XXII

La señora Spottsworth descendió lentamente la escalera. Mónica y el jefe de la policía local proseguían todavía su examen del lugar del delito, pero habían estado hablando sin circunloquios del capitán Biggar y la tendencia de sus observaciones le había hecho sentirse como si le clavaran puñales en su corazón. Cuando una mujer ama a un hombre con todas las fibras de su generosa naturaleza, nunca le puede resultar agradable oír a ese hombre aludido como un chorizo de cara roja (Mónica), y como un sinvergüenza que no tiene ninguna posibilidad de escapar y que inevitablemente será capturado y metido en chirona (coronel Wyvern). Tenía ahora la intención de ir a aquel banco rústico, sentarse en él y pensar en lo que pudo haber sido.

El banco rústico estaba situado en el punto de convergencia de dos caminos alfombrados de musgo frente al río que discurría —aunque sólo, como hemos visto, durante los meses de verano— por el fondo del jardín. Unos arbustos floridos lo ocultaban a la vista de quien se acercara a él, y hasta que dobló la última esquina la señora Spottsworth no pudo percibir que tenía ya un ocupante. Y ante la visión de aquel ocupante, se quedó por unos momentos como paralizada. Después, brotó de sus labios un grito tan parecido al de un cebú que llamara a su pareja que el capitán Biggar, que había estado sentado allí y sumido en profundos ensueños, mientras contemplaba un caracol, tuvo la momentánea ilusión de encontrarse otra vez en África. Se levantó de un salto y, durante un largo instante, permanecieron inmóviles los dos, mirándose con ojos desorbitados, mientras los diversos pájaros, junto con las abejas, avispas, mosquitos y otros insectos que operaban en las inmediaciones, proseguían sus actividades como si nada sensacional hubiera ocurrido. El caracol, en particular, se mostraba totalmente indiferente.

La señora Spottsworth no compartió tan manifiesta distracción. Ella se sintió conmovida hasta lo más profundo de su ser.

—¡Tú! —gritó—. ¡Oh, sabía que vendrías! Ellos decían que no, pero yo sabía que sí.

El capitán Biggar había inclinado la cabeza. El hombre parecía aplastado, incapaz de todo movimiento. Un rinoceronte, de haberle visto ahora, hubiera cobrado ánimos y cargado contra él sin temor, pensando que la cosa iba a resultar fácil.

—No pude hacerlo —murmuró—. Empecé a pensar en ti y en los compañeros del club, y no pude hacerlo.

—¿El club?

—El Club Anglo-Malayo en Kuala Lumpur, donde los hombres son blancos y la honradez se da por sentada. Sí, pensé en los amigos. Pensé en Tubby Frobisher. ¿Sería yo capaz de volver a mirarle otra vez, en su único ojo sano? Y entonces pensé que tú habías confiado en mí porque… porque yo era un inglés. Y me dije que ya no se trataba tan sólo del Anglo-Malayo, de Tubby y del Subahdar, de Doc y de Squiffy… Cuthbert Biggar, me dije, te estás cargando a todo el Imperio británico.

La señora Spottsworth estuvo a punto de atragantarse.

—¿Es que lo…, es que te lo quedaste tú?

El capitán Biggar alzó la barbilla y cuadró los hombros. Era casi él mismo otra vez, después de haber pronunciado aquellas valerosas palabras, tan él mismo que el rinoceronte, tras echarle una mirada, habría cambiado de planes y decidido que tenía una cita en otra parte.

—Yo me lo quedé y yo lo devuelvo —dijo con una voz firme y resonante, mientras sacaba el colgante de su bolsillo de la cadera—. La idea consistía meramente en tomarlo prestado por un día, como garantía de seguridad para una jugada. Pero no pude hacerlo. Habría podido significar una fortuna, pero no pude hacerlo.

La señora Spottsworth dobló la cabeza.

—Pónmelo alrededor del cuello, Cuthbert —susurró.

El capitán Biggar miró con incredulidad los pelos de la nuca de ella.

—¿Quieres que lo haga? ¿No te importa que te toque?

—Pónmelo alrededor del cuello —repitió la señora Spottsworth. El capitán lo hizo reverentemente, y hubo una pausa.

