XV

Excepto los chillidos de los ratones detrás de los arrimaderos y el ocasional rumor susurrante de uno de los murciélagos de la chimenea, presa de un sueño inquieto, en Rowcester Abbey reinaban la calma y el silencio. Era la hora encantada de la noche y, en el Cuarto Azul, Rory y Mónica, agradablemente fatigados después de las actividades del día, dormían pacíficamente. En el Cuarto Reina Isabel, la señora Spottsworth, con Pomona en su cesta a su lado, también se había entregado al sueño. En el Cuarto Ana Bolena, el capitán Biggar, un hombre honrado entregado a su descanso, soñaba con otros tiempos en el río Me Wang, que, como no ignorará nuestro público, es un afluente del Wang Me, más caudaloso y más infestado por los cocodrilos.

En el Cuarto de los Relojes, Jill seguía despierta, contemplando el techo con ojos ardientes, y Bill, contando ovejas en el Cuarto Enrique VIII, tampoco había podido hallar el olvido. El específico recomendado por Jeeves podía estar ampliamente reconocido, pero de momento nada había hecho para permitirle conciliar el sueño.

—Ochocientas veintidós —murmuraba Bill—. Ochocientas veintitrés. Ochocientas…

Se interrumpió, dejando a la oveja número ochocientas veinticuatro, un animal con una expresión más vacua que la corriente en su faz, suspendida en aquel aire a partir del cual había sido conjurada. Alguien había llamado a la puerta, con un golpecito tan leve y deferente que sólo podía proceder del nudillo de cierto hombre. Por consiguiente, un momento más tarde presenció sin la menor sorpresa la entrada de Jeeves.

—Su señoría me excusará —dijo Jeeves cortésmente—. No habría molestado a su señoría de no haber deducido, escuchando junto a la puerta y a juzgar por las observaciones de su señoría, que la estratagema que yo propuse no ha dado resultado.

—No, por el momento todavía no ha funcionado —admitió Bill—, pero entre, Jeeves, entre. —Le hubiera alegrado ver cualquier cosa que no fuese una oveja—. ¿No irá a decirme —inquirió con interés, al observar el brillo de la inteligencia en los ojos de su visitante— que ha pensado usted en algo?

—Sí, milord, me satisface decir que creo haber encontrado una solución para el problema al que nos enfrentamos.

—¡Jeeves, es usted maravilloso!

—Muchísimas gracias, milord.

—Recuerdo que una vez Bertie Wooster me dijo que no existía crisis que usted no fuera capaz de controlar.

—El señor Wooster siempre se ha excedido en sus lisonjas, milord.

—Nada de eso. Son lisonjas bien merecidas. Si realmente ha encontrado usted la manera de superar las dificultades superhumanas existentes en nuestro camino…

—Estoy convencido de que así es, milord.

Bill se estremeció dentro de la chaqueta de su pijama color malva.

—Piense a fondo, Jeeves —rogó—. De un modo o de otro, tenemos que hacer salir a la señora Spottsworth de su habitación por un lapso de tiempo suficiente para permitirme entrar a mí, encontrar aquel colgante, hacerme con él y largarme en seguida, y todo ello sin que ningún ojo humano se pose en mí. A no ser que haya malinterpretado por completo sus palabras, debido al trastorno nervioso motivado por contar tantas ovejas, parece usted sugerir que es capaz de hacer eso. ¿Y cómo? Ésa es la pregunta que asoma a mis labios. ¿Mediante espejos?

Por unos momentos, Jeeves se abstuvo de hablar. Había aparecido una expresión apenada en su cara de facciones bien cinceladas. Era como si de pronto hubiera tenido una visión que le ocasionara un profundo disgusto.

—Excúseme, milord. Me cuesta tomarme lo que posiblemente sea una libertad por mi parte…

—Adelante, Jeeves. Soy todo oídos. ¿Qué le ocurre?

