La señora Spottsworth había entrado majestuosamente en la habitación, con el aire confiado de la mujer que sabe que su sombrero es el adecuado, su traje es el conveniente, sus zapatos son apropiados y sus medias están impecables, y que tiene como unos cuarenta y dos millones de dólares guardados en forma de sólidos valores, y Bill, con una destartalada casa rural en venta, debió de ver en ella un espectáculo alentador. Y es que parecía indiscutiblemente la clase de persona capaz de comprar gruesas y destartaladas casas de campo inglesas sin pensarlo dos veces.
Pero su mente no se centraba en transacciones comerciales. Se había remontado unos años atrás y se encontraba en la Riviera francesa, donde él y esa mujer se habían conocido y —cosa que él no podía ocultarse a sí mismo— habían trabado una muy considerable amistad.
Todo había sido perfectamente inocente, desde luego —tan sólo unos pocos paseos en coche a la luz de la luna, un par de baños y charlas en Edén Roe, y el intercambio corriente de cortesías al uso de la Riviera— pero le pareció que existía grave peligro de que él introdujera ahora en sus relaciones aquel toque de nostalgia que es lo último que un joven desea cuando tiene en las cercanías a su prometida… y una prometida, además, que ya había dado pruebas de alimentar desagradables sospechas.
La señora Spottsworth se le había presentado como una total y penosa sorpresa. En Cannes, él había tenido la impresión de que su nombre era Bessemer, pero en lugares como Cannes, desde luego, uno no se preocupa mucho por los apellidos. Recordaba que siempre se había dirigido a ella como Rosie, y ella —se estremeció al acordarse— le había llamado Billiken. Ante sus ojos se presentó una clara pero desagradable imagen de la cara de Jill cuando oyera aquella noche, durante la cena, que ella se le dirigía como Billiken. Y lo peor era que, debido a su inadvertencia, había omitido mencionar a Jill la existencia de la señora Bessemer, aquella conocida de la Riviera y creía más que concebible que ella le exigiera una explicación al respecto.
—Me alegra verte de nuevo, Rosalinda —dijo Mónica—. Me complace que hayas encontrado sin problemas el camino hasta aquí. Es un poco intrincado cuando se deja la carretera principal. Mi esposo, sir Roderick Carmoyle. Y él es…
—¡Billiken! —gritó la señora Spottsworth, con todo el entusiasmo de una naturaleza generosa.
Era evidente que si el éxtasis ocasionado por ese inesperado encuentro era más bien unilateral, por parte de ella al menos existía en abundancia.
—¿Cómo? —exclamó Mónica.
—El señor Belfry y yo somos viejos amigos. Nos conocimos en Cannes hace unos años, cuando yo era la señora Bessemer.
—¡Bessemer!
—Fue poco después de que mi marido falleciera debido a un choque frontal con un camión cargado de botellas de cerveza, en el Jericho Turnpike. Se llamaba Clifton Bessemer.
Mónica dirigió una mirada de satisfacción y felicitación a Bill. Estaba perfectamente al corriente de la actividad de la señora Bessemer en Cannes. Sabía que su hermano había hecho objeto de un intenso galanteo a la señora Bessemer, ¿y qué mejores cimientos en los que construir podía tener un joven con una casa en venta?
—Pues esto es magnífico —dijo—. Tendréis muchas cosas de las que hablar, ¿verdad? Pero ahora él ya no es el señor Belfry, sino lord Rowcester.
—Ha cambiado su nombre —explicó Rory—. La policía le sigue los pasos, y le era esencial un alias.
—Vamos, no digas tonterías, Rory. Heredó el título —dijo Mónica—. Ya sabes cómo funciona esto en Inglaterra. Empiezas como una cosa y después se muere alguien y tú experimentas un cambio. Nuestro tío, lord Rowcester, la diñó no hace mucho tiempo y Bill era su heredero, por lo que descolgó el Belfry y asumió el Rowcester.
