Pero en realidad el brandy, administrado en uno de aquellos vasitos reservados para después de la cena, nunca puede hacer nada constructivo para un hombre cuyos asuntos han llegado al punto de darle la ilusión momentánea de haber sido golpeado, allí donde la espalda pierde su nombre, por toda la Twentieth Century Limited. Una barrica o un tonel de aquel líquido tal vez hubiese permitido a Bill hacer frente a la entrevista con una animosa sonrisa, pero el mero sorbo que se le concedió le dejó tan pálido y flojo como si hubiera sido zarzaparrilla. Mientras miraba al capitán Biggar a través de una especie de niebla, se parecía muchísimo al tipo de hombre para el que la policía tiende trampas, como preparación antes de proceder a interrogarle sobre el reciente robo con tirón en la joyería Bon Tom, propiedad de Marks y Schoenstein, en la Octava Avenida. Su cara había adquirido el matiz de la parte inferior de un pescado muerto, y Jeeves, mientras le miraba con respetuosa conmiseración, deseó que fuera posible devolver un par de rosas a sus mejillas citándole un par de buenos fragmentos que habían acudido a su mente, procedentes de las Obras Completas de Marco Aurelio.
Incluso visto a través de una neblina, el capitán Biggar ofrecía un espectáculo que bien hubiera podido intimidar al hombre más valiente. Parecíale a Bill como si sus ojos lanzaran largas y retorcidas llamaradas, y la razón de que se le llamara Cazador Blanco a un hombre con una cara tan roja como aquella era algo que quedaba más allá de los límites de su comprensión. Una fuerte emoción había intensificado, como siempre, el bermellón de la faz del capitán, confiriéndole algo de la apariencia de un superviviente de una explosión en una planta envasadora de tomates.
Y tampoco el timbre de su voz, cuando habló, era el apto para mitigar cualquier aprensión que su aspecto pudiera haber inspirado. Era la voz de un hombre que sólo necesitaba un poco de comprensión y estímulo para inducirle a sacar un revólver y empezar a disparar con él.
—¡Ajá! —dijo.
No hay buenas respuestas para la palabra «¡Ajá!», en particular cuando es proferida en el tono de voz que acabamos de describir, y Bill no intentó encontrar una.
—¿Conque usted es el Honrado Patch Perkins?
Jeeves intervino, esmerándose como era usual en él.
—Pues bien, sí y no, señor.
—¿Qué quiere decir con eso de sí y no? ¿No es éste el parche del maldito? —gritó el capitán, blandiendo la Prueba A—. ¿No es esto el bigote rojizo del canalla? —preguntó, exhibiendo la Prueba B—. ¿Y cree que yo no reconozco esa chaqueta y esa corbata?
—Lo que yo intentaba manifestar con la expresión «sí y no», señor, era el hecho de que su señoría se ha retirado del negocio.
—Y no me extraña. Lástima que no lo hiciera antes.
—Sí, señor. Oh, Yago, qué gran lástima, Yago.
—¿Cómo?
—Citaba al Cisne del Avon, señor.
—Pues deje ya de citar al maldito Cisne del Avon.
—Ciertamente, señor, si usted así lo desea.
Bill había recuperado sus facultades hasta cierto punto. Decir que ahora se sentía fresco como una rosa sería una exageración, pero al menos era capaz de hablar.
—Capitán Biggar —dijo—, le debo a usted una explicación.
—Me debe usted tres mil cinco libras con dos chelines y medio —replicó el capitán, fríamente correctivo.
Eso redujo a Bill nuevamente al silencio y el capitán aprovechó este hecho para dirigirle epítetos derogatorios.
Jeeves asumió la tarea de la defensa, ya que Bill todavía se tambaleaba bajo el impacto del undécimo epíteto.
—Es imposible disimular el hecho de que, dadas las circunstancias, su emoción es comprensible, señor, ya que cualquiera estaría dispuesto a admitir que las recientes actividades de su señoría son de tal naturaleza que se prestan a una crítica adversa. Sin embargo, ¿cabe culpar justamente a su señoría de lo ocurrido?
