En la paz del alba, con el canto de los gallos, se sucedían los golpes sobre la masa desde la habitación del horno. Umm Hánafi estaba inclinada sobre la artesa con su cuerpo carnoso. Su rostro aparecía lozano bajo la luz que brotaba de la lámpara, situada sobre la superficie del horno. La edad no había afectado a su cabello ni a su gordura, pero sus rasgos habían tomado una expresión triste, y se habían endurecido sus facciones. A su derecha estaba sentada Amina en la silla de la cocina, cubriendo las placas de la masa con salvado, preparándolas para recibir las tortas de pan. El trabajo proseguía —en silencio— hasta que Umm Hánafi dejó un momento de amasar. Sacó la mano de la artesa y se secó la frente, empapada de sudor, con la parte interna del codo. Luego ondeó su puño cubierto de masa, como un guante blanco de boxeo, y dijo:
—Tienes por delante, señora, una dura pero grata jornada. ¡Qué Dios multiplique los días de felicidad!
Amina murmuró sin levantar la cabeza de su tarea:
—Tenemos que ofrecer una mesa apetitosa.
Umm Hánafi sonrió, mientras señalaba con la barbilla hacia su señora, y dijo:
—¡Bendita sea la maestra!
Luego metió de nuevo sus manos en la artesa y volvió a golpear la masa.
—Hubiera preferido que nos contentáramos con distribuir la sopa migada entre los pobres de el-Huseyn.
—No sería extraño entre nosotros —dijo Umm Hánafi en tono de reproche.
—De cualquier forma —farfulló Amina con una voz no exenta de fastidio— se trata de un banquete y un jaleo. ¡Fuad, el hijo de Gamil el-Hamzawi, ha sacado también el Bachillerato y nadie se ha enterado!
Pero Umm Hánafi se empeñó en protestar:
—No es más que la oportunidad de reunimos con los seres queridos…
¿Cómo podía haber alegría sin sentir remordimientos ni concebir temor? «Antes yo preguntaba al futuro, y me respondía que la fecha del certificado de estudios primarios de este coincidiría con la de la licenciatura de aquel. Una fiesta que no ha llegado y una promesa que no se ha cumplido. Diecinueve, veinte, veintiuno, veintidós, veintitrés, veinticuatro años… Una juventud en todo su apogeo, cuya madurez se me ha impedido abrazar. Ha vuelto al polvo… ¡Ay, esa herida del corazón a la que llaman tristeza…!»
—La señora Aisha se pondrá muy contenta con la baqlawa, y se acordará de los viejos tiempos, señora.
«Aisha se pondrá contenta, y su madre también. Días y noches, saciedad y hambre, sueño y despertar… como si nada hubiera pasado. Pregunta a los que pretendían que tú no podrías sobrevivirle un sólo día… Vives para rezar sobre su tumba. El que el corazón se haya estremecido no significa que el mundo se estremezca también. Es como si él fuera relegado al olvido hasta que se visita el cementerio. Has llenado los ojos y las almas, hijito mío, y luego no se acuerdan de ti más que en las fiestas. ¿Dónde estáis todos vosotros? Cada uno ocupado en sus tareas, excepto tú, Jadiga, corazón y alma de tu madre; hasta que un día tuve que recomendarte paciencia. Aisha no es así… ¡Despacio…!, no debo ser injusta. Ella también ha estado triste, como tenía que ser. Y a Kamal no se le puede reprochar nada. Hay que ser benévolo con los corazones tiernos. Ahora es el único que te queda. Tu cabello se ha vuelto blanco y te has convertido en una sombra, eso dice Umm Hánafi. ¡Al infierno la salud y la juventud! Tú estás rondando los cincuenta, y él no había cumplido los veinte. Embarazo, antojos, parto, crianza, amor, esperanzas… Después, nada. ¿Es que mi señor no piensa en nada? ¡Déjalo en paz! La tristeza de los hombres no es como la de las mujeres. Esas fueron tus palabras, mamá. ¡Que Dios haga del paraíso tu morada! Me duele en el alma, mamá, que él vuelva a las andadas, como si Fahmi no hubiera muerto y como si su recuerdo se hubiera esfumado. Incluso me riñe cada vez que me invade la tristeza… ¿No es él su padre como yo soy su madre? "Amina, pobrecita… No abras tu pecho a estos pensamientos. Si tuviéramos que juzgar los corazones por el de las madres, estos parecerían de piedra. Él es un hombre, y la tristeza de los hombres no es como la de las mujeres. Si ellos se rindieran a las tristezas, sus hombros se encorvarían bajo el peso de la carga. Si lo notas triste, tienes que alegrarlo. Él es tu apoyo, hija mía, ¡pobrecita!" Esa tierna voz ya no existe. Su pérdida ha dejado unos corazones llenos de tristeza, pero casi nadie la ha llorado. Dio testimonio de su sabiduría aquella noche que él volvió, a altas horas, borracho. Se echó en el sofá y estalló en lágrimas. Esa noche yo deseé que tuviera paz, aunque fuera olvidándolo todo para siempre. ¿Es que tú misma no te olvidas de vez en cuando? Y hay algo aún peor que esto: que disfrutes de la vida y te aferres a ella. Así es el mundo; ¡eso dicen…!, y tú repites lo que dicen y terminas por creértelo. ¿Cómo pudiste, después de esto, enfadarte un día con Yasín por haberse ya repuesto y continuar su vida normal? ¡Despacio! Ten fe y paciencia y ponte en manos de Dios, pues todo lo que tienes, a Él se lo debes. Serás siempre "la madre de Fahmi". Seguiré siendo tu madre mientras viva, hijito mío, y tú seguirás siendo mi hijo».
