Por unos momentos después de marcharse los dos, la paz de la tarde estival fue interrumpida tan sólo por los sordos y contundentes ruidos propios de un marido al transportar maletas al piso alto. También ellos se extinguieron y una vez más reinó sobre Rowcester Abbey una somnolienta quietud. Después, débilmente al principio pero aumentando más y más, llegó desde la lejanía el rumor de un coche. Cesó y un joven entró por la puerta ventana. Se detuvo, respirando con dificultad, como el venado que busca, jadeante, un arroyo que refresque su ardor de animal perseguido, y tras extraer su pitillera encendió un cigarrillo con aires cansinos, como si muchas cosas se acumularan en su mente.
O en lo que con cierta alegría uno podría llamar su mente, ya que William, noveno conde de Rowcester, aunque intensamente amable y querido por todos aquellos que le conocían, distaba mucho de ser un coloso mental. Desde sus primeros años, sus íntimos habían sabido que, si bien su corazón se encontraba indiscutiblemente en el lugar debido, había una pronunciada escasez de pequeñas células grises, y existía el convencimiento general de que quien ganara el siguiente premio Nobel no sería Bill Rowcester. En el Club de los Zánganos, del cual había sido miembro desde que salió del colegio, se estimaba que en la cuestión de intelecto se situaba más o menos entre Freddie Widgeon y Pongo Twistleton, lo cual era un lugar sumamente bajo en la lista. De hecho, había quien sostenía que su C.I. era inferior al de Barmy Fotheringay-Phipps.
Contra esto debe apuntarse el hecho de que, como todos los de su familia, era extremadamente bien parecido, aunque quienes así le consideraban tal vez habrían revisado su opinión de haberle visto ahora. Y es que además de llevar una americana a cuadros de lo más chillón, con voluminosos y salientes bolsillos, y una corbata carmesí con herraduras azules que sentaba como un tiro a su propietario, exhibía un gran parche negro sobre el ojo izquierdo y en su labio superior un bigotazo rojizo de unas dimensiones extraordinarias. En el mundo de rostros afeitados en el que vivimos hoy, no es frecuente ver un mostacho de esta frondosidad lujuriante casi tropical, y, cabe añadir, no es frecuente que uno desee verlo.
Un parche negro y un bigote pelirrojo son graves defectos, pero que el noveno conde no carecía por completo de un sentido de la vergüenza quedó demostrado por la sacudida convulsiva que, semejante al salto de un bailarín clásico, experimentó un momento más tarde cuando, al vagar por la habitación, captó de repente su propia visión en un espejo antiguo colgado en la pared.
—¡Dios santo! —exclamó, dando un paso atrás.
Con dedos nerviosos retiró el parche, se lo metió en el bolsillo y se despojó de la americana a cuadros. Hecho esto, se acercó a la ventana, se asomó al exterior y llamó en voz baja y con aires de conspirador:
—¡Jeeves!
No hubo respuesta.
—Oiga, Jeeves, ¿dónde se ha metido?
Silencio de nuevo.
Bill lanzó un silbido, y después otro. Seguía silbando, con medio cuerpo fuera de la puerta ventana, cuando se abrió la puerta detrás de él y reveló una silueta majestuosa.
El hombre que entró —o tal vez sería mejor decir que se deslizó en la habitación— era alto, iba de negro y resultaba impresionante. Bien hubiera podido tratarse de un embajador de primerísima clase o de un sumo sacerdote, todavía joven, de alguna refinada y dignificada religión. En sus ojos brillaba la luz de la inteligencia y su cara, de bien cinceladas facciones, expresaba un deseo feudal de ofrecer sus servicios. Toda su actitud era la de un ayuda de cámara que, tras haber desarrollado su cerebro a lo largo de los años por medio de una continuada dieta a base de pescado, ansia poner ese cerebro a la disposición del joven amo. Colgaban de su brazo una chaqueta de discreto color y una corbata con dibujo muy conservador.
—¿Ha silbado, milord? —preguntó.
Bill se volvió de golpe.
—¿Cómo demonios llegó usted allí, Jeeves?
—Metí el coche en el garaje, milord, y después me encaminé hacia las dependencias de la servidumbre. Su chaqueta, milord.
—Muchas gracias. Veo que usted se ha cambiado de ropas.