Esta pregunta le pareció al capitán muy fácil de contestar.
—Sí —dijo.
—Observará que he empleado el adverbio «justamente», señor. Su señoría llegó a Epsom Downs esta tarde con las mejores intenciones y con un capital adecuado para hacer frente a cualquier contingencia razonable. Difícilmente podía esperarse de él que previera que dos animales tan parcamente favorecidos como Lucy Glitters y Madre de Whistler salieran victoriosos en sus respectivas pruebas de velocidad. Su señoría no es clarividente.
—Hubiera podido negarse a aceptar las apuestas.
—Aquí coincido con usted, señor. Rem acu tetigisti.
—¿Eh?
—Una expresión en latín que podría traducirse al inglés mediante el coloquialismo americano: «Has dado en el clavo». Yo le rogué a su señoría que así lo hiciera.
—¿Usted?
—Yo oficiaba como dependiente de su señoría.
El capitán le miró con fijeza.
—¿Era usted el tipo del mostacho rosado?
—Precisamente, señor, aunque yo preferiría describirlo como castaño antes que como rosado.
El capitán pareció animarse.
—¿O sea que usted era su empleado? Pues entonces, cuando él vaya a la cárcel, usted irá con él.
—Esperemos que no haya un final tan penoso, señor.
—¿Qué quiere decir con eso del final «penoso»? —quiso saber el capitán Biggar.
Hubo una pausa muy desagradable, que al final rompió el capitán.
—Bien, vayamos otra vez al grano —dijo—. No tiene ningún sentido perder el tiempo. De hecho, yo debería cargarle a ese cara de oveja, ese lamentable producto de los infiernos…
—Su nombre es lord Rowcester, señor.
—No, no lo es. Es Patch Perkins. De hecho, Perkins, viscoso reptil, debería cargarle la gasolina consumida en mi viaje hasta aquí desde Epsom, las reparaciones en mi coche, que no se hubiera averiado si yo no lo hubiera tenido que forzar tanto al procurar atraparle a usted… y —añadió, asaltado por una nueva idea— las dos cervezas que tomé en El Ganso y el Pepinillo mientras esperaba que efectuaran esas reparaciones. Pero no soy tan cerdo. Me conformo con las tres mil cinco libras con dos chelines y seis peniques. Extiéndame un cheque.
Bill se pasó una mano febril por los cabellos.
—¿Cómo voy a extenderle un cheque?
El capitán Biggar hizo chasquear la lengua, impaciente ante tanta irresolución.
—Tiene usted una pluma, ¿verdad? Y supongo que habrá tinta en la casa, ¿no? ¿Verdad que es usted un hombre fuerte y joven, en plena posesión del uso de su mano derecha? ¿Nada de parálisis? ¿Ningún reuma en las articulaciones? Y si —prosiguió, haciendo una concesión— lo que le preocupa es el hecho de haber terminado el papel secante, eso no importa. Yo mismo soplaré en él.
Jeeves acudió en ayuda de su joven amo, que todavía se daba masaje en lo alto de la cabeza.
—Lo que su señoría trata de expresar en palabras, señor, es que si bien, como usted dice con tanta razón, goza de competencia física para extender un cheque por valor de tres mil cinco libras dos chelines y seis peniques, ese cheque, una vez presentado en su banco, no sería satisfecho.
—Exactamente —intervino Bill, muy satisfecho de este lúcido planteamiento—. Rebotaría como un derviche saltador y volvería aquí como una paloma mensajera.
—Dos imágenes muy acertadas, milord.
—No tengo ni dónde caerme muerto.
—Fondos suficientes es la expresión técnica, milord. Su señoría, si se me permite emplear el argot, señor, no tiene ni cinco.
El capitán Biggar le miró estupefacto.
