Era uno de los dichos favoritos del malogrado A. B. Spottsworth, el cual, aunque enamorado de su esposa a su manera ausente, jamás hubiera podido ser descrito como hombre mujeriego o confundido con uno de aquellos troubadours de la Edad Media, que el secreto de una vida feliz y coronada por el éxito consistía en librarse de las mujeres en la primera oportunidad que se terciara. Procédase a la expulsión del sexo débil, solía decir, quitándose la chaqueta y buscando las fichas del póquer, y habrá llegado el momento de empezar a hacer algo práctico. A menudo había hecho la observación de que, como espectáculo bello y edificante, pocas visiones podían compararse con la de los miembros femeninos de una cena evacuando el comedor una vez concluido el ágape, y dejando a los hombres entregados a sus refrescantes conversaciones masculinas.
A Bill Rowcester, a las nueve de la noche de aquella inquietante jornada, semejante actitud mental le hubiera parecido incomprensible. La última cosa que deseaba en el mundo era la refrescante conversación masculina del capitán Biggar. Y mientras mantenía abierta la puerta del comedor para que pasaran la señora Spottsworth, Mónica y Jill, camino de la sala de estar, le oprimió una sensación de angustia y depresión, mezclada con inquietantes especulaciones acerca de lo que iba a ocurrir a continuación. De hecho, sus emociones eran similares en especie y en intensidad a las que hubiera experimentado una guarnición asediada por los salvajes, en el caso de haber llegado los Marines de Estados Unidos, sólo para dar media vuelta y alejarse en la dirección opuesta.
Verdad era que, por el momento, todo había marchado perfectamente. Incluso él, por muy afectada que se hallara su conciencia, hasta entonces nada había encontrado que pudiera marcar una excepción en la charla del capitán. A lo largo de la cena, comenzando por la sopa y continuando hasta los canapés de sardina, el Cazador Blanco se había ceñido a temas tan neutrales como los jefes caníbales a los que había tratado y a qué se debe hacer cuando uno se ve acorralado por cazadores de cabezas armados con cerbatanas de dardos envenenados. Había explicado dos historias más bien largas y francamente aburridas acerca de un par de amigos suyos a los que llamaba Tubby Frobisher y el Subahdar. Y había recomendado a Jill, en caso de que ella lo necesitara alguna vez, un ungüento excelente para usar en caso de mordedura de cocodrilo. A los corredores de apuestas fraudulentos, las persecuciones campo a través y las matrículas de automóviles no les había dedicado referencia alguna.
Pero ahora, al retirarse las mujeres y quedarse cara a cara dos hombres fuertes —o tres, si se contaba a Rory—, ¿quién podía decir cuánto duraría tan placentera situación? Y Bill no podía menos que confiar en que Rory no canalizara la conversación hacia el tema peligroso preguntándole al capitán si le interesaban las carreras de caballos.
—¿Le interesan las carreras, capitán? —preguntó Rory, apenas se cerró la puerta.
De los labios del capitán Biggar se escapó un sonido muy semejante al último respingo de una cebra moribunda. Bill, que se había alzado más de medio palmo en el aire, lo diagnosticó correctamente como una risa hueca y melancólica. También él había alimentado la idea de proferir algo semejante.
—¿Carreras? —repitió el capitán Biggar con voz estrangulada—. ¿Que si me interesan las carreras? ¡Bueno, que me reduzcan a picadillo y me cocinen con cebollas!
Bill lo hubiera hecho con sumo gusto. Parecióle que semejante proeza culinaria hubiera resuelto todas sus dudas, y lamentó que la idea no se le hubiera ocurrido a uno de los jefes caníbales de los que su huésped había estado hablando.
—Esta noche hay la cena del Derby —prosiguió Rory—. Dentro de un rato iré a echar un vistazo al televisor de la biblioteca. Todos los propietarios principales aparecen en la pantalla para decir qué piensan acerca de sus oportunidades en la carrera de mañana. Claro está que todos esos tipos no tienen ni la más remota idea al respecto. ¿Ha estado usted en el Oaks esta tarde, por casualidad?
El capitán Biggar se expandió como uno de aquellos curiosos peces de Florida que se hinchan si uno los cosquillea.
