—¡Os aseguro, muchachos, que acaba de ocurrir la cosa más horrorosa del mundo! —exclamó Rory.
Mónica lanzó un gemido plañidero.
—¿Y nada más?
—Es que esto es el colmo de todos los colmos. El Derby acaba de comenzar…
—Rory, está aquí el jefe de la policía.
—… y el televisor se ha puesto en blanco. Sí, claro, supongo que ha sido culpa mía. Estaba tratando de conseguir un ajuste perfecto, y debo de haber tocado el cable que no era.
—Rory, te presento al coronel Wyvern, jefe de la policía del condado.
—¿Cómo está usted, jefe? ¿Sabe algo de televisión? El coronel se irguió.
—¡En absoluto!
—¿No podría arreglar un televisor? —preguntó Rory, anhelante—. Claro que ya no queda tiempo. La carrera casi habrá terminado. ¿Y la radio?
—En la esquina, sir Roderick —indicó Jeeves.
—¡Oh, gracias a Dios! —gritó Rory, galopando hacia ella—. Venga a echarme una mano, Jeeves.
El jefe de la policía local habló con frialdad:
—¿Quién es este caballero?
—Aquí donde le ve —contestó Mónica, con un tono de excusa—, es mi esposo, sir Roderick Carmoyle.
El coronel Wyvern avanzó hacia Rory tan majestuosamente como le permitió su escasa estatura, y se dirigió al asiento de sus pantalones, la única parte visible de él después de inclinarse sobre la radio.
—Sir Roderick, estoy efectuando una investigación.
—Pero ¿verdad que la aplazará para escuchar el Derby?
—Cuando cumplo con mi deber, sir Roderick, no permito ninguna interferencia. Quiero una lista…
La radio, al vociferar de repente, le proporcionó una.
—… Taj Mahal, Sweet William, Garniture, Moke Segundo, Voleur… Una lista impresionante, ¿verdad? —dijo la radio—. Y ahí va Gordon Richards. Son muchos los convencidos de que hoy será su día de suerte. No veo a Bellwether… Ah, sí, ahora da la vuelta y vuelve hacia la cerca… Deberían dar la salida dentro de unos momentos… No, lo siento… Otros dos han dado media vuelta. Uno de ellos se está mostrando muy temperamental. Creo que es Simple Simón. No, es ese irlandés desconocido, Ballymore.
El jefe de la policía frunció el ceño.
—De hecho, debo pedir…
—Está bien, la apagaré —dijo Rory, e inmediatamente, por tratarse de Rory, aumentó su volumen.
—¡Ya están alineados! —chilló la radio, como un vendedor ambulante que llamara la atención sobre sus naranjas sanguinas—. ¡Los veintiséis!… Ya salen… Ballymore se ha quedado en su lugar…
Jill lanzó un grito penetrante.
—¡Oh, no!
—Vaurien —prosiguió la radio, que ahora, debido a las manipulaciones de Rory, hablaba en un susurro casi inaudible, como un inválido que pronunciara sus últimas palabras desde su lecho de enfermo— ocupa el primer lugar. Es el caballo de Boussac. —La voz se alzó un tanto—. Taj Mahal se encuentra inmediatamente detrás. Veo a Escalera. Escalera hace un gran esfuerzo. Veo a Sweet William. Veo a Moke Segundo. Veo a…
Y aquí los parásitos del aire se impusieron de nuevo y el resto se perdió en una especie de chillido ratonil.
El jefe de la policía del condado exhaló un suspiro de alivio.
—¡Ajá! ¡Por fin! Vamos a ver, lord Rowcester. ¿Cuántos sirvientes tiene usted aquí?
Bill no contestó. Semejante a una figura mecánica, avanzaba hacia la radio como si le moviera una fuerza invisible.
—Hay una cocinera —dijo Mónica.
—Una viuda, señor —explicó Jeeves—. Mary Jane Piggott. Rory miró a su alrededor.
—¿Piggott? ¿Quién ha dicho Piggott?
—Una camarera —continuó Mónica, mientras Jill, como Bill, caminaba hacia la radio sumida en una especie de trance—. Se llama Ellen. Ellen ¿y qué más, Jeeves?
—French, señora. Ellen Tallulah French.
—El caballo francés —aulló la radio, en un nuevo acceso de energía— continúa en primer lugar, y le siguen Moke Segundo, Escalera, Taj Mahal…
—¿Y el jardinero?
—No, no hay ningún Jardinero —dijo Rory—. Usted se refiere a Garniture.
—… Sweet William, Oratorio… Vaurien pierde terreno, y Garniture…
—¿Lo ve? —exclamó Rory.
—… y Moke Segundo avanzan.
—Ése es el mío —anunció Mónica y, con una extraña expresión de fija decisión en su rostro, empezó a moverse hacia la radio.
—Parece como si Gordon Richards fuera a ganar finalmente el Derby. Han dejado atrás la colina y enfilan Tattenham Corner, con Moke Segundo al frente y Gordon junto a él. Sólo queda media milla y…
—Sí, señor —dijo Jeeves, totalmente impertérrito—, hay un jardinero, un hombre de edad avanzada llamado Percy Wellbeloved. Se produjo de pronto en la radio un frenesí de excitación.