—¿Quiere decir que es el propietario de un lugar como éste, todo un palacio diría yo, y no puede extender un cheque por tres mil libras? Jeeves asumió todo el peso de la explicación.
—En estos días, una casa como Rowcester Abbey no es un activo, señor, sino una carga. Temo que su prolongada residencia en Oriente no le haya permitido ponerse al día en cuanto a las diferentes condiciones que hoy predominan en su país nativo. La legislación socialista ha mermado lamentablemente los recursos de la aristocracia hereditaria de Inglaterra. Vivimos ahora en lo que se conoce como el Estado del Bienestar, lo cual significa (a grandes rasgos) que todo el mundo se halla completamente empobrecido.
Le hubiese parecido increíble a cualquiera de los porteadores nativos, hipopótamos, rinocerontes, pumas, cebras, cocodrilos y búfalos con los que había entrado en contacto en el transcurso de su larga carrera en plena naturaleza, que la vigorosa mandíbula del capitán Biggar pudiera caer como un manojo de espárragos abandonado a sus medios, pero acababa de hacerlo y exactamente de dicha manera. Hubo una nota casi desgarradora en la manera en que sus ojos azules, muy abiertos y llenos de desaliento, registraron los rostros de los dos hombres ante él.
—¿Quiere decir que no puede apoquinar?
—No ha podido decirlo con mayor exactitud, señor. Quien robe la bolsa de su señoría, roba basura.
Perdido su férreo dominio de sí mismo, el capitán Biggar se transformó en un semáforo humano. Hubiera podido ser perfectamente un Cazador Blanco haciendo sus ejercicios físicos diarios.
—Pero yo debo tener ese dinero, y debo tenerlo antes de mañana al mediodía. —Su voz se alzó en lo que en un hombre de menor enjundia hubiera sido un quejido—. Oigan. Me veo obligado a hablarles de algo que es vitalmente secreto, y si le cuentan una sola palabra a alguien les descuartizaré a los dos con mis manos, les convertiré en picadillo y saltaré sobre los restos, calzado con botas de clavos. ¿Ha quedado entendido?
Bill consideró este punto.
—Sí, a mí me parece perfectamente claro. ¿No es así, Jeeves?
—No ofrece lugar a dudas, milord.
—Prosiga, capitán.
El capitán Biggar bajó la voz hasta reducirla a un ronco murmullo.
—¿Recuerdan aquella llamada telefónica que he hecho después de cenar? He hablado con aquellos conocidos míos, los mismos que esta tarde me dieron la doblete vencedora. Bueno, cuando digo «vencedora» —aclaró el capitán Biggar, levantando un tanto la voz—, eso es lo que hubiera sido de no mediar la vil estafa de un despreciable y vergonzante…
—Sí, sí —se apresuró a decir Bill—. ¿Dice que habló con aquellos conocidos suyos?
—Deseaba saber si todo había quedado resuelto.
—¿Qué había de quedar resuelto?
El capitán Biggar volvió a bajar la voz, tanto esta vez que sus palabras sonaron como gas que se escapara de una tubería.
—Algo se está cociendo. Como dice Shakespeare, tenemos un proyecto de gran importancia.
Jeeves parpadeó.
—«Proyectos de gran fuerza y peso» es la cita exacta, señor.
—Esos hombres tienen una grandiosa oportunidad para el Derby de mañana. Es el informe más colosal en la historia de esta carrera. Ballymore, el caballo irlandés. Jeeves enarcó las cejas.
—No muy bien considerado en general, señor.
—Bueno, ¿verdad que a Lucy Glitters y Madre de Whistler tampoco se les consideraba muy bien en general? Esto es lo que hace que esta operación sea tan estupenda. Ballymore es un desconocido por el que pocos apostarán. Nadie sabe nada acerca de él. Se le ha mantenido más oculto que un gato negro en una noche sin luna. Pero yo les diré que ha hecho dos pruebas en secreto en Epsom y que las dos veces batió el récord.
A pesar de su agitación, Bill se permitió un silbido.
—¿Está usted seguro?