Los golpes de la masa continuaron. El señor abrió los ojos bajo la luz de la mañana temprana y empezó a estirarse, dando un sonoro y prolongado bostezo que se elevó como una queja o una protesta. Luego se sentó en la cama, apoyándose con las palmas de las manos sobre sus piernas extendidas. Su espalda parecía encorvada, y la parte superior de su guilbab blanco estaba empapada en sudor. Se puso a mover la cabeza de derecha a izquierda como para sacudir los restos de suciedad. Después se deslizó hasta pisar el suelo de la habitación y se fue con paso vacilante hacia el baño, hacia la ducha fría…, el único remedio que transformaba su cuerpo y devolvía la armonía a su cabeza y el equilibrio a su espíritu. Se quitó la ropa y, cuando se puso bajo el chorro de agua fría, le vino a la mente el recuerdo de la invitación que se le había hecho el día anterior. Su corazón se aceleró al recibir ese recuerdo y la sensación reconfortante del agua fría a la vez. Ali Abd el-Rahim le había dicho: «Echa una mirada hacia atrás, hacia las amantes de otro tiempo. No puedes pasarte así toda la vida. Yo soy quien mejor te conoce». ¿Iba a atreverse a dar este último paso? Habían pasado cinco años negándose a darlo. ¿Se había arrepentido ante Dios, como un creyente afligido, o había ocultado el arrepentimiento por temor a proclamarlo? ¿Lo había dicho con un sincero propósito, pero sin llegar a comprometerse a cumplirlo? No se acordaba, ni quería acordarse. Quien está cerca de los cincuenta y cinco años, ya no es un niño. Pero ¿qué le pasaba a su pensamiento, que se agitaba y temblaba? Estaba como el día que lo invitaron a oír música y había acudido. ¿Iba a acudir de idéntica forma a la llamada de las amantes de antaño? «¿Cuándo la tristeza ha resucitado a un muerto? ¿Acaso Dios nos ha ordenado que nos destruyamos a nosotros mismos cuando los seres queridos se van?» En el año del luto y la austeridad, la tristeza estuvo a punto de matarlo… Un largo año en el que no había probado el vino, ni había oído música, ni había salido un chiste de su boca, hasta el punto de que sus cabellos se estaban volviendo blancos. ¡Sin duda! Las canas no se habían deslizado en su cabello más que en ese año. Sin embargo, había vuelto a beber y a oír música por compasión hacia sus amigos íntimos, que habían roto con los placeres por respeto a su tristeza. Eso era en parte cierto y en parte falso. Había vuelto a la bebida porque tenía agotada la paciencia… y por compasión hacia sus tres amigos. «Ellos no son como los otros, y no es que haya nada que reprochar a los otros, ya que estos últimos se han entristecido con tu tristeza y luego han empezado a alternar tu yerma compañía con sus refrescantes reuniones… ¿qué se les puede reprochar? Sin embargo tus tres amigos se han negado a aceptar de la vida más de lo que tú has escogido para ti mismo. Y has ido volviendo poco a poco a todas esas cosas, excepto a las mujeres, a las que considerabas algo más grave; y ellos no te insistieron al principio. ¡Cuánto te has negado y qué triste te has sentido! No te ha producido impresión alguna el emisario de Zubayda; has rechazado a Umm Maryam con triste pero firme seriedad, soportando unos sufrimientos que no habías sentido antes. Creíste que no volverías nunca, y te decías a ti mismo una y otra vez: "¿Voy a volver a los brazos de las mujeres, estando Fahmi bajo tierra?". ¡Ay! ¡Cuánta misericordia necesitamos en nuestra debilidad y nuestro infortunio! "Que persevere en la tristeza el que pueda garantizar que no morirá mañana…" ¿Quién dijo esta máxima? Uno de los dos: Ali Abd el-Rahim o Ibrahim Alfar. Muhammad Effat bey no destaca en las máximas. Ha rechazado mi ruego y ha casado a su hija con un extraño. Además se ha burlado de mí en mis propias narices. No niega su enfado, aunque teme mostrármelo como hacía antes. ¡Por Dios! ¡Qué fidelidad y qué amistad! ¿Recuerdas cómo mezcló sus lágrimas con las tuyas en el cementerio de el-Qarafa?, aunque fue él quien dijo después: "Temo que te vuelvas viejo si no haces… Vente a la barcaza". Y cuando te notó indeciso añadió: "Para hacer una visita inocente… Nadie te va a quitar la ropa ni a lanzarte a una mujer". No me he entristecido poco, Dios lo sabe. Con su muerte ha muerto una gran parte de mí. Ha muerto mi principal esperanza en este mundo. ¿Quién puede criticarme por haber tenido paciencia y haber hallado consuelo? ¡Mi corazón está herido aunque ría! ¿Y cómo estarán ellas? ¿Qué habrá hecho de ellas el tiempo en cinco años? Cinco largos años…»
Lo primero que recibió Kamal del mundo del despertar fue el ronquido de Yasín. No pudo reprimir su deseo de llamarlo, más por el gusto de molestarlo que por despertarlo a su hora. Lo persiguió con voz incansable, hasta que el otro le respondió quejándose y protestando, en un tono parecido a la agonía. Luego se dio la vuelta con su voluminoso cuerpo, y la cama crujió con una especie de gemido y queja. Por último, abrió unos ojos enrojecidos, y suspiró.
