XII

Aunque el tiempo real transcurrido desde la partida del capitán Biggar y su regreso había sido de tan sólo cinco minutos, escasamente suficientes para una docena de evoluciones arriba y abajo del césped, haciendo una pausa en el curso de una de ellas para patear con petulancia una rana transeúnte, había sido amplio para sus propósitos. De habérsele preguntado, mientras atravesaba la puerta-ventana: «¿Tiene alguna idea, capitán?», se hubiera visto obligado a contestar: «Ni una sola», pero ahora su vista brillaba y su porte era decidido. Había visto el camino.

En momentos de intenso tumulto espiritual, el cerebro trabaja con rapidez. Una pasión desatada estimula las pequeñas células grises, y aquella penosa escena en el banco rústico, cuando el amor chocó tan desastrosamente con el código que gobierna las acciones de los hombres que viven en las fronteras del Imperio, había excitado las del capitán Biggar hasta el punto de que, si se hubiera radiografiado su cráneo, habría sido posible verlas saltando y danzando como arroz en una sartén. Apenas treinta segundos después de que la rana, frotándose la cabeza, hubiese ido a advertir a las otras ranas que tuvieran cuidado con las bombas atómicas, viose recompensado con lo que reconoció inmediatamente como una inspiración.

Ésta era, en pocas palabras, su posición. Amaba. Bien. Diría todavía más: amaba como un loco. Y a no ser que hubiera interpretado de manera totalmente errónea las palabras de ella, su actitud y la luz de sus ojos, el objeto de su pasión le amaba a él. Una mujer, razonaba, no se molesta en canalizar la conversación hacia aquellos tiempos entrañables en que un fulano solía darle en la cabeza con su garrote y arrastrarla a cuevas, a no ser que pretenda causar una cierta impresión. Verdad era que un par de minutos más tarde ella había estado riéndose y bromeando con aquella espantosa excrecencia llamada Rowcester, pero eso —parecíale ahora después de haber tenido tiempo para enfriarse— había sido meramente la cortesía convencional de un huésped con su anfitrión. Descartó al vil Rowcester como insignificante. Estaba convencido de que, si todo transcurría como era debido, le bastaba con depositar su corazón a sus pies, para que ella lo recogiera.

Hasta aquí, todo muy bien, pero en este punto la cosa empezaba a hacerse más complicada. Ella era rica y él era pobre. Eso era lo malo. Ése era el obstáculo. Eso era lo que vertía la arena en la maquinaria.

El pensamiento que martirizaba su alma y que había conferido vigor adicional al puntapié dirigido a la rana era el de que, a no ser por los deplorables métodos financieros de aquel infame corredor de apuestas llamado Honrado Patch Rowcester, todo hubiera sido más que sencillo. Tres mil libras apostadas por Ballymore a tenor de cincuenta a una hubieran significado un ingreso de ciento cincuenta mil, así por las buenas, y seguramente incluso Tubby Frobisher y el Subahdar, por rígidos que fuesen sus principios, difícilmente podían acusar a un hombre de no jugar con el bate recto si se casaba con una mujer, por rica que fuera, poseyendo él ciento cincuenta mil libras contantes y sonantes.

Gruñó para sus adentros. Una manera de calmar las penas es recordar cosas más felices, y por tanto procedió a torturarse con la remembranza del tacto del cuello de ella bajo sus dedos mientras él le abrochaba el col…

El capitán Biggar lanzó una exclamación breve pero contundente. La profirió en swahili, idioma que siempre acudía con rapidez a sus labios en momentos de emoción, pero su significado era tan claro como lo hubiera sido el «¡Eureka!» de Arquímedes.

¡Su colgante! Sí, ahora lo veía todo tan claro como la luz del día. Ahora podía empezar a enfocar la situación tal como debía ser enfocada.

Dos minutos más tarde se encontró ante la puerta principal. Dos minutos y veinticinco segundos después, hizo acto de presencia en la sala de estar, contemplando las espaldas de Honrado Patch Rowcester y su empleado mientras ambos se encontraban —por alguna absurda razón que sólo ellos conocerían— agazapados junto a las cortinas que habían corrido ante la puerta-ventana.

—¡Oigan! —exclamó—. Quiero tener unas palabras más con ustedes dos.