—¿Que si he estado en el Oaks? ¡Chang suark! Sí, señor, he estado. Y si alguna vez un hombre…
—Bonita esta campiña del Southmoltonshire, ¿no cree, capitán? —dijo Bill—. Pintoresca, como la llaman a veces. El pueblo más cercano a nosotros, Lower Snodsbury, posiblemente se habrá fijado en él cuando venía hacia aquí, tiene una…
—Si alguna vez un hombre ha tenido que tragar bilis en su condenada vida —prosiguió el capitán, cuya coloración era ahora de un rojo tan intenso que fue una suerte que, por una afortunada casualidad, no hubiera toros presentes en el comedor—, he sido yo en Epsom esta tarde. Pasé por el horno como Shadrach, Meshach y Nabucodonosor, o quienquiera que fuese. Mi alma ha quedado hecha tiras y ha pasado por la máquina para escurrir ropa.
Rory chasqueó la lengua compasivamente.
—¿Ha pasado un mal día, verdad?
—Déjeme que le cuente lo ocurrido.
—… iglesia normanda —continuó Bill, con voz débil pero perseverante— que, según tengo entendido, es muy…
—Debo empezar diciendo que desde mi vuelta a la patria me he relacionado con unos cuantos tipos listos, hombres que saben diferenciar los dos extremos de un caballo, como suele decirse, y que me han dado muy buenos consejos. Y hoy…
—… admirada por aquellos a quienes les gustan las iglesias normandas —dijo Bill—. Yo no sé gran cosa al respecto, pero a juzgar por lo que se dice hay una especie de capilla…
El capitán Biggar explotó de nuevo:
—¡No me hable de pillos! ¡Yogi tulsiram jaginath! Esta tarde he conocido al rey de todos ellos, malditas sean sus entrañas. Pues bien, como estaba diciendo, esos amigos míos me han estado dando un buen consejo de vez en cuando, y hoy recomendaron un doble. Lucy Clitters en la de las dos y media y Madre de Whistler para el Oaks.
—Extraordinaria la victoria de Madre de Whistler —comentó Rory—. El consenso de opinión en Harrige’s indicaba que no tenía la menor posibilidad.
—¿Y qué ocurrió? Pues que Lucy Glitters corrió a cien contra seis y Madre de Whistler, como ya habrá oído decir, a treinta y tres contra uno.
Rory le miró con estupefacción.
—¿Quiere decir que su doble salió?
—Sí, señor.
—¿Con esas apuestas?
—Con esas apuestas.
—¿Y cuánto jugaba usted?
—Cinco libras por Lucy Clitters y lo que se consiguiera con ésta por Madre de Whistler.
Los ojos de Rory se desorbitaron.
—¡Dios mío! ¿Oyes eso, Bill? Ha debido de ganar una fortuna.
—Tres mil libras.
—Bueno, que me… ¿Ha oído eso, Jeeves?
Jeeves acababa de entrar con el café. Su porte era tan sereno como siempre. Al igual que Bill, consideraba inquietante la presencia del capitán Biggar en la casa, pero, en tanto que Bill balbuceaba y temblaba, él seguía pareciéndose a una estatua toda ella compostura.
—¿Señor?
—El capitán Biggar ganó tres mil librasen el Oaks.
—¿De veras, señor? Un resultado ciertamente envidiable.
—Sí —dijo el capitán, sombríamente—. Gané tres mil libras y el corredor se las piró.
—¡No! —exclamó Rory, boquiabierto.
—Se lo aseguro.
—¿Se largó con viento fresco?
—Exactamente.
Rory parecía abrumado.
—Nunca había oído algo tan monstruoso. ¿Usted ha oído alguna vez algo tan monstruoso, Jeeves? ¿No te parece el colmo, Bill?
Pareció como si Bill saliera de un trance.
—Lo siento, Rory, pero estaba pensando en otra cosa. ¿Qué decías?
—El pobre Biggar consiguió un doble en Epsom esta tarde y el corredor, el muy cerdo, se largó, quedándole a deber tres mil libras.
Como es natural, Bill se mostró disgustado. Cualquier joven de buenos sentimientos lo hubiera estado, después de oír semejante historia.
—¡Cielos, capitán, esto que le ha ocurrido es terrible! —gritó—. ¿O sea que el corredor se las piró?