—Sin la menor posibilidad de duda. He visto correr el animal con mis propios ojos y es como si fuera un rayo. Sólo se ve una especie de borrosa mancha marrón. Vamos a meter nuestro dinero en el último momento, cuidadosamente distribuido entre una docena de corredores a fin de no alterar el precio. ¡Y ahora —gritó el capitán Biggar, alzando una vez más la voz— va usted y me dice que no dispondré de dinero alguno!
Su dolor impresionó a Bill. Por lo poco que había visto de él, no pensaba que el capitán Biggar fuera un hombre con el que él pudiera constituir una de aquellas hermosas amistades que encontramos en la literatura, como la existente entre Damón y Pitias, David y Jonathan o Swan y Edgar, pero podía comprender su pesar y compadecerle por él.
—Admito que es mala pata —dijo, dirigiendo al exasperado cazador una mirada afectuosa y fraternal, y casi dándole una palmada en el hombro, aunque no llegara a hacerlo—. Esta situación es muy lamentable y no exagero al decir que el espectáculo de su aflicción me hiere como una cuchillada. Pero mucho me temo que lo máximo que pueda hacer yo es una serie de pagos mensuales, que comenzarían, digamos, dentro de seis semanas.
—Eso no me saca del apuro.
—Ni a mí —dijo Bill con franqueza—. Echará a rodar todo mi presupuesto y me obligará a reducir las necesidades de la vida a un mínimo estricto. Dudo de que pueda permitirme otra comida digna de este nombre hasta 1954. Adiós, un largo adiós… ¿a qué, Jeeves?
—A toda su grandeza, milord. Tal es la condición del hombre: hoy brotan en él las tiernas hojas de las esperanzas, mañana florece y reúne a su alrededor sus ufanos y copiosos honores. El tercer día llega una helada, una helada mortífera, y cuando piensa, buen hombre tranquilo, que con toda seguridad su grandeza está madurando, ella muere ya en sus raíces.
—Gracias, Jeeves.
—De nada, milord. Bill le miró y suspiró.
—Para empezar, sepa que usted tendrá que marcharse. No me será posible pagarle su sueldo.
—Me encantará servir a su señoría sin ningún tipo de emolumento.
—Es todo un gesto por su parte, Jeeves, y yo se lo agradezco. La mejor exhibición de espíritu feudal que haya visto nunca. Sin embargo —preguntó Bill con vehemencia—, ¿cómo podré mantener su dieta de pescado?
El capitán Biggar interrumpió este cortés diálogo. Por unos momentos sus sentimientos se habían estado exacerbando, si exacerbarse es la palabra adecuada para describir a un Cazador Blanco a punto ya de soltar espumarajos por la boca. Dijo algo tan enérgico acerca del pescado de Jeeves que Bill se quedó sin habla y se limitó a mirar con ojos muy abiertos y la sorda consternación del hombre alcanzado de repente por un rayo.
—¡He de tener ese dinero!
—Su señoría ya le ha informado de que, debido a la circunstancia de hallarse fiscalmente incapacitado, eso es imposible.
—¿Y por qué no puede pedirlo prestado?
Bill recuperó el uso de sus cuerdas vocales.
—¿A quién? —inquirió, malhumorado—. Habla usted como si pedir prestado dinero fuese algo tan sencillo como cortar leña.
—El punto que su señoría trata de sentar —explicó Jeeves— es la tendencia casi universal de los caballeros a mostrarse muy poco cooperativos cuando se hace el intento de montar una operación de crédito a sus expensas.
—Especialmente si el sablazo que se les pretende dar es por la más que respetable suma de tres mil cinco libras con dos chelines y medio.
—Precisamente, milord. Frente a estas cifras, se vuelven como la serpiente sorda que ya no atiende a la voz del encantador y nunca más vuelve a mostrar prudente encantamiento.
—Por lo tanto, queda descartada la estocada en mi círculo social —dijo Bill—. No puede hacerse. Lo siento.