—Es su pijama, milord. De haber sabido que su señoría tenía el hábito de dormir con un pijama de color malva, yo habría dado mi recomendación en contra. El color malva no le sienta bien a su señoría. En una ocasión me vi obligado, obrando en su mejor interés, a hablarle de modo similar al señor Wooster, que en aquellos tiempos tamben era un adicto al pijama malva.

Bill se sintió desconcertado.

—¿Y cómo hemos ido a parar al tema del pijama? —preguntó con extrañeza.

—Él mismo se ha hecho bien patente, milord. Ese púrpura tan agresivo… Si su señoría se dejara guiar por mí y lo sustituyera por un azul tranquilo o acaso por un verde pistacho claro…

—¡Jeeves!

—¿Milord?

—No es momento para disertar sobre los pijamas.

—Muy bien, milord.

—En realidad, yo creo que el malva me sienta bien. Pero eso, como he dicho, no tiene ahora ningún objeto. Vamos a aplazar la discusión para un momento más adecuado. De todos modos, voy a decirle una cosa. Si realmente tiene usted algo que sugerir con referencia a aquel colgante y si este algo permite conseguir resultados, puede usted llevarse este pijama malva, enterrarlo bajo el suelo y sembrar el terreno con sal.

—Muchísimas gracias, milord.

—Sería un precio pequeño a cambio de sus servicios. Pero ahora, después de haberme intrigado, dígame algo más. ¿Cuál es la buena noticia? ¿Cuál es ese plan suyo?

—Un plan muy sencillo, milord. Se basa en… Bill profirió un grito.

—¡No me lo diga! Déjeme adivinarlo. ¿La psicología del individuo?

—Precisamente, milord. Bill tragó saliva.

—Me lo figuraba. Algo me decía que se trataba de eso. Con cierta frecuencia, saboreando martinis secos con Bertie Wooster en el bar del Club de los Zánganos, le he oído, embelesado, hablar de usted y de la psicología del individuo. Me decía que, una vez hinca usted los dientes en la psicología del individuo, todo está hecho, excepto lanzar el sombrero al aire y bailar danzas de Primavera. Adelante, Jeeves. Me interesa usted profundamente. ¿El individuo cuya psicología ha estado usted estudiando en la presente coyuntura es, supongo la señora Spottsworth? ¿Me equivoco o no, Jeeves?

—Acierta plenamente, milord. ¿Se le ha ocurrido a su señoría cuál es el principal interés de la señora Spottsworth, la cosa que ocupa un lugar predominante en la mente de esa señora?

Bill le miró boquiabierto.

—¿No habrá venido usted aquí a las dos de la madrugada para sugerir que baile otra vez el charlestón con ella?

—Oh, no, milord.

—Pues cuando habla del principal interés de ella…

—Hay en el carácter de la señora Spottsworth otra faceta que a su señoría se le ha pasado por alto. Concedo que es una entusiasta practicante del charlestón, pero lo que principalmente ocupa sus pensamientos es la investigación psíquica. Desde su llegada a la Abadía, no ha cesado de expresar la esperanza de pasar por la experiencia de ver el espectro de lady Agatha. En eso pensaba yo cuando he informado a su señoría de que había formulado un plan para conseguir el colgante, basado en la psicología del individuo.

Bill se dejó hundir entre las almohadas, con expresión decepcionada.

—No, Jeeves —dijo—. No lo haré.

—¿Milord?

—Veo adonde quiere llegar. Desea que me ponga un miriñaque y un velo y que me meta en el cuarto de la señora Spottsworth, con la idea de que si se despierta y me ve, diga simplemente: «¡Ah, el fantasma de lady Adela!», y vuelva a dormirse. Eso no puede hacerse, Jeeves. Nada me inducirá a vestirme con ropas de mujer, ni siquiera en una causa tan merecedora como ésta. Puedo ceder un poco, eso sí, y ponerme aquel bigote y el parche negro.

—Yo no lo aconsejaría, milord. Incluso en el hipódromo he observado que algunos espectadores, al ver a su señoría, se sobresaltan visiblemente. Una dama, al descubrir semejante aparición en su dormitorio, bien podría llegar a proferir un grito penetrante.

