Al llegar a la sala de estar, descubrió que el número de damas disponible para acoger su compañía había quedado reducido a una, que, leyendo de izquierda a derecha, era Jill. Estaba sentada en el sofá, sosteniendo una taza de café vacía y mirando ante ella con aquellos ojos que a veces se describen como no videntes. Su aspecto era el de la muchacha que está cavilando acerca de algo, una muchacha a la que recientes acontecimientos le han dado buena base para pensar.
—¡Hola, cariño! —exclamó Bill, con la animación del marinero náufrago al avistar una vela.
Después de aquella agotadora sesión en el comedor, prácticamente todo lo que no fuese el capitán Biggar le hubiera parecido agradable, y el aspecto de ella lo era muy en particular.
Jill levantó la vista.
—Ah, hola —dijo.
Parecióle a Bill que su porte era más bien reservado, pero siguió hablando con la misma exuberancia.
—¿Dónde se han metido todos?
—Rory y Moke están en la biblioteca, viendo la cena del Derby.
—¿Y la señora Spottsworth?
—Rosie —contestó Jill con una voz monótona— ha ido a la capilla en ruinas. Creo que espera cambiar unas palabras con el espectro de lady Agatha.
Bill se sobresaltó. También tragó algo de saliva.
—¿Rosie?
—Creo que así la llamas tú, ¿no es verdad?
—Pues… sí.
—Y ella te llama a ti Billiken. ¿Es una amistad muy antigua?
—No, no, la conocí muy por encima un verano, en Cannes.
—Por lo que le he oído decir a ella durante la cena, acerca de paseos en coche a la luz de la luna y baños en el Edén Roe, he obtenido la impresión de que habíais intimado bastante.
—¡Cielos, no! Ella no era más que una conocida, y además meramente casual.
—Comprendo. Reinó un silencio.
—Me pregunto si recuerdas —dijo Jill, rompiéndolo por fin— lo que yo decía esta noche antes de cenar acerca de las personas que no se ocultan cosas unas a otras, si es que piensan casarse.
—Pues sí… sí…, lo recuerdo.
—Estábamos de acuerdo en que era la única manera.
—Sí… sí, eso es. Lo estábamos.
—Yo te hablé de Percy, ¿verdad? Y de Charles y Squiffy y Tom y Blotto —prosiguió Jill, mencionando otras figuras idílicas del ya extinto pasado—. Jamás soñé en ocultar el hecho de que había estado prometida antes de conocerte a ti. Por tanto, ¿por qué me ocultaste tú la existencia de esa Spottsworth?
Bill tuvo la impresión de que, por tratarse de un excelente joven que no deseaba dañar a nadie y que siempre procuraba hacer lo debido, en aquel día de verano el Hado le estaba tratando bastante mal. El fulano —Shakespeare era de suponer, aunque tendría que consultarlo con Jeeves— que había hablado de las hondas y las saetas de la extravagante fortuna, había conocido bien el paño. Hondas y saetas describían perfectamente la situación.
—¡Yo no te oculté la existencia de esa Spottsworth! —gritó con apasionamiento—. Simplemente no acudió a mi mente. A fe mía que cuando uno está sentado con la chica a la que ama, sosteniendo su manita y susurrándole palabras dulces al oído, no puede llevar súbitamente la conversación a un tema del todo diferente y decir: «Ah, a propósito, conocí hace unos años en Cannes a una mujer sobre la cual me gustaría hablar ahora un poco. Voy a contarte lo de aquella vez en que fuimos en coche hasta Saint-Tropez».
—A la luz de la luna.
—¿Fue culpa mía que hubiese luna? Nadie me consultó. Y en cuanto a bañarse en el Edén Roc, hablas como si ese maldito Edén Roc sólo lo hubiéramos poblado nosotros, sin ningún otro ser humano a la vista. Y no fue así, sino todo lo contrario. Cada vez que nos bañábamos, el agua estaba llena de grandes duques exiliados y de matronas de la más rígida respetabilidad.
—Sin embargo, sigue pareciéndome extraño que no la mencionaras nunca.
—Pues a mí no.