—Sí —dijo el capitán—, hubiera podido ganar una fortuna, ¿y quieres que te diga por qué quería yo una fortuna? No quiero que te hagas la idea de que soy un hombre que concede valor al dinero. Pregunta a cualquiera de los amigos, allá en Oriente, y te dirán: «Dale a Bwana Biggar su Gibbs 505, su bistec de antílope por la noche, déjale respirar el limpio aire de Dios y volver su cara hacia el buen sol que Dios creó, y él no pedirá nada más». Pero era imperativo que yo pudiera echar mano a algo de fondos a fin de encontrarme en una posición que me permitiera declararte mi amor. Rosie… oí que te llamaban así y quiero usar ese nombre… Rosie, yo te amo. Te amé desde aquel primer momento en Kenia, cuando tú te apeaste del coche y yo dije: «Ah, la mensahib». Todos estos años he soñado contigo, y en este mismo banco, la noche pasada, fue todo lo que pude hacer para impedirme el mostrarte mi corazón. Ahora ya no importa. Puedo hablar ahora, porque vamos a separarnos para siempre. Pronto caminaré bajo el crepúsculo… y solo.

Hizo una pausa, y la señora Spottsworth habló. Había una cierta contundencia en su voz.

—No caminarás solo bajo ningún crepúsculo —dijo—. ¡No faltaría más! ¿Por qué quieres caminar solo bajo el crepúsculo?

El capitán Biggar mostró una débil y triste sonrisa.

—No es que yo no quiera caminar a solas bajo los crepúsculos, mi querida señora. Es el código. El código que dice que un hombre pobre no debe proponerle matrimonio a una mujer rica, pues si lo hace deja de ser respetable y de jugar con el bate recto.

—Nunca he oído una tontería tan grande en toda mi vida. ¿Quién empezó ese cuento?

—No puedo decir quién lo empezó, pero es la norma que rige las vidas de hombres como Squiffy y Doc, y como el Subahdar y Augustus Frobisher.

La señora Spottsworth dejó escapar una exclamación.

—¿Augustus Frobisher? ¡Un momento! Hace rato que estaba pensando que algo había de familiar en ese apellido Frobisher, y ahora tú dices que se llama Augustus… Ese amigo tuyo, ese Frobisher, ¿es un tipo con la cara muy colorada?

—Todos tenemos la cara colorada al este de Suez.

—¿Y lleva un bigote pequeño e hirsuto?

—Bigotes pequeños e hirsutos también son corrientes allí.

—¿Tartamudea un poco? ¿Tiene un pequeño lunar en la mejilla izquierda? ¿Tiene un ojo verde y el otro de cristal?

El capitán Biggar quedó estupefacto.

—¡Santo cielo! Ése es Tubby. ¿Le conoces?

—¿Que si le conozco? ¡Vaya si le conozco! Tan sólo una semana antes de marcharme de Estados Unidos, estuve cantando «Oh, amor perfecto» en su boda.

El capitán Biggar la miró con ojos desorbitados.

—¡Howki wa hoo! —exclamó—. ¿Se ha casado Tubby?

—Desde luego que sí. ¿Y sabes con quién se ha casado? Pues con Cora Rita Rockmetteller, viuda de Sigsbee Rockmetteller, el Rey de las Sardinas, una mujer con muchísimo más dinero del que pueda tener yo. Y ahora ya ves lo mucho que sirve tu dichoso código. Cuando Augustus Frobisher conoció a Cora y se enteró de que tenía cincuenta millones de pavos escondidos debajo de un ladrillo de la chimenea, ¿tú crees que empezó a caminar solo bajo un crepúsculo? ¡No, hombre! Se compró un cuello limpio y una gardenia para el ojal y…, ¡a la vicaría!

El capitán Biggar se había sentado en el banco rústico y respiraba trabajosamente por la nariz.

—¡Me has asestado un golpe, Rosie!

—Y lo necesitabas, para quitarte de encima esas manías. ¡Tú y tu código!

—No me es posible hacerme a la idea.

