No es frecuente ver a tres hombres de pro fulminados simultáneamente, pero quien hubiera entrado por casualidad en la sala de estar de Rowcester Abbey en aquel momento habría podido presenciar este espectáculo. Decir que el boletín de noticias tuvo un efecto devastador sobre sus oyentes sería minimizar los hechos. El capitán Biggar expresó su preocupación recorriendo la habitación y describiendo molinetes con los brazos, mientras que el hecho de que dos de los pelos de su ceja derecha se estremecieran visiblemente mostró hasta qué punto se sentía impresionado Jeeves. En cuanto a Bill, aplastado finalmente por los golpes del Destino, parecía haber abandonado formalmente la lucha. Derrumbado en un sillón, daba toda la impresión de un ser paralizado por la desesperación. Necesitaba solamente una larga barba blanca para que su semejanza con el rey Lear en una de sus mañanas aciagas fuese completa.
Jeeves fue el primero en hablar.
—Una situación más que inquietante, milord.
—Sí —reconoció hoscamente Bill—. Un contratiempo de órdago, ¿no? ¿No dispone por casualidad de algún veneno asiático poco conocido, Jeeves?
—No, milord.
—Qué lástima —dijo Bill—. Me hubiera servido de él.
El disgusto de su joven señor apenaba a Jeeves, y puesto que siempre había sido de la opinión de que para el humano espíritu lesionado no había calmante como unas palabras de Marco Aurelio, buscó en su cabeza alguna cita adecuada procedente de las obras de este emperador. Y estaba titubeando precisamente entre «Sea lo que sea lo que te ocurra, te estaba predestinado desde siempre», y «A ningún hombre le ocurre nada para soportar lo cual la naturaleza no le haya dotado debidamente», ambas excelentes, cuando el capitán Biggar, que había estado disparando rápidamente una serie de interjecciones en algún dialecto nativo, volvió de pronto al inglés.
—¡Doi wieng lek! —gritó—. ¡Ya lo tengo! Que me sirvan en fricassé con una guarnición de setas al horno si no veo lo que debe hacer.
Bill alzó la vista, vidriosos los ojos y alicaída su expresión.
—¿Hacer? —repitió—. ¿Yo?
—Sí, usted.
—Lo siento —dijo Bill—. No estoy en condiciones de hacer nada, excepto tal vez expirar, llorado por todos.
El capitán Biggar lanzó un resuello y, una vez lanzado, profirió un «tchah», un «pah» y un «bah».
—¡Mun py nawn lap lao! —exclamó con impaciencia—. Sabe bailar, ¿no?
—¿Bailar?
—Preferiblemente el charlestón. Es todo lo que yo le pido: unos cuantos pasos corrientes de charlestón.
Bill se estremeció ligeramente, como un cadáver que se moviera bajo su sudario. La causa fue un agudo espasmo de generosa indignación. Le llenaba lo que, en su opinión, era un justificable resentimiento. Allí estaba él, en pleno naufragio y yéndose a pique por tercera vez, y aquel hombre le invitaba a bailar delante de él, como David bailó ante Saúl. Suponiendo que aquello fuera meramente la parte estrecha de la cuña, uno obtenía la impresión de que al poco tiempo el Cazador Blanco, si se le alentaba, exigiría canzonetas cómicas, números de prestidigitación e imitaciones de figuras famosas del mundo del espectáculo. ¿Qué se había creído aquel individuo?, preguntóse amargamente. ¿Que se encontraba en un teatro de varietés? ¿O tal vez en un concierto de pueblo, para recaudar fondos con destino a la reparación del órgano de la iglesia?
Mientras buscaba palabras con las que expresar tales pensamientos, descubrió que el capitán empezaba a contar otra de sus historias. Al igual que Marco Aurelio, el hijo predilecto de Kuala Lumpur siempre parecía tener oculto en su manga algo a propósito con el tema que se estuviera tratando, cualquiera que pudiera ser este tema. Pero en tanto que el emperador romano, una especie de Bob Hope o de Groucho Marx en versión primitiva, se había contentado con unos comentarios llenos de agudeza, el capitán Biggar prefería la forma narrativa.
—Sí, el charlestón —insistía el capitán Biggar—, y les explicaré por qué. Estoy pensando en el episodio de Tubby Frobisher y la esposa del cónsul griego. Este recuerdo ha acudido de pronto a mí como un rayo de luz desde lo alto.
Hizo una pausa. Una sensación de omisión, de haber dejado algo por hacer, le estaba atormentando. Y entonces vio a qué se debía. El whisky. Avanzó hacia la mesa y llenó su vaso.