—Comprendo. Pero de todos modos para mí siempre será Billiken. ¿Cómo estás, Billiken?
Bill consiguió encontrar el habla, aunque no mucha, y cuanto había de ella tenía una cualidad más bien ronca.
—Estoy bien, gracias… er… Rosie.
—¿Rosie? —repitió Rory, sobresaltado, y natural como siempre sin el menor intento de ocultar su sorpresa—. ¿Te he oído decir Rosie?
Bill le dirigió una mirada glacial.
—El nombre de la señora Spottsworth, como ya has sabido a través de una fuente generalmente bien informada —o sea Moke— es Rosalinda. Todos sus amigos (incluso amistades casuales como yo) la llamaban Rosie.
—Ah, bueno —dijo Rory—. Desde luego, desde luego. Muy lógico, claro.
—¿Amistades casuales? —dijo la señora Spottsworth, apenada. Bill se arregló la corbata.
—Bueno, me refiero a tipos que sólo te conocían por haber coincidido en Cannes, y otros por el estilo.
—¡Cannes! —gritó la señora Spottsworth extáticamente—. ¡Querida, soleada, alegre y deliciosa Cannes! ¡Qué buenos ratos pasamos allí, Billiken! ¿Recuerdas…?
—Sí, sí —dijo Bill—. Todo muy divertido. ¿No te apetece una copa, un bocadillo, un cigarro o algo por el estilo?
Fervientemente, bendijo al pequinés de los Mainwaring por ser un hipocondríaco recalcitrante que había obligado a Jill a desplazarse al otro lado del condado. Cuando regresara, confiaba en que la señora Spottsworth, más calmada, se mostraría menos expansiva sobre el tema de los buenos tiempos pasados. Él mismo se impuso la tarea de mitigar su exuberancia.
—Me complace darte la bienvenida a Rowcester Abbey —dijo con toda formalidad.
—Sí, espero que te guste —dijo Mónica.
—¡Es el lugar más maravilloso que haya visto nunca!
—¿Lo crees así? Yo lo calificaría de vieja ruina cubierta de moho —intervino Rory muy serio, y tuvo la suerte de que sus ojos no se encontrasen con los de su mujer—. Lleva siglos desmoronándose. Apuesto a que si sacude esos cortinajes, echarán a volar un par de murciélagos.
—¡La pátina del tiempo! —exclamó la señora Spottsworth—. La adoro. —Cerró los ojos y murmuró—: Los muertos, en montones de una docena, se aferran a ti cuando pasas.
—Qué idea más atroz —dijo Rory—. En mi opinión, en plan de agarrar, un par de ellos ya sería pasarse.
La señora Spottsworth abrió los ojos y sonrió.
—Voy a decirles algo muy extraño —anunció—. Algo que me causó tanta impresión cuando llegué ante la puerta principal que tuve que sentarme por unos momentos. El mayordomo creyó que estaba enferma.
—¡Espero que no!
—No, en absoluto. Simplemente… me sentí sobrecogida. Comprendí que yo había estado aquí antes.
Mónica adoptó una expresión de cortés extrañeza y fue Rory el encargado de aportar una explicación.
—¿Como visitante turística? —dijo—. Con aquella muchedumbre que solía venir los viernes durante los meses de verano, para que les enseñaran el lugar pagando un chelín por barba. Los recuerdo bien de los días en que tú y yo ya salíamos, Moke. Los Mirones, les llamábamos. Llegaban en autocares descapotados y dejaban caer trozos de chocolate con nueces sobre las alfombras, aunque este hecho no empeorase en absoluto el estado general de éstas. Ahora ya no hay visitas, ¿verdad, Bill? Supongo que es que ya no queda nada que mirar. El difunto lord Rowcester —explicó a la visitante— vendió a los americanos sus mejores trastos, y ahora ya no queda aquí nada que valga la pena mirar. Hace unos momentos, le estaba diciendo a mi mujer que lo mejor que podría hacerse, con mucho, en Rowcester Abbey sería quemarlo todo.
