Con un cierto torbellino en la mente, la señora Spottsworth había dejado atrás la puerta de El Ganso y el Pepinillo. El encuentro con el capitán C. G. Biggar le había causado una considerable excitación.
La señora Spottsworth era una mujer que adjudicaba una importancia considerable a lo que otras personas de menos sensibilidad hubieran descartado negligentemente como encuentros fortuitos o coincidencias. Ella no creía en lo fortuito y en su léxico no figuraba la palabra «coincidencia». Tales cosas, sostenía ella, eran intencionadas. Ese imprevisto retorno del Cazador Blanco a su vida sólo podía explicarse, creía ella, en el supuesto de que en el mundo de los espíritus se hubiera realizado un trabajo muy diligente por parte de su plantilla.
La cosa había ocurrido en un momento particularmente significativo. Tan sólo dos días antes, A. B. Spottsworth, charlando con ella a través de la tabla ouija, había observado, después de mencionar que estaba muy contento y que comía grandes cantidades de fruta, que ya iba siendo hora de que ella volviera a casarse. No tenía el menor sentido, había dicho A. B. Spottsworth, que ella viviera una existencia solitaria con tanto dinero en el banco. Una mujer necesita pareja, había afirmado, añadiendo que Cliff Bessemer, con el que había cambiado unas palabras aquella mañana en el valle de la luz, pensaba lo mismo.
—Y pocos hay que tengan la cabeza tan bien equilibrada como el bueno de Cliff Bessemer —había comentado A. B. Spottsworth.
Y cuando su viuda preguntó: «Pero, Alexis, ¿a ti y a Clifton no os importaría que yo me casara de nuevo?», A. B. Spottsworth replicó con su brusquedad acostumbrada, pronunciando cuidadosamente cada palabra:
—¡Claro que no, tontaina! ¡A por él, chiquilla!
Y poco después de tan dramática conversación, va y aparece de improviso nada menos que el hombre que la había amado con intensa y silenciosa pasión desde el momento en que se conocieron. Era asombroso. Cualquiera diría que el hecho de haber pasado al otro mundo había otorgado el don de la clarividencia a los ya extintos señores Bessemer y Spottsworth.
Toda vez que el capitán Biggar, como hemos visto, no había dicho ni media palabra acerca de su amor y había permitido que el ocultamiento, semejante a la oruga en el capullo, se alimentara en su mejilla del color del tomate, puede parecer extraño que la señora Spottsworth algo se barruntara con respecto a los sentimientos de él, pero es que una mujer siempre reconoce estas cosas. Cuando ve a un hombre atragantarse y adquirir todo el aspecto de una remolacha sofocada cada vez que capta la mirada de ella por encima de los bistecs de antílope y el zumo de lima, no tarda en establecer un diagnóstico adecuado del caso.
La repetición de estos fenómenos durante aquellos momentos de despedida frente a El Ganso y el Pepinillo demostró claramente, además, que el paso del tiempo nada había hecho para enfriar el ardor del bizarro capitán. Ella no había dejado de observar la intensa mirada en sus penetrantes ojos azules, el incremento de tonalidad en su rostro rojizo, y los nerviosos movimientos de sus pies del número 45 desde el comienzo hasta el final de la entrevista. Si aquel hombre no la consideraba a ella como el árbol del cual colgaba el fruto de su vida, Rosalinda Spottsworth estaba totalmente equivocada, e incluso le causaba una cierta sorpresa el hecho de que no se hubiera producido nada semejante a una apasionada declaración. Sin embargo, ¿cómo iba a saber ella que un hombre podía tener su código?
Mientras conducía su coche a través de la agradable campiña de Southmoltonshire, observó que sus pensamientos se centraban tenazmente en el capitán C. G. Biggar.
El mismo día en que se conocieron en Kenia encontró en él algo que la atrajo, y dos días más tarde esta discreta simpatía se había convertido en ferviente admiración. Una mujer no puede menos que respetar al hombre capaz de echarse a la cara su rifle Gibbs 505 del máximo calibre y frenar en seco a un búfalo lanzado a la carga. Y del respeto al amor hay un paso tan breve como el existente desde el departamento de Cristalería, Artículos para Regalo y Porcelana en Harrige’s, hasta el de Ropa Interior para Señora. Le parecía un personaje sacado de un libro de Ernest Hemingway, y ella siempre había tenido debilidad por esos tipos descritos por Hemingway, hombres duros y despreocupados. Espiritual ella, se sentía atraída por la dureza y la brusquedad en el varón. Clifton Bessemer había poseído estas cualidades, y lo mismo cabía decir de A. B. Spottsworth. Lo primero que le había impresionado en Clifton Bessemer fue su manera de aplastar a una mosca importuna con un periódico vespertino enrollado, en la fiesta en un estudio donde se conocieron, y en el caso de A. B. Spottsworth la chispa prendió cuando le oyó conversar una tarde con un taxista de París que se había mostrado insatisfecho con el importe de su recorrido.