Pareció como si el capitán Biggar estuviera a punto de lanzar llamaradas por la nariz.
—Pues aún lo sentirá más —aseguró— y le diré cuándo. Cuando usted y este valioso dependiente suyo se encuentren en el banquillo del Old Bailey, con el juez mirándoles a través de sus bifocales y yo en la sala haciéndoles muecas. Entonces sí que lo sentirá de veras… entonces y poco después, cuando el juez pronuncie sentencia, acompañada por unas enérgicas observaciones desde su tribuna, y a continuación se los lleven a Wormwood Scrubs para comenzar sus dos años de trabajos forzados, o cualquiera que sea la sentencia.
Bill le miró boquiabierto.
—¡Oiga, por favor! —protestó—. No llegará usted a… ¿a qué, Jeeves?
—A tan terribles extremos, milord.
—¿Verdad que no llegará a tan terribles extremos?
—¡Ya lo creo que sí!
—No desearía un final tan desagradable.
—Lo que uno desea y lo que uno acaba por conseguir son dos cosas diferentes —dijo el capitán Biggar, y salió, rechinando los dientes, para refrescarse un poco en el jardín.
Dejó detrás de sí uno de aquellos silencios a menudo calificados como tensos. Bill fue el primero en hablar.
—Estamos en un buen lío, Jeeves.
—Ciertamente, parece haberse producido una crisis más bien aguda en nuestros asuntos, milord.
—Ese hombre quiere su libra de carne.
—Sí, milord.
—Y nosotros no tenemos carne alguna.
—No, milord. Se trata de una situación de lo más desagradable.
—Ese Biggar es duro de pelar. Parece un gorila con dolor de estómago.
—Hay, quizás, una semejanza con dicho animal, aquejado como sugiere su señoría.
—¿Se fijó en él durante la cena?
—¿A qué aspecto de su actitud durante la misma alude su señoría?
—Estaba pensando en su manera siniestra de atacar el pato asado. Se abalanzó sobre él como un tigre sobre su presa. Me dio la impresión de un hombre sin piedad ni contemplaciones.
—Es, indiscutiblemente, un caballero carente de las emociones más suaves, milord.
—Hay una palabra que le describe con exactitud. Comienza con una V. No es vaporoso. Ni tampoco vermífugo. Vengativo. Ese tipo es vengativo. Puedo comprender que le duela no conseguir su dinero, pero ¿qué bien le hará arruinarme a mí?
—Indudablemente, obtendrá de ello una cierta y caprichosa satisfacción, milord.
Bill meditó unos instantes.
—Supongo que realmente no hay nadie a quien se le pudiera pedir prestado algo de dinero.
—Nadie que acuda inmediatamente al pensamiento, milord.
—¿Y aquel financiero que vive cerca de Ditchingham… sir Nosécuantos Nosequé?
—¿Sir Oscar Wopple, milord? Se pegó un tiro el viernes pasado.
—Vaya, entonces mejor será no molestarle.
Jeeves tosió brevemente.
—¿Puedo hacer una sugerencia, milord?
—¿Qué es, Jeeves?
Un débil rayo de esperanza había surgido en los ojos sombríos de Bill. Su voz, aunque todavía no fuera posible describirla como animosa, ya no se parecía a la de un cadáver hablando desde su tumba.
—Se me ha ocurrido en un pensamiento fugaz, milord, que si obrase en nuestro poder el billete del capitán Biggar, nuestra posición se estabilizaría notablemente.
Bill meneó negativamente la cabeza.
—No le sigo, Jeeves. ¿Billete? ¿Qué billete? Habla usted como si esto fuese una estación del ferrocarril.
—Me refiero al boleto que, en mi calidad de empleado de su señoría, yo entregué al caballero como comprobante de su apuesta por Lucy Glitters y Madre de Whistler, milord.
—Ah, ¿se refiere a su billete? —exclamó Bill, al hacérsele la luz.