Mónica no pudo contener un leve gemido y alzó los ojos al cielo como si implorase que un rayo aniquilase a aquel hombre. Si ésta era la idea que tenía su Roderick con respecto a venderle géneros a un cliente, parecía un milagro que alguna vez hubiera podido colocar una manguera, una segadora de césped o un baño para los pájaros.
La señora Spottsworth meneó la cabeza con una sonrisa indulgente.
—No, no, yo no quería decir que hubiera estado aquí con mi actual envoltorio corporal. Me refiero a una encarnación anterior. Sepan que yo soy rotacionista.
Rory asintió, comprensivo.
—Ah, sí. Alces, Guardianes del Templo y todo eso. Los he visto en fotografías, con unos sombreros muy raros.
—No, no, usted se confunde con los rotarios. Yo soy rotacionista, que es algo muy diferente. Nosotros creemos que renacemos como uno de nuestros antepasados cada novena generación.
—¿Novena? —repitió Mónica, y empezó a contar con los dedos.
—La novena casa mística. Supongo que habrá leído el Zend Avesta de Zoroastro, ¿verdad, sir Roderick?
—Siento decir que no. ¿Es bueno?
—Esencial, diría yo.
—Lo incluiré en mi lista de la biblioteca —aseguró Rory—. ¿Es de Agatha Christie, verdad?
Mónica había completado sus cálculos.
—Novena… Me parece que se trata de lady Barbara, la tunante más célebre del reinado de Carlos II.
La señora Spottsworth quedó impresionada.
—Supongo que debería llamarte lady Barbara y preguntarte acerca de tu último enredo amoroso.
—Ojalá pudiera recordarlo. Por lo que he oído decir de ella, sería toda una historia.
—¿Dejaba que el sol la bronceara de pies a cabeza? —preguntó Rory—. ¿Ó era más bien una chica muy de su casa?
La señora Spottsworth había cerrado otra vez los ojos.
—Noto influencias —dijo—. Incluso oigo leves murmullos. ¡Qué extraño es llegar a una casa que una visitó hace trescientos años! Piensen en todas las existencias vividas entre estas antiquísimas paredes. Y aquí están todas, a nuestro alrededor, creando un aura intrigante para esta casa tan antigua y deliciosa.
Mónica captó la mirada de Bill.
—Es cosa hecha, Bill —murmuró.
—¿Qué? —dijo Rory en voz alta—. ¿Qué es cosa hecha?
—Oh, cállate ya…
—Pero ¿qué es la…? ¡Ay! —Se frotó la espinilla que acababa de recibir un magistral puntapié—. Oh, ah, sí, desde luego. Sí, comprendo lo que quieres decir.
La señora Spottsworth se pasó una mano por la frente. Parecía sumida en una especie de trance mediúmnico.
—Me parece recordar una capilla. ¿Hay una capilla aquí?
—En ruinas —contestó Mónica.
—No es necesario que se lo digas, muchacha —la reconvino Rory.
—Lo sabía. ¿Y hay una Galería Larga?
—Eso es —dijo Mónica—. En el siglo dieciocho hubo un duelo en ella. Todavía se pueden ver los agujeros de las bajas en las paredes.
—Y manchas oscuras en el suelo, sin duda. Este lugar ha de estar lleno de fantasmas.
Ésta era una idea que convenía desalentar desde un buen principio, pensó Mónica.
—¡Oh, no, eso no debe preocuparte! —exclamó—. Nada de ese estilo en Rowcester Abbey —añadió, y le sorprendió observar que su huésped la estaba mirando con unos ojazos lastimeros, como el crío al que se informa que el postre de la cena no llevará mantecado.
—¡Pero es que yo quiero fantasmas! —alegó la señora Spottsworth—. Debo tener fantasmas. ¿No iréis a decirme que no hay ninguno?