—A mí sí. Y creo que es todavía más extraño que, cuando Jeeves te dijo esta tarde que venía una tal señora Spottsworth, tú contestaras tan sólo: «Oh, ah», o algo por el estilo y fingieras no haber oído antes el nombre. ¿No hubiera sido lo más natural decir: «¿La señora Spottsworth? ¡Vaya, vaya, vaya, a ver si resultará ser la mujer con la que tuve un mero conocimiento casual en Cannes, hace un par de años! ¿No te he hablado nunca de ella, Jill? Solía pasear con ella en coche a la luz de la luna, aunque, claro está, de un modo muy distante»?
Fue la ocasión para Bill.
—¡No! —bramó—. No hubiera sido lo más natural decir: «¿La señora Spottsworth? Vaya, vaya, vaya…», etcétera, y te diré el porqué. Cuando yo la conocí… por encima, tal como he dicho, que es como se conoce a la gente en lugares como Cannes… su nombre era Bessemer.
—¿Sí?
—Precisamente. Una be seguida por una e con una ese y otra ese, otra e con una eme y una e, y por último una ere. Bessemer. Todavía ignoro de dónde ha salido eso de Spottsworth.
Entró Jeeves. El deber le pedía aproximadamente a esta hora retirar las tazas de café y el deber nunca pedía nada en vano a ese gran hombre.
Su llegada rompió lo que podríamos llamar el encanto. Jill, que tenía algo más que decir acerca del tema, se contuvo y, levantándose, se dirigió a la ventana cristalera.
—Bien, yo tengo que ponerme en marcha —anunció, hablando todavía sin tono alguno.
Bill se sobresaltó.
—¿No te irás ya?
—Sólo voy a casa para recoger unas cuantas cosas. Moke me ha pedido que me quede aquí esta noche.
—¡Entonces que el cielo bendiga a Moke! ¡Premio para la mujer inteligente!
—¿Te agrada la idea de que yo me quede a pasar la noche aquí?
—Me entusiasma.
—¿Estás seguro de que no interfiero en nada?
—¿Qué demonios estás diciendo? ¿Quieres que vaya contigo?
—Claro que no. Se supone que tú eres el anfitrión.
Salió y Bill, que la vio marcharse con una mirada de afecto, se quedó de pronto petrificado. Como una bomba de acción retardada, las palabras: «¿Estás seguro de que no interfiero en nada?» acababan de hacer impacto en él. ¿Habían sido meras palabras, o habían contenido un siniestro significado?
—Las mujeres son extrañas, Jeeves —dijo.
—Sí, milord.
—Y no digamos peculiares. ¿Verdad que no es posible saber lo que quieren decir cuando dicen algo?
—Muy rara vez, milord.
Bill meditó por unos instantes.
—¿Estaba usted observando a la señorita Wyvern cuando se ha largado?
—No con especial atención, milord.
—¿Cree que su actitud era rara?
—No podría decírselo, milord. Me estaba concentrando en las tazas de café.
Bill volvió a su meditación. Tanta incertidumbre estaba haciendo mella en sus nervios. «¿Estás seguro de que no interfiero en nada?» ¿Había existido un ominoso retintín en su voz al pronunciar estas palabras? Todo giraba alrededor de este punto. Si no hubo retintín, magnífico. Pero si lo hubo, las cosas ya no tenían tan buen aspecto. La pregunta, más el retintín, sólo podía indicar que su razonada explicación de la secuencia Spottsworth-Cannes no había conseguido el resultado esperado y que ella todavía alimentaba sospechas, por más indignas de ella que éstas pudieran ser.
La irritabilidad que los hombres de bien notan en tales ocasiones le invadió de pies a cabeza. ¿De qué servía ser tan puro como la nieve recién caída, o tal vez más puro, si las chicas habían de acosarle a uno con retintines?
—Todo el problema con las mujeres, Jeeves —dijo, y el filósofo Schopenhauer le hubiera dado unas palmadas en la espalda y le hubiera dicho que sabía exactamente cómo se sentía—, es que prácticamente todas ellas están majaretas. Fíjese en la señora Spottsworth. Loca de atar. Acechando en una capilla ruinosa, con la esperanza de vera lady Agatha.