—Corriendo como un conejo, y conmigo pisándole los talones.
—No me extraña que se sienta indignado. Estos sinvergüenzas no debieran estar en libertad. A uno le hierve la sangre al pensar en ese…, ese… ¿cómo le hubiera llamado Shakespeare, Jeeves?
—Ese redomado pícaro, miserable y despreciable bellaco, milord.
—Sí. Shakespeare sabía cómo decir las cosas.
—Un mal nacido con cabeza de cucaracha, un orejudo pícaro, un bellaco, un granuja, un devorador de carnes averiadas; un miserable, repugnante, andrajoso…
—Sí, sí, Jeeves, eso es. Uno capta la idea. —Había una cierta agitación en la actitud de Bill—. No se retire, Jeeves. Atice bien el fuego.
—Estamos en junio, milord.
—Lo sé, lo sé, pero me he quedado helado al oír esta espantosa historia. ¿No quiere sentarse, capitán? ¡Ah, ya está usted sentado! Los cigarros, Jeeves. Un cigarro para el capitán Biggar.
El capitán alzó una mano.
—No, gracias. Nunca fumo cuando persigo a una pieza de caza mayor.
—¿Caza mayor? ¡Ah, ya entiendo lo que quiere decir! Se refiere a ese corredor de apuestas. Usted es un Cazador Blanco y ahora está dando caza a corredores blancos —dijo Bill, con una risa torturada—. ¿Bastante bueno, verdad, Rory?
—Buenísimo, muchacho. Me estoy retorciendo de risa. ¿Y ahora puedo ir abajo? Quiero ver la cena del Derby.
—Excelente idea —le aplaudió Bill—. Vayamos todos a ver la cena del Derby. Venga, capitán.
El capitán Biggar no hizo el menor movimiento para seguir a Rory. Se quedó en su asiento, con una cara que parecía más roja que nunca.
—Más tarde, quizá —respondió secamente—. De momento, me gustaría tener unas palabras con usted, lord Rowcester.
—Ciertamente, ciertamente, ciertamente, ciertamente, ciertamente —dijo Bill, aunque no jovialmente—. Usted quédese, Jeeves. Hay mucho que hacer aquí. Limpie un cenicero o algo por el estilo. Déle un cigarro al capitán Biggar.
—El caballero ya ha declinado la oferta de un cigarro hecha por su señoría.
—Es verdad, es verdad. ¡Bien, bien! —exclamó Bill—. ¡Bien, bien, bien, bien, bien! —Encendió uno él, con una mano que temblaba como un diapasón—. Sigamos hablando de ese corredor de apuestas, capitán.
El capitán guardó un momentáneo y sombrío silencio, del cual salió para expresar la sincera esperanza de que algún día pudiera darse el gustazo de ver el color de las entrañas del individuo en cuestión.
—Y ojalá —añadió— pudiera encontrar a esa rata en Kuala Lumpur.
—¿Kuala Lumpur?
Como siempre, Jeeves supo demostrar su utilidad.
—Una localidad en las posesiones de los Estrechos, milord, una colonia de la corona británica en las Indias Orientales y que incluye Malaca, Penang y la provincia de Wellesley, primero establecida como dependencia separada de la corona británica en 1853 y colocada bajo el mando del gobernador general de la India. En 1887, las islas Cocos o Keeling fueron adscritas a la colonia, en 1889 se hizo lo mismo con la isla de Navidad. El señor Somerset Maugham ha escrito profundamente sobre la vida en estos lugares.
—Sí, claro que sí. Ahora lo recuerdo. Tengo entendido que allí se congrega un curioso grupo de pajarracos. El capitán Biggar admitió este punto.
—Un grupo muy curioso de pajarracos. Pero generalmente conseguimos ponerles sal en sus colas. ¿Sabe lo que le ocurre a un moroso en Kuala Lumpur, lord Rowcester?
—No, no creo haberlo oído nunca. No se vaya, Jeeves. Aquí hay un cenicero que le ha pasado por alto. ¿Qué le pasa a un moroso en Kuala Lumpur?
—Le damos al fulano tres días para que pague. Después le visitamos y le entregamos un revólver.
—Eso es todo un detalle por su parte. No hay como fomentar… ¿No querrá decir un revólver cargado?