Rory volvió a mostrarse útil.
—En la planta baja hay lo que nosotros llamamos un retrete embrujado —explicó—. De vez en cuando, siempre que no haya nadie cerca de él, la taza se llena de repente, y cuando se espera una muerte en la familia el agua no deja de manar. Pero no sabemos si se trata de un espectro o es tan sólo un defecto de fontanería.
—Probablemente un poltergeist —dijo la señora Spottsworth, que parecía algo decepcionada—. Pero ¿no hay manifestaciones visuales?
—No lo creo.
—No digas tonterías, Rory —le reprendió Mónica—. Lady Agatha. La señora Spottsworth se mostró intrigada.
—¿Quién era lady Agatha?
—La esposa de sir Caradoc, el Cruzado. Ha sido vista varias veces en las ruinas de la capilla.
—Fascinante, fascinante —dijo la señora Spottsworth—. Y ahora permitidme que os conduzca a la Galería Larga. No me digáis dónde está. Dejadme ver si sé encontrarla por mi cuenta.
Cerró los ojos, se oprimió las sienes con las puntas de los dedos, hizo una pausa momentánea, abrió los ojos y echó a andar. Al llegar a la puerta, hizo su aparición Jeeves.
—Perdone, milord.
—¿Sí, Jeeves?
—Con respecto al perro de la señora Spottsworth, milord, agradecería instrucciones acerca de su horario de comidas y su dieta.
—Pomona es muy tolerante con sus apetencias —indicó la señora Spottsworth—. Suele cenar a las cinco, pero no tiene nada de remilgada.
—Gracias, señora.
—Y ahora debo concentrarme. Esto es una prueba.
La señora Spottsworth se aplicó de nuevo las puntas de los dedos a las sienes.
—Sígueme, por favor, Mónica. Tú también, Billiken. Voy a conduciros directamente a la Galería Larga.
La procesión cruzó la puerta y Rory, tras contemplarla plácida y detenidamente, se volvió hacia Jeeves encogiéndose de hombros.
—¿Una chiflada, verdad?
—La señora parece apartarse un tanto de las normas generalmente aceptadas, sir Roderick.
—Está más loca que una cabra. Le diré una cosa, Jeeves. Una cosa así no se toleraría en Harrige’s.
—¿No, señor?
—Ni por un momento. Si esa señora Dogsbody, o como diablos se llame, entrase en la sección de, por ejemplo, Pastelería, Galletas y Repostería en General, y empezara a comportarse de este modo, los detectives de la casa la agarrarían por el asiento de los pantalones y se encontraría en medio de la calle antes de que el primer disparate saliera de sus labios.
—¿De veras, sir Roderick?
—Se lo digo yo, Jeeves. Yo mismo pasé por una experiencia similar poco después de entrar en la casa. Me encontraba una mañana en mi puesto (en aquel entonces yo estaba en Jarros, Botellas y Artículos para Comidas Campestres) cuando entró una mujer. Bien vestida, de aspecto refinado y nada que objetar en ella, excepto que llevaba un casco de bombero. Empecé a ofrecerle nuestro servicio cortés. «Buenos días, señora —dije—. ¿Qué puedo hacer por usted, señora? ¿Algo para merendar en el campo? ¿Una jarra? ¿Una botella?». Me miró fijamente. «¿Le interesan las botellas, gárgola?», me preguntó, calificándome de gárgola por alguna razón. «Pues sí, señora», repliqué. «Entonces, ¿qué le parece ésta?», dijo, y al mismo tiempo se apoderó de una enorme garrafa y la descargó con fuerza en el punto exacto donde se hubiera encontrado mi hueso frontal de no haber retrocedido yo de golpe, como una ninfa sorprendida en pleno baño. La garrafa se hizo trizas contra el mostrador. Fue más que suficiente. Hice una señal a los detectives de los almacenes y éstos le echaron el guante.
—Muy desagradable, sir Roderick.