—¿De veras, milord? ¿A la señora Spottsworth le interesan los espectros?
—Se los come vivos. ¿Y es ésta una conducta equilibrada?
—Es frecuente que la investigación psíquica atraiga al otro sexo, milord. Mi tía Emily…
Bill le lanzó una mirada que era una señal de peligro.
—¿Recuerda lo que dije acerca de Plinio el Joven, Jeeves?
—Sí, milord.
—Ello es aplicable también a su tía Emily.
—Muy bien, milord.
—No me interesa su tía Emily.
—Lo comprendo, milord. Durante su larga existencia interesó a muy pocas personas.
—¿Ya no está con nosotros?
—No, milord.
—Bien, algo es algo —concedió Bill.
Jeeves flotó fuera de la habitación y Bill se acomodó en una butaca. Pensaba de nuevo en aquella frase críptica, y ahora su talante había adquirido un cariz totalmente pesimista. Ya no era cuestión de si hubo retintín o no lo hubo. Estaba virtualmente cierto de que las palabras «¿Estás seguro de que no interfiero en nada?» habían sido pronunciadas entre dientes apretados y acompañadas por una mirada de infinito significado. Habían sido las palabras de una joven dispuesta a producir una desagradable ruptura.
Bill se pasaba las manos por el cabello con un gesto febril, cuando entró Mónica, procedente de la biblioteca. Había encontrado a los participantes en la cena del Derby algo extensos en su verborrea. Rory seguía bebiendo todas sus palabras, pero ella necesitaba un intermedio.
Miró con asombro cómo su hermano se mesaba los cabellos.
—Cielos, Bill, ¿a qué viene esta desesperación? ¿Qué ocurre?
Bill la miró de modo muy poco fraternal.
—¡No ocurre nada, maldita sea mi estampa! ¡Nada, nada, nada, nada, nada!
Mónica alzó las cejas.
—Bueno, tampoco es necesario encresparse así. Hacía tan sólo de hermana compasiva.
Con un duro esfuerzo, Bill recuperó la caballerosidad de los Rowcester.
—Lo siento, Moke, hermanita. Tengo jaqueca.
—¡Mi pobre corderito!
—Se me pasará en seguida.
—Lo que necesitas es un poco de aire fresco.
—Tal vez sí.
—Y una compañía agradable. Mamá Spottsworth está en las ruinas de la capilla. Plántate allí y charla un rato con ella.
—¿Qué?
Mónica adoptó un tono apaciguador.
—Anda, no te pongas difícil, Bill. Sabes tan bien como yo lo importante que es contentarla en todo momento. Un poco de diligencia por tu parte, ahora, puede significar la venta de la casa. La idea en general consistía en que, además de mis argumentos comerciales, tú hicieras algún aparte con ella y recurrieras a tu encanto. ¿Has olvidado lo que dijiste acerca de ser como el macho de la tórtola arrullando a su pareja? Pues ponte en seguida en marcha y arrulla como no has arrullado nunca.
Por un largo momento pareció como si Bill, llegadas sus frágiles fuerzas al límite de su resistencia, estuviera a punto de padecer algo así como una combustión espontánea. Sus ojos se desorbitaron, su cara se sonrojó y candentes palabras temblaron en sus labios. Después, de pronto, como si la Razón hubiera intervenido con un suave «Vamos, vamos», bajó la vista y sus mejillas recuperaron poco a poco su tonalidad normal. Había visto que la sugerencia de Mónica era buena y sensata.
En el torbellino de los acontecimientos recientes, la cuestión vitalmente urgente de conseguir la venta de su hogar ancestral había quedado relegada al fondo de la mente de Bill, pero ahora resurgía como lo que era, el único salvavidas existente que flotaba en el mar de problemas en el que se hallaba sumergido. Agarrarse a él significaba la salvación. Cuando uno vende casas, recordó, uno cobra anticipos, pagados en metálico. Semejante depósito sería suficiente para ahuyentar la amenaza de Biggar, y si el único medio de conseguirlo era buscar a Rosalinda Spottsworth y arrullar, iría y arrullaría.