En su opinión, no había nada que justificara esa prisa, ya que ninguno de los dos iría al baño antes que su padre saliera de él. Ya no era fácil utilizar el baño del primer piso desde que se decidió, con la nueva ordenación de la casa —hacía cinco años—, que las habitaciones se trasladaran al piso de arriba, exceptuando la sala de los invitados y el salón contiguo, que —en su calidad de vestíbulo de aquella— se acondicionó con unos muebles sencillos. A pesar de que Yasín y Kamal no acogieron jamás de buen grado la idea de compartir un mismo piso con su padre, tuvieron que respetar el deseo de aislar el primero, que ya no se pisaba más que cuando venía a casa alguna visita. Yasín cerró los ojos, pero no se durmió. No sólo porque la vuelta al sueño hubiera sido en vano, sino también porque una imagen había surgido en su mente y se extendía a sus sentidos… Un rostro redondo, y unos ojos negros en el centro de su tez de marfil. ¡Maryam! Él respondió a la llamada de esas visiones, y se entregó a un adormecimiento más delicioso que el del sueño. Pocos meses antes, en lo que a él se refería, ella no había estado nunca presente, como si no existiera. Hasta que una noche oyó a Umm Hánafi que estaba hablando con la mujer de su padre, y le decía: «¿Te has enterado de la noticia, señora? Sitt Maryam se ha divorciado de su marido y ha vuelto con su madre». Entonces volvió a él el recuerdo de Maryam, y de Fahmi, y del soldado inglés, el amigo de Kamal, aunque había olvidado su nombre. A raíz de eso, recordó después cómo el interés que había despertado en él la chica, tras hacerse público el escándalo, había hecho estremecer su pecho. Y sin saber cómo, de repente ella iluminaba en él un retrato cargado de expresión, como brillan en la noche los letreros luminosos. Sobre ese retrato estaba escrito: «Maryam, tu vecina… pared con pared… divorciada… con una historia que ¡vaya!… ¡Alégrate!». Pero no tardó en asustarse de sí mismo, porque la proximidad de aquella con el recuerdo de Fahmi lo disuadió, lo entristeció, y le gritó interiormente que cerrara esa puerta y que atrancara bien el cerrojo…, y que se arrepintiera —si eso era posible— de esa idea vaga y efímera. Después de aquello, coincidió con ella en el-Muski, acompañada de su madre. Sus ojos se encontraron por casualidad, pero rápidamente brilló en ellos la señal de haberse reconocido, manifestada a través de unas sonrisas casi imperceptibles a simple vista. Su corazón se aceleró. Se aceleró al principio sólo por el hecho de haberse mutuamente reconocido; luego, por la agradable impresión que le dejó ese rostro marfileño, con los ojos pintados de kohl, y ese cuerpo lleno de juventud y vitalidad que le recordó a Zaynab en otro tiempo. Continuó su camino, pensativo y excitado. Sin embargo, tras unos pocos pasos, o en el momento en que bajaba al café de Ahmad Abdu, se abatió sobre él un triste recuerdo que llenó su corazón de pesar: Fahmi había resucitado en su mente entre diversos recuerdos, su imagen, sus rasgos, su forma de hablar y de moverse… La alegría se le vino abajo y terminó por extinguirse, mientras lo invadía una inmensa tristeza. «¿Es necesario terminar con todo…? ¿Por qué?»
Una hora, o varios días más tarde volvió a preguntárselo, y la respuesta era:
Fahmi. «¿Qué relación había entre ellos dos? Él quiso pedir un día la mano de la muchacha… ¿por qué no lo hizo? A tu padre no le agradó. ¿Sólo por eso? Esta es, al menos, la raíz del problema. ¿Y después…? Ocurrió el escándalo del inglés, y borró la pálida huella que aún quedaba. ¿Pálida huella? Sin duda, porque él seguramente ya la había olvidado. Así pues… ¿al principio la olvidó, y por último la rechazó del todo? ¡Claro que sí! ¿Entonces, qué relación había entre ellos? ¿Ninguna? ¡Sin embargo…! ¿Es que no tengo sentimientos de fraternidad? ¿Es posible poner en duda tus sentimientos? ¡No, y mil veces no! Y la chica, ¿merece la pena? Sí; ¿por su rostro y por su cuerpo? Rostro y cuerpo… ¿qué estás esperando?»
A veces la miraba a hurtadillas en la ventana…, luego en la azotea; muchas veces en la azotea…
«¿Por qué se habrá divorciado? ¿Por las malas costumbres de su marido? Entonces el divorcio ha sido una suerte para ella. ¿O por sus propias malas costumbres? Entonces el divorcio es una suerte para ti».
—¡Levántate, o te volverás a dormir!
Bostezó, mientras se pasaba sus gruesos dedos por el cabello despeinado; luego dijo:
—¡Qué suerte tienes con tus largas vacaciones escolares!
—¿Es que yo no me he despertado antes que tú?
—Sí, pero tú puedes seguir durmiendo si quieres.
—Como puedes ver, no quiero.