—Sí, confieso que me hizo pasar un mal rato. A punto estuve de dejar mi trabajo. Resultó que recientemente le había legado una fortuna un tío riquísimo en Australia, y que esto le había hecho perder la razón. Creo que el problema de esa señora Dogsbody viene a ser el mismo. Según me ha contado mi mujer, heredó un puñado de millones de todo un pelotón de maridos muertos, y ese hecho ha motivado que perdiera la chaveta. El dinero no ganado, Jeeves, siempre sienta mal. No hay nada como tener que bregar para ganarse la vida. Yo soy dos veces el hombre que era desde que me he sumado a las filas de los trabajadores de la tierra.
—Coincide usted exactamente con el Bardo, sir Roderick. «Son las obras las que deben ganar el premio».
—Exactamente. Eso es. Y hablando de ganar premios, ¿qué hay de mañana?
—¿Mañana, sir Roderick?
—El Derby. ¿Sabe usted algo?
—Me temo que no, sir Roderick. Parece que se tratará de un certamen excepcionalmente abierto. Según tengo entendido, el favorito es Voleur, de Monsieur Boussac. Quince a dos al cerrar ayer por la noche, y el precio probablemente se reducirá a seises o incluso cincos para el S. P. Pero el animal en cuestión es algo pequeño y de frágil osamenta para una prueba tan dura. Es verdad, desde luego, que hemos visto superar un handicap como éste. El nombre de Manna, el ganador de 1925, acude a la mente, e Hiperión, otro caballo más bien pequeño, batió el récord de la carrera, previamente detentado por Flying Fox, cubriendo la distancia en dos minutos y treinta y cuatro segundos.
Rory le miró con estupefacción.
—¡Por Júpiter! ¿Conoce usted bien el paño, verdad?
—A uno le agrada mantenerse au courant en estas cuestiones, señor. Son, podríamos decir, parte esencial de una educación.
—Pues sin la menor duda tendré otra charla con usted mañana, antes de hacer mi apuesta.
—Me agradará muchísimo poder serle útil, sir Roderick —dijo Jeeves cortésmente, y abandonó quedamente la habitación dejando a Rory con la sensación, tan universal entre aquellos que trababan conocimiento con ese gran hombre, de que habían establecido contacto con un espíritu tan sabio como amable en cuyas manos podía depositar sus asuntos sin la menor inquietud.
Unos momentos después, entró Mónica con aspecto de estar algo fatigada.
—Hola, muchacha —le saludó Rory—. ¿De regreso de tus correrías? ¿Ha encontrado la maldita galería?
Mónica asintió con la cabeza.
—Sí, después de hacerme recorrer toda la casa. Ha dicho que por un rato había perdido su influencia. Sin embargo, no creo que esté nada mal después de trescientos años.
—Le estaba diciendo a Jeeves hace un momento que esa mujer está más loca que una cabra. Aunque, a propósito de ello, ¿cómo se han ganado las cabras esa reputación de desequilibrio mental? Ahora que ya se ha instalado en este país, espero que pronto recibirá toda clase de ofertas halagüeñas por parte de Colney Hatch y otros establecimientos similares. ¿Y qué se ha hecho de Bill?
—No ha hecho todo el recorrido. Desapareció. Supongo que fue a vestirse.
—¿En qué estado se encontraba?
—Ojos vidriosos y sobresaltado al oír cualquier ruido repentino.
—¡Ah, todavía nervioso! Desde luego, nuestro William se muestra muy excitable. Pero yo tengo otra teoría referente al viejo Bill —dijo Rory—. Yo no creo que su nerviosismo se deba a sentirse acosado por la policía. Ahora lo atribuyo a haber conseguido ese empleo con el Consejo Agrícola y, como todos estos novatos, haberse tomado las cosas demasiado a pecho al principio. Nosotros, los que no estamos acostumbrados a trabajar, tenemos que aprender a controlar nuestras fuerzas, a mantener algo en reserva, si comprendes lo que quiero decir. Esto es lo que les estoy predicando siempre a los muchachos más nuevos que yo. En su mayoría me escuchan, pero hay un chico (Ropas para Tallas Pequeñísimas) cuyo empuje es algo que no se ha visto nunca. Ese muchacho se quemará antes de haber cumplido los cincuenta. ¡Hola, mira a quién tenemos aquí!