Simultáneamente, se le ocurrió el pensamiento tranquilizador de que si Jill había ido a su casa para proveerse de cosas para pasar la noche, pasaría al menos media hora antes de que volviera, y en media hora un hombre decidido puede arrullar lo suyo.
—Moke —dijo—. Tienes razón. Mi lugar está a su lado.
Salió apresuradamente y un momento después apareció Rory en la puerta de la biblioteca.
—Oye, Moke —dijo—, ¿tú hablas el español?
—No lo sé. No lo he intentado nunca. ¿Por qué?
—Hay un español o un argentino, o uno de por allí que nos habla de su caballo en su lengua nativa. Probablemente no dirá nada del otro mundo, pero de todos modos me agradaría conocer sus puntos de vista. ¿Dónde está Bill? ¿No irás a decirme que todavía está allí con el Cargante Hombre Blanco?
—No. Hace un momento estaba aquí, pero ha ido a charlar con la señora Spottsworth.
—Quiero conferenciar contigo acerca del bueno de Bill —anunció Rory—. ¿Estamos solos y nadie nos observa?
—A no ser que alguien se haya escondido en esa cómoda. ¿Qué pasa con Bill?
—Le ocurre algo, muchacha, y tiene que ver con ese Biggar. ¿Observaste a Bill durante la cena?
—No en particular. ¿Qué hacía? ¿Comer guisantes con el cuchillo?
—No, pero cada vez que captaba la mirada de Biggar temblaba como una de esas Ouled Nai’l especializadas en la danza del vientre. Por algún motivo, Biggar le afecta de mala manera. ¿Por qué? Esto es lo que yo quiero saber. ¿Quién es ese hombre misterioso? ¿Por qué ha venido aquí? ¿Qué hay entre él y Bill que obliga a éste a sobresaltarse, estremecerse y temblar cada vez que le mira? Esto a mí no me gusta nada, querida. Cuando te casaste conmigo, nunca dijiste nada acerca de extraños arrebatos en la familia, y juzgo haber sido tratado mezquinamente. Quiero decir que es un poco fuerte eso de correr con todas las contrariedades y gastos que supone conquistar a la chica amada, sólo para descubrir poco después de la luna de miel que uno es el cuñado de un tipo que padece el mal de San Vito.
Mónica reflexionó.
—Bien pensado —dijo—, recuerdo que, cuando le dije que había venido un capitán Biggar, pareció algo trastornado. Vuelvo a ver claramente una palidez verdosa y una mandíbula inferior colgante. Y ahora he entrado aquí y le he encontrado mesándose los cabellos. Estoy de acuerdo contigo. La cosa es siniestra.
—Y yo te diré algo más —añadió Rory—. Cuando salí del comedor para ir a ver la cena del Derby, Bill se disponía a ir también. «¿Qué le parece?», le dijo a Biggar, y éste, con cara muy solemne, contestó: «Más tarde, quizás. De momento, me gustaría tener unas palabras con usted, lord Rowcester». Con una voz fría y metálica, como un magistrado dispuesto a multarte con cinco libras por haberle robado el casco a un policía la noche de las regatas. Y Bill se atragantó como un ternerillo atropellado y contestó: «Sí, claro, claro», o algo muy parecido. Está bien claro que ese Biggar tiene algo sobre el pobre Bill.
—Pero ¿qué puede tener?
—Ésa es también la pregunta que me he hecho yo, vieja compinche de alegrías y pesares, y creo tener la solución. ¿Recuerdas aquellas historias que leíamos en nuestra adolescencia? El Strand Magazine solía publicarlas en abundancia.
—¿Qué historias?
—Aquellas historias del ojo del ídolo. Aquellas en las que una pandilla va a la India para robar la enorme gema que es el ojo del ídolo. Consiguen la joya, pero despojan a uno de la banda de su parte en el botín, con lo que él, como es lógico, se enfada de mala manera y años más tarde pesca a los otros compinches, uno por uno, en sus respetables mansiones inglesas, y los elimina a todos, a fin de desquitarse. Fíjate en lo que te digo: al bueno de Bill le está acosando ese Bigger porque le dejó sin su parte en los ingresos procedentes del ojo verde del pequeño dios amarillo en el templo de Vishnú, y mucho me sorprenderá que al bajar mañana para desayunar no le encontremos bañado en su propia sangre, con una daga de diseño oriental clavada en la rabadilla.
