gustaba admirarse de cómo no había comprendido el significado del mensaje que había llevado a la chica hasta hacía poco, cuando resurgió en su alma bajo una nueva faceta. Era —según su propia expresión— una piedra llena de inscripciones confusas, hasta que llegó el amor y descifró sus jeroglíficos. No se le pasó por alto el enfado de su madre, un fenómeno nuevo en la vida de Amina, que esta no había conocido hasta la época nefasta. Ella ya no era como antes. Sin duda no había sufrido un cambio importante ni perpetuo, pero había llegado a estar expuesta de vez en cuando a unas crisis que no le habían sobrevenido antes y a las que, de haberle sobrevenido, ella no se rendía. ¿Qué podía decir él a eso? Era el corazón herido de una madre, del que no conocía más que unos fragmentos a través de sus lecturas. ¡Cuánto se apenaba por ella! Además, ¿qué había detrás de Aisha y Jadiga? ¿Se podía acusar a Aisha de frialdad hacia el recuerdo de Fahmi? No podía imaginar eso, ni soportar la idea. Ella era una mujer de recta intención, y en su corazón había cabida para la amistad y el amor. Al parecer, tomaba partido —y tenía sus razones— por justificar a Maryam, añorando, quizá, aquel tiempo debido a su corazón abierto a todo el mundo. En cuanto a Jadiga, la vida conyugal la había engullido. Ya no era más que una madre y un ama de casa; no necesitaba a Maryam ni a ninguna otra. No conservaba de su pasado más que los inmutables sentimientos hacia su familia, hacia su madre en especial, y no le importaba nada más. ¡Qué asombroso era todo!
—Y tú, señor Yasín, ¿hasta cuándo vas a estar soltero?
Ibrahim dirigió esta pregunta a Yasín, empujado por un sincero deseo de limpiar la atmósfera de aquello que la estaba enturbiando, y Yasín respondió de broma:
—La juventud me abandonó, y el asunto terminó.
Jalil Sháwkat dijo en un tono serio que demostraba no haber captado la broma encerrada en las palabras de Yasín:
—Yo me casé más o menos con tu misma edad. ¿No tienes veintiocho años?
Jadiga se enfadó cuando se aludió a la edad de Yasín que, de manera indirecta, descubría la suya:
—¿Por qué no te has casado? Habrías dejado que la gente descansara de hablar de tu celibato —dijo a Yasín en un tono violento.
—Han pasado por nosotros unos años que han hecho olvidar a la gente sus deseos —respondió Yasín, procurando, ante todo, dar muestras de afecto a Amina.
Jadiga echó hacia atrás la cabeza como si le hubieran dado un puñetazo. Luego le lanzó una mirada que parecía decirle: «¡Me has vencido, demonio!». Finalmente habló, mientras daba un suspiro:
—¡Ay de ti! ¡Di que el matrimonio ya no te seduce, y será más cierto!
Amina dijo, reconociendo sus muestras de afecto:
—Yasín es un hombre bueno, y los hombres buenos no rehúsan al matrimonio más que a la fuerza. Ahora tienes el derecho a pensar en cumplir con tu obligación.
¡Cuántas veces había pensado en cumplir con su obligación…! No sólo por probar su suerte de nuevo, sino con el deseo de lavar la ofensa que le había alcanzado de lleno el día que se vio forzado —impulsado por su padre— a divorciarse de Zaynab, cumpliendo «la voluntad» del padre de la chica, Muhammad Effat. Luego sobrevino la muerte de Fahmi, y lo apartó de pensar en el matrimonio, hasta que casi se había amoldado y acostumbrado a esta vida independiente. Sin embargo dijo a Amina, teniendo fe en sus propias palabras:
—¡Lo que tenga que ser, será! Cada cosa tiene su momento.
De repente, sus pensamientos fueron interrumpidos por un bullicio, un grito y un alboroto que llegaban desde la escalera, mezclándose con el ruido de pasos que avanzaban a empujones. Las miradas se dirigieron, interrogantes, hacia la escalera, y en apenas un instante apareció Umm Hánafi en el umbral de la puerta, con el ceño fruncido y jadeando, mientras gritaba:
—¡Los niños, señora…! ¡El señorito Abd el-Múnim y el señorito Redwán se están peleando, y me han tirado piedras cuando los he ido a separar!
Yasín y Jadiga se levantaron, corrieron hacia la puerta y subieron la escalera, regresando tras un minuto o dos; Yasín agarraba a Redwán de la mano y Jadiga empujaba ante ella a Abd el-Múnim, mientras le daba piadosos puñetazos en la espalda. Detrás venían, contentos, los demás. Naíma corrió hacia su padre Jalil, Uzmán hacia Aisha, Muhammad hacia su abuela Amina, y Ahmad hacia su padre Ibrahim. Después, Jadiga empezó a regañar a Abd el-Múnim, advirtiéndole que ya no vendría más a la casa de su abuelo, hasta que el niño gritó con voz llorosa, mientras señalaba, acusándolo, a Redwán que estaba sentado entre su padre y Kamal:
—¡Ha dicho que ellos tienen más dinero que nosotros…!
—¡Es él quien me ha dicho que ellos tienen más dinero que nosotros! —gritó Redwán, protestando—. ¡Y ha dicho también que ellos son los dueños de la Puerta Mitwali con sus tesoros!
Yasín lo consoló al decir riendo:
—¡Perdónalo! ¡Es un exagerado como su madre!
—¿Estáis peleando por la Puerta Mitwali? —pregunta Jadiga a Redwán, sin poder contener la risa—. Tú tienes, señorito, la Puerta de la Victoria, que está cerca de la casa de tu abuelo. ¡Cógela y no te pelees más!
Redwán denegó con la cabeza:
—¡Allí hay muertos, y no tesoros! ¡Que la coja él!
En ese momento se elevó la voz de Aisha, que decía rogándoles e incitándolos:
—¡Bendecid al Profeta! Tenéis ante vosotros una rara ocasión de oír cantar a Naíma. ¿Qué os parece esta sugerencia?
Los aplausos y los ánimos le llegaron desde todos los rincones de la sala, hasta que Jalil levantó a Naíma y la sentó en su regazo, diciéndole: «Deja oír a este público tu voz. ¡Dios…, Dios…! ¡No seas tímida. A mí no me gusta que seas vergonzosa!». Pero la vergüenza se apoderó de Naíma y escondió la cara en el regazo de su padre hasta que ya no se le veía más que una aureola de cabellos dorados. Jadiga miró casualmente hacia otro lado y vio a Muhammad que intentaba en vano quitar el lunar de la mejilla de su abuela. Fue hacia donde estaba y lo trajo a su asiento, a pesar de su resistencia. Luego siguió animando a Naíma a que cantara. Jalil se sumó a su insistencia, hasta que la pequeña susurró al oído de su padre que ella no cantaría si no era escondida de las miradas, detrás de su espalda. Él le permitió hacer lo que quería, y la niña se fue arrastrando a cuatro patas hasta que se acurrucó entre su espalda y el respaldo del sofá. En ese momento, un silencio sonriente y acechante envolvió la sala. Jalil estaba a punto de perder la paciencia…, pero una voz aguda y suave empezó a hablar en una especie de susurro. Luego se fue animando poco a poco hasta que el entusiasmo se apoderó de los tonos, y los elevó cantando:
Desvíate de aquí y ven a nuestra casa nos amamos tú y yo.
Y todas las manitas se pusieron a aplaudir al ritmo de la canción…