Miró, desconcertado a una joven alta y agraciada que acababa de entrar, y descartó la momentánea impresión de que se tratase del espectro de lady Agatha que, harto ya de la capilla en ruinas, se presentara para sumarse a la reunión. Sin embargo, no logró situarla. Mónica vio con mayor claridad de qué se trataba. Observando la cofia y el delantal, dedujo que debía de tratarse de aquella figura casi legendaria, la camarera.
—¿Ellen? —probó.
—Sí, milady. Estaba buscando a su señoría.
—Creo que está en su habitación. ¿Algo que yo pueda hacer?
—Se trata de este caballero que acaba de llegar y que desea ver a su señoría, milady. Le he visto llegar en su coche y, por estar el señor Jeeves atareado en el comedor, yo he abierto la puerta y le he hecho pasar al salón de mañanas.
—¿Quién es?
—Un tal capitán Biggar, milady. Rory dejó escapar una risita.
—¿Biggar? Me recuerda aquel juego que tanto nos divertía cuando éramos pequeños, Moke: la Familia Bigger[1].
—Lo recuerdo.
—¿De veras? Entonces ¿quién es mayor, el señor Bigger, o la señora Bigger?
—Realmente, Rory…
—El señor Bigger, porque él es el papá Bigger. ¿Y quién es mayor, el señor Bigger o su tía solterona?
—Acuérdate de que ahora ya no eres un niño.
—¿Usted puede decírmelo, Ellen?
—No, señor.
—Tal vez pueda hacerlo la señora Dogsbody —sugirió Rory, al entrar dicha dama con notable ímpetu.
Había una expresión de modesto triunfo en el hermoso rostro de la señora Spottsworth.
—¿Se lo habéis contado a sir Roderick? —quiso saber.
—Yo se lo he dicho —contestó Mónica.
—He encontrado la Galería Larga, sir Roderick.
—Tres calurosos hurras —dijo Rory—. Continúe con esta práctica y pronto encontrará bombos en las cabinas telefónicas. Pero archivemos esto por un momento; ¿usted sabe quién es mayor, si el señor Bigger o su tía solterona?
La señora Spottsworth pareció perpleja.
—¿Cómo dice?
Rory repitió la pregunta y la perplejidad de ella fue en aumento.
—Pero es que no lo entiendo…
—Rory dedicado a uno de sus conjuros —dijo Mónica.
—La tía solterona —explicó Rory— porque, ocurra lo que ocurra, ella siempre es Bigger.
—No le hagas caso —recomendó Mónica—. En estas ocasiones es perfectamente inofensivo. Sólo se trata de que ha llegado un capitán llamado Biggar y eso le ha excitado. Dentro de unos momentos ya estará bien.
Los bellos ojos de la señora Spottsworth se habían abierto más de lo normal.
—¿El capitán Biggar?
—Hay otro —anunció Rory, con el entrecejo fruncido—, sólo que de momento se me escapa. Pronto lo recordaré. Es algo acerca del señor Biggar y su hijo.
—¿El capitán Biggar? —repitió la señora Spottsworth. Se volvió hacia Ellen—. ¿Es un caballero con una cara más bien colorada?
—Es un caballero con una cara muy colorada —contestó Ellen, que era una joven a la que le agradaba puntualizar las cosas.
La señora Spottsworth se llevó una mano al corazón.
—¡Es extraordinario!
—¿Le conoces? —preguntó Mónica.
—Es un antiguo, muy antiguo amigo mío. Le conocí cuando…
Oye, Mónica, ¿podrías…, querrías… podrías invitarle a quedarse aquí?