El efecto de esta observación sobre su audiencia fue inmediato e impresionante. Siempre resulta desconcertante, cuando se espera a un hombre por el noreste, oírle ladrar súbitamente desde el sudoeste, sobre todo si lo hace de tal modo que recuerda la hora del rancho en un hospital para perros, y Bill reanudó sus tembleques y saltitos con la facilidad que consigue una práctica continuada. Incluso Jeeves, si bien sus facciones no perdieron su acostumbrada imperturbabilidad, pareció —si es posible juzgar por el hecho de que su ceja izquierda viró por un momento, como a punto de alzarse— haber experimentado un considerable sobresalto.

—Y no se me quede aquí, con ese aspecto de pato moribundo —dijo el capitán, dirigiéndose a Bill, que, forzoso es admitirlo, estaba ofreciendo una acertada imitación de dicha ave in articulo mortis—. Desde la última vez que les vi a ustedes dos, tunantes —prosiguió, sirviéndose otro whisky con soda—, he estado pensando en la situación, y ahora creo haber reunido todos los cabos. De pronto se me ocurrió, con la rapidez del rayo. Me dije: «¡El colgante!».

Bill parpadeó débilmente. Su corazón, que había chocado contra la parte posterior de sus dientes frontales, regresaba lentamente a su base, pero tenía la impresión de que el susto que acababa de recibir le había afectado el oído. Había sonado exactamente como si el capitán hubiera dicho: «¡El colgante!», lo cual, desde luego, no tenía el menor sentido.

—¿El colgante? —repitió, en una prueba a tientas.

—La señora Spottsworth lleva un colgante de brillantes, milord —explicó Jeeves—. A él alude, sin duda, el caballero.

Era una explicación detallada, pero Bill distó de sentirse convencido.

—¿Usted cree?

—Sí, milord.

—¿Alude a esto, en su opinión?

—Sí, milord.

—Pero ¿por qué alude a ello, Jeeves?

—Cabe imaginar, milord, que ello se dilucidará cuando el caballero haya reanudado sus observaciones.

—¿Cuando siga hablando, quiere decir?

—Precisamente, milord.

—Si usted lo dice… —dijo Bill, con expresión dubitativa—. Pero parece una… ¿cuál es aquella expresión que usted siempre utiliza?

—¿Contingencia remota, milord?

—Eso es. Parece una contingencia muy remota.

El capitán Biggar había estado acumulando su ira en silencio, y ahora habló con no poca aspereza.

—Si ha acabado de barbullar, Patch Rowcester…

—¿Acaso barbullaba?

—Desde luego que barbullaba. Barbullaba como un… como un…, bueno, como una cualquiera de esas malditas cosas que barbullan…

—Algunas veces se describe así a los arroyos, señor —le ayudó Jeeves—. En su bien conocido poema con ese nombre, el llorado lord Tennyson pone las palabras «Oh, arroyo, oh barbullante arroyo» en boca del personaje Edmund, y más tarde describe el arroyuelo hablando por su cuenta y observando: «Charlo sobre pétreos caminos en leves agudos y trémolos, burbujeo en suaves remansos, barbullo sobre los guijarros».

El capitán Biggar frunció el ceño.

Ai deng hahp kamoo para el llorado lord Tennyson —dijo con impaciencia—. Lo que a mí me interesa es ese colgante.

Bill le miró con un asomo de esperanza.

—¿Se dispone a explicar lo del colgante? ¿A arrojar un poco de luz sobre él, como si dijéramos?

—Así es. Vale cerca de tres mil libras y —dijo el capitán Biggar, soltando esta observación como quien no quiere la cosa— usted va a choricearlo, Patch Rowcester.

Bill le miró estupefacto.

—¿Choricearlo?

—Esta misma noche.

Siempre le es difícil al hombre que se siente como si le acabaran de golpear en el occipucio con un instrumento contundente alzarse en toda su estatura y mirar a alguien con expresión de censura, pero Bill consiguió hacerlo.

—¿Cómo? —gritó, profundamente conmovido—. ¿Usted, un baluarte del Imperio, un hombre que se empeña en ser un ejemplo para los dayaks, me sugiere en serio que robe a uno de mis huéspedes?

—También yo soy uno de sus huéspedes, y bien que me robó.

—Sólo temporalmente.

—Y va usted a robar a la señora Spottsworth sólo temporalmente. No debería haber utilizado la palabra «choricear». Lo único que quiero que haga es tomar prestado ese colgante hasta mañana por la tarde, momento en que será devuelto.

Bill se mesó los cabellos.

—¡Jeeves!

—¿Milord?

—Écheme una mano, Jeeves. Mi cerebro vacila. ¿Le encuentra usted algún sentido a lo que está diciendo este devorador de rinocerontes?