Al atravesar las grandes verjas de Rowcester Abbey y enfilar el largo camino de entrada, empezó a tener la impresión de que podía hacer cosas mucho peores que cultivar al capitán Biggar. Una mujer necesita un protector, ¿y qué mejor protector puede encontrar sino un hombre al que le es indiferente meterse entre hierba alta en pos de un león herido? Cierto que los leones heridos no tienen un amplio papel en una vida matrimonial corriente, pero a una esposa le agrada saber que, si se presenta uno de ellos, puede dejar confiadamente que su marido solvente la situación.
Tenía la impresión de que no resultaría difícil arreglar los necesarios preliminares. Unas cuantas palabras amables y un par de miradas incandescentes deberían bastar para llevar al punto de ebullición aquella naturaleza fuerte y apasionada. Esos hombres de las tierras vírgenes responden fácilmente a las miradas incandescentes.
Precisamente ensayaba una de ellas en el espejo de su coche cuando, al describir un viraje en el camino, de pronto apareció ante su vista Rowcester Abbey y por el momento el capitán Biggar quedó relegado al olvido. Sólo podía pensar en que había encontrado la casa de sus sueños. Con sus muros de suave colorido, bañados por los rayos del sol poniente, y sus ventanas brillando como joyas, le pareció una especie de palacio en el País de las Hadas. La casita de Pasadena, la casita de Carmel, y las casitas de Nueva York, Florida, Maine y Oregón no estaban mal a su manera, pero ésta las superaba a todas. Casas como Rowcester Abbey siempre presentan su mejor aspecto desde el exterior y a cierta distancia.
Detuvo el coche y siguió contemplándola, embelesada.
Cansados de esperar en la avenida de los tejos, Rory y Mónica habían vuelto a la casa, donde encontraron a Bill que se disponía a salir. Los tres habían regresado a la sala de estar, y en ella discutían ahora las posibilidades de una venta rápida a aquella versión femenina de Santa Claus, procedente del otro lado del Atlántico. Bill, aunque se encontraba algo mejor después de su whisky con soda, todavía se hallaba en un estado febril. Sus ojos saltones y el retorcimiento de sus extremidades habrían interesado a un médico de Harley Street, de haber estado presente para observarlos.
—¿Hay alguna esperanza? —balbució, hablando como el inválido que interroga a su médico desde su lecho de enfermo.
—Yo creo que sí —contestó Mónica.
—Yo no —dijo Rory.
Mónica le lanzó una mirada penetrante.
—La impresión que yo obtuve en aquel almuerzo de mujeres en Nueva York —explicó—, fue la de que ella tanteaba el terreno. Yo le di un buen baño de propaganda y la ablandé definitivamente. Ahora sólo queda darle el empujón final. Cuando llegue, os dejaré a solas, para que puedas ejercer ese famoso encanto tuyo. Hacerle sentir tu personalidad.
—Lo haré —aseguró Bill fervientemente—. Seré como el macho de la tórtola arrullando a su pareja. Actuaré sobre ella como si ella fuese un instrumento de cuerda.
—Procura hacerlo, pues si se produce la venta yo espero una comisión.
—La tendrás, mi querida Moke. Cobrarás a razón de mil por uno. A su debido tiempo se presentarán ante tu puerta elefantes cargados de oro y camellos portadores de piedras preciosas y raras especias.
—¿Habrá también monos, marfil y pavos reales?
—Todos ellos estarán presentes.
Rory, hombre de negocios práctico y de firme cabeza, frunció el ceño ante semejantes visiones.
—Veremos —dijo—. Este punto me parece debatible. Aun suponiendo que esa mujer tenga un tornillo flojo, no la imagino pagando una fortuna por un lugar como Rowcester Abbey. Para empezar, no queda ya ninguna alquería.
—Eso es verdad —reconoció Bill, desalentado—. Y el parque es propiedad del club de golf local. Sólo hay la casa y el jardín.
—El jardín, sí. ¿Y qué podemos decir acerca del jardín? Hace unos momentos le estaba diciendo a Moke que, en tanto que en los meses de verano el río se encuentra en el fondo del jardín.
—¡Oh, cállate ya! —exclamó Mónica—. No veo por qué no podrías conseguir quince mil libras, Bill. Tal vez incluso veinte mil.