Yasín se echó a reír sin motivo. Luego preguntó:
—¿Cómo se llamaba el soldado inglés, tu antiguo amigo?
—¡Ah!, Julián.
—¡Claro…! Julián.
—¿Por qué me lo preguntas?
—¡Por nada!
«¿Por nada? ¡Qué ligera es nuestra lengua! ¿No es Yasín mejor que Julián? Al menos Julián se fue y Yasín está aquí. En el rostro de la chica hay algo que te sonríe siempre. ¿No ha notado ella tu constancia en mostrarte en la azotea? ¡Claro que sí! ¡Acuérdate de Julián! No es de esas a las que se les escapa el significado de nada. Ella te devolvió el saludo. La primera vez volvió la cabeza sonriendo, la segunda se echó a reír. ¡Qué risa tan bonita tiene! La tercera señaló con precaución hacia las terrazas de las otras casas… "Voy a volver tras la puesta del sol", le dijiste con osadía. ¿No le había hecho Julián una señal desde la vía pública?»
—¡Cuánto quise a los ingleses cuando era pequeño! ¡Y mira cómo los odio ahora!
—Saad, tu héroe, se fue de viaje para buscar su amistad.
—¡Por Dios! —exclamó Kamal enfadado—. ¡Los odiaría, aunque yo fuera el único!
Intercambiaron una mirada triste y silenciosa, cuando les llegó el ruido de los chanclos de madera del señor, que volvía a su habitación diciendo: «En el nombre de Dios, Clemente y Misericordioso», y «No hay poder ni fuerza sino en Dios». Yasín se deslizó hasta el suelo de la habitación, bostezando.
Kamal se volvió de lado y luego se echó de espaldas, relajándose; dobló los codos y cruzó las manos bajo la cabeza. Se puso a mirar al frente con unos ojos que no veían nada. «El balneario de Ras el-Barr es afortunado de tenerte. Tu piel de ángel no ha sido hecha para estar expuesta al calor de El Cairo. ¡Que disfruten las arenas con las huellas de tus pasos! ¡Que se deleiten con tu vista el aire y el agua! Tú darás altura a ese lugar de veraneo. Tus ojos expresarán la alegría y la nostalgia, y yo los miraré con el corazón anhelante, interrogando al destino, con pesar, sobre ese lugar que te cautiva y es digno de merecer tu alegría. Pero… ¿cuándo regresarás? ¿Cuándo se derramará en mis oídos tu gorjeo embrujador? ¿Cómo es el sitio donde veraneas? ¡Ojalá lo supiera! Se dice que allí se es libre como el viento, que te encuentras abrazado por el agua, que hay tantas pasiones como granos de arena, que mucha gente tiene la suerte de ver tu cara… Pero yo… Yo soy ese, cuyo corazón sufre tanto que hace llorar a los muros. Me consumo en el infierno de la espera. ¡No! No puedo olvidar tu rostro radiante de alegría cuando murmurabas: "Nos vamos de viaje mañana. ¡Qué bonito es Ras el-Barr!". Ni tampoco olvido mi desolación al recibir el anuncio de tu partida de esa boca iluminada por la alegría, como quien recibe un veneno escondido en un ramo de flores de agradable perfume. No puedo olvidar tampoco mi envidia de las cosas que habían podido hacerte feliz, habiendo sido yo incapaz de conseguirlo, cosas que habían logrado tu amor, estando yo privado de él. ¿No notaste mi desolación en el momento de la despedida? ¡Claro que no! No notaste nada. No porque yo estuviera solo entre la multitud, sino porque tú, amada mía, no veías nada. Como si yo fuera un objeto que no llamara tu atención, o como si tú fueras una criatura maravillosa y extraña, que estuviera por encima de esta vida, contemplándonos desde arriba con ojos atónitos, en un reino desconocido para nosotros. Así nos quedamos cara a cara. Tú como una brasa de felicidad inocente, yo como una ceniza de dolor y desolación. Gozas de una libertad absoluta, u obedeces a unas reglas que están por encima de nuestro entendimiento. Yo giro en tu firmamento, arrastrado por una fuerza prodigiosa; como si tú fueras el sol y yo la tierra. ¿Has encontrado en la playa una libertad de la que no gozabas en los palacios de el-Abbasiyya? ¡Claro que no! Y ahí radica tu valor hacia mí… Tú no eres como las otras. En el jardín del palacio y en la calle han quedado las huellas perfumadas de tus pies, y en el corazón de cada amigo, recuerdos y esperanzas. Muchacha de trato fácil, pero inaccesible. Gira a nuestro alrededor de forma diferente, como si el Oriente la hubiera pedido como regalo al Occidente en la noche del destino. ¿Qué nuevo don vas a regalar si la playa y el horizonte se extienden ante ti, y la orilla está repleta de gente que te admira? ¿Qué nuevo don? ¡Ay, mi esperanza! ¡Ay de mí! El Cairo está vacío sin ti, desbordante de tristeza y soledad, como si fuera el deshecho de la vida y los vivos. Hay paisajes y vistas, pero nada dicen al amor, ni avivan el corazón; como si las injusticias y los recuerdos del mundo estuvieran enterrados en una intacta sepultura faraónica. No hay un sitio que me prometa consuelo, diversión o alegría. Hace que me sienta a veces asfixiado, a veces prisionero y otras perdido y extraviado, sin ser echado de menos. ¡Qué maravilla! ¿Acaso tu presencia me había proporcionado una esperanza de la que la distancia me ha privado? ¡No! ¡Ay, mi suerte y mi destino! Pero tú eres como el deseo, bajo cuyas alas se encuentra frescor y paz, aunque sea aferrarse a un