Wyvern Hall, la residencia del coronel Aubrey Wyvern, padre de Jill y jefe de la policía del condado de Southmoltonshire, se encontraba al otro lado del río con respecto a Rowcester Abbey, y la tarde siguiente el coronel Wyvern, tras haber dado cuenta rezongando de un almuerzo más que mediocre, abandonó el comedor, entró en su estudio y llamó al mayordomo. Y en su debido momento el mayordomo entró, no sin tropezar con la alfombra y proferir una exclamación sofocada, práctica en él invariable cuando cruzaba cualquier umbral.
El coronel Wyvern era bajo y rechoncho y eso le molestaba, ya que él hubiera preferido ser alto y esbelto. Pero si su apariencia personal le ocasionaba de vez en cuando una incómoda desazón, eso no era nada en comparación con la desazón que le procuraba la apariencia personal de su criado. En la actual Inglaterra, el propietario rural ha de aceptar lo que encuentre en materia de ayuda doméstica, y todo lo que el coronel Wyvern había podido conseguir era el desecho y la escoria de la escuela parroquial local. Bulstrode, el mayordomo de Wyvern Hall, era un jovenzuelo flacucho de unos dieciséis abriles, al que la Naturaleza, en su generosidad, había dotado de tantos granos que en su cara apenas quedaba sitio para la sonrisa bobalicona que generalmente la adornaba.
Sonreía ahora y una vez más, como siempre ocurría en esas conferencias de trabajo, su patrono se sintió impresionado por la semejanza del muchacho con un pez rojo que le mirase, alelado, desde una pecera.
—Bulstrode —dijo, con una nota imperiosa en su voz.
—¿Eh? —replicó el mayordomo afablemente.
En otro momento, el coronel Wyvern hubiera tenido algo que decir acerca de este planteamiento verbal tan poco convencional, pero hoy iba detrás de piezas de caza de mayor talla. Su estómago todavía dirigía a la oficina principal quejas referentes al almuerzo, y el coronel deseaba ver a la cocinera.
—Bulstrode —dijo—, tráeme a la cocinera.
Una vez conducida a su presencia, la cocinera resultó ser también un elemento de la joven generación. Tenía quince años. Entró con sus trenzas balanceándose tras ella, y el coronel Wyvern le dirigió una mirada aviesa.
—¡Trelawny! —exclamó.
—¿Eh? —repuso la cocinera.
Esta vez no hubo reticencia por parte del jefe de la policía local. Como norma, los Wyvern no guerreaban contra mujeres, pero hay veces en que la caballerosidad resulta imposible.
—No digas «¿Eh?», miserable excrecencia humana —rugió con voz de trueno—. Di: «¿Sí, señor?», y dilo de una manera respetuosa y castrense, en una airosa posición de firmes con los pulgares en las costuras del pantalón. Trelawny, ese almuerzo que hoy has tenido la temeridad de servir ha sido un insulto para mí y una vergüenza para toda persona que se atreva a proclamarse cocinera, y te he mandado llamar para informarte de que si sigue habiendo ese espíritu de negligencia y laissez faire de tu parte… —El coronel Wyvern hizo una pausa. El «se lo diré a tu madre» con el que había estado a punto de rematar la frase le parecía como si estuviera faltado de algo—… me oirás —dijo y, pensando que tampoco eso era lo que él hubiera deseado decir, infundió tanto vigor y tanta malignidad en su descripción de un pollo poco asado, unas coles de bruselas aguadas y unas patatas en las que no se podía clavar el tenedor, que una chica más débil se hubiera amilanado.
Pero los Trelawny estaban hechos de una madera más recia y no flaqueaban en momentos de peligro. La muchacha sostuvo la mirada de él con férrea resolución y replicó con vigor.
—¡Hitler! —dijo, sacándole la lengua. El jefe de la policía local se sobresaltó.
—¿Acaso me has llamado Hitler?
—Eso es.
—Pues no lo vuelvas a hacer nunca más —le advirtió severamente el coronel Wyvern—. Puedes retirarte, Trelawny.
Salió Trelawny con la cara muy alta, y el coronel Wyvern se dirigió a Bulstrode.
Un hombre orgulloso nunca se queda impávido después de ser derrotado en un duelo verbal con una cocinera, especialmente una cocinera de quince años de edad y con trenzas, y en la actitud del coronel al volverse hacia su mayordomo había algo más que una sugerencia de un elefante bravo en el apogeo de su celo. Durante unos minutos habló con soltura y energía, con particular referencia al hábito del otro consistente en roer su ración de caramelos mientras atendía a la mesa, y cuando al final se le permitió seguir a Evangeline Trelawny a las bajas regiones en las que transcurría su existencia, si no temblaba realmente de pies a cabeza, Bulstrode se hallaba al menos lo bastante sometido como para omitir su acostumbrada interjección al tropezar con la alfombra.