—Temo no poder decirles si era Esmirna, Joppa o Estambul el lugar donde Tubby estaba destinado en la época a la que me refiero —aclaró, apurando la mitad del contenido del vaso y regresando con el resto—. Con el paso de los años, uno tiende a olvidar estos detalles. Pudo incluso haberse tratado de Bagdad o de media docena de otros lugares. Admito francamente haberlo olvidado. Pero lo cierto es que se trataba de algún lugar no sé dónde y que una noche asistió a una reunión o una soirée, o como quiera que les llamen a aquellos guateques en una de las embajadas. Ya saben a qué me refiero. Mujeres hermosas y hombres decididos, todos ellos vestidos de gala y bailando como poseídos. Y en un determinado momento ocurrió que Tubby se encontró bailando el charlestón con la esposa del cónsul griego como pareja. No sé si alguno de ustedes ha visto alguna vez a Tubby Frobisher bailar el charlestón.
—Ni su señoría ni yo hemos tenido el privilegio de conocer al señor Frobisher, señor —le recordó Jeeves cortésmente.
El capitán Biggar se atiesó.
—El mayor Frobisher, maldición.
—Le ruego que me perdone, señor. El mayor Frobisher. Debido a no haber coincidido nunca con él, la técnica del mayor al ejecutar el charlestón es para nosotros como un libro cerrado.
—Claro. —El capitán Biggar rellenó su vaso—. Pues bien, su técnica, como usted la llama, es vigorosa. No repara en gasto de energías. Es lo que en otros tiempos era conocido como un bailarín consumado. Cuando Tubby Frobisher ha acabado de bailar el charlestón, su pareja tiene toda la impresión de haber participado en una lucha a brazo partido. Y así ocurrió en esta ocasión. Enganchó a la mujer del cónsul griego y le hizo dar saltos aquí y allá, la hizo girar como un trompo y la zarandeó de un lado a otro, y de pronto…, ¿qué cree que ocurrió?
—¿La señora sufrió un fallo cardíaco, señor?
—No, la señora no sufrió ningún fallo cardíaco, pero lo que ocurrió dejó atónitos a todos los presentes en aquella alegre ocasión. Pues, lo crean o no, se oyó una especie de tintineo y, del interior del vestido de ella, empezaron a bajar hasta el suelo tenedores de plata, cucharas de plata y, según me asegura Tubby, un juego completo de tocador en concha. Resultó que aquella mujer era una cleptómana declarada y había estado empleando el espacio entre su vestido y lo que llevara debajo de él (no soy un hombre casado y por tanto no puedo entrar en detalles) como caja fuerte.
—Muy embarazoso para el mayor Frobisher, señor. El capitán Biggar le miró fijamente.
—¿Para Tubby? ¿Por qué? Él no había estado choriceando aquellos objetos; él fue meramente el instrumento para recuperarlos. Pero no irá a decirme que se le ha escapado el punto principal de mi historia, que es el de que estoy convencido de que si Patch Rowcester aquí presente bailase el charlestón con la señora Spottsworth, con sólo un ápice de la determinación de Tubby Frobisher y con voluntad de victoria, pronto sacaríamos ese colgante de su escondrijo. Tubby lo pondría al descubierto antes de que la orquesta hubiera tocado una docena de notas. Y hablando de eso, necesitaremos música. ¡Ah, veo un gramófono allí, en el rincón! Excelente. ¿Y bien? ¿Comprende el plan?
—Perfectamente, señor. Su señoría baila con la señora Spottsworth y, a su debido tiempo, el colgante se desprende y cae como suave lluvia de los cielos sobre el suelo que la espera.
—Exactamente. ¿Qué le parece la idea? Jeeves pasó la pregunta a una instancia superior.
—¿Qué piensa su señoría acerca de ella? —inquirió con deferencia.
—¿Eh? —dijo Bill—. ¿Qué?
—¿Acaso no ha estado escuchando? —ladró el capitán Biggar—. ¡Por todos los…!
—Dadas las circunstancias, creo, señor, que debe excusar a su señoría por su distracción —dijo Jeeves con un tono reprobatorio—. Puede ver por la ausencia de brillo en los ojos de su señoría que el matiz primitivo de su resolución se ha visto mitigado por el pálido velo de la reflexión. La sugerencia del capitán Biggar, milord, consiste en que su señoría invite a la señora Spottsworth a secundarle en la ejecución del baile conocido como el charlestón. Éste, si su señoría infunde suficiente vigor a los pasos, dará como resultado que el colgante sea desalojado y caiga al suelo, donde pueda ser rápidamente recuperado y guardado en el bolsillo de su señoría.
Pasó tal vez un cuarto de minuto antes de que la esencia de estas observaciones penetrara en la entumecida mente de Bill, pero cuando lo hizo el efecto fue eléctrico. Sus ojos se avivaron y su espinazo se enderezó. Era evidente que asomaba la esperanza y que una vez más se disponía a ocupar su lugar anterior. Al abandonar su asiento, gallardamente y con todo el aire del hombre dispuesto a todo, bien hubiera podido ser aquel apuesto antepasado suyo que, en los tiempos de la Restauración, se había ganado entre las damas de la segunda corte del rey Carlos el afectuoso apodo de Tabasco Rowcester, por su audacia y su galantería.