—Lo consideraba aconsejable, milord. El caballero no estaba muy lejos detrás de nosotros cuando enfilamos la recta y de un momento a otro puede presentarse aquí. Si se encontrara en el umbral a un mayordomo con un traje a cuadros y bigote postizo, posiblemente abrigaría sospechas. Me complace ver que su señoría se ha quitado aquella corbata más bien llamativa. Excelente para crear una atmósfera en el hipódromo, resulta escasamente de moda en la vida privada.
Bill echó un vistazo al repelente objeto y no pudo contener un escalofrío.
—Siempre he odiado esa prenda asquerosa, Jeeves. ¡Todas esas horribles herraduras! Escóndala en algún rincón. Y la chaqueta también.
—Muy bien, milord. Esta arca de novia puede ser adecuada como receptáculo natural. —Jeeves tomó la chaqueta y la corbata y cruzó la habitación hasta llegara una hermosa arca antigua de roble, una pieza que se habían legado unas a otras generaciones de la familia Rowcester—. Sí —dijo—. No es tan profundo como un pozo ni tan ancho como la puerta de una iglesia, pero bastará y servirá.
Plegó cuidadosamente aquellas prendas desagradables, las metió en el arcón y cerró la tapa. E incluso este sencillo acto lo efectuó con una serena dignidad que hubiera impresionado a cualquier espectador menos agitado que Bill Rowcester. Era como ver al plenipotenciario de una gran nación depositando una corona sobre la tumba de un monarca difunto.
Pero Bill, como hemos dicho, se mostraba agitado. Reflexionaba acerca de una observación anterior que había brotado de labios del gran hombre.
—¿Qué quiere decir con eso de que el caballero puede presentarse aquí de un momento a otro? —inquirió.
La idea de recibir una visita de aquel hombre de rostro enrojecido y voz estentórea que le había estado lanzando insultos todo el trayecto desde Epsom Downs hasta Southmoltonshire, no era de las más agradables.
—Es posible que observara y memorizara el número de nuestro coche, milord. Como recordará su señoría, él ha estado un tiempo considerable en posición apta para estudiar nuestra matrícula.
Bill se dejó caer en un sillón y se secó una gota de sudor que le surcaba la frente. Esta contingencia, como la hubiera denominado Jeeves, no se le había ocurrido, pero ahora, colocada ante él, le hacía sentirse anonadado.
—Caray, es que esto no se me había ocurrido… En ese caso, podría conseguir el nombre del propietario y plantarse en seguida aquí, ¿no es cierto?
—Es algo que conviene estar dispuesto a imaginar, milord.
—¡Por todos los rayos del infierno, Jeeves!
—Sí, señor.
Bill se llevó de nuevo el pañuelo a la frente.
—¿Y qué hago yo si él hace eso?
—Yo recomendaría a su señoría adoptar un aire de indiferencia y negar todo conocimiento del asunto.
—¿Con una leve risotada, quiere decir?
—Exactamente milord.
Bill probó una leve risotada.
—¿Qué le ha parecido, Jeeves?
—Apenas adecuada, milord.
—¿Ha de sonar más bien como un cascabel mortal?
—Sí, milord.
—Necesitaré unos cuantos ensayos.
—Varios, milord. Serán esenciales para transmitir convicción. Bill, irritado, descargó un puntapié contra un taburete.
—¿Y cómo espera que transmita convicción, sintiéndome como me siento?
—Puedo observar claramente que su señoría se siente alterado.
—Estoy hecho polvo. ¿Ha visto alguna vez un flan alcanzado por un ciclón?
—No, milord. Nunca he estado presente en semejante ocasión.
—El flan tiembla violentamente. Y yo también.
—Después de semejante prueba, es natural que su señoría se sienta alterado.
—Prueba es la palabra exacta, Jeeves. Aparte del espantoso peligro en que uno se encuentra, ha sido de lo más ignominioso tener que salir de este modo por piernas.
—Yo no describiría nuestras recientes actividades como salir por piernas, milord. «Retirada estratégica» es más bien el mot juste. Y ésta es una maniobra militar reconocida, practicada por todos los grandes tácticos cuando la ocasión parece exigir dicho movimiento. No me cabe duda de que el general Eisenhower habrá recurrido a ella de vez en cuando.
—Pero supongo que él no tenía tras de sí a un apostador iracundo, gritando «¡Estafador!» con toda la fuerza de sus pulmones.