—¡Oh!… ¡Oh!… Hay un caballo que avanza por el exterior. Llega como un tren expreso. No puedo identificarlo…
—Es emocionante, ¿verdad? —comentó la señora Spottsworth. Se dirigió hacia la radio y junto al jefe de la policía sólo quedó Jeeves. El coronel Wyvern escribía laboriosamente en su libreta.
—Es Ballymore. El caballo es Ballymore. Le gana terreno a Moke. ¡Oigan cómo la multitud grita «Adelante, Gordon»!
«Moke… Gordon…», escribió el coronel Wyvern.
—¡Vamos, Gordon! —gritó Mónica. La radio se hacía ahora incoherente.
—Es Ballymore… No, es Moke… No, Ballymore… No, Moke… No…
—Decídete de una vez —pidió Rory.
Por unos momentos, el coronel Wyvern había permanecido inmóvil, con su libreta de notas como congelada en su mano. Pasó ahora una especie de escalofrío a través de él, y su mirada pareció extraviarse. Blandiendo su lápiz, se abalanzó hacia la radio.
—¡Vamos, Gordon! —rugió—. ¡Vamos, Gordon!
—Vamos, Ballymore —dijo Jeeves, con tranquila dignidad.
La radio había abandonado ya toda pretensión de caballeresco comedimiento. Era como si se hubiera alimentado con ambrosía y bebido la leche del Paraíso.
—¡Final por foto! —chilló—. ¡Final por foto! ¡Final por foto! Por primera vez en la historia del Derby. Final por foto. Escalera en tercer lugar.
De mala gana, el jefe de la policía local dio media vuelta y volvió al lado de Jeeves.
—¿Cómo ha dicho que se llamaba el jardinero? ¿Clarence Wilberforce, ha dicho?
—Percy Wellbeloved, señor.
—Extraño nombre.
—Creo que procede del Shropshire, señor.
—¿Sí? Percy Wellbeloved. ¿Esto completa la nómina del personal?
—Sí, señor, excepto yo mismo.
Rory abandonó la radio y regresó secándose la frente.
—Ese Taj Mahal me ha dejado a medio camino —rezongó amargamente—. ¿Por qué no acierto nunca un ganador en esa condenada carrera?
—¿Moke no te sugería un ganador? —preguntó Mónica.
—¿Eh? No. ¿Por qué? ¿Por qué me lo había de sugerir?
—Que Dios te ampare, Roderick Carmoyle.
El coronel Wyvern volvía a ser el de siempre.
—Me agradaría —dijo con voz seca y oficial— inspeccionar el escenario del robo.
—Yo le acompañaré —se ofreció la señora Spottsworth—. ¿Quieres venir también, Mónica?
—Sí, claro —contestó Mónica—. Seguiréis escuchando, ¿verdad?, para saber lo que dice la foto.
—Y yo enviaré esto a nuestra comisaría —dijo el coronel Wyvern, alzando el estuche de las joyas por una esquina—, y veremos qué nos explica.
Salieron los dos y Rory se dirigió hacia la puerta de la biblioteca.
—Iré a ver si realmente he estropeado aquel televisor —explicó—. Todo lo que hice fue doblar un poco un cable. —Se desperezó bostezando—. Maldito Derby —dijo—. Aunque gane Moke Segundo, mi mujer sólo juega diez chelines a uno contra ocho.
La puerta de la biblioteca se cerró tras él.
—Jeeves —dijo Bill—, he de beber algo.
—Se lo traeré inmediatamente, milord.
—No, no lo traiga. Yo iré a su despensa.
—Y yo iré contigo —dijo Jill—. Pero debemos esperar para oír el resultado. Esperemos que Ballymore haya tenido el suficiente sentido común de sacar la lengua al llegar.
—¡Atención! —gritó Bill.
La radio había empezado a hablar.
—Cientos de miles de libras dependen de lo que decida esa fotografía —decía con la voz más bien queda del hombre que se está recuperando de una resaca. Parecía algo avergonzada de su reciente emoción—. El número saldrá de un momento a otro. Sí, aquí está…
—¡Vamos, Ballymore! —chilló Jill.
—¡Vamos, Ballymore! —gritó Bill.
—¡Vamos, Ballymore! —dijo Jeeves, con gran reserva.
—Gana Moke Segundo —anunció la radio—. Ballymore ha tenido mala suerte. Ha hecho una carrera espléndida y, de no haber sido por aquella mala salida, habría ganado al trote. Su derrota evita a los corredores de apuestas una pérdida tremenda. Una suma enorme fue apostada por el caballo irlandés diez minutos antes de dar la salida, evidentemente a causa de uno de esos rumores que son tan…
Muy serio, con el aspecto del hombre que deposita una corona sobre la tumba de un viejo amigo, Bill apagó la radio.
—Vamos —dijo—. Por suerte, todavía queda champán.