Dejó a un jefe de la policía local que, a pesar de sentirse algo mejor después de haber aliviado su pecho de la peligrosa carga que gravitaba en él, todavía se sentía claramente disgustado. «Mequetrefe», decía para sus adentros, y lo decía de todo corazón. En la dorada época anterior a la revolución social, pensaba, un badulaque granujiento, ducho en tropezar con las alfombras, como ese Bulstrode, hubiera sido, como máximo, un ínfimo botones o mandadero. Y sublevaba los mejores sentimientos de un tory de la vieja escuela tener que contemplar semejante borrón en el escenario del Southmoltonshire bajo la luz sagrada de una mayordomía.
Pensó con nostalgia en sus años de juventud en Londres, al comenzar el siglo, y en los añejos mayordomos a los que había tenido el placer de conocer en aquellos días felices… mayordomos que pesaban ciento diez kilos en canal, mayordomos con tres papadas y prominentes abdómenes, mayordomos con penetrantes ojos negros y aquel porte austero, arrogante y mayordomil que tan por completo ha desaparecido en el mundo degenerado de los años cincuenta. En aquel entonces, los mayordomos habían sido mayordomos en el sentido más profundo y sacrosanto de la palabra. Ahora, eran mejor jovenzuelos imberbes que chupaban pegajosos caramelos y decían «¿Eh?» cuando uno les dirigía la palabra.
Era casi inevitable que un hombre que vivía tan cerca de Rowcester Abbey y empezaba a cavilar sobre el tema de los mayordomos viera orientarse sus pensamientos en dirección del principal ornamento de la Abadía, y con una cálida satisfacción el coronel Wyvern empezó ahora a pensar en Jeeves, que tan profunda impresión había hecho en él. En su opinión, Jeeves era lo mejor de lo mejor. El joven Rowcester era un individuo que al coronel, nunca gran admirador de sus semejantes más jóvenes, más bien le resbalaba, pero en aquel criado suyo, aquel Jeeves, había reconocido desde su primer encuentro a un ser especial. Y en la noche que envolvía al jefe de la policía local, noche negra como la pez —después de aquella irritante escena con Evangeline Trelawny— de un polo a otro, brilló de repente un rayo de luz. Sí, él podía tener su Bulstrode, pero al menos le cabía consolarse con el pensamiento de que su hija iba a casarse con un hombre que en su nómina disponía de un mayordomo de acuerdo con las mejores tradiciones antiguas. Eso le infundió ánimos y le hizo meditar en que, después de todo, el mundo no resultaba tan aborrecible.
Mencionó este punto a Jill cuando ésta llegó unos momentos después, con una expresión fría y altiva, y Jill alzó la barbilla y su actitud pareció todavía más fría y altiva. Bien hubiera podido ser la Reina de las Nieves o algo parecido.
—No voy a casarme con lord Rowcester —dijo secamente.
El coronel Wyvern tuvo toda la impresión de que su hija debía de padecer alguna forma de amnesia, y se aprestó a refrescarle la memoria.
—Sí vas a casarte con él —le recordó—. Se publicó en el Times. Yo lo vi con mis propios ojos. El compromiso está anunciado para…
—He roto el compromiso.
La lucecita de la que hablábamos hace un momento, aquella que había servido para iluminar la oscuridad del coronel Wyvern, se apagó con un leve chasquido, como la luna de un escenario teatral a la que se le ha fundido un plomo. Miró estupefacto a su hija.
—¿Has roto el compromiso?
—Nunca más volveré a dirigirla palabra a lord Rowcester.
—No seas borrica —dijo el coronel Wyvern—. Claro que lo harás. ¿Que no le dirigirás nunca más la palabra? Nunca he oído una estupidez como ésa. Supongo que en realidad habréis tenido una de esas riñas de enamorados.
Jill no estaba dispuesta a permitir sin protestar que lo que probablemente había sido la mayor tragedia del mundo desde los días de Romeo y Julieta, fuera descrito de una manera tan inadecuada. De hecho, se imponía hacer un cierto esfuerzo para encontrar el mot juste.
—No ha sido una riña de enamorados —repuso, con toda la mujer que había en ella centelleando a través de sus ojos—. Si quieres saber por qué he roto el compromiso, ha sido a causa de su abominable comportamiento con la señora Spottsworth.
El coronel Wyvern se llevó un dedo a la frente.