—Sí, milord.

—¿Sí? Entonces es usted mejor hombre que yo, Gunga Din.

—Los procesos mentales del capitán Biggar me parecen razonablemente claros, milord. El caballero necesita urgentemente dinero con el que respaldar al caballo Ballymore en el Derby de mañana, y su propuesta, tal como yo la interpreto, es la de que el colgante sea sustraído y empeñado, y el ingreso procedente de esa operación empleado con dicha finalidad. ¿He descrito correctamente su sugerencia, señor?

—Lo ha hecho.

—Es de suponer que, una vez concluida la carrera, el objeto en cuestión sería recuperado, traído de nuevo a la casa, descubierto, posiblemente por mí, en algún lugar donde con toda probabilidad la dama lo hubiese dejado caer, y debidamente restituido a su propietario. ¿Yerro al avanzar esta teoría, señor?

—No yerra.

—Entonces, de poder tener la certeza, sin la menor sombra de duda, de que Ballymore ganará…

—Ya lo creo que ganará. Ya les he dicho que batió por dos veces el récord de la carrera.

—¿Y eso es oficial, señor?

—Noticia directa desde el establo.

—Entonces debo confesar, milord, que poca objeción, por no decir ninguna, se le puede oponer a este plan.

Bill meneó la cabeza, sin dejarse convencer.

—Sigo diciendo que es robar.

El capitán Biggar chasqueó la lengua.

—No es nada parecido, y le diré por qué. En cierto modo, podría decirse que en realidad ese colgante era mío.

—Ese colgante era… ¿cuál ha sido la última palabra?

—Mío. Deje que le cuente una breve historia —dijo el capitán Biggar.

Caviló durante unos instantes. Saliendo de su ensueño y al descubrir con un sobresalto que su vaso estaba vacío, volvió a llenarlo. Su actitud era la del hombre que, aunque nada saliera de la transacción comercial que acababa de proponer, intentara salvar algo del naufragio bebiendo la mayor cantidad posible del whisky de su anfitrión. Cuando la bebida refrescante hubo finalizado su viaje a través de la escotilla, se secó los labios con el dorso de la mano y comenzó su historia.

—¿Alguno de ustedes conoce el Long Bar de Shanghai? ¿No? Pues es el Café de la Paix en Oriente. Siempre se ha dicho que, si uno se sienta el tiempo suficiente en la terraza del Café de la Paix en París, puede tener la seguridad de encontrar más tarde o más temprano a todas sus amistades, y lo mismo ocurre con el Long Bar. Hace unos años, hallándome yo en Shanghai, me dejé caer por allí, sin soñar ni por un momento que Tubby Frobisher y el Subahdar pudieran encontrarse a menos de mil millas de aquel lugar, y que reviente si la primera cosa que vi no fueron los dos viejos compinches sentados, tan campantes, en sus taburetes. «Hola, bwana, muchacho», me dijeron cuando me acerqué, y yo contesté: «Hola, Tubby» y «Hola Subahdar, viejo amigo», y Tubby me preguntó: «¿Qué tomarás, chico?», y yo dije: «¿Qué tomáis vosotros, muchachos?», y me contestaron que tomaban stingahs, y yo les dije que me parecía muy bien, en vista de lo cual Tubby pidió una ronda de stingahs y empezamos a hablar de chowluangs y de nai bahn rot fais, y de dónde nos habíamos encontrado la última vez y de qué había sido del poognien Lampang y todas esas cosas. Y cuando terminamos los stingahs, yo dije: «La próxima ronda es la mía. ¿Qué quieres tomar, Tubby, muchacho?», y me contestó que continuaba con los stingahs. «¿Y para ti qué, Subahdar, muchacho?», quise saber, y el Subahdar dijo que él también repetiría el stingah, en vista de lo cual llamé al camarero y pedí stingahs para todos, y, para abreviar la historia, llegaron los stingahs: un stingah para Tubby, un stingah para el Subahdar y un stingah para mí. «¡Salud, muchachos!», dijo Tubby. «¡Salud, muchachos!», dijo el Subahdar. «¡Por vosotros, muchachos!», dije yo, y nos bebimos los stingahs.

Jeeves tosió. Fue una tos respetuosa, pero firme.

—Perdone, señor.

—¿Eh?

—Me duele interrumpir el caudal de su narrativa, pero ¿conduce esto a alguna parte?