Bill alzó las manos con un gemido de impotencia.

—Pues ya ve usted. Queda descartada la propuesta. Su plan se viene abajo y queda totalmente anulado.

—No, milord. Si se me permite decirlo, su señoría no ha captado la sustancia del proyecto que le estoy exponiendo. Lo esencial del mismo consiste en inducir a la señora Spottsworth a abandonar su habitación, posibilitando con ello que su señoría entre y se apodere del colgante. Propongo ahora, con la aquiescencia de su señoría, llamar a la puerta de la señora Spottsworth y pedirle prestada una botella de sales aromáticas.

Bill se pasó las manos por los cabellos.

—¿Cómo ha dicho, Jeeves?

—Sales aromáticas, milord.

Bill meneó la cabeza.

—Contar aquellas ovejas en algo me ha afectado —dijo—. Mi oído se ha resentido. Me ha parecido que decía usted «sales aromáticas».

—Y lo he dicho, milord. Yo explicaría que las necesitaba a fin de hacerle recuperar el conocimiento a su señoría.

—Ya estamos otra vez. Juraría haberle oído decir «hacerle recuperar el conocimiento a su señoría».

—Precisamente, milord. Su señoría ha recibido una impresión muy fuerte. Encontrándose en las cercanías de la capilla en ruinas, más o menos a medianoche, su señoría vio el fantasma de lady Agatha y experimentó un serio trastorno. Cómo logró su señoría regresar a su habitación es algo que su señoría nunca sabrá, pero yo encontré a su señoría sumido en lo que parecía ser un estado de coma e inmediatamente recurrí a la señora Spottsworth para que me prestara sus sales de olor.

Bill seguía sintiéndose desorientado.

—No veo la punta, Jeeves.

—Permítame elucidar un poco más el significado de mi explicación, milord. La idea que ocupaba mi mente era la de que, al saber que lady Agatha, por así decirlo, rondaba por las inmediaciones, la reacción de la señora Spottsworth sería un deseo intenso de ir sin tardanza a las ruinas de la capilla a fin de observar personalmente la manifestación. Yo me ofrecería para acompañarla allí, y durante su ausencia…

Nunca se da el caso de que el hombre corriente, tras quedarse estupefacto ante una revelación del genio, logre encontrar palabras con las que expresar su emoción. Cuando Alexander Graham Bell, al encontrar un amigo una mañana del año 1876, dijo: «Hola, George, ¿te has enterado de la última noticia? Ayer inventé el teléfono», es probable que el amigo se limitara a mover nerviosamente los pies, guardando silencio. Lo mismo le ocurrió ahora a Bill. No podía hablar. Se había quedado como embotado, mientras le invadía el remordimiento causado por haber llegado a dudar de aquel hombre. Era lo que tan a menudo había dicho Bertie Wooster. Bastaba con dejar que aquella mente magistral alimentada con pescado hincara sus dientes en la psicología del individuo para que todo se diera por hecho, excepto agitar el sombrero en el aire y ejecutar danzas de Primavera.

—Jeeves… —empezó a decir, al recuperar por fin el habla, pero Jeeves ya cruzaba de nuevo la puerta.

—Sus sales aromáticas, milord —explicó, volviendo la cabeza desde el umbral—. Si su señoría quiere excusarme…

Pasaron unos dos minutos, aunque a Bill se le antojó un tiempo más largo, antes de que regresara, portador de una botellita.

—¿Y bien? —inquirió Bill con afán.

—Todo ha transcurrido de acuerdo con el plan, milord. Las reacciones de la señora han sido, en sustancia, las que yo había previsto. Al recibir mi comunicación, la señora Spottsworth ha mostrado un interés inmediato. ¿Está familiarizado su señoría con la expresión «albricias»?

—No, no me suena. ¿No tiene nada que ver con «noticias»?