—Te harás a ella, si te sientas y reflexionas un rato. Quédate aquí y empieza a acostumbrarte a la perspectiva de recorrer conmigo el pasillo de la iglesia, y yo iré a telefonear a los periódicos que se ha concertado y pronto tendrá lugar el matrimonio entre Cuthbert…, ¿tienes más nombres, mi corderito precioso?

—Gervase —contestó el capitán en voz baja—. Y el apellido es Brabazon-Biggar. Con un guión.

—… entre Cuthbert Gervase Brabazon-Biggar y Rosalinda Bessemer Spottsworth. Lástima, ¿verdad?, que no seas sir Cuthbert. ¡Oye! —exclamó la señora Spottsworth, asaltada por una idea—. ¿Por qué no podría comprarte un título? No sé cuánto debe costar hoy en día; tendré que preguntárselo a sir Roderick. Tal vez me lo consigan en Harrige’s. Bueno, adiós por el momento, hombrecito mío. No se te ocurra caminar bajo ningún crepúsculo.

Tarareando alegremente, pues había dicha en su corazón, la señora Spottsworth recorrió el camino alfombrado de musgo, recorrió la zona de césped y cruzó la puerta-ventana que daba a la sala de estar. Jeeves se encontraba allí. Había dejado a Bill y a Jill tratando melancólicamente de consolarse en la despensa, y había regresado a la sala de estar para retirar las tazas de café. A la vista del colgante que rodeaba el cuello de la señora Spottsworth, no menos de tres pelos de su ceja izquierda temblaron por un instante, para demostrar hasta qué punto le había impresionado este espectáculo.

—Veo que mira el colgante —dijo la señora Spottsworth, con una expresión radiante—. No me extraña que le haya sorprendido. El capitán Biggar lo acaba de encontrar entre las hierbas, junto a aquel banco rústico en el que estábamos sentados la noche pasada.

Sería excesivo decir que Jeeves se sobresaltó, pero sus ojos se agrandaron en una fracción infinitesimal, cosa que sólo hacían en ocasiones muy especiales.

—¿Ha regresado el capitán Biggar, señora?

—Ha vuelto hace unos minutos. Oiga, Jeeves, ¿sabe el número del teléfono del Times?

—No, señora, pero puedo averiguarlo.

—Quiero anunciar mi próximo enlace con el capitán Biggar. Cuatro pelos de la ceja derecha de Jeeves se agitaron levemente, como si les hubiera afectado una brisa pasajera.

—¿Sí, señora? ¿Puedo desearle toda clase de felicidades?

—Gracias, Jeeves.

—¿Quiere que yo telefonee al Times, señora?

—Si es tan amable… y al Telegraph, al Mail y al Express. ¿Algún otro?

—Creo que no, señora. Los que usted ha mencionado han de ser más que suficientes para un anuncio de esta índole.

—Creo que tiene razón. Sólo ésos, pues.

—Muy bien, señora. ¿Puedo permitirme preguntar, señora, si usted y el capitán Biggar fijarán su residencia en la Abadía?

La señora Spottsworth suspiró.

—No, Jeeves, y ojalá pudiera comprarla… Adoro este lugar…, pero es húmedo. ¡Este clima inglés!

—Nuestros veranos ingleses son inclementes.

—Y los inviernos son peores.

Jeeves tosió.

—No sé si podría hacer una sugerencia, señora, que tal vez resultara satisfactoria para todas las partes.

—¿De qué se trata?

—Compre la casa, señora, desmóntela piedra por piedra y transpórtela a California.

—¿Y volverla a montar allí? —La señora Spottsworth se mostraba radiante—. ¡Es una idea brillantísima!

—Gracias, señora.

—William Randolph Hearst había hecho algo por el estilo, ¿verdad? Recuerdo haber visitado una vez San Simeón, y había allí toda una abadía francesa en medio del césped y cerca de la entrada. ¡Ah, lord Rowcester! —exclamó—. Precisamente el hombre que yo quería ver.

Bill llegaba acompañado por Jill, caminando con un paso lento y desganado, pero al ver el colgante la desgana se alejó en seguida de él. Incapaz de hablar, sin embargo, se limitó a señalar con un dedo tembloroso.

—Fue descubierto entre la hierba contigua a un banco rústico del jardín, milord, por el prometido de la señora Spottsworth, el capitán Biggar —explicó Jeeves.