—¡Burro!
—¿Te refieres a mí?
—Sí, y lo repito. Bill nunca ha estado más al este de Frinton.
—Estuvo en Cannes.
—¿Está en el este Cannes? Nunca lo sé. Pero, desde luego, jamás se ha acercado tan siquiera a un ojo de ídolo indio.
—Eso no se me había ocurrido —confesó Rory—. Sí, admito que eso debilita hasta cierto punto mi argumento. —Caviló intensamente por unos instantes—. ¡Ajá! ¡Ahora lo tengo! Lo veo todo. La hostilidad entre Bill y Biggar se debe al bebé.
—¿De qué diablos estás hablando? ¿Qué bebé?
—El de Bill, trabajando en estrecha colaboración con la hija de Biggar, la niña del ojo de su padre, una pobre e imprudente chiquilla que amó, no sensatamente pero sí con sinceridad. Y si te dispones a decirme que hoy todas las chicas son sensatas, yo te contestaré: «No la que se educó en la escuela misionera de Squalor Lumpit». En esas escuelas misioneras explican los hechos de la vida contándoles a los críos lo de las abejas y las flores, hasta que las pobres bestezuelas ya no saben qué es cada cosa.
—Por todos los cielos, Rory.
—Fíjate en cómo funciona todo con el carácter inevitable de la tragedia griega, o lo que fuese y que resultase tan asquerosamente inevitable. La chica llega a Inglaterra, sin madre para orientarla, conoce a un apuesto joven inglés… ¿y qué ocurre? El primer desliz. El remordimiento… demasiado tarde. El pequeño fardo. La violenta entrevista con el padre. El padre hecho una fiera. Lanza unos cuantos juramentos en algún dialecto de los nativos, enfunda su rifle para matar elefantes y le hace una visita el pobre Bill. «¡Caramba!», como probablemente está diciendo en este momento aquel español en la pantalla del televisor. No obstante, no hay motivo para preocuparse. No creo que él pueda obligarle a casarse con ella. Todo lo que Bill tendrá que hacer será ocuparse de la educación de su retoño. Mandarlo a la escuela y cosas por el estilo. Si es un chico, a Eton. Si es chica, a Roedean.
—Cheltenham.
—Sí, claro. Había olvidado que tú eras una antigua cheltoniana. Pero ahora surge otra pregunta: ¿hay que decirle todo esto a la joven Jill? No me parecería justo permitirle que se case incautamente con un libertino tan fenomenal como William, conde de Rowcester.
—¡No quiero que le llames a Bill libertino fenomenal!
—Es tal como lo describiríamos en Harrige’s.
—De hecho, es probable que estés totalmente equivocado con Bill y Biggar. Ya sé que el pobre chico está muy nervioso, pero lo más seguro es que eso nada tenga que ver con el capitán Biggar. Se debe a que está en vilo, preguntándose si la señora Spottsworth comprará o no la casa. Y a propósito de ello, Rory, cabezota, ¿no puedes hacer nada para ayudar a cerrar el negocio, en vez de dedicarte a meter palos en las ruedas?
—No capto tu orientación.
—Seguiré insistiendo. Desde que llegó la señora Spottsworth, no has hecho más que señalar los defectos de Rowcester Abbey. Sé constructivo.
—¿En qué sentido, reina mía?
—Pues haz que se fije en alguna de las cosas buenas que hay en el lugar.
Rory asintió obedientemente, pero con aire de duda.
—Haré cuanto pueda —repuso—, pero tendré muy poca materia prima con la que trabajar. Y ahora, muchacha, como es de suponer que aquel español se habrá callado ya, unámonos de nuevo a los comensales del Derby. Por alguna razón u otra (el porqué lo ignoro) me hace cierto tilín un animal llamado Oratorio.