—No, milord. «¡Albricias!». Tal fue la observación de la señora Spottsworth al recibir la información de que el fantasma de lady Agatha había sido visto en la capilla en ruinas. Supuse que esta palabra pretendía expresar sorpresa y satisfacción. Me aseguró que necesitaría muy poco tiempo para ponerse una bata y que a continuación estaría en disposición de acompañarme, tras haberse recogido el pelo, según le oí decir. Debo regresar allí en seguida y acompañarla al escenario de la manifestación. Dejaré la puerta abierta unos centímetros, a fin de que su señoría, aplicando el ojo a esa abertura, pueda presenciar nuestra partida. Tan pronto hayamos bajado la escalera, yo abogaría por una acción inmediata, ya que no es necesario que recuerde a su señoría que el tiempo es…

—¿Esencia? No, desde luego no es necesario que me lo diga. ¿Recuerda lo que comentó acerca de los guepardos?

—¿Con referencia a su velocidad en la carrera, milord?

—Eso es. ¿Verdad que habló de media milla en cuarenta y cinco segundos?

—Sí, milord.

—Pues bien, pienso proceder de modo que el más veloz de los guepardos no tenga tiempo ni para tomar la salida.

—Eso será altamente satisfactorio, milord. Por mi parte, debo mencionar que sobre la mesa del tocador, en la habitación de la señora Spottsworth, he observado la presencia de un pequeño joyero que sin duda contiene el colgante. La mesa del tocador se encuentra inmediatamente debajo de la ventana. Su señoría no tendrá la menor dificultad en localizarla.

Tenía razón, como siempre. Fue la primera cosa que vio Bill cuando, tras haber presenciado cómo aquella pequeña procesión de dos personas desaparecía por la escalera, corrió por el pasillo hacia el Cuarto Reina Isabel. Allí, tal como había manifestado Jeeves, había la mesa de tocador, y sobre ella el joyero que había mencionado. Y en el joyero, apenas lo abrió con manos temblorosas, Bill vio el colgante. Apresuradamente lo metió en el bolsillo de su pijama y ya daba media vuelta para marcharse cuando el silencio, que con la excepción de su dificultosa respiración había sido total, quedó truncado por una serie de gritos espantosos.

Antes se ha hecho referencia a la práctica de la perra Pomona en cuanto a ladrar estridentemente para expresar el éxtasis que siempre sentía al avistar a un amigo, o incluso a quien le pareciera un extraño con el que congeniar. Ese éxtasis le animó ahora. En el curso de aquella sesión en el banco rústico, cuando Bill procedió a sus arrullos, concibió una inmediata simpatía por su anfitrión, como les ocurría a todos los perros. Encontrarle ahora en aquella actitud informal, en el preciso momento en que ella había estado tratando de reconciliarse con la soledad que tanto le desagradaba, no hizo el menor intento para poner límites a sus manifestaciones.

Alaridos suficientes en número y volumen para equipar a una docena de baronets apuñalados por la espalda en bibliotecas, brotaron de sus labios y su efecto sobre Bill fue devastador. El autor de La caza del aguilucho dice de uno de sus protagonistas, en un vigoroso fragmento:

Tan inmenso fue su pavor

Que su chaleco adquirió súbito albor.

y la experiencia por la que atravesaba estuvo a punto de causar que al pijama malva de Bill le ocurriera lo mismo.

Aunque le tenía cariño a Pomona, no se detuvo para fraternizar con ella. Atravesó la puerta con una rapidez que hubiera obligado al guepardo más atlético a encogerse de hombros con impotencia, y llegó al pasillo en el preciso instante en que Jill, arrancada de su sueño por aquellos gritos espantosos, salía del Cuarto de los Relojes. La joven le vio entrar sigilosamente en el Cuarto Enrique VIII y pensó con amargura que difícilmente se le hubiera podido adjudicar un alojamiento más apropiado.

Como un cuarto de hora más tarde, mientras Bill, acostado, estaba murmurando: «Novecientos noventa y ocho… Novecientos noventa y nueve… Mil…», entró Jeeves.

Llevaba una pequeña bandeja.

En la bandeja había un anillo.

—He encontrado a la señorita Wyvern en el pasillo hace unos momentos, milord —dijo—. Deseaba que entregara esto a su señoría.