XVIII

Cuando Rory y Mónica entraron en las dependencias de Jeeves, encontraron a su ocupante leyendo una carta. Su agraciado rostro, siempre serio, parecía algo más serio que de costumbre, como si el contenido de la carta le hubiera causado algún trastorno.

—Sentimos interrumpirle, Jeeves —dijo Mónica.

—En absoluto, señora.

—Termine su lectura.

—Ya la había terminado, señora. Es una comunicación del señor Wooster.

—¿Sí? —exclamó Rory—. Conque Bertie Wooster, ¿eh? ¿Cómo está ese pillastre? ¿Robusto?

—El señor Wooster no dice nada que indique lo contrario, señor.

—Espléndido. Unas mejillas rosadas, ¿eh? Sin duda, come espinacas. Magnífico. No puede haber mejor noticia. No obstante, puestos a hablar —prosiguió Rory—, ¿qué opina usted de Taj Mahal para la prueba de esta tarde en Epsom Downs? Había pensado en jugarme mis dos libras por su pellejo, si cuento con su aprobación.

—Y a mí me apetece apostar por Moke Segundo —dijo Mónica.

Jeeves reflexionó.

—No veo objeción en cuanto a una discreta apuesta por el animal que usted ha mencionado, señor, ni tampoco por el suyo, señora. Sin embargo, conviene tener en cuenta que el Derby es siempre una carrera muy abierta.

—¡Dígamelo a mí!

—Sería aconsejable, por tanto, si los fondos son suficientes, tratar de protegerse por medio de una apuesta a favor de otro caballo.

—Rory pensaba en Escalera, pero yo aún dudo. Jeeves tosió discretamente.

—¿Ha pensado la señora en el caballo irlandés, Ballymore?

—¡Oh, Jeeves, por favor! Ninguno de los periódicos lo menciona siquiera. No, Ballymore no, Jeeves. Tengo que pensar en otro.

—Muy bien, señora. ¿Puedo servirles en algo más?

—Sí —dijo Rory—. Aprovechando que estamos todos reunidos, en familia como si dijéramos, desearía unas palabras de nuestro consejero sobre una cuestión personal, Jeeves. ¿Qué era todo aquello que ha dicho la señora Dogsbody durante el almuerzo, acerca de haber ido usted y ella de juerga la noche pasada?

—¿Señor?

—¿No estaba usted en el comedor cuando ella lo ha contado?

—No, señora.

—Ella ha dicho que los dos fueron a la capilla en ruinas, a primera hora de la madrugada.

—Ah, sí, señora. Ahora comprendo el significado de las palabras de sir Roderick. La señora Spottsworth deseaba que yo la escoltara la noche pasada hasta las ruinas de la capilla. Según me informó, esperaba ver el fantasma de lady Agatha.

—¿Hubo suerte?

—No, señora.

—Ella dice que Bill vio a aquella pobre mujer.

—Sí, señora.

Rory profirió la exclamación de gratificación propia de quien ha solventado un misterio.

—¡Por eso Bill parece hoy un trozo de queso rancio! Debió de llevarse un buen susto.

—Creo que lord Rowcester se sintió un tanto impresionado por la experiencia, sir Roderick. Sospecho, sin embargo, que si, como usted dice, existe una semejanza entre su señoría y una porción de queso, ello viene ocasionado más bien por la circunstancia de haber quedado cancelados los planes matrimoniales de su señoría, que por cualquier manifestación del mundo del espíritu.

Mónica lanzó un chillido de excitación.

—¿No querrá decir con eso que se ha roto el noviazgo de Bill?

—Eso es lo que yo pretendía expresar, señora. La señorita Wyvern me entregó personalmente el anillo, para que yo lo devolviera a su señoría. «¿Debo inferir, señorita —me aventuré a inquirir—, que hay un significado simbólico que va unido a este gesto?», y la señorita Wyvern me contestó afirmativamente.

—Bueno, que me aspen. ¡Pobre Bill!

—Sí, señora.

—Sangra el corazón.

—Sí, sir Roderick.

Fue en este momento cuando Bill irrumpió en la habitación. Al ver a su hermana y al marido de ésta, se detuvo.

—Ah, hola, Rory —dijo—. Hola, Moke. Había olvidado que estabais aquí.

Rory se adelantó con la mano extendida. El ojo más miope hubiera visto que todo él expresaba compasión. Agarró en la suya la diestra de Bill y con la izquierda empezó a dar masaje en el hombro de éste. Sabía que en semejantes momentos todo hombre anhela afecto. Se trata de una crisis tan grave en sus asuntos que da gracias al cielo por tener un cuñado comprensivo, un cuñado que sabe pronunciar palabras de ánimo.

—No sólo estamos aquí, muchacho —dijo—, sino que acabamos de saber por Jeeves una noticia que nos ha helado la sangre. Dice que esa joven, Jill, te ha devuelto al almacén. ¿Correcto? Ya veo que sí. Malo, muy malo. Pero no te dejes amilanar, chico. Debes… ¿cómo lo diría usted, Jeeves?