—Exactamente, milord. Puesto que abandonó el hipódromo tan bruscamente, todavía debe de llevarlo sobre su persona, y es la única prueba existente de que hubo apuesta. Una vez le hayamos despojado de él, su señoría estará en condiciones de efectuar el pago a su antojo.
—Entiendo. Sí, eso estaría muy bien. O sea que le quitamos el comprobante, ¿verdad?
—Sí, milord.
—¿Puedo decir una palabra, Jeeves?
—Desde luego, milord.
—¿Cómo?
—Mediante lo que yo describiría como acción directa, milord.
Bill le miró fijamente. Eso abría una nueva línea de pensamiento.
—¿Echarnos sobre él, quiere decir? ¿Agarrotarle? ¿Hacerle soltar el papelito?
—Su señoría ha interpretado exactamente el significado de mis palabras.
Bill seguía mirándole con los ojos muy abiertos.
—Pero, Jeeves, ¿se ha fijado usted en él? ¿Ha visto aquel pecho abombado, aquellos músculos como cables?
—Admito que el capitán Biggar está bien nutrido, milord, pero nosotros tendríamos la ventaja de la sorpresa. El caballero ha salido al jardín. Cuando vuelva, cabe suponer que lo hará a través de la misma puerta-ventana por la que ha efectuado su salida. Si corro las cortinas, le será necesario entrar pasando entre ellas. Le veremos tratar de apartarlas y, en aquel momento, un seco tirón hará que las cortinas desciendan sobre él, envolviéndole como si fueran una especie de red.
Bill se sintió impresionado.
—¡Por Júpiter, Jeeves! Eso sí que es hablar. ¿Y cree que la cosa funcionará?
—Indiscutiblemente, milord. El método es el mismo del retiarius romano, con cuya técnica su señoría se halla sin duda familiarizado.
—¿Era el fulano que peleaba con red y tridente?
—Precisamente, milord. Por lo tanto, si su señoría lo aprueba…
—Pues claro que lo apruebo.
—Muy bien, milord. Entonces, ahora correré las cortinas y nos apostaremos a cada lado de ellas.
Bill examinó con una profunda satisfacción los preparativos ya completados. Tras un pésimo comienzo, el sol empezaba a atravesar los nubarrones.
—¡Ya está en el saco, Jeeves!
—Una imagen muy apta, milord.
—Si chilla, sofocaremos sus gritos con el… ¿cómo le llaman a esa tela?
—Terciopelo, milord.
—Sofocaremos sus gritos con el terciopelo. Y mientras él se retuerce en el suelo, tendré una oportunidad para darle un buen puntapié allí donde termina la espalda.
—Existe esa atracción adicional, milord. Y es que siempre les esperan bendiciones a las acciones virtuosas, como nos informa el dramaturgo Congrave.
Bill respiró profundamente.
—¿Estuvo en la primera guerra mundial, Jeeves?
—Tuve una cierta intervención en ella, milord.
—Yo todavía no había nacido, pero en la última estuve en los Comandos. ¿Verdad que eso es algo así como esperar la hora cero?
—La sensación presenta una cierta similitud, milord.
—No puede tardar mucho.
—No, milord.
—¡En guardia, Jeeves!
—Sí, milord.
—¿Todo a punto?
—Sí, milord.
—Oigan —dijo el capitán Biggar en su retaguardia inmediata—. Quiero tener unas palabras más con ustedes dos.
Toda una vida de enfrentamiento con las amenazas y peligros que la naturaleza desarrolla con los años, en esos Cazadores Blancos, una especie de sexto sentido que les advierte de los peligros que puedan acecharles. Allí donde el hombre corriente, al encontrarse con una trampa para tigres en plena selva, caería directamente en ella, el Cazador Blanco, salvado por su sexto sentido, la soslaya mediante un rodeo.
Con diabólica astucia, el capitán Biggar, en vez de entrar, como era de esperar, a través de la puerta-ventana, había rodeado la casa y efectuado su entrada por la puerta principal.