—¡Conducidme hasta ella! —pidió, y su voz se alzó clara y resonante—. Lo único que pido es que se me conduzca hasta ella, y lo demás correrá por mi cuenta.
Pero en realidad no fue necesario conducirle hasta la señora Spottsworth, pues en aquel momento ella entró desde el jardín con su perrita pequinesa Pomona entre los brazos.
Al ver aquella reunión, Pomona soltó una serie de ladridos penetrantes. Sonaron como si la estuvieran descuartizando con unas tenazas al rojo vivo, pero de hecho éste era su método para expresar alegría. En momentos de éxtasis, siempre chillaba en parte como un alma en pena y en parte como un gato escaldado.
Jill acudió corriendo desde la biblioteca, pero la señora Spottsworth calmó sus temores.
—No es nada, querida —dijo—. Sólo está algo excitada. Sin embargo, me gustaría que la dejara en mi habitación si va arriba. ¿Sería mucha molestia?
—En absoluto —contestó Jill.
Salió, llevándose a Pomona, y Bill avanzó hacia la señora Spottsworth.
—¿Bailamos? —dijo.
La señora Spottsworth se mostró sorprendida. En el banco rústico, hacía pocos momentos, y especialmente después de la desaparición del colgante, había constatado que la actitud de su anfitrión era acusadamente byroniana, y no le resultó fácil ajustarse a este nuevo espíritu de regocijo.
—¿Quieres bailar?
—Sí, contigo —dijo Bill, infundiendo a su actitud un aire de galantería propio de la Restauración—. Será como en aquellos tiempos en Cannes.
La señora Spottsworth era una mujer muy lista. No había dejado de observar al capitán Biggar al acecho en segundo plano, y le pareció que se presentaba una oportunidad admirable para atizar al demonio que dormía en él… demasiado profundamente, en opinión de ella. Ignoraba qué era lo que reprimía al Cazador Blanco en su capacidad de pretendiente, pero lo que sí sabía era que nada enciende un fuego tan vivo debajo de un enamorado remolón como el espectáculo de la mujer a la que ama en brazos de otro hombre, particularmente cuando se trata de otro hombre tan apuesto como William, conde de Rowcester.
—¡Sí, ya lo creo! —exclamó, toda ella alegría y entusiasmo—. ¡Cómo recuerdo aquellos días! Lord Rowcester baila de maravilla —añadió, dirigiéndose al capitán Biggar y confiándole de primera mano una información de la que, desde luego, él hubiera prescindido gustosamente—. Me encanta bailar. Es el único placer permitido que nos queda en la tierra.
—¡Y que lo digas! —se sumó Bill a su alborozo—. El charlestón…, ¿lo recuerdas?
—No faltaría más.
—Ponga en el gramófono un disco con un charlestón, Jeeves.
—Muy bien, milord.
Cuando Jill regresó, después de depositar a Pomona en el dormitorio de la señora Spottsworth, sólo ésta, Jeeves y Bill estaban presentes en la sala de estar, ya que, apenas comenzó la acción, el capitán Biggar, incapaz de soportar la visión de lo que ocurría ante él, cruzó la puerta-ventana y desapareció en la noche silente.
El hecho de que precisamente él hubiese sugerido aquella disgustante exhibición, que en su opinión recordaba los peores excesos de la Carmagnole durante la Revolución Francesa, combinados con algunos de los rasgos más osados de las danzas nativas que él había visto en África ecuatorial, nada hizo para mitigar la negrura de su estado de ánimo. Las ranas del césped sobre el cual él caminaba ahora con una feroz mueca en su cara, empezaban a padecer la ilusión de que llovían botas del número cuarenta y cinco.
Su opinión sobre el charlestón, tal como lo ejecutaban su anfitrión y la mujer que él amaba, la compartía plenamente Jill. Presenciándola desde el umbral, experimentaba la misma creciente sensación de náusea que había afligido al Cazador Blanco mientras escuchaba aquella conversación en el banco rústico. Posiblemente, en la manera de comportarse de Bill no hubiera nada que en realidad le hiciera susceptible de arresto, pero la joven se sentía cada vez más convencida de que la policía hubiera debido emprender algún tipo de acción. En su opinión, tendría que existir una ley.