—Endurecer los músculos y movilizar toda la sangre, sir Roderick.

—Precisamente. Has de asumir unas miras amplias, espaciosas, Bill. Te has quedado sin novia, eso no vamos a negarlo, y tu reacción inmediata es, sin duda alguna, una cierta disposición a rasgar tus vestiduras y cubrirte de ceniza la cabeza. Pero has de contemplar estas cosas desde todos los ángulos. Bill, muchacho. Recuerda lo que dijo Shakespeare: «Una mujer es tan sólo una mujer, pero un buen cigarro es un placer en forma de humo».

Jeeves se estremeció.

—Kipling, sir Roderick.

—Y he aquí otra profunda verdad. Ésta no sé quién la dijo. De noche, todos los gatos son pardos.

Habló Mónica. Mientras escuchaba, había mantenido apretados los labios, y ahora había una luz extraña en sus ojos.

—Espléndido. Prosigue.

Rory dejó de dar masaje en el hombro de Bill y le dedicó unas palmaditas.

—Por el momento —resumió—, te sientes como atontado por el choque, y ello es muy natural. Crees haber perdido algo valioso y, desde luego, supongo que cabe decir que así es, pues Jill es una buena chica, esto nadie lo niega. Pero no te sientas demasiado deprimido al respecto. Busca el reborde plateado siempre que aparezcan nubes en el azul del cielo, como he cantado tan a menudo en mi bañera, y supongo que tú en la tuya. No olvides que vuelves a estar en circulación. Personalmente, creo que ha sido una suerte extraordinaria para ti que esto haya sucedido. La vida del soltero es la única vida feliz, muchacho. Cuando de amor se trata, hay mucho que decir en favor del «à la carie» como posibilidad opuesta a la «table d’hôte».

—Jeeves —dijo Mónica.

—¿Señora?

—¿Cómo se llamaba la mujer que clavó un clavo en la cabeza de su marido? Está en alguna parte de la Biblia.

—Creo que la señora se refiere a la historia de Jael. Pero ella y el caballero en cuya cabeza clavó un clavo no estaban casados; eran meramente buenos amigos.

—Sin embargo, ella era mujer de sólidas ideas.

—Así se la consideraba en general en su círculo de amistades, señora.

—¿No tiene un clavo de tamaño mediano, Jeeves? ¿No? Lo compraré en la ferretería —dijo Mónica—. Adiós, «Table d’hôte».

Salió y Rory la vio marcharse, preocupado. Su mente no era muy rápida, pero le había parecido captar una nota desagradable.

—Creo que algo la ha ofendido, ¿no le parece, Jeeves?

—He recibido esa impresión, sir Roderick.

—Qué demonios, yo sólo decía todo eso del matrimonio para animarte a ti, Bill. Jeeves, ¿dónde puedo conseguir unas flores? Y no me diga que en la floristería, porque, desde luego, no me siento capaz de ir hasta la ciudad. ¿Habría flores en el jardín?

—Con una cierta profusión, sir Roderick.

—Iré a prepararle un ramo. Eso es algo que te resultará útil recordar, Bill, si alguna vez te casas, aunque ahora esto no sea muy probable, claro, tal como van las cosas. Recuerda siempre que cuando el bello sexo se siente ofendido, las flores lo apaciguan en todas las ocasiones.

Se cerró la puerta y Jeeves se volvió hacia Bill.

—¿Su señoría deseaba verme para algo? —preguntó cortésmente.

Bill se pasó una mano por su frente calenturienta.

Jeeves —dijo—, apenas sé cómo empezar. ¿Lleva usted una aspirina encima?

—Ciertamente, milord. Yo mismo acabo de tomar una. Extrajo una cajita metálica y se la ofreció.

—Gracias, Jeeves. Cierre la tapa sin hacer ruido.

—No lo haré, milord.

—Y ahora se lo contaré todo —dijo Bill.

Jeeves escuchó con una gratificante atención mientras él contaba su historia. No necesitó Bill, al llegar a su conclusión, preguntarle si había captado el quid de la cuestión. Resultó evidente por la gravedad de su «Muy desagradable, milord» que lo había captado perfectamente. Jeeves siempre captaba el quid.

—Si alguna vez un hombre se ha encontrado con el agua hasta el cuello —dijo Bill, a guisa de resumen—, soy yo. Han jugado con mi buena fe y me han tomado la pelambrera. ¿Qué es aquella cosa con la cual se utiliza a la gente, Jeeves?

—¿El pito del sereno, milord?

—Eso es. El pito del sereno. Ese maldito Biggar me ha utilizado como el pito del sereno. Me contó una historia y yo, como un asno, la creí. Hurté el colgante, tragándome toda aquella versión según la cual prácticamente le pertenecía y sólo quería tomarlo prestado por unas pocas horas, y a Londres se fue con él y no creo que volvamos a verle nunca más. ¿Y usted?

—Me parece improbable, milord.

—Una de aquellas contingencias remotas, ¿verdad?

—Mucho me temo que sea extremadamente remota, milord.

—¿Me haría el favor de darme una patada, Jeeves?