El capitán Biggar se sonrojó. Al hombre que está contando una historia intrigante y bien tramada no le agrada que se le pregunte si ésta conduce a alguna parte.

—¿Que si conduce a alguna parte? ¿Qué quiere decir con eso de si conduce a alguna parte? Claro que conduce a alguna parte. Ahora llego al quid de la cosa. Apenas habíamos dado fin a esa segunda ronda de stingahs, cuando a través de la puerta, y olfateando el aire como el que espera que de un momento a otro le suelten un puntapié en salva sea la parte, entró aquel tipo con la camisa andrajosa y los pantalones de tela de lo más ordinario.

La introducción de un nuevo e inesperado personaje pilló a Bill por sorpresa.

—¿Qué tipo con la camisa andrajosa y los pantalones de tela de lo más ordinario?

—Ese tipo del que le estoy hablando.

—¿Y quién era?

—Buena pregunta. Yo no tenía la menor idea de quién pudiera ser, y pude ver que Tubby Frobisher tampoco tenía la menor idea de quién pudiera ser. Ni tampoco el Subahdar. Pero se acercó a nosotros y lo primero que dijo, dirigiéndose a mí, fue: «Hola, Bimbo, muchacho», y yo le miré con curiosidad y pregunté: «¿Quién demonios eres, muchacho?», porque nadie me había llamado Bimbo desde que dejé el colegio. Todos me llamaban así en él, Dios sabrá por qué, pero en Oriente siempre se me ha conocido como «Bwana». Y él fue y me dijo: «¿No me reconoces, muchacho? Soy Sycamore, muchacho». Y yo le miré de nuevo, de arriba abajo, y dije: «¿Cómo, muchacho? ¿Sycamore? ¿Sycamore? ¿No serás el Beau Sycamore que estuvo conmigo en el curso militar en Uppingham, muchacho?». Y él me contestó: «El mismo, muchacho. Sólo que ahora soy Hobo Sycamore».

El recuerdo de aquel enojoso encuentro debilitó momentáneamente al capitán Biggar, que se vio obligado a llenar de nuevo su vaso con el whisky de Bill antes de poder continuar.

—Si me hubieran pinchado no me habría salido sangre —dijo, resumiendo—. Aquel Sycamore había sido el tipo más gallardo y marcial que jamás hubiera adornado un curso militar, incluso en un lugar como Uppingham.

Bill seguía ahora con atención la narración.

—Son gallardos, ¿verdad?, los del curso militar en Uppingham.

—Muy gallardos, y ese Sycamore, como he dicho, el más gallardo de todos. Su gallardía era legendaria. Y allí estaba ahora con una camisa andrajosa y unos pantalones de tela basta, sin llevar siquiera una corbata del colegio. —El capitán Biggar suspiró—. Comprendí enseguida lo que debía de haber pasado. Era la vieja historia de siempre. Allí, en Oriente, la moral se puede derrumbar con gran facilidad. Bebida, mujeres y deudas de juego impagadas…

—Sí, sí —dijo Bill—. Se había hundido, ¿verdad?

—Del todo. Era penoso. Aquel tipo no era más que un miserable vagabundo.

—Recuerdo un cuento de Maugham acerca de un tipo así.

—Apuesto a que su amigo Maugham, sea quien sea, nunca se topó con una ruina como Sycamore. Había tocado fondo y el problema consistía en qué podía hacerse al respecto. Tubby Frobisher y el Subahdar, desde luego, al no haber sido presentados, miraban a otra parte y no tomaban parte en la conversación, de modo que todo recaía sobre mí. Sepan que poca cosa puede hacerse por esos tipos que han permitido que Oriente les mine la moral, excepto darles algo para tomar unas copas, y ya empezaba yo a buscar en mi bolsillo un bahto un tical, cuando aquel Sycamore extrajo de sus andrajosa camisa algo que me obligó a soltar un respingo. Hasta Tubby Frobisher y el Subahdar, aunque no hubieran sido presentados, tuvieron que dejar de fingir que allí no había nadie y se enderezaron en sus asientos. «¡Sabaiga!», dijo Tubby. «¡Pom bahoo!», dijo el Subahdar. Y no me extraña que se quedaran sorprendidos. Era ese colgante que han visto ustedes esta noche en el cuello… —por unos momentos, al capitán Biggar le falló la voz, pues acababa de recordar el tacto de aquel cuello bajo sus dedos—… en el cuello —prosiguió, recurriendo a todo su coraje— de la señora Spottsworth.