—Posiblemente no, milord.
—Es esa palabra de «estafador» lo que duele, Jeeves.
—No me cuesta imaginarlo, milord. Aunque deba rechazarse como irrelevante, incompetente e inmaterial, como es, según tengo entendido, la expresión legal. Como aseveró su señoría varias veces durante nuestro precario viaje de retorno a casa, tiene usted toda la intención de pagarle al caballero.
—Claro que sí. Eso no admite discusión. Naturalmente, yo pretendo aflojar hasta el último penique. Es un caso de… ¿de qué, Jeeves?
—Noblesse oblige, milord.
—Exactamente. El honor de los Rowcester está en juego. Pero necesito tiempo, maldita sea, para reunir tres mil libras con dos chelines y seis peniques.
—Tres mil cinco libras con dos chelines y seis peniques, milord. Su señoría olvida el billete original de cinco libras que entregó el caballero.
—Es cierto. Usted se lo apropió y se alejó con él en el bolsillo.
—Precisamente, milord. Ello hace que la suma de sus obligaciones con el capitán Biggar…
—¿Ése era su nombre?
—Sí, milord. El capitán C. G. Brabazon-Biggar, United Rovers Club, Northumberland Avenue, Londres W.C.2. En mi papel de dependiente de su señoría, escribí el nombre y las señas en el boleto que ahora obra en poder de él. El billete que él me entregó y que yo acepté debidamente como representante oficial de su señoría eleva su compromiso de pago a tres mil cinco libras, dos chelines y seis peniques.
—¡Diablos!
—Sí, milord. No es una suma insignificante. Más de un pobre se alegraría de tener tres mil cinco libras, dos chelines y seis peniques.
Bill parpadeó.
—Le agradecería, Jeeves, que se abstuviera de seguir entonando esas palabras.
—Muy bien, milord.
—Están grabadas en mi alma en un glorioso technicolor.
—Lo comprendo, señor.
—¿Quién fue que dijo que cuando él o ella hubiera muerto, encontrarían no sé qué palabra grabada en su corazón?
—La reina María, milord, la predecesora de la gran reina Isabel. La palabra era «Calais» y la observación pretendía expresar su pesar por la pérdida de esta ciudad.
—Bueno, pues cuando yo muera, cosa que no se hará esperar si continúo encontrándome como ahora, ábrame en canal, Jeeves…
—Ciertamente, milord.
—… y le apuesto un par de machacantes a que encuentra grabadas en mi corazón las palabras «Tres mil cinco libras con dos chelines y seis peniques».
Bill se levantó y recorrió febrilmente la habitación.
—¿Cómo se reúne una suma de ese calibre, Jeeves?
—Exigirá un intenso ahorro, milord.
—Ya lo creo que sí. Años.
—Y el capitán Biggar me dio la impresión de ser un caballero más bien impaciente.
—No es necesario que ponga el dedo en la llaga, Jeeves.
—Muy bien, milord.
—Mantengamos nuestras mentes en el presente.
—Sí, milord. Recuerde que la vida del hombre radica toda ella en el presente, aunque sea por un ínfimo soplo de tiempo. En cuanto al resto, el pasado se ha ido y el futuro queda aún por ver.
—¿Cómo?
—Marco Aurelio, milord.
—¡Ah! Pues bien, como decía yo, concentrémonos en lo que ocurriré si ese Biggar entra de repente aquí. ¿Cree que me reconocerá?
—Me inclino a suponer que no, milord. El bigote y el parche en el ojo constituían un disfraz muy efectivo. Al fin y al cabo, en los últimos meses hemos encontrado a varios caballeros del círculo de amistades de su señoría…
—Y ni uno solo me ha identificado.
—No, milord. Sin embargo, para hacer frente a los hechos me temo que debemos considerar el episodio de esta tarde como un revés. Es claramente imposible que mañana actuemos en el Derby.
—Pues yo pensaba hacer las paces en el Derby.
—Y yo también, milord. Pero después de lo ocurrido, mucho me temo que todas nuestras actividades en las carreras de caballos deban considerarse como objeto de una suspensión indefinida.
—¿Y no cree que podamos arriesgar otra aparición?
—No, señor.
—Le entiendo, claro. Nos presentamos mañana en Epsom y la primera persona con la que topamos será ese capitán Biggar…
—Plantado, como Apolo, a través del camino. Precisamente, milord.