—No, milord.

—He intentado dármela yo mismo, pero resulta muy difícil si uno no es un contorsionista. ¡Todo aquel cuento de los stingahs y el Long Bar, y aquel fulano llamado Sycamore! Deberíamos haber adivinado en seguida la verdad.

—Ciertamente, deberíamos haberlo hecho, milord.

—Supongo que cuando un hombre tiene una cara tan colorada como aquella, uno tiende a creer que debe de estar diciendo la verdad.

—Es muy posible, milord.

—Y aquellos ojos tan brillantes y azules… Bien, así están las cosas —dijo Bill—. No se puede decir si la culpa fue de la cara colorada o de los ojos azules, pero persiste el hecho de que, como resultado de este esquema general de color, permití que se me utilizara como el pito del sereno y choricease un carísimo colgante con el que el infernal Biggar se ha largado a Londres, proporcionándome con ello la posibilidad de una prolongada estancia en la sombra…, a no ser que…

—¿Milord?

—Iba a decir: «A no ser que usted pueda sugerir algo». Una tontería por mi parte —dijo Bill, con una risita forzada—. ¿Cómo podría tener alguna sugerencia?

—La tengo, milord.

Bill le miró con los ojos desorbitados.

—¿Verdad que no se le ocurriría hacerse el gracioso en momentos como éstos, Jeeves?

—Desde luego que no, milord.

—¿De veras tiene usted un salvavidas que arrojarme antes de que las aguas se cierren sobre mi cabeza?

—Sí, milord. En primer lugar, señalaría a su señoría que hay muy pocas probabilidades, por no decir ninguna, de que su señoría resulte sospechoso del robo de la joya de la señora Spottsworth. Ha desaparecido. El capitán Biggar ha desaparecido. Las autoridades atarán cabos, milord, y le atribuirán automáticamente el delito.

—Alguna posibilidad hay en ese sentido.

—Parecería imposible, milord, que se aferrasen a otra línea de pensamiento.

Bill se animó un poco, aunque sólo un poco.

—Bien, admito que esto da un nuevo cariz a la cosa, pero a mí no me deja al margen. Hay algo que le ha pasado por alto, Jeeves.

—¿Milord?

—El honor de los Rowcester. Éste es el obstáculo con el que tropezamos. Yo no puedo proseguir mi existencia sabiendo que bajo mi propio techado (lleno de goteras, pero al fin y al cabo un techado) le he hurtado un valioso colgante a una invitada atiborrada con mi sal hasta las cejas. ¿Cómo voy a reembolsarle yo la pérdida a la Spottsworth? Tal es el problema hacia el cual hemos de enfocar nuestros cerebros.

—Me disponía a tocar este punto, milord. Su señoría recordará que, al hablar de las sospechas que recaerán sobre el capitán Biggar, he dicho «en primer lugar». En segundo lugar, me disponía a añadir, fácilmente se le podría hacer la debida restitución a la señora Spottsworth, acaso en forma de billete de banco por su importe exacto enviados anónimamente a sus señas, si a esta dama se le puede persuadir para que adquiera Rowcester Abbey.

—¡Rayos y truenos, Jeeves!

—¿Milord?

—La razón de que haya utilizado la expresión «¡rayos y truenos!» —explicó Bill, con una emoción que le hacía temblar de pies a cabeza—, es el hecho de que, con todo el jaleo causado por los recientes acontecimientos, había olvidado por completo la venta de la casa. ¡Claro! Eso lo resolvería todo, ¿verdad?

—Indiscutiblemente, milord. Incluso una venta a precio de sacrificio permitiría a su señoría hacer…

—¿Lo debido?

—Precisamente, milord. Debo agregar que, camino de las ruinas de la capilla la noche pasada, la señora Spottsworth habló en términos encomiásticos de los encantos de Rowcester Abbey y, al regresar, se mostró igualmente cordial en sus observaciones. En conjunto, milord, yo diría que las perspectivas eran claramente favorables, y, si me es dado ofrecer esta sugerencia, creo que su señoría debería retirarse ahora a la biblioteca y obtener material para lo que llamaríamos una charla con vistas a la venta, revisando los anuncios en la revista Country Life, en los cuales, como posiblemente sabrá ya su señoría, se ofrecen en venta virtualmente todas las grandes mansiones que han sido rehusadas como donativo por el National Trust. Su lenguaje es extremadamente persuasivo.

—Sí, conozco el paño. «Esta señorial heredad, con sus avenidas de robles históricos, sus risueños arroyos en los que pululan truchas y tencas, sus vistas soberbias con floridos arbustos…». Sí, compaginaré algo por el estilo.

—Es posible que si le sirvo una media botella de champán en la biblioteca, ello sirva de ayuda a su señoría.

—Piensa usted en todo, Jeeves.

—Su señoría es demasiado amable.

—Media botella puede resultar útil.

—Así lo creo, milord, adecuadamente enfriada.

Unos minutos más tarde, mientras Jeeves atravesaba la sala de estar con el restaurador de cerebros en una pequeña bandeja, Jill entró por la puerta cristalera.