—Con las seis cámaras cargadas. Miramos con fijeza al miserable, dejamos el revólver sobre la mesa y nos retiramos. Sin pronunciar una sola palabra. Él ya lo entiende.
Bill tragó saliva con cierta dificultad. La tensión de esa conversación empezaba a hacer mella en él.
—Quiere decir que se espera de él que… ¿No es un poco drástico?
Los ojos del capitán Biggar eran tan duros y fríos como huevos para un almuerzo campestre.
—Tal es el código, señor. ¡El código! Es una palabra muy importante entre los hombres que viven en las fronteras del Imperio. Allí, la moral se puede desmoronar con gran rapidez. Bebida, mujeres y deudas de juego que no se pagan, he aquí los escalones que conducen al fondo —dijo—. Bebida, mujeres y deudas de juego que no se pagan —repitió, ilustrándolo con sacudidas de la mano.
—Y eso último ya es el fondo, ¿verdad? ¿Ha oído eso, Jeeves?
—Sí, milord.
—Muy interesante.
—Sí, milord.
—Ensancha un poco la mente.
—Sí, milord.
—Uno vive y aprende, Jeeves.
—Bien cierto, milord.
El capitán Biggar tomó una nuez de Brasil y la rompió con los dientes.
—Tenemos que dar un ejemplo, como portadores de las responsabilidades del hombre blanco. No podemos permitir que los dayaks nos aventajen en materia de código.
—¿Acaso lo intentan?
—Al dayak que deja de pagar una deuda se le corta la cabeza.
—¿Los otros dayaks?
—Sí, señor, los otros dayaks.
—Bien, bien…
—Y entonces se entrega la cabeza al acreedor principal.
Esto sorprendió a Bill. Posiblemente sorprendió también a Jeeves, pero la de Jeeves era una cara que no registraba fácilmente emociones tales como el asombro. Quienes le conocían bien aseguraban haber visto, en situaciones de estrés, cómo un músculo pequeñísimo en la comisura de su boca registraba una breve y ligera vibración, pero lo normal era que sus facciones conservaran una imperturbabilidad uniforme, como las de un indio piel roja de los que anuncian los estancos.
—¡Cielo santo! —exclamó Bill—. Aquí no podría solventarse así una cuestión como ésta. Por ejemplo, ¿quién decidiría quién era el principal acreedor? Imagine las discusiones que se producirían, ¿no es cierto, Jeeves?
—Indiscutiblemente, milord. El carnicero, el panadero…
—Ello sin mencionar a los anfitriones que hubieran agasajado al dayak los fines de semana, y de cuyas casas se hubiera largado él el lunes por la mañana, olvidando pagar lo perdido en el bridge de la noche del sábado.
—En caso de sobrevivir, ello haría que ese dayak se mostrase mucho más prudente en la subasta del bridge, milord.
—Cierto, Jeeves, cierto. ¿Verdad que sí? ¿Se lo pensaría dos veces antes de probar las llamadas jugadas psíquicas?
—Precisamente, milord. Y sin duda titubearía antes de sacar a su compañero de un doblado peligroso.
El capitán Biggar rompió otra nuez y, en medio del silencio, esta operación sonó como una de aquellas explosiones que causan una mortandad.
—Y ahora —dijo—, con su permiso me gustaría interrumpir el ghazi havildar e ir directamente al grano, lord Rowcester. —Hizo una pausa momentánea mientras ordenaba sus pensamientos—. Referente a ese corredor de apuestas.
Bill parpadeó.
—¡Ah, sí, ese corredor! Sé a qué corredor se refiere.
—Por el momento, se me ha escurrido entre las manos, y lamento decirlo, pero tuve la precaución de memorizar la matrícula de su coche.
—¿Sí? Una medida astuta, Jeeves.
—Muy astuta, milord.
—Y después hice indagaciones con la policía. ¿Y sabe lo que me dijeron? Dijeron que el número de la matrícula del coche, lord Rowcester, era el de usted.
Bill le miró estupefacto.
—¿El mío?
—El suyo.
—Pero ¿cómo podía ser el mío?
—Ése es el misterio que tendremos que resolver. Ese Honrado Patch Perkins, como decía llamarse, debió de agenciarse el coche de usted… con o sin su permiso.
—¡Incrédulo!