Bill se pasó una mano por sus desordenados cabellos.
—¡Si al menos me hubiera contentado con el dinero que ganamos en Newmarket!
—Sí, milord. De todas las palabras tristes expresadas por lengua o pluma las más tristes son ésas… Hubiera podido ser. Ojalá.
—Usted me previno que no dejara bajar demasiado nuestro capital.
—Yo era de la opinión de que no estábamos equipados para incurrir en grandes riesgos. Por esa razón rogué a su señoría con tanta vehemencia que no aceptara la doble apuesta del capitán Biggs. Tuve un mal presagio. Cierto que la probabilidad de que la doble apuesta diera fruto no era grande, pero cuando vi a Madre de Whistler pasar ante nosotros camino de la salida, noté una trémula intranquilidad. Aquellas patas tan largas, aquella grupa poderosa…
—¡No siga, Jeeves!
—Muy bien, milord.
—Hago todo lo posible para no pensar en Madre de Whistler.
—Lo comprendo perfectamente, milord.
—Y a propósito, ¿quién demonios era Whistler?
—Un pintor paisajista y retratista de considerable distinción, mi-lord, nacido en Lowell, Massachusetts, en 1834. Su Retrato de mi madre, pintado en 1872, es particularmente estimado por los cognoscente y fue adquirido por el gobierno francés para la Galería Luxembourg de París, en 1892. Sus obras son de carácter individual y notables por la sutil armonía de colores.
Bill respiró con una especie de estertor.
—¿Es sutil, verdad?
—Sí, milord.
—De acuerdo. Gracias por decírmelo. Me estaba preocupando hasta enfermarme su armonía de colores. —Bill empezaba a calmarse—. Jeeves, si ocurre lo peor y Biggar me pilla con la guardia baja, ¿puedo ganar algún tiempo invocando la Ley del Juego?
—Me temo que no, milord. Usted aceptó el dinero del caballero. Fue una transacción en metálico.
—¿Cree que equivaldría a un delito?
—Yo diría que sí, milord.
—¿A usted también le trincarían, como ayudante mío?
—Según todas las probabilidades, creo que sí, milord, pero no estoy totalmente seguro de este punto. Tendría que consultarlo con mi abogado.
—Pero a mí sí, ¿verdad?
—Sí, milord. No obstante, creo que las sentencias no son severas.
—¡Pero piense en los periódicos! El noveno conde de Rowcester, cuyos antepasados pelearon en Agincourt y defendieron su terreno, expulsado del terreno en Epsom, por un apostador que echa espuma por la boca y le pisa los talones. Sería un auténtico regalo para los chicos de la prensa.
—Indiscutiblemente, la circunstancia de que su señoría se haya metido en negocios como corredor de apuestas recibiría amplia publicidad.
Bill, que de nuevo había estado paseando de un lado a otro de la habitación, se detuvo con un pie en el aire y miró a su interlocutor con ojos acusadores.
—¿Y quién sugirió que yo me metiera en negocios como corredor de apuestas en los hipódromos? Usted, Jeeves. No quiero ser severo, pero debe reconocer que la idea procedió de usted. Usted fue el…
—¿Fons et origo malis, milord? Admito que eso es verdad. Pero si su señoría quiere recordarlo, nos encontrábamos en ciertas dificultades. Habíamos coincidido en que el próximo matrimonio de su señoría hacía que resultara esencial aumentar sus magros ingresos, y repasamos la sección de Profesiones Clasificadas de la guía telefónica en busca de una posible actividad para su señoría. Y precisamente porque no se presentó nada adecuado, cuando llegamos de nuevo a la C yo sugerí corredor de apuestas, faute de mieux.
—¿Faute de qué?
—Mieux, milord. Una expresión francesa. Nosotros diríamos «a falta de algo mejor».
—¡Estos franceses son unos asnos! ¿Por qué no pueden hablar en inglés?
—Es posible que sean más dignos de compasión que de censura, milord. Sin duda, su educación en la más tierna infancia tiene mucho que ver en ello. Como estaba diciendo, a mí me pareció una solución satisfactoria para las dificultades de su señoría. En Estados Unidos, según tengo entendido, los corredores de apuestas son considerados como personas de extracción más bien baja y, de hecho, son perseguidos por la policía, pero en Inglaterra es muy diferente. Aquí se les tiene en consideración y se les agasaja. Existe una escuela de pensamiento que los contempla como la nueva aristocracia. Ganan mucho dinero y cuentan con la gratificación adicional de no pagar impuesto sobre la renta.