Nada tan difícil como describir en palabras un charlestón bailado, por una parte, por una mujer a la que le entusiasma bailar el charlestón y se sume totalmente en el espíritu de esta danza, y por otra parte por un hombre deseoso de no dejar ni una piedra en su lugar con tal de desalojar de algún rincón de la anatomía de su pareja un colgante con brillantes que ha encontrado refugio allí. Tal vez baste con decir que si el mayor Frobisher hubiera entrado allí en aquel momento, al instante habría recordado los viejos tiempos de Esmirna, Joppa, Estambul o acaso Bagdad. A la señora Spottsworth la habría comparado favorablemente con la esposa del cónsul griego, en tanto que a Bill le habría dado unas palmadas en la espalda, reconociendo su actuación como igual, por no decir superior, a la suya propia.
Rory y Mónica, procedentes de la biblioteca, se mostraron francamente sorprendidos.
—¡Cielos! —exclamó Mónica.
—Tu hermano sabe lo que es mover el esqueleto, ¿no te parece? —dijo Rory—. Vamos, chica, sumémonos a la fiesta.
Rodeó con el brazo la cintura de Mónica y la acción se generalizó. Jill, incapaz de soportar por más tiempo aquel degradante espectáculo, dio media vuelta y se alejó en dirección de su cuarto y dedicando poco agradables pensamientos a su prometido. Para una joven idealista, nunca es agradable descubrir que ha unido su destino al de un libertino, y ahora estaba bien claro que William, conde de Rowcester, era un pervertido cuyo curso por correspondencia hubiera podido ser seguido ventajosamente por Casanova, don Juan y los más juerguistas emperadores romanos.
—Cuando bailo —dijo la señora Spottsworth, que, como su pareja, sabía lo que era mover el esqueleto— ignoro que tenga pies.
Mónica hizo una mueca.
—Si bailaras con Rory, sabrías que sí tienes pies. Su manera de saltar de un lado a otro te obliga a recordarlos.
—¡Uy! —exclamó de pronto la señora Spottsworth. Bill acababa de hacerla saltar y había descendido con un estruendo que hubiera provocado la generosa admiración de Tubby Frobisher. Se frotó la pierna y avanzó cojeando hacia una silla—. Me he torcido algo —dijo.
—No me sorprende, visto cómo bailaba Bill —observó Mónica.
—Espero que sea tan sólo una torcedura y no otro ataque de ciática. Padezco terriblemente de ciática, sobre todo cuando me encuentro en lugares donde hay mucha humedad.
Por increíble que ello pueda parecer, Rory no dijo: «Como Rowcester Abbey, ¿verdad?» para seguir hablando del jardín que, en los meses de verano, se encontraba en el fondo del río. Estaba mirando un objeto que yacía en el suelo.
—¡Hola! —dijo—. ¿Qué es esto? ¿Es suyo este colgante, señora Spottsworth?
—¡Oh, gracias! —dijo ella—. Sí, es mío. Debe de haber… ¡Uy! —exclamó, y una vez más se retorció de dolor.
Mónica se mostró muy preocupada.
—Deberías ir en seguida a acostarte, Rosalinda.
—Creo que sí.
—Con una buena botella de agua caliente.
—Sí.
—Rory te ayudará a subir.
—Encantado —dijo Rory—. Pero ¿por qué la gente habla siempre de una «buena» botella de agua caliente? En Harrige’s hablamos de la «desagradable» botella de agua caliente. Nuestras alfombrillas eléctricas han convertido en antigüedad la botella de agua caliente. Tres marchas… «Calor otoñal», «Tibia primavera» y «Mae West».
Avanzaron hacia la puerta, con la señora Spottsworth apoyándose firmemente en el brazo de él. Se alejaron y Bill, que les había seguido con ojos desorbitados, alzó las manos en un amplio gesto de desesperación.
—¡Jeeves!
—¿Milord?
—¡Esto es el fin!
—Sí, milord.
—Ha ido a acostarse.
—Sí, milord.
—Acompañada por el colgante.
—Sí, milord.
—Por consiguiente, a menos que tenga usted alguna sugerencia para hacerla salir de aquella habitación, estamos perdidos. ¿Tiene alguna sugerencia?
—De momento, no, milord.
—No creía que la tuviese. Después de todo es usted un ser humano, y este problema no se encuentra… ¿dónde, Jeeves?
—En el ámbito de las facultades humanas, milord.
—Exactamente. ¿Sabe lo que voy a hacer?
—No, milord.
—Irme a la cama, Jeeves. Irme a la cama y tratar de dormir y olvidar. No es que tenga ni la más remota posibilidad de conciliar el sueño, con todos los nervios de mi cuerpo sobresaliendo un par de centímetros y retorciéndose en los extremos.
—Es posible que si su señoría contara ovejas…
—¿Cree que eso serviría de algo?
—Es un específico de utilidad ampliamente reconocida, milord.
—Hummm —hizo Bill—. Bien, ningún daño puede haber en probarlo. Buenas noches, Jeeves.
—Buenas noches, milord.