Bill revivió como una flor recién regada.
—¿Lo crees de veras?
—Claro que no —dijo Rory—. Sólo está tratando de animarte, y su actitud no deja de ser muy fraternal. Yo la admiro por ella. Bajo ese exterior imponente, late un tierno corazón. Pero… ¿veinte mil del ala por una casa ante la cual hasta la Ayuda a Delincuentes Juveniles retrocede, horrorizada? Absurdo. Esto es una reliquia del pasado. ¡Ciento cuarenta y siete habitaciones!
—Es mucha casa —afirmó Mónica.
—Es mucha basura —replicó Rory con firmeza—. Restaurarla costaría una fortuna.
Mónica se vio obligada a admitir este punto.
—Supongo que sí. No obstante, la señora Spottsworth es la clase de mujer que estaría perfectamente dispuesta a gastar como un millón en esto. Observo que has efectuado algunas mejoras —le dijo a Bill.
—Una gota en un cubo.
—Incluso has hecho algo para remediar aquel olor en el rellano del primer piso.
—Ojalá tuviera el dinero que cuesta todo esto.
—¿Estás atrapadillo?
—Hasta el cuello.
—Entonces —dijo Rory, recalcando las palabras como un fiscal—, ¿de dónde salen todos esos mayordomos y camareras? Esa chica, Jill No Sé Cuantos…
—No se llama No Sé Cuantos. Rory alzó una mano restrictiva.
—Su nombre puede o no ser No Sé Cuantos —dijo, descartando este punto, pues al fin y al cabo era de menor cuantía—, pero persiste el hecho de que hace unos momentos nos ha dejado boquiabiertos con una descripción de tus disponibilidades domésticas que sugería aquel lujo desenfrenado que condujo a la ruina de Babilonia. Patrullas de mayordomos, coros de bellas camareras, cocineras en increíble profusión y rumores acerca de muchachos para limpiar los cuchillos y los zapatos… Después de marcharse ella, le he dicho a Moke que me preguntaba si no te habrías convertido en caballero la… Y esto me recuerda una cosa, muchacha. ¿Le has dicho a Bill lo de la policía?
Bill pegó un salto de un palmo y un temblor sacudió todos sus miembros.
—¿La policía? ¿Qué pasa con la policía?
—Un tipo que llamó desde la gendarmería local. Los guindillas quieren interrogarte.
—¿Qué quieres decir con eso de interrogarme?
—Acosarte a preguntas —explicó Rory—. Aplicarte el tercer grado. Y antes hubo otra llamada. Un hombre misterioso que no dio su nombre. Él y Moke charlaron un buen rato.
—Sí, yo hablé con él —dijo Mónica—. Tenía una voz como si estuviera comiendo espinacas mezcladas con arena. Preguntaba por la matrícula de tu coche.
—¿Qué?
—¿No habrás atropellado ninguna vaca, verdad? Tengo entendido que hoy constituye un delito muy serio.
Bill todavía temblaba.
—¿Quieres decir que alguien quería saber el número de la matrícula de mi coche?
—Eso es lo que he dicho. Pero ¿qué te ocurre, Bill? Pareces preocupadísimo.
—Pálido y tembloroso —afirmó Rory—. Como una sábana puesta a secar. —Apoyó una mano afectuosa en el hombro de su cuñado—. Dime, Bill. Sé franco. ¿Por qué te busca la policía?
—A mí no me busca la policía.
—Pues parece como si su más vivo deseo fuera el de echarte el guante. Una teoría que cruzó mi cabeza —dijo Rory— fue (la mencioné ante ti, Moke, si lo recuerdas) la de que hubieras conocido a un pájaro de cartera bien repleta y con un secreto culpable, y estuvieras practicando un pequeño chantaje. Éste puede ser o no ser el caso, pero si lo es ahora es el momento de contárnoslo, Bill, amigo mío. Te encuentras entre amigos. Moke es comprensiva y yo también lo soy. Ya que sé que la policía no contempla con buenos ojos la extorsión, pero por mi parte no sé verle ninguna objeción. Beneficios rápidos y prácticamente sin gastos generales. Si yo tuviese un hijo, no estoy seguro de no hacerle enseñar para esa profesión. Por consiguiente, si los de los pies planos fe siguen los pasos y a ti te interesa una mano que te ayude a abandonar el país antes de que empiecen a vigilar los puertos, basta con que lo digas y nosotros…
—La señora Spottsworth —anunció Jeeves desde el umbral, y un momento más tarde Bill había ejecutado otro de aquellos brincos en el aire que tan frecuentes resultaban últimamente en él.
Más pálido que nunca, contempló la visión que entraba.