imposible. ¿Acaso el que mira anhelante la oscuridad del cielo se contenta con saber que la luna llena brilla sobre otro lugar de la tierra? ¡Claro que no!, aunque no supiera cómo poseerla. Yo sólo ambiciono de la vida su esencia y su embriaguez, aunque sea a costa de penosos sufrimientos. Es más, tú participas en aquello que hace latir mi corazón y favorece esa criatura mágica: la memoria. No había prestado atención a su maravillosa importancia hasta que te conocí. Hoy, mañana o dentro de un siglo…, en el-Abbasiyya, en Ras el-Barr o en los confines del mundo, no abandonarán mi mente tus ojos negros y serenos, tus cejas unidas, tu nariz recta y fina, tu rostro resplandeciente y sonrosado, tu largo cuello, tu esbelta silueta, y el adorable hechizo que te rodea, imposible de describir, embriagador como el aroma del full y del jazmín. Quiero poseer esta imagen mientras viva, y cuando la vida se extinga, que se derrumben obstáculos e impedimentos, y que el destino sea para mí…, sólo para mí por haber amado tanto. O si no, dime qué sentido se le puede buscar a esta vida, o qué perfume anhelar de la eternidad. No pretendas haber explorado la esencia de la vida si no has amado. El oído, la vista, el gusto, la seriedad, la diversión, el amor y el triunfo son alegrías que se elevan en aquel cuyo corazón está colmado de amor, desde la primera mirada, ¡corazón mío! Mis ojos no se han apartado de ella hasta asegurarse que se trataba de una peregrinación duradera, y no efímera; un instante fugaz y decisivo, pero igualmente digno de crear vida en las entrañas y de estremecer la tierra. ¡Dios mío! ¡Ya no soy yo! Mi corazón choca con los muros de la prisión. Los secretos de la magia desvelan sus significados. La razón crece hasta rozar la locura. El placer brilla hasta abrazar el dolor. Las cuerdas del ser y del alma ofrecen generosamente su oculta melodía. Mi sangre grita pidiendo socorro, sin saber por qué lo hace. El ciego ve, el enfermo se cura, el muerto vuelve a la vida. Te hice jurar por todo lo más querido que no te irías nunca. Tú, Dios mío, estás en el cielo, y ella en la tierra… Estoy seguro de que mi vida pasada ha sido un preámbulo de la llegada del amor. No he muerto en mi infancia, ni he estado en otra escuela que en la de Fuad I, y de sus alumnos, al principio no fui amigo más que de Huseyn, ni… ni… Todo aquello para ser invitado un día al palacio de los Shaddad. ¡Ay, qué recuerdo! Cuando me vuelve a la mente, casi se me arranca el corazón. Huseyn, Ismail, Hasan y yo estábamos charlando de varias cosas, cuando llegó a nuestros oídos una voz suave que nos saludaba. Me volví muy asombrado. ¿Quién era la que había venido? ¿Cómo una chica podía irrumpir en una reunión de extraños? En seguida dejé de interrogarme e intenté olvidar todas las tradiciones. Me encontré frente a una criatura que no podía venir de este mundo. Parecía ser amiga de todos, salvo de mí. Huseyn nos presentó: "Mi amigo Kamal… mi hermana Aida". Esa noche supe para qué había sido creado, por qué no había muerto, por qué el destino me había arrastrado hasta el-Abbasiyya, hacia Huseyn y el palacio de los Shaddad. ¿Cuándo fue eso? He olvidado el momento ¡ay de mí! Excepto el día… Era domingo…, el día de fiesta en su escuela francesa, que coincidía con una fiesta oficial… quizá fuera el día del nacimiento del Profeta. ¡Lo cierto es que era el día de mi propio nacimiento! ¿Qué importa la fecha? La magia del calendario consiste en hacernos imaginar que el recuerdo resucita y vuelve; aunque nada vuelve. No desistirás de buscar la fecha, ni de repetirte: "Era al principio del segundo año en la escuela… Octubre, noviembre… Cuando Saad visitó el Alto Egipto, y antes de su segundo exilio", interrogando a la memoria, a los testigos y a los acontecimientos; y no harás más que aferrarte con terquedad a la desesperación de recuperar una felicidad perdida y un tiempo que pasó para siempre. Si le hubieras tendido la mano cuando te la presentaron —como estuviste a punto de hacer—, ella te la habría estrechado y habrías conocido su contacto. Es lo que imaginas de vez en cuando, con un sentimiento lleno de duda y de apasionado amor; como si ella fuera una criatura incorpórea, intangible. Y así se echó a perder una ocasión de ensueño, del mismo modo que se perdió la fecha. Luego ella se dirigió hacia tus dos amigos, hablando con ellos, y estos hacían lo mismo, sin formalidad alguna; mientras tú te encogías en tu sillón, bajo el techo del cenador, sufriendo la confusión del que está imbuido en las tradiciones del barrio de el-Huseyn, hasta el punto de volver a preguntarte: "¿Serán estas las tradiciones propias de los palacios, o el aire de París entre cuyos brazos ha crecido tu adorada?". Luego, te dejaste llevar totalmente por la dulzura de su voz, paladeaste su tono, te embriagaste con su gorjeo, y te llenaste con cada letra que emanaba de ella. Y quizá tú —¡pobrecillo!