—Increíble, milord.
—Gracias, Jeeves. ¡Increíble! ¿Cómo iba yo a conocer a un Honrado Patch Perkins?
—¿No le conoce?
—Nunca he oído hablar de él en toda mi vida. Nunca le he puesto la vista encima. ¿Qué aspecto tiene?
—Es alto… más o menos de la talla de usted… y lleva un bigote rojizo y un parche negro sobre su ojo izquierdo.
—No, qué diablos, eso no es posible… ¡Ah, ya comprendo lo que quiere decir! Un parche negro sobre el ojo izquierdo y un bigote rojizo sobre el labio superior. Pensé por un momento…
—Y una americana a cuadros y una corbata carmesí con herraduras azules.
—¡Cielo santo! Debe de ofrecer un aspecto atroz, ¿no cree, Jeeves?
—Ciertamente, muy distante de soigné, milord.
—Muy distante de soigné. Y a propósito, Jeeves, eso me recuerda una cosa. Bertie Wooster me dijo que en cierta ocasión usted le hizo esa observación, y que ello le dio la idea para una balada que había de titularse «Bajando por el río soigné». ¿Sabe si salió algo de todo ello?
—Creo que no, milord.
—Supongo que Bertie no fue capaz de hacerlo, pero, en manos de la persona adecuada, aquí se puede ver un hit en el campo de la canción.
—Sin duda, milord.
—Cole Porter probablemente lo haría.
—Es totalmente concebible, milord.
—O bien Oscar Hammerstein.
—Entraría perfectamente en las posibilidades del talento del señor Hammerstein, milord.
No sin cierta impaciencia, el capitán Biggar impuso entonces orden en la reunión.
—¡Al diablo con los hits de la canción y todos los Cole Porter! —exclamó con una brusquedad ante la cual Emily Post hubiera fruncido el ceño—. Yo no estoy hablando de Cole Porter; estoy hablando de ese maldito corredor de apuestas que hoy ha utilizado su coche.
Bill meneó la cabeza.
—Mi estimado perseguidor de pumas y otras fieras, dice usted que está hablando de malditos corredores de apuestas, pero omite añadir que está usted hablando sin ton ni son. Bien dicho eso, ¿verdad, Jeeves?
—Sí, milord. Muy bien planteado.
—Evidentemente, lo que ocurrió fue que el amigo Biggar se equivocó de número.
—Sí, milord.
El color rojo de la faz del capitán Biggar se tornó purpúreo. Su orgulloso espíritu había sufrido una afrenta.
—¿Me está usted diciendo que no conozco el número de matrícula de un coche al que he seguido todo el trecho desde Epsom Downs hasta Southmoltonshire? Ese coche fue utilizado hoy por Honrado Patch Perkins y su empleado, y yo le estoy preguntando si usted se lo prestó.
—Mi querido amigo, ¿prestaría yo mi coche a un fulano con chaqueta de cuadros y una corbata carmesí, ello sin mencionar un parche negro y un bigote rojizo? Ello no es…, ¿qué, Jeeves?
—Factible, milord —repuso Jeeves con una tosecilla—. Es posible que la vista del caballero necesite atención médica.
El capitán Biggar se infló visiblemente.
—¿Mi vista? ¿Mi vista? ¿Sabe usted con quién está hablando? Soy Bwana Biggar.
—Lamento que el nombre me resulte extraño, señor. Pero sigo manteniendo que ha cometido usted el perdonable error de no haber leído correctamente el número de la matrícula.
Antes de hablar nuevamente, el capitán Biggar se vio obligado a tragar saliva un par de veces, a fin de recuperar la compostura. También tomó otra nuez.
—Mire —dijo, casi con suavidad—. Cabe que no esté usted al corriente de estas cosas. No ha sido informado de quién es quién y de qué es qué. Yo soy Biggar el Cazador Blanco, el más famoso Cazador Blanco en toda África e Indonesia. Puedo colocarme sin el menor temor en el camino de un rinoceronte lanzado a la carga… ¿y por qué? Porque mi visión ocular es tan soberbia que yo sé…, yo sé que puedo alcanzarle en un punto vulnerable antes de que se me haya acercado a sesenta pasos. Ésa es la clase de vista que yo poseo.
Jeeves mantuvo su férrea posición.