Bill recuperó el habla, aunque no sin dificultad.

—¿Biggar ha vuelto?

—Sí, milord.

—¿Y ha encontrado el colgante?

—Sí, milord.

—¿Y es el prometido de la señora Spottsworth?

—Sí, milord. Y la señora Spottsworth ha decidido adquirir la Abadía.

—¿Qué?

—Sí, milord.

—¡Creo en las hadas! —gritó Bill, y Jill manifestó que ella también.

—Sí, Billiken —dijo la señora Spottsworth—. Quiero comprar la Abadía. No me importa lo que puedas pedir por ella. La quiero y te extenderé un cheque apenas le haya presentado mis excusas a aquel simpático jefe de la policía local. Acabo de dejarle bruscamente, y temo que haya podido ofenderse. ¿Está todavía en mi habitación, Jeeves?

—Creo que sí, señora. Hace poco me ha llamado para preguntarme si le podía facilitar una lupa.

—Iré a verle —dijo la señora Spottsworth—. Voy a llevarme la Abadía a América, Billiken. Ha sido idea de Jeeves.

Salió y Jill se precipitó hacia los brazos de Bill.

—¡Oh, Bill! ¡Oh, Bill! ¡Oh, Bill! —gritó—. Aunque no sé por qué te estoy besando a ti… —dijo—. Debería besara Jeeves. ¿Puedo besarle, Jeeves?

—No, señorita.

—Piense, Jeeves, que después de todo tendrá que seguir comprando aquellas rodajas de pescado.

—Será un placer y un privilegio, señorita.

—Desde luego, Jeeves —dijo Bill—, usted ya no debe dejarnos nunca, vayamos donde vayamos y hagamos lo que hagamos.

Jeeves se excusó con una sonrisa.

—Lo lamento muchísimo, milord, pero temo no poder valerme de su amabilidad. De hecho, siento verme obligado a despedirme.

—¡Oh, Jeeves!

—Con mi más profundo sentimiento, señorita, no es necesario decirlo. Pero el señor Wooster me necesita. Esta mañana he recibido una carta suya.

—¿Ha dejado ya aquella escuela, pues?

Jeeves suspiró de nuevo.

—Ha sido expulsado, milord.

—¡Cielos!

Ha sido un hecho infortunado, milord. El señor Wooster recibió el premio de zurcido de calcetines, e incluso se exhibieron dos pares de calcetines suyos el día de la fiesta de la escuela. Y entonces se descubrió que había utilizado una chuleta…, una anciana a la que introdujo subrepticiamente en su estudio por la noche.

—¡Pobre Bertie!

—Sí, milord. A juzgar por el tono de su comunicación, deduzco que el escándalo le ha afectado profundamente. Considero que mi puesto está al lado de él.

Rory salió de la biblioteca con expresión malhumorada.

—No puedo arreglarlo —dijo.

—Rory —dijo Bill—. ¿Sabes lo que ha ocurrido?

—Sí, chico, que me he cargado el televisor.

—La señora Spottsworth va a casarse con el capitán Biggar, y compra la Abadía.

—¿Sí? —hizo Rory, distraídamente—. Pues como decía, no puedo arreglar ese maldito trasto y no creo que pueda hacerlo tampoco ninguno de los técnicos locales, por lo que lo más aconsejable es recurrir directamente a la fuente principal. —Descolgó el teléfono—. Déme Square uno dos tres cuatro —dijo.

El capitán Biggar entró impetuosamente desde el jardín, tarareando una marcha nupcial swahili.

—¿Dónde está mi Rosie? —preguntó.

—Arriba —dijo Bill—. Bajará en seguida. Acaba de darnos la noticia. La enhorabuena, capitán.

—Gracias, gracias…

—Un momento —exclamó Rory, con el receptor pegado a la oreja—. Acabo de recordar otra. ¿Quién es más grande, el capitán Biggar o la señora Biggar? El capitán Biggar, porque pronto le ascenderán y será mayor. Ja, ja. ¡Ja, ja, ja! Entretanto, trato de…

Su número contestó.

—Oiga, oiga —dijo—. ¿Almacenes Harrige’s?