— no te diste cuenta en su momento de que habías nacido de nuevo y de que, como los recién nacidos, te enfrentabas a tu nuevo mundo con miedo y lágrimas. La chica de la voz dulce dijo: "Esta noche iremos a ver la opereta La Presumida". Ismail le preguntó sonriendo: "¿Te gusta Muñirá el-Mahdiyya?". Como era procedente en una chica medio parisina, ella dudó antes de responder: "A mamá le gusta". Luego Huseyn, Ismail y Hasan empezaron a hablar sobre Muñirá, Sayyid Darwísh, Sálih y Abd el-Latif el-Baná. Y de repente la voz dulce preguntó: "Y a ti, Kamal… ¿no te gusta Muñirá?". ¿Recuerdas esta pregunta que te cayó encima inesperadamente?, quiero decir… ¿te acuerdas de la melodía corpórea que encarnaba? No eran palabras, sino un canto melodioso, un hechizo que arraigó en tus entrañas para gorjear siempre, con una voz imperceptible por la que tu corazón sentiría una felicidad celestial, que nadie más que tú ha conocido. ¡Qué sobresalto cuando la recibiste! Fue como si alguien que gritara desde el cielo te hubiera elegido a ti, y repitiera tu nombre. Te has empapado en toda la gloria, la felicidad y la gracia de un solo trago, tras el que hubieras deseado gritar pidiendo ayuda: "¡Cubridme, arropadme!". Luego respondí, aunque no recuerdo qué respondí. Ella se quedó unos minutos y después nos dijo adiós y se fue. En sus ojos negros brillaba una hermosa mirada, que revelaba, además de su belleza fascinante, una adorable franqueza y una audacia que emanaba de la confianza en sí misma, no del libertinaje o del descaro; y un terrible orgullo, como si ella te atrajera y te rechazara a la vez. Su belleza es un encanto inalcanzable; yo no he visto nunca nada parecido. A menudo me imagino que esa belleza no es más que la sombra de un hechizo aún mayor que se oculta en su persona. ¿Por cuál de estas dos cosas la quiero? Ambas son un enigma, y el tercero es mi amor. Esa jornada fue quedando atrás día tras día, sin embargo sus recuerdos están prendidos en mi corazón para siempre, construidos sobre un lugar, un tiempo, unos nombres, unos amigos, unas conversaciones, en cuyo interior gira, ebrio, el corazón, hasta el punto de imaginarse que son toda la vida, y de preguntarse con una especie de duda: ¿Acaso hay vida tras esto? ¿Hubo antes un tiempo en que mi corazón carecía de amor y mi alma no poseía aquella imagen divina? Es posible que la felicidad te embriague hasta el punto de llorar por lo que se perdió en un pasado estéril, y quizá te queme el dolor hasta el punto de fundirte en lamentos por esa paz que se fue. Entre una cosa y otra, tu corazón no encuentra el medio de estar tranquilo; sigue adelante buscando la curación con las diversas medicinas del alma, obteniéndolas a veces de la naturaleza, a veces de la ciencia, a veces del arte, y casi siempre de la adoración a Dios. Un corazón que ha despertado haciendo explotar una pasión ávida de goces divinos… ¡Oh, gentes! ¡Amad o morid! Esas son tus silenciosas palabras mientras caminas orgulloso y presumido por llevar en tu interior la luz y los secretos del amor… Te enorgullece el estar elevado por encima de la vida y los vivos, unido a los cielos por un puente alfombrado con las rosas de la felicidad. Mientras que otras veces te retiras a solas, desbordado por la sensación dolorosa y enfermiza de contar tus defectos, analizándolos sin piedad en tu ser insignificante, tu humilde mundo y tu humana desgracia. ¡Señor! ¿Cómo te volverás a crear a ti mismo? Este amor tirano está vagando por encima de todos los valores, y en su montura resplandece tu adorada. Ella no posee todas las virtudes, ni carece de defectos, pero la imperfección hace aparecer en su diadema centelleante una belleza que te provoca admiración. ¿El hecho de que ella se rebele contra las tradiciones establecidas la desacredita a tus ojos? ¡Claro que no! Por el contrario, el hecho de respetarlas sería más despreciable. Te gusta preguntarte de vez en cuando: "¿Qué buscas de su amor?". ¡Responde sencillamente!: "¡Amarla!". ¿Se concibe que brote toda esta vida en el alma, y luego preguntarse qué fin habrá tras ella? ¡No hay nada tras ella! Es la costumbre la que vincula las palabras amor y matrimonio. No son las diferencias de edad y clase las únicas que convierten el matrimonio en una meta imposible, como es mi caso, sino que es el propio matrimonio, por hacer descender al amor desde su cielo hasta esta tierra de contratos y sudor. Y si te pregunta el que se empeñe en pedirte cuentas: "¿Qué te ha dado ella a cambio de tu ardiente amor?", respóndele sin vacilar: "Una sonrisa fascinante, un y a ti, Kamal… que no tiene precio, su visita al jardín en esos felices y raros momentos, las visiones que tenías de ella en las mañanas húmedas de rocío, el coche de la escuela que pasa llevándola, su forma de jugar con tu imaginación cuando estás flotando en el despertar y cuando cabeceas en el sueño". Después, si el alma ambiciosa y loca te pregunta: "¿Se puede concebir que el ser adorado se preocupe de los asuntos de su adorador?", respóndele sin resignarte a la incitación de las falsas esperanzas: "Bueno será que recuerde nuestro nombre a la vuelta"».