—¡Caray! —exclamó Bill, e incluso Jeeves, a juzgar por el hecho de que el músculo junto a su boca vibró por un instante, pareció considerar que, después de un comienzo más bien lento, la historia había empezado a cobrar ímpetu.

Cabía comprender ahora que toda aquella disertación sobre los stingahs había sido meramente el hábil establecimiento de una atmósfera, la preparación del decorado para la gran escena.

—«Supongo que a lo mejor te interesa comprar esto, Bimbo, muchacho», me dijo aquel Sycamore, moviendo la joya para hacerla brillar. Y yo dije: «Que me frían en aceite de oliva, Beau, muchacho, pero ¿de dónde has sacado eso?».

—Es lo que iba a preguntar yo —dijo Bill, todavía estupefacto—. ¿De dónde lo había sacado?

—Sólo Dios lo sabe. No debí habérselo preguntado, pues fue una verdadera grosería. Eso es algo que se aprende muy pronto al este de Suez. No hagas nunca preguntas. Sin duda, detrás de aquello había alguna historia sórdida… robo… posiblemente asesinato. No se lo pregunté. Todo lo que dije entonces fue: «¿Cuánto?», y él nombró un precio mucho más allá de los recursos de mi cartera, y pareció como si todo fuera a quedarse en nada. Pero afortunadamente Tubby Frobisher y el Subahdar —para entonces ya les había presentado— se ofrecieron para contribuir y entre los tres reunimos la cantidad. Y él se retiró, para volver a las lóbregas sombras de las que había salido. Una pena, una verdadera pena. Recuerdo haber visto a ese Sycamore lograr un ciento cuarenta y seis en un partido de criquet del colegio, antes de un pase bajo y demasiado tardío. Un home muy discutible, además —explicó el capitán Biggar, y durante un rato guardó silencio, perdidos sus pensamientos en el pasado.

Finalmente, volvió al presente.

—Y eso es todo —dijo, con el aire de quien acaba de explicar un cuento bien tramado.

—Pero ¿cómo se hizo usted con él? —quiso saber Bill.

—¿Eh?

—El colgante. Ha dicho usted que era suyo, pero, tal como lo veo yo, quedó en posesión de un sindicato.

—Ah, bueno, sí, eso no se lo he contado, ¿verdad? Nos lo jugamos a los dados y yo gané. Tubby nunca tuvo suerte con los dados. Y el Subahdar tampoco.

—¿Y cómo lo consiguió la señora Spottsworth?

—Yo se lo di.

—¿Que usted se lo dio?

—¿Por qué no? Aquel trasto a mí no me servía de nada y yo había sido objeto de muchas atenciones por parte de la señora Spottsworth y de su marido. Al pobre hombre lo mató un león y lo que de él quedó fue enviado a Nairobi, y cuando la señora Spottsworth se marchaba del campamento el día siguiente, pensé que sería cortés entregarle un recuerdo, por lo que saqué el colgante y le pregunté si le agradaría tenerlo. Contestó que sí, yo se lo di y ella se marchó con él. Eso es lo que yo quería decir cuando aseguré que bien podía afirmarse que el maldito objeto era en realidad mío —concluyó el capitán Biggar, y procedió a servirse otro whisky.

Bill quedó impresionado.

—Eso arroja una luz muy diferente sobre la situación, Jeeves.

—Muy distinta, milord.

—Después de todo, como dice Papá Biggar, el colgante es prácticamente propiedad suya, y él tan sólo pretende tomarlo prestado por un par de horas.

—Precisamente, milord.

Bill se volvió hacia el capitán. Había tomado su decisión.

—Trato hecho —anunció.

—¿Lo hará?

—Lo intentaré.

—¡Así me gusta!

—Esperemos que salga bien.

—Saldrá perfectamente. El cierre está flojo.

—Me refiero a que espero que no falle nada.

El capitán Biggar desechó abiertamente esta idea. Era todo él alegría y optimismo.

—¿Fallar? ¿Qué iba a poder fallar? Dos tipos inteligentes como ustedes bien pueden pensar en cien maneras distintas de hacerse con ese objeto. Bien —dijo el capitán, terminando su whisky—, voy a salir para hacer mis ejercicios.

—¿A estas horas de la noche?

—Ejercicios respiratorios —explicó el capitán Biggar—. Yoga. Y con él, claro esté, comunión con el Jivatma o alma. Hasta la vista, muchachos.

Corrió las cortinas y cruzó la puerta-ventana.