—¿Spottsworth? ¿Spottsworth? ¡Ah, sí! Aquella mujer norteamericana de la que me habías hablado…
—La suripanta norteamericana —le corrigió fríamente Jill.
—¿Suripanta? —repitió el coronel Wyvern, intrigado.
—Eso he dicho.
—¿Y por qué le llamas eso? ¿Acaso los sorprendiste… er… suripanteando?
—Sí, exactamente.
—¡Maldición!
—Al parecer, todo comenzó —explicó ella, hablando con aquella voz átona que tan penosa impresión le había causado a Bill— en Cannes hace unos años. Aparentemente, ella y lord Rowcester solían nadar juntos en Edén Roc y efectuar largas excursiones en coche a la luz de la luna. Y tú ya sabes adonde conduce todo eso.
—Desde luego —asintió el coronel Wyvern con animación, y a punto estaba de embarcarse en una anécdota extraída de su interesante pasado, cuando Jill siguió hablando con aquella misma voz extraña y carente de tono.
—Ella llegó ayer a la Abadía. Lo que explican es que Mónica Carmoyle la conoció en Nueva York y la invitó a pasar unos días aquí, pero yo no tengo duda de que todo estaba arreglado entre ella y lord Rowcester, porque era más que evidente lo que había entre ellos dos. Apenas apareció ella, él ya no la dejó ni por un momento… galanteándola en el jardín, bailando como un loco con ella, y —dijo Jill con indiferencia, llevando la máscara como aquella señora Fish que tanto había divertido al capitán Biggar al bailar el cancán en Kenia sólo con sus prendas interiores— saliendo de la habitación de ella a las dos de la madrugada, con un pijama de color malva.
El coronel Wyvern se atragantó. Había estado a punto de tratar de calmar los ánimos diciendo que era muy posible que un hombre cambiara unas palabras amables con una mujer en un jardín y amenizara una larga velada invitándola a bailar, sin que por ello se le tuviera que achacar la menor culpabilidad, pero esta última explicación apagó las palabras en sus labios.
—¿Saliendo de la habitación de ella con un pijama de color malva?
—Sí.
—¿Un pijama malva?
—De un malva muy vivo.
—¡Maldita sea mi estampa!
Un conocido suyo, socio del mismo club, había dicho en cierta ocasión al coronel Wyvern, exasperado por las excentricidades de éste al jugar al bridge, que le recordaba a un miembro retirado de una troupe circense de enanos que durante años se hubiera dedicado a cometer excesos con los alimentos más feculentos, y hasta cierto punto algo de verdad había en ello. Era, como hemos dicho, un hombre bajo y rechoncho, pero cuando resonaba la llamada a la acción, sabía superar la brevedad de su estatura y la rotundidad de su cintura y convertirse en una figura tan digna como amenazadora. Fue un impresionante jefe de la policía el que atravesó la habitación y tocó el timbre para llamar a Bulstrode.
—¿Eh? —dijo Bulstrode.
El coronel Wyvern se tragó las ardientes palabras que le hubiera gustado proferir, diciéndose que debía conservar sus energías.
—Bulstrode —ordenó—, tráeme mi látigo de montar.
Algo rebulló en el bosque de granos que cubrían la faz del mayordomo. Era una mirada de culpabilidad.
—No está aquí —murmuró.
El coronel Wyvern clavó la mirada en él.
—¿Que no está aquí? ¿Qué quieres decir? ¿Dónde está, pues?
Bulstrode tragó saliva con dificultad. Había tenido la esperanza de que esta investigación fuese evitada, pues algo le había dicho que resultaría más que embarazosa.
—En casa del remendón. Para que lo remiende. Se rompió.
—¿Que se rompió?
—Sí, señor —contestó Bulstrode, añadiendo en su emoción la segunda palabra, inusual en él—. Lo estaba haciendo restallaren el patio de la cuadra y se rompió. Y entonces lo llevé al remendón.
El coronel señaló la puerta con un dedo amenazador.
—Largo de aquí, maldito estúpido —dijo—. Hablaré contigo después. —Sentándose ante su escritorio, como hacía siempre que deseaba pensar, tamborileó con los dedos sobre el brazo de su sillón—. Tendré que pedir prestado el del joven Rowcester —explicó por fin, chasqueando la lengua para expresar su disgusto—. Resulta infernalmente absurdo visitar a un tipo al que uno se dispone a dar una tanda de latigazos y tener que pedirle prestado su látigo para hacerlo con él. Sin embargo —añadió el coronel Wyvern filosóficamente—, así es la vida.
Era un hombre que siempre sabía ajustarse a las circunstancias.