—¡Venga…! ¡Al baño! ¿He tardado mucho?
Kamal dirigió sus ojos —en los que se podía leer la sorpresa— hacia Yasín, que volvía a la habitación secándose la cabeza con la toalla. Luego saltó al suelo, y su elevada estatura puso al descubierto su delgadez. Lanzó una larga mirada hacia el espejo como si examinara su voluminosa cabeza, su frente prominente y su nariz que, por su grosor y su fuerza, parecía como si estuviera esculpida en granito. Luego, cogió su toalla de encima del barandal de la cama y se fue al baño.
El señor Ahmad había terminado la oración, y su voz ruda se elevó en la plegaria habitual por sus hijos y por sí mismo, pidiendo a Dios que los guiara por el buen camino y que los protegiera en este mundo y en el otro. Durante este tiempo, Amina había puesto la mesa. Después fue a la habitación del señor y lo invitó, con su voz dulce, a que fuera a tomar el desayuno. Luego se dirigió a la habitación de Yasín y Kamal, y repitió la invitación.
Los tres ocuparon sus lugares alrededor de la bandeja, y el padre recitó la basmala mientras cogía un pan, anunciando el inicio de la comida. Lo siguió Yasín, y después Kamal, al tiempo que la madre permanecía de pie en su sitio tradicional, al lado de la bandeja de las jarras. La apariencia de los dos hermanos mostraba educación y sumisión, pero sus corazones habían perdido —o casi perdido— el miedo que antaño los dominaba en presencia del padre. Yasín, porque el hecho de tener veintiocho años le otorgaba algunos de los privilegios de ser un hombre, y una garantía de protección ante las hirientes injurias y las agresiones miserables. Kamal, porque el hecho de tener diecisiete años, y sus avanzados estudios, le conferían una especie de garantía también, aunque no con la misma fuerza que la de Yasín; no carecía del perdón y la indulgencia, al menos en las faltas triviales, además de percibir en su padre, en los últimos años, un tipo de trato en el que la tiranía y la intimidación se habían atenuado de modo palpable. No era raro que surgiera una breve conversación entre los comensales, después que el silencio hubiera dominado la reunión de forma terrible. Bastaba que el padre hiciera una pregunta a uno de ellos, para que este respondiera con toda prontitud y precipitación, aunque tuviera la boca llena de comida. Desde luego, ya no era extraño que Yasín se dirigiera a su padre para decirle por ejemplo: «Ayer fui a visitar a Redwán a casa de su abuelo, y él os manda saludos y besa vuestra mano». El señor no consideraba la intervención como un atrevimiento indigno, sino que sencillamente decía: «¡Que Dios lo proteja y lo guarde!». En ese momento no se excluía la posibilidad de que Kamal preguntara con educación, generando con eso una importante evolución en su relación histórica con su padre: «Papá, ¿cuándo tendrá Redwán derecho a su padre?», y el señor le respondiera: «Cuando tenga siete años», en vez de gritarle: «¡Cállate, hijo de perra!». A Kamal le apeteció un día indagar la fecha del último insulto que le había lanzado su padre, hasta que recordó que había sido aproximadamente dos años antes, o un año después de su amor por Aida —que se había convertido en su referencia cronológica—. Se había dado cuenta, entonces, de que su amistad con jóvenes de la clase de Huseyn Shaddad, Hasan Selim e Ismail Latif exigía un gran aumento de sus gastos para poder seguirlos en sus diversiones inocentes. Contó sus penas a su madre, rogándole que hablara a su padre sobre el asunto del esperado aumento. Y, a pesar de que hablar al señor —en asuntos como este— no era tarea fácil para la madre, algunas cosas tenían ahora menos importancia debido al cambio de su trato con ella tras la muerte de Fahmi. Amina habló con él, exaltando la nueva y distinguida relación que su hijo tenía con los amigos de la «aristocracia». Entonces el señor llamó a Kamal y derramó sobre él su cólera, hasta gritarle: «¿Tú crees que yo estoy a tus órdenes, o a las de tus amigos? ¡Maldito sea tu padre y el de ellos!». Kamal salió de allí desilusionado y creyendo que el asunto había sido zanjado en ese punto…, cuando de repente, al día siguiente, el hombre le preguntó por la identidad de sus amigos en la mesa del desayuno. Apenas este oyó el nombre de Huseyn Abd el-Hamid Shaddad, le preguntó con interés: «¿Tu amigo, es de el-Abbasiyya?». Kamal le respondió afirmativamente, con el corazón palpitante. El señor dijo: «Yo conocía a su abuelo, Shaddad Bey, y sé también que su padre, Abd el-Hamid Bey, fue exiliado por su anterior relación con el Jedive Abbás. ¿No es así?». Kamal volvió a responder afirmativamente, tratando de vencer la emoción que le había provocado la noticia sobre el padre de su amada. Inmediatamente recordó lo que había oído sobre los años que la familia había pasado en París, donde su adorada había crecido a la luz de «la ciudad de la luz». No pudo evitar sentir hacia su padre un respeto y una consideración nuevos, un amor redoblado, y juzgó que el hecho de que hubiera conocido al abuelo de su amada era un hechizo mágico que lo vinculaba —aunque fuera de lejos— con la morada de la inspiración y la cuna de la luz. Después de lo cual su madre no tardó en comunicarle la buena nueva: su padre estaba de acuerdo en doblar el dinero para sus gastos.