—Temo no poder cambiar mi postura, señor. Concedo que pueda haber adiestrado su visión para el tipo de contingencia que acaba de describir, pero, por más que yo esté escasamente informado sobre el tema de la fauna mayor en el Este, no creo que los rinocerontes estén provistos de números de matrícula.
Parecióle a Bill llegado el momento de verter aceite en aquellas aguas tempestuosas y de pronunciar unas palabras reconfortantes.
—Con respecto a ese corredor de apuestas, capitán, creo poder aportar una nota de esperanza. Concedo que tomó las de Villadiego con lo que fue, al parecer, la celeridad propia de una liebre acosada, pero yo creo que, cuando en el campo florezcan las margaritas, le pagará. Tengo la impresión de que simplemente trata de ganar tiempo.
—Yo le daré tiempo —dijo el capitán, ceñudo—. Procuraré que disponga de él en abundancia. Y cuando haya pagado su deuda con la Sociedad, yo me ocuparé de él personalmente. Es una verdadera lástima que no nos encontremos en Oriente. Allí entienden de estas cosas. Si a uno se le conoce como un buen tirador y el otro es todo lo contrario… bueno, no se hacen demasiadas preguntas.
Bill se estremeció como un cervatillo asustado.
—¿Preguntas acerca de qué?
—«De buena pieza nos hemos librado», es la expresión que viene a resumir la actitud de aquella gente. Cuantos menos haya de esa calaña, tanto mejor para el prestigio anglosajón.
—Supongo que no deja de ser una manera de enfocar las cosas.
—No me importa contarles que en mi fusil hay un par de muescas que nada tienen que ver con búfalos… ni con leones… ni con antílopes… ni con rinocerontes.
—¿Sí? ¿Qué indican, pues?
—Bellacos[3].
—Ah, sí, son esos bichos parecidos a leopardos y que corren como caballos de carreras.
Jeeves se vio obligado a introducir una corrección.
—Son algo más rápidos, milord. Media milla en cuarenta y cinco segundos.
—¡Cielos, es asombroso! Eso es correr, ¿no cree, Jeeves?
—Sí, milord.
—Viene un guepardo y… ya se aleja, podríamos decir. El capitán Biggar emitió un resuello de impaciencia.
—Bellacos, he dicho yo. No estoy hablando de guepardos…, aunque también haya tumbado a unos cuantos.
—¿También?
—También.
—Comprendo —dijo Bill, tragando saliva—. También.
Jeeves tosió discretamente.
—¿Puedo ofrecer una sugerencia, milord?
—Claro que sí, Jeeves. Ofrezca unas cuantas.
—Acaba de pasar una idea por mi mente, milord. Se me ha ocurrido que es muy posible que ese individuo del hipódromo contra el cual el capitán Biggar nutre un justificable rencor, hubiera sustituido su matrícula por otra falsa…
—¡Por Júpiter, Jeeves, ha dado usted en el clavo!
—… y que por una extraña coincidencia hubiese elegido para esa matrícula falsa el número de la del coche de su señoría.
—Exactamente. Ésa es la solución. Es extraño que no pensáramos antes en ella. Eso lo explica todo, ¿verdad, capitán?
El capitán Biggar guardaba silencio. Su entrecejo arrugado indicaba que estaba evaluando la idea.
—Pues claro que sí —prosiguió Bill, alegremente—. Jeeves, su voluminoso cerebro, con su sólida reserva de pescado, ha solucionado lo que sin usted hubiera quedado como uno de esos misterios históricos acerca de los cuales a veces leemos algo. Si llevara puesto un sombrero, me descubriría ante usted.
—Me satisface haber sido útil, milord.
—Siempre lo es, Jeeves, siempre lo es. Eso es lo que le hace merecedor de una estimación tan general.
El capitán Biggar asintió con la cabeza.
—Sí, supongo que bien pudo haber ocurrido así. No parece que haya otra explicación.
—Es bueno aclarar estas cosas —dijo Bill—. ¿Un poco más de oporto, capitán?
—No, gracias.
—Entonces creo que podríamos reunimos con las señoras. Probablemente se estarán preguntando qué diablos ha podido ocurrimos y estén diciendo: «Él no viene», como… ¿como quién, Jeeves?