Mónica se sobresaltó como un caballo del ejército al oír el cornetín.
—¡Pues claro que si, Rosalinda! Cualquier amigo tuyo… Qué idea tan espléndida.
—Muchísimas gracias. —La señora Spottsworth se volvió hacia Ellen—. ¿Dónde está el capitán Biggar?
—En el salón de mañanas, señora.
—Acompáñeme allí ahora mismo. Tengo que verle.
—Si me hace el favor, por aquí, señora.
La señora Spottsworth salió impetuosamente, seguida por una Ellen de paso más mesurado. Rory meneó la cabeza con expresión dubitativa.
—¿Es prudente esto, Moke, muchacha? Probablemente se trata de algún espantoso entremetido con sombrero hongo y corbata de lazo hecho.
Los ojos de Mónica chispeaban.
—Me importa un pepino su aspecto. Es un amigo de la señora Spottsworth y eso es lo que más importa. ¡Oh, Bill! —gritó al entrar éste.
Bill llevaba su frac, con corbata y chaleco blancos, y su cabello resplandecía gracias a extraños ungüentos. Rory le contempló con estupefacción.
—¡Santo cielo, Bill! Pareces una edición de los Grandes Amantes a Través de las Edades. Si crees que yo voy a vestirme así, estás muy equivocado. Con ponerse la vieja corbata negra de los Carmoyle y una camisa de cuello blando, bastaba. Pero capto la idea, desde luego. Te empeñas en impresionar a la señora Spottsworth y remover recuerdos de aquellos días en Cannes, pero procura no pasarte, muchacho. Has de pensar en Jill. Si descubre eso tuyo con la Spottsworth…
Bill se estremeció.
—¿A qué demonios te refieres?
—Nada, nada. Sólo hacía una observación así, al azar.
—No le escuches, Bill —dijo Mónica—. Está bromeando. Pero Jill es sensible…
—Al fin y al cabo —observó Rory, buscando el aspecto más reconfortante—, todo ocurrió antes de que conocieras a Jill. —¿Y qué fue todo lo que ocurrió?
—Nada, muchacho, nada.
—Mis relaciones con la señora Spottsworth fueron puras hasta la última gota.
—Claro, claro.
—¿Vendéis bozales en Harrige’s, Rory? —inquirió Mónica.
—¿Bozales? ¡Ya lo creo! En Gatos, Perros y Animales Domésticos.
—Voy a comprar uno para ti, a ver si te callas de una vez. Tú haz como si él no estuviera aquí, Bill, y escucha mientras te cuento las noticias. Acaba de ocurrir algo maravilloso. Ha aparecido un viejo amigo de la señora Spottsworth y yo le he invitado a quedarse.
—¿Un viejo amigo?
—Otro viejo enamorado, es de suponer.
—Cállate de una vez, Rory. ¿No entiendes lo maravilloso que es esto, Bill? La hemos puesto bajo una cierta obligación. ¡Piensa en lo suave y blanda que se mostrará después de esto!
Su entusiasmo contagió a Bill, que vio exactamente lo que ella quería decir.
—Tienes toda la razón. ¡Esto es formidable!
—Sí, ¿verdad que es un golpe de suerte? Ahora, ella será como arcilla en nuestras manos.
—Arcilla es la palabra. Moke, eres soberbia. La pensadora mejor y más rápida que haya conocido nunca. ¿Y quién es el tipo?
—Se llama Biggar. El capitán Biggar.
Bill buscó el soporte de una silla. Un matiz verdoso había invadido toda su cara.
—¿Qué? —gritó—. ¿El capitán B-b-b…?
—¡Ajá! —exclamó Rory—. ¿Quién es mayor, el señor Bigger o el jovencito Bigger? Pues el joven Bigger, porque es un poquitín más Bigger[2]. ¡Sabía que me acordaría! —dijo, muy satisfecho.