Desde ese día no lo había expuesto a ninguna nueva injuria, ya fuera porque él no hacía nada que la mereciera, ya fuera porque su padre había creído conveniente eximirlo por completo de estas.
Kamal estaba de pie, al lado de su madre, en la celosía, y ambos observaban al señor Ahmad en la calle, devolviendo el saludo —con gravedad y cortesía— a Amm Hasaneyn, el barbero, al hagg Darwísh, el vendedor de habas, a el-Fuli, el lechero, a Bayumi, el de los refrescos y a Abú Sari, el de las pipas. Luego regresó a la habitación, donde se encontró a Yasín de pie ante el espejo, arreglándose con cuidado y paciencia. Se sentó en un sofá entre las dos camas y se puso a contemplar, con una mirada sonriente y misteriosa, el cuerpo alto y grueso de su hermano, y su rostro sonrosado y prieto. Sentía hacia él un amor fraternal y sincero, aunque no podía resistir —cada vez que lo analizaba con el pensamiento o la mirada— un sentimiento latente de que se encontraba frente a un «bello animal doméstico», a pesar de que él había sido el primero que hizo estremecer sus oídos con la musicalidad de la poesía y el hechizo de los cuentos. Posiblemente se preguntaba a sí mismo, planteándose el interrogante de quien ve en el amor la esencia de la vida y del alma, si era posible imaginar a Yasín enamorado. La respuesta tomaba cuerpo en una carcajada no exteriorizada o en un verdadero estallido de risa. Desde luego, ¿qué relación había entre el amor y esa barriga inflada? ¿Qué relación había entre el amor y ese cuerpo carnoso? ¿Y entre el amor y esa mirada sensual y burlona? Después, no podía evitar sentir hacia él un sentimiento de desprecio, suavizado por la simpatía y el cariño, aunque no carecía a veces —especialmente en los momentos en que su amor sufría uno de esos accesos de dolor y abatimiento— de simpatía, admiración y, es más, envidia. También le parecía Yasín el hombre más alejado del trono de la cultura, en el que antaño lo había instalado cuando lo creía un sabio mago poseedor de las artes de la poesía y de los cuentos. Este se le había revelado como un lector superficial que se contentaba, durante la reunión del café, con apenas una hora en la que se pasaba, sin atención ni fatiga, de la Hamasa a algún cuento, antes de salir corriendo hacia el café de Ahmad Abdu. Era una vida desprovista del esplendor del amor y de los ardientes deseos del verdadero conocimiento, aunque él profesara al poseedor de aquella un amor fraternal e inmaculado. Fahmi no era así. Fahmi era su ideal amoroso e intelectual, pero en los últimos tiempos le había parecido como rezagado respecto a algunas cosas a las que él mismo aspiraba. Así era. A Kamal le había asaltado la duda, hecha casi certidumbre, de que una muchacha como Maryam pudiera despertar en el alma un verdadero amor como el que iluminaba a la suya; del mismo modo dudaba que se asemejara la cultura jurídica que su hermano buscaba, al conocimiento humano que él mismo ansiaba con toda la fuerza de su corazón. Contemplaba a los que estaban a su alrededor con ojo reflexivo y crítico, y en esto llegaba a los límites extremos. Sin embargo, se detenía ante el umbral de su padre, sin atreverse a cruzarlo. ¡El hombre le parecía un ser terrible, que estaba sentado en su trono, por encima de la crítica!
—¡Hoy eres tú el homenajeado! Hoy se celebra la fiesta de tu triunfo ¿no es así? Si no fuera por tu delgadez, no encontraría nada que reprocharte.
—Yo estoy satisfecho de ella —dijo Kamal sonriendo.
Yasín se lanzó una última mirada en el espejo. Luego se puso el tarbúsh en la cabeza, y lo inclinó a la derecha con cuidado hasta casi rozar la ceja.
—Eres un gran burro que ha aprobado el Bachillerato —dijo mientras eructaba—. Disfruta de la comida y del descanso ya que estás de vacaciones. ¿Cómo te puede gustar estar leyendo ahora el doble de lo que lees durante el curso? ¡Dios mío! Yo me he librado de la delgadez y lo que esta conlleva.
Luego, saliendo de la habitación con el espantamoscas de marfil en la mano:
—No te olvides de escogerme un buen relato, como Pardaülán o Fausta, ¿eh? Hubo un tiempo en que tú me pedías que te leyera un capítulo de una novela. ¡Ahí está ese tiempo que pasó, en el que yo te espabilaba el cerebro con los relatos!
Kamal se encontró a gusto en esa soledad en la que podía recogerse en sí mismo. Se levantó murmurando: «¿Cómo puede estar tan gordo, si su corazón no descansa?». No le gustaba rezar más que cuando estaba solo. Era una oración parecida a la lucha, en la que participaban el corazón, la mente y el espíritu. Una lucha de quien no escatima esfuerzos para lograr la conciencia pura y limpia, pidiéndose cuentas a sí mismo sin parar sobre el pecado y el deseo. En cuanto a la plegaria, al terminar la oración, era para ella, sólo para ella.