—Mariana, la de la Granja del Foso, milord. Sus lágrimas caen al anochecer con el rocío; sus lágrimas caen allí donde el rocío se ha secado. No puede contemplar el dulce cielo ni por la mañana ni al caer la tarde.*
—Bueno, no creo que nuestra ausencia les haya afectada tan profundamente. No obstante, sería conveniente… ¿Viene, capitán?
—Antes tendría que hacer una llamada por teléfono.
—Puede hacerla desde la sala de estar.
—Una llamada privada.
—Ah, perfectamente… Jeeves, acompañe al capitán Biggar a sus dominios y muéstrele el teléfono.
—Muy bien, milord.
Una vez a solas, Bill se entretuvo por unos momentos, ya que las prisas por reunirse con las damas en el salón competían con el deseo de apurar otro vasito de oporto a guisa de celebración. Tenía la impresión de que el Honrado Patch Perkins había dejado atrás una fea situación.
El único pensamiento que mitigaba su contento tenía que ver con Jill, pues no estaba muy seguro sobre su posición con respecto a esa estrella polar de su vida. Durante la cena, la señora Spottsworth, sentada a su derecha, se había mostrado más amistosa de cuanto hubieran podido hacer esperar sus más negras aprensiones, y él creía haber detectado en los ojos de Jill una de aquellas miradas frías y pensativas que son lo último que, en cuestión de miradas, desea ver un joven enamorado en los ojos de su adorada.
Afortunadamente, la camaradería de la señora Spottsworth había menguado a medida que transcurría la cena y el capitán Biggar empezaba a monopolizar la conversación. Dejó de hablar de los lejanos días en Cannes y guardó profundo silencio mientras el Cazador Blanco disertaba sobre vastas selvas y solitarios desiertos, y acerca de los caníbales que se comen unos a otros, los antropófagos, y de hombres cuyas cabezas les llegaban a ellos más abajo de los hombros.
Estas explicaciones tocaron la faceta seria de la señora Spottsworth, eliminando por completo el tema Cannes, de modo que nunca hay mal que por bien no venga.
Jeeves regresó y Bill le saludó efusivamente, como al hombre que ha librado una buena pelea.
—Fue un buen chispazo de su cerebro, Jeeves.
—Gracias, milord.
—Alivió considerablemente la situación. ¿No cree que sus sospechas han quedado mitigadas?
—Uno estaría dispuesto a creerlo así, milord.
—Sepa, Jeeves, que incluso en esos tiempos tan alborotados de la posguerra, con la revolución social asomando la nariz en cada esquina y con la Civilización, como diría usted, en un crisol de razas, todavía es una ventaja figurar en letras de molde en el Debrett’s Peerage.
—Indiscutiblemente, milord. Confiere a un caballero una cierta categoría.
—Exacto. La gente da por sentado que uno es respetable. Tomemos un conde, por ejemplo. Va por ahí y la gente dice: «Ah, un conde», y ya no se fija en nada más. Lo último que se les ocurriría pensar es en la posibilidad de que, en sus momentos de ocio, se ponga parches y bigotes falsos y de pie sobre un cajón de madera, con una chaqueta a cuadros y una corbata con herraduras azules, grite: «¡Cinco a uno la apuesta, primera carrera!».
—Precisamente, milord.
—Una situación satisfactoria.
—Altamente satisfactoria, milord.
—No me importa confesar, Jeeves, que en el día de hoy ha habido momentos en que he tenido la impresión de que sólo me quedaba reconocer que había llegado al final de todo, pero ahora me falta muy poco para ponerme a cantar como los querubines y los serafines. ¿Eran los querubines y los serafines los que cantaban, verdad?
—Sí, milord. Hosanna, principalmente.
—Me siento como un hombre nuevo. La desagradable sensación de haberme tragado un puñado de mariposas, que me asaltó cuando se encendieron las luces rojas, redoblaron los tambores y aquel Cazador Blanco disparó desde su foso junto a mi hombro, ha desaparecido por completo.
—Me alegra mucho oírlo, milord.
—Sabía que sería así, Jeeves, lo sabía. La compasión y la comprensión son dos de sus virtudes. Y ahora —dijo Bill—, voy a reunirme con las señoras en el salón y aliviar a las pobrecillas de tanto suspense.