Bill lanzó un profundo suspiro.
—Ganamos un buen puñado de dinero en Newmarket.
—Sí, milord.
—¿Y dónde está ahora?
—En verdad, ¿dónde, milord?
—No hubiera tenido que gastar tanto arreglando este lugar.
—No, milord.
—Y fue un error pagar la factura de mi sastre.
—Sí, milord. Cabe pensar que su señoría se excedió un tanto en este punto. Como observó el antiguo romano, ne quid nimis.
—Sí, fue una imprudencia. Sin embargo, supongo que de nada sirve arrepentirse ahora.
—No, milord. El dedo móvil escribe, y una vez que ha escrito…
—¡Eh!
—… sigue moviéndose, y ni toda tu piedad y tu ingenio pueden inducirlo a tachar ni media línea, ni todas tus lágrimas conseguirán borrar una sola palabra. ¿Decía algo, milord?
—Sólo quería pedirle que cerrase el pico.
—Ciertamente, milord.
—No estoy de humor.
—Lo comprendo, milord. Ha sido tan sólo lo apropiado de la cita —procedente de las obras del poeta persa Omar Khayam— lo que me ha movido a hablar. ¿Puedo hacerle una pregunta, milord?
—Sí, Jeeves.
—¿Está enterada la señorita Wyvern de la conexión profesional de su señoría con el mundo de los caballos?
Bill se estremeció como un sauce temblón ante la mera sugerencia de tal posibilidad.
—Yo diría que no. Si lo supiera armaría la gorda. Más bien le he infundido la idea de que trabajo para el Consejo Agrícola.
—Una persona de lo más respetable.
—En realidad, no di tantas explicaciones. Me limité a llenar la casa de formularios del Consejo Agrícola y procuré que ella los viese. ¿Sabía que publican ciento setenta y nueve folletos diferentes, aparte de los diecisiete cuestionarios?
—No, milord. Lo ignoraba. Ello demuestra celo.
—Mucho celo. Esos muchachos están alerta.
—Sí, milord.
—Pero nos estamos alejando del punto principal, que es el de que la señorita Wyvern nunca debe conocer la espantosa verdad. Sería fatal. Al comenzar nuestro noviazgo, habló con firmeza sobre el tema de mi tendencia a hacer alguna apuesta de vez en cuando, y yo le prometí solemnemente no volver a apostar nunca más. Claro que cabe argumentar que ser corredor de apuestas no es lo mismo que apostar, pero dudo de que fuera posible hacérselo admitir a la señorita Wyvern.
—La distinción es, desde luego, bien clara, milord.
—Pues que ella se entere de los hechos y se habrá perdido todo.
—No sonarán aquellas campanas nupciales.
—Desde luego que no. Me devolvería a la tienda antes de que yo tuviera tiempo de decir esta boca es mía. Por consiguiente, si le da por hacer preguntas, no le revele nada. Ni aun en el caso de que le inserte cerillas encendidas entre los dedos de los pies.
—Esa contingencia es remota, milord.
—Posiblemente. Yo digo meramente que ocurra lo que ocurra, Jeeves, secreto y silencio.
—Puede confiar en mí, milord. De acuerdo con las inspiradas palabras de Plinio el Joven…
Bill alzó una mano.
—Frene, Jeeves. No me interesa Plinio el Joven.
—No, señor.
—Por lo que a mí se refiere, puede llevarse a Plinio el Joven y ponerlo allí donde el mono pone las nueces.
—Desde luego, señor.
—Y ahora déjeme, Jeeves. Tengo que cavilar muy intensamente. Prepáreme un whisky con soda tirando a vigoroso.
—Muy bien, milord. En seguida me ocupo de ello.
Jeeves desapareció de la habitación con una mirada de respetuosa compasión y Bill se sentó y apoyó la cabeza en las manos. Se le escapó un profundo gemido y, al agradarle su sonido, soltó otro.
Preparaba ya un tercero, convocándolo desde las plantas de los pies, cuando una voz habló a su lado.
—Santo cielo, Bill. ¿Se puede saber qué te ocurre? Jill Wyvern se encontraba junto a él.