II

Rowcester Abbey —pronúnciese Roaster— se encontraba a poco más de quince kilómetros de El Ganso y el Pepinillo. Se alzaba —aquellas partes que aún no se habían caído— algo más allá de Southmolton en medio de una campiña sonriente, aunque si se le hubiera preguntado a William Egerton Bamfylde Ossingham Belfry, noveno conde de Rowcester, su propietario, de qué podía reírse la campiña inglesa en aquellos tiempos, hubiera sido incapaz de contestar. Su arquitectura era del siglo XIII, del XV y Tudor, y su dilapidación del siglo XX y posterior a la Segunda Guerra Mundial.

Para llegar a la Abadía, se giraba en la carretera principal y uno se aproximaba a ella a lo largo de un camino de un kilómetro y medio, densamente incrustado con hierbas pintorescas, y avanzaba subiendo por unos escalones de piedra, desportillados en varios puntos, hasta una maciza puerta frontal que necesitaba desesperadamente que le dieran una mano de pintura. Y esto era lo que la hermana de Bill Rowcester, Mónica, y su esposo sir Roderick («Rory») Carmolyle, habían estado haciendo más o menos cuando la señora Spottsworth y el capitán Biggar comenzaban a pegar la hebra en su reciente reunión.

Mónica, usualmente llamada Moke, era pequeña y vivaracha, y su marido era corpulento y estólido. Había algo en su aspecto y porte que sugería un búfalo de inusual placidez masticando su bolo alimenticio y examinando los alrededores metódicamente y con gran lentitud, negándose a cualquier apresuramiento. Y así fue como, situados los dos en los escalones de la entrada, examinó Rowcester Abbey.

—Moke —dijo por fin, una vez completado su escrutinio—, voy a decirte algo que puedes o no considerar como apto para comunicarlo a la Prensa. Ese repugnante lugar me parece más enmohecido cada vez que lo veo.

Mónica se apresuró a salir en defensa de su hogar infantil.

—Podría estar mucho peor.

Rory consideró esta posibilidad, masticando un rato su bolo en silencio.

—¿Cómo? —preguntó.

—Ya sé que necesita un arreglo, pero ¿de dónde va a salir el dinero? El pobre Bill no puede llevar un castillo a cuestas con unos ingresos propios de un chalet.

—¿Y por qué no se busca un trabajo como hacemos los demás?

—No es necesario que te des tanto pisto, sólo porque tú trabajas como dependiente del comercio.

—Quiero decir que todo el mundo lo hace. Hoy en día, la Cámara de los Lores está prácticamente vacía, excepto por las tardes y los días feriados para la banca.

—A nosotros, los Rowcester, es difícil colocarnos. Todos los hombres de la familia han sido como florecillas en un prado. ¡Pero si tío George ni siquiera se ponía sus botas!

—¿Cuáles se ponía, pues? —inquirió Rory, interesado.

—Ah, esto es lo que a todos nos gustaría saber. Desde luego, el gran error de Bill fue dejar que se le escapara aquella mujer americana.

—¿A qué mujer americana te refieres?

—Fue poco después de que tú y yo nos casáramos. Una tal señora Bessemer. Una viuda. La conoció en Cannes un verano. Fabulosamente rica y, según Bill, increíblemente hermosa. Durante un tiempo, la cosa pareció prometedora, pero nada salió de ello. Supongo que alguien le desbancaría. Claro que él era entonces tan sólo el señor Belfry, y no lord Rowcester, cosa que hubiera podido marcar una diferencia.

Rory meneó la cabeza.

—No sería por esto. Yo era tan sólo el señor Carmoyle cuando te conocí y fíjate cómo te conseguí, ante toda la flor y nata del condado.

—Pero recuerda cómo eras tú en aquellos días. Movías un dedo y destrozabas un corazón. Y todavía no estás mal del todo —añadió Mónica con afecto—. Aún queda algo de la vieja magia.

—Cierto —repuso Rory plácidamente—. Con una luz mortecina, todavía tengo un cierto hechizo. Pero supongo que lo malo de Bill fue que le faltó empuje… ese tipo de empuje que uno ve tan a menudo en Harrige’s. La voluntad de vencer, supongo que se le podría llamar. Napoleón la tenía. Yo la tengo, pero Bill no. Bueno, ¿qué se le va a hacer? —dijo Rory filosóficamente, y reanudó su estudio de Rowcester Abbey—. ¿Sabes lo que necesita esta casa? —continuó—. Una bomba atómica, dejada caer cuidadosamente sobre el tejado del comedor principal.

—¿Esto ayudaría, verdad?

—Sería una bendición para el caserón. Todo se arreglaría en un momento. Sin embargo, las bombas atómicas cuestan dinero, por lo que supongo que no cabe hablar del asunto. Lo que deberías hacer sería utilizar tu influencia con Bill para persuadirle y hacerle comprar una buena provisión de parafina y unas cuantas virutas, hacerle guardar los periódicos de la mañana y reunir cerillas en abundancia, y esperar una noche sin luna para darle a ese lugar lo que necesita. Se sentiría como otro hombre, una vez en llamas esa vieja ruina.

Mónica adoptó una actitud misteriosa.

—Yo puedo hacer algo mejor.

Rory denegó con la cabeza.

—No. El único medio es el incendio premeditado. Nada puede superar a esa noble y antigua práctica. Los pobladores del este lo emplean muchísimo. Aplican una cerilla a la barraca, y para ellos es como pasar una semana junto al mar.

—¿Qué dirías si yo te contara que estaba esperando vender la casa?

Rory la miró con fijeza, sorprendido. Tenía una alta opinión sobre la capacidad de recursos de su mujer, pero pensó que ahora estaba intentando lo imposible.

—¿Venderla? No creo que pudieras desprenderte de ella. Me consta que Bill la ofreció por cuatro perras a una de esas sociedades de beneficencia, como Hogar para Delincuentes Juveniles Reformados, y sólo se rieron de él. Probablemente pensaron que ocasionaría reumatismo entre los Delincuentes. Es una casa muy húmeda.

—Sí, lo es un poco.

—El agua se filtra a través de las paredes a oleadas. Supongo que esto se debe a que está tan cerca del río. Recuerdo haberle dicho a Bill en cierta ocasión: «Bill, tengo que decirte algo sobre el entorno de tu hogar. En verano, el río se encuentra al fondo de tu jardín, y en invierno tu jardín está en el fondo del río». Y esto hizo que el pobre tipo se riera. Lo consideró ingenioso.

Mónica contempló a su esposo con aquella mirada fría y conyugal que los hombres casados aprenden a temer.

—Muy ingenioso —dijo con un tono glacial—. Extraordinariamente divertido. Y supongo que lo primero que harás tú será contarle un chiste como éste a la señora Spottsworth.

—¿Eh? —Lentamente, penetró en la mente de Rory el hecho de que se había mencionado un nombre que le era desconocido—. ¿Y quién es la señora Spottsworth?

—La mujer a la que espero venderle la casa. Norteamericana. Muy rica. La conocí cuando pasé por Nueva York camino de casa. Es propietaria de docenas de casas en Estados Unidos, pero ansía poseer algo antiguo y pintoresco en Inglaterra.

—¿Romántica, eh?

—Tremendamente romántica. Bien, pues cuando me habló de ello —estábamos sentadas una al lado de otra en un almuerzo de mujeres—, inmediatamente pensé en Bill y la Abadía, como es lógico, y empecé a colocarle el disco del buen vendedor. Pareció interesada. Al fin y al cabo, la Abadía está abarrotada de asociaciones históricas.

—Y de ratones.

—El día siguiente volaba a Inglaterra, y por consiguiente le dije cuándo llegaría yo y convinimos que ella vendría aquí y le echaría un vistazo al lugar. Puede presentarse de un momento a otro.

—¿Sabe Bill que vendrá?

—No. Debería haberle mandado un telegrama, pero se me olvidó. Sin embargo, ¿qué importa? Se sentirá encantado. Lo que más conviene es impedir que tú la ahuyentes con tus mordaces frases ingeniosas. «A menudo digo medio en broma, señora Spottsworth, que en tanto que en los meses de verano el río se encuentra al fondo del jardín, en los meses invernales —ja, ja— el jardín —ahora va usted a troncharse de risa— se encuentra en el fondo del río, jo, jo, jo». Bastaría con esto para cerrarla venta.

—Vamos, mujercita, ¿tú crees que yo cometería una plancha de ese calibre?

—Más que probable, pichoncito. Lo malo en ti es que, aunque eres el mejor hombre del mundo, careces de tacto.

Rory sonrió. La acusación le había aguijoneado.

—¿Que carezco de tacto? En Harrige’s, mis colegas se reirían si oyeran eso.

—Recuerda que es esencial llevar a cabo esta operación.

—Lo tendré en cuenta. Me gustaría echarle una mano al pobre Bill. Es una maldita vergüenza —dijo Rory, que con frecuencia dedicaba profunda meditación a estos temas—, Bill empieza al pie de la escalera como mero heredero de un condado, y a fuerza de voluntad y perseverancia asciende hasta convertirse en el conde en persona. Y apenas se ha puesto la corona en la cabeza y se ha dicho a si mismo: «¡Ahora vamos a celebrarlo!», hay quien se saca una revolución social del sombrero, como si fuese un conejo, y le arrebata prácticamente hasta el último penique de su bolsillo. ¡Es el colmo! —exclamó Rory, con un suspiro—. Otra cosa —prosiguió, cambiando de tema—, ¿has observado, Moke, chiquilla, que en el transcurso de esta breve conversación entre los dos —que por mi parte yo he saboreado con placer—, he pulsado el timbre con frecuentes intervalos sin que nada haya ocurrido? ¿Qué es este lugar, el palacio de la bella durmiente? ¿O es de suponer que la totalidad de sus huestes ha sido exterminada por alguna epidemia o pestilencia?

—¡Qué ocurrencia! —dijo Mónica—. En Rowcester Abbey, timbres y campanillas no suenan. No creo que hayan funcionado desde los tiempos de Eduardo VII. Si tío George deseaba convocar a la plantilla de domésticos, se limitaba a echar atrás la cabeza y aullar como un lobo de las estepas.

—Y supongo que esto sucedería cuando deseaba calzarse las botas de alguien.

—Basta con que abras la puerta y entres. Que es lo que yo me dispongo a hacer ahora. Tú traerás las maletas desde el coche.

—¿Para depositarlas dónde?

—De momento en el vestíbulo —dijo Mónica—. Más tarde las podrás subir.

Entró y avanzó hacia aquel lugar familiar que era la sala de estar contigua al vestíbulo, donde en los días de su infancia se había centrado la mayor parte de la vida en Rowcester Abbey. Como otros caserones ingleses de sus dimensiones, la Abadía tenía numerosas y vastas habitaciones que no se utilizaban nunca, una biblioteca que era utilizada ocasionalmente, y esa sala de estar, que era el popular lugar de encuentro. Era allí donde en otros tiempos ella se había sentado para leer La revistilla de las niñas y, hasta que fue impuