El señor Ahmad Abd el-Gawwad cerró la puerta tras sí y atravesó el patio con pasos relajados, bajo la débil luz de las estrellas, mientras la contera de su bastón se clavaba en la tierra polvorienta cada vez que se apoyaba sobre él en su marcha tranquila. Esperaba con ansiedad, ya que su cuerpo estaba ardiendo, el agua fría con la que se lavaría la cara, la cabeza y el cuello, para mitigar —siquiera por un momento— el calor de julio y el fuego que abrasaba sus entrañas y su cabeza. Esta idea del agua fría le gustó tanto que se relajaron sus facciones. Cuando atravesó la puerta de la escalera, le llegó la débil luz procedente de arriba, que se agitaba sobre las paredes delatando el movimiento de la mano al sujetar la lámpara. Subió a saltos la escalera, con una mano en la barandilla y la otra en su bastón, cuya contera producía sucesivos golpecitos que habían adquirido hacía tiempo un ritmo especial, el cual había llegado a ser tan representativo como su propia persona. En lo alto de la escalera apareció Amina con la lámpara en la mano. Cuando llegó adonde estaba ella, se detuvo jadeando en espera de recobrar el aliento; después le dirigió su habitual saludo nocturno:
—Buenas noches.
—Buenas noches, señor —murmuró Amina precediéndolo con la lámpara. En la habitación, él se dirigió apresuradamente hacia el sofá y se tumbó.
Después se deshizo de su bastón, se quitó el tarbúsh y echó la cabeza sobre el almohadón, extendiendo las piernas hacia adelante hasta arremangarse los dos lados de la yubba sobre su caftán, el cual descubrió las perneras del calzón remetidas en sus calcetines. Cerró los ojos, mientras se secaba la frente, las mejillas y el cuello con el pañuelo. Entretanto, Amina puso la lámpara sobre la mesita, quedándose de pie a la espera de que él se levantara para ayudarlo a quitarse la ropa, y observándolo con un interés mezclado de inquietud. Le hubiera gustado ser valiente y pedirle que dejara la costumbre de trasnochar, a la que su salud ya no hacía frente con la ligereza de antaño… ¡pero ella no sabía cómo manifestar sus tristes pensamientos! Pasaron unos minutos antes de que él abriera los ojos. Luego sacó de su caftán el reloj de oro y el anillo de diamantes y los puso dentro del tarbúsh. Después se levantó para quitarse la yubba y el caftán con la ayuda de Amina, y en aquel momento se mostró su cuerpo con la altura, anchura y corpulencia ya sabidas…, aparte de unos cabellos que habían encanecido en sus sienes. Cuando metió la cabeza en el escote del guilbab blanco le invadió una sonrisa repentina al recordar cómo había vomitado el señor Ali Abd el-Rahim esa noche en la reunión, y cómo se puso a disculparse de su debilidad alegando que se debía a un frío que le había entrado en el estómago. Recordó también cómo ellos le reprendieron intencionadamente, afirmando que él ya no soportaba la bebida, que no todos los hombres podían convivir con el vino hasta el final de sus días, etc., etc. Recordó cómo se había enfadado el señor Ali y se había esforzado en quitarse de encima la acusación. ¡Qué raro! ¿Había cierta gente que diera tanta importancia a estos insignificantes asuntos? Pero, si esto no era así…, ¿por qué él mismo se había jactado, en el griterío de conversaciones y risas, de que podía beberse una taberna entera sin que se resintiera su estómago?
Se sentó de nuevo en el sofá y tendió sus piernas a la mujer, que se puso a quitarle los zapatos y los calcetines. Después ella salió un momento de la habitación, regresó con la palangana y el jarro, y se puso a echarle agua. Él se lavó la cabeza, la cara y el cuello, y se enjuagó la boca. Por último volvió a su asiento, buscando la corriente de aire que flotaba con suavidad entre la celosía y la ventana que daba al patio.
—¡Vaya verano horrible el de este año! —exclamó.
Amina dijo, mientras sacaba el puf de debajo de la cama, sentándose a su vez con las piernas cruzadas cerca de los pies de él:
—¡Que Dios nos ayude! —Luego, suspirando—: ¡El mundo entero es una hoguera, y la habitación del horno también! La azotea es el único lugar donde se puede respirar en verano tras la puesta de sol.
En su asiento, ella parecía diferente a la que había sido en otro tiempo. Estaba delgada y su rostro se había alargado, o tal vez parecía más alargado de lo que era a causa de la delgadez que se había apoderado de sus mejillas. Las canas se habían extendido por los mechones que dejaba ver el pañuelo de su cabeza, dándole el aspecto de ser una persona mayor de lo que le correspondía. Había crecido un poco el lunar de su mejilla, mientras que sus ojos revelaban —además de la antigua mirada de sumisión— embotamiento y tristeza a la vez. ¡Cuánta confusión sentía por los cambios que le habían sobrevenido! Y, aunque al principio los había aceptado como un consuelo, ahora empezaba a preguntarse angustiada si no iba a necesitar salud mientras le quedara vida. ¡Claro que sí!, y los demás también la necesitaban. Pero… ¿cómo iban a volver las cosas a ser como antes? Además, ella había alcanzado ya una cierta edad, que quizá no fuera mucha como para justificar los cambios, pero que, sin duda, había dejado huella.
Así estaba ella, de pie en la celosía noche tras noche, observando la calle desde detrás de las rendijas: no la veía cambiar, mientras que ella misma sí iba cambiando sin cesar. Se elevó la voz del camarero en el café y voló como el eco hasta la habitación silenciosa. Ella sonrió, mirando de reojo al señor.
¡Cuánto quería a esta calle que, hablándole, compartía con ella las veladas! Era una amiga ignorante de este corazón que la amaba desde detrás de las rendijas. Sus vistas le llenaban el espíritu; sus tertulias eran voces animadas que vivían en sus oídos: este camarero de lengua infatigable, el de la voz ronca que comentaba los sucesos del día sin cansancio ni hastío, el de la voz nerviosa que trataba de cazar su suerte con el «kawmi» y el «wálad», el padre de Haniyya, la chica aquejada de tos ferina, que cuando le preguntaban por ella respondía noche tras noche: «¡En Dios está la curación!»… ¡Ay! ¡Era como si la celosía fuera un rincón del café, donde ella estuviera sentada! Los recuerdos de la calle se dibujaban en su imaginación, tras unos ojos que no se apartaban de aquella cabeza que estaba apoyada en el almohadón del sofá. Cuando se interrumpió el hilo de sus pensamientos, centró su atención en el hombre, y percibió en sus mejillas ese color rojo intenso que solía ver a estas altas horas durante las últimas noches. Eso no la tranquilizaba, y le preguntó con ternura:
—¿Estás bien, señor?
Él incorporó la cabeza y murmuró:
—Bien, gracias a Dios. —Luego rectificó—: ¡Qué tiempo tan horrible!
El aguardiente es la mejor bebida en el verano… Eso le habían dicho y repetido, pero él no lo soportaba. O el whisky o nada. Tenía, pues, que aguantar cada noche la modorra de la borrachera de verano —y era un verano duro—. ¡Cómo se había reído esa noche! Rio hasta que le dolieron las venas del cuello. Pero ¿a qué venían las risas? Apenas recordaba nada, y nada había allí que se pudiera contar o repetir. Pero la atmósfera de la reunión estaba cargada de una agradable electricidad, de tal modo que cualquier contacto provocaba el estallido. Apenas dijo el señor Ibrahim Alfar: «Ha embarcado hoy Alejandría en Saad con destino a París», queriendo decir: «Ha embarcado hoy Saad en Alejandría con destino a París», cuando todos reventaron de risa. Se consideró como uno de los chistes provocados por el vino. Se apresuraron a decir: «Él se quedará en la negociación hasta que recobre la salud; después embarcará hacia la invitación para acudir a Londres que ha recibido de» o «le será dado Ramsay MacDonald por parte de la independencia el acuerdo» y «regresará a la independencia trayendo a Egipto». Se pusieron a charlar sobre la esperada negociación, comentándola con todas las bromas que quisieron.
Realmente, el mundo de los amigos, a pesar de ser muy amplio, se podía resumir en tres: Muhammad Effat, Ali Abd el-Rahim e Ibrahim Alfar. ¿Se podía concebir el mundo sin que ellos existieran? La alegría sincera que brillaba en sus rostros cuando lo veían le producía una felicidad que no se podía comparar a ninguna otra. Sus ojos soñadores se cruzaron con la mirada interrogante de ella, y dijo, como si le recordase un asunto importante:
—Mañana…
—¡Cómo voy a olvidarlo! —dijo la mujer, con el rostro bañado por una sonrisa.
—Me han dicho que el resultado del bachillerato ha sido malo este año —comentó él con cierto orgullo, que no trató de disimular.
Ella le respondió, participando de su orgullo y volviendo a sonreír:
—¡Que Dios le haga alcanzar sus propósitos y nos alargue la vida hasta que lo veamos obtener su Diploma!
—¿Has ido hoy a el-Sukkariyya? —preguntó.
—Sí, y los he invitado a todos. Asistirán, excepto la señora de la casa, que se ha disculpado por estar fatigada. Dijo que sus dos hijos felicitarían a Kamal en su nombre.
El señor dijo, haciendo un gesto con la barbilla hacia la ayubba:
—El sheyj Mitwali Abd el-Sámad me ha traído hoy unos amuletos para los hijos de Jadiga y de Aisha. Me ha bendecido diciendo: «Si Dios quiere, haré amuletos para los hijos de tus nietos».
Luego movió la cabeza sonriendo.
—Nada hay imposible para Dios. Ahí está el sheyj Mitwali en persona, fuerte como el hierro, a pesar de tener ya ochenta años.
—¡Que Dios te haga gozar de salud y bienestar!
El señor estuvo pensando largo rato mientras contaba con los dedos; luego dijo:
—Si mi padre, que en paz descanse, viviera todavía, no tendría ahora muchos más años que el sheyj.
—¡Descansen en paz los difuntos!
Reinó el silencio hasta que desapareció la huella que había dejado el recuerdo de los «difuntos». Luego dijo el hombre con el tono de quien recuerda algo importante:
—Zaynab se ha prometido.
Amina abrió mucho los ojos y dijo mientras levantaba la cabeza:
—¿De verdad?
—Sí. Me lo ha dicho Muhammad Effat esta noche.
—¿Quién es él?
—Un funcionario llamado Muhammad Hasan, jefe de la Dirección de Archivos del Ministerio de Instrucción Pública.
—¿Es muy mayor? —preguntó Amina con ansiedad.
—¡Qué va! —replicó él—. Debe rondar los cuarenta. Treinta y cinco, treinta y seis… cuarenta años como máximo.
Luego añadió en tono irónico:
—Ella ha probado su suerte con los jóvenes, y ha fracasado; me refiero a los jóvenes que no atraen la atención. ¡Que pruebe suerte ahora con los hombres juiciosos!
—Yasín era primordial para ella, al menos por su hijo —dijo Amina con tristeza.
Eso mismo opinaba el señor, y lo había defendido mucho tiempo ante Muhammad Effat. Sin embargo, no manifestó estar de acuerdo con su mujer, para ocultar su frustrado esfuerzo.
—Muhammad Effat ya no tiene confianza en él —dijo irritado—, y la verdad es que él no es digno de confianza. Por eso yo no quise discutirle. No acepto explotar nuestra amistad para conducirlo a cosas que no son buenas.
—El error de la juventud no le impide el perdón… —murmuró Amina con cierta comprensión.
No le importó al señor reconocer parte de su frustrado esfuerzo, y dijo:
—Yo hice todo lo posible por defender sus derechos, pero no hallé una acogida favorable. Muhammad Effat me dijo suplicante: «El principal motivo para excusarme es la pena que siento de exponer nuestra amistad a la ruptura». Y me dijo también: «No puedo negarte un ruego, pero nuestra amistad es más valiosa para mí que ese ruego tuyo». Y yo dejé de hablar.
Verdaderamente había dicho esto Muhammad Effat, pero con ello sólo pretendía resistir ante su insistencia. La verdad es que el señor tenía un gran deseo de unir los vínculos con Muhammad Effat, establecidos a raíz del matrimonio de los hijos de ambos, y que ahora se habían roto. Y lo deseaba, tanto por salvaguardar su propia posición, como la de toda su familia. Él no esperaba encontrar para Yasín una esposa mejor que Zaynab, pero no pudo hacer otra cosa que admitir la derrota; especialmente después que el hombre le contara lo que sabía, o parte de lo que sabía, sobre la vida privada de Yasín, hasta el punto de decirle: «No me digas que nosotros mismos no somos diferentes de Yasín; la verdad es que nos diferenciamos en algunas cosas, y lo cierto es que yo no acepto para Zaynab lo que he aceptado para su madre».
—¿Está enterado Yasín de lo que ocurre? —preguntó Amina.
—Se enterará mañana o pasado. ¿Tú crees que está preocupado por esto? Es el que más lejos está de dar valor a una boda honrada.
Amina movió la cabeza con tristeza, y luego preguntó:
—¿Y Redwán?
—Se quedará en casa de su abuelo —dijo el señor frunciendo el ceño— o se reunirá con su madre si no puede soportar el estar separado de ella. ¡Dios confunda a los que lo han desconcertado!
—¡Pobrecito, Dios mío! Su madre en un sitio y su padre en otro… ¿Podrá resistir Zaynab el estar separada de él?
—¡Necesidad hace ley! —dijo el señor con una especie de desprecio. Luego preguntó—: ¿Cuándo tendrá la edad? ¿No te acuerdas?
—Es un poco más pequeño que Naíma, la hija de Aisha, y un poco mayor que Abd el-Múnim, el hijo de Jadiga —respondió Amina tras meditar un momento—. Tiene cinco años, señor. Su padre podrá recuperarlo dentro de dos años. ¿No es así, señor?
Este dijo bostezando:
—¿Quién vivirá para verlo? —Luego, cambiando de tema—: Él estaba casado…, me refiero al nuevo esposo.
—¿Tiene hijos?
—¡Qué va! No los ha tenido de su primera mujer.
—Quizá sea esto lo que ha gustado al señor Muhammad Effat.
—¡No olvides su posición! —dijo el señor irritado.
—Si fuera un asunto de posición —objetó Amina— no habría nadie equiparable a tu hijo, por lo menos en lo que a ti se refiere.
Él se sintió a disgusto, hasta maldecir en secreto, a pesar del afecto que le profesaba a Muhammad Effat, pero volvió a subrayar el punto con el que se había consolado:
—No olvides que si él no se hubiera empeñado en poner nuestra amistad en un refugio inexpugnable, no habría dudado en aceptar mis ruegos.
—¡Claro, claro, señor! —dijo Amina, hablando en nombre de ese mismo sentimiento—. Se trata de la amistad de toda una vida, y no de una diversión ni de un juego.
Él bostezó una vez más y murmuró:
—Pon la lámpara fuera.
Amina se puso de pie para cumplir su orden, y él cerró los ojos un momento. Luego se levantó de un salto como para combatir la pereza, y se dirigió a la cama, echándose en ella. Ahora se encontraba mejor. ¡Qué agradable es acostarse cuando se está cansado! Desde luego no se le había quitado esa punzada que martilleaba su cabeza, pero es que su cabeza casi nunca estaba tranquila. De todas formas ¡alabado sea Dios! La dicha completa es algo que pasó. Hay algo que echamos de menos cada vez que estamos a solas con nosotros mismos, pero eso no regresa. Se nos aparece desde el pasado con un pálido recuerdo, como esa luz suave que se filtra a través de la mirilla de la puerta. ¡De todas formas, alabado sea Dios! ¡Y darse una vida que desearían los envidiosos…! Lo más conveniente es expresar una firme opinión sobre la cuestión de aceptar o no la «invitación»…, o dejar para mañana los asuntos de mañana; excepto Yasín, ya que esta es una cuestión de ayer, de hoy y de mañana. Ya no es un niño, desde que cumplió veintiocho años. El problema no radica en buscarle otra mujer, pero… Dios no cambiará la condición de un pueblo mientras este no cambie lo que en sí tiene. ¿Cuándo resplandecerá la recta senda de Dios y cubrirá la tierra, hasta que su luz deslumbre los ojos…? Entonces gritaría desde lo más profundo de su alma: «¡Alabado sea Dios!». Pero… ¿qué había dicho Muhammad Effat? Que Yasín andurreaba hasta los pasadizos de el-Ezbekiyya… El-Ezbekiyya era diferente de cuando él mismo callejeaba por allí. A veces lo sacudía la nostalgia de regresar a algunos de sus cafés para revivir los recuerdos… De todos modos, hay que agradecer a Dios el haber conocido la intimidad de Yasín antes de llegar a viejo; si no, el demonio se habría reído desde lo más profundo de su corazón burlón. Abrid camino a los hijos, pues ya son mayores. Al principio te alejaron de allí los australianos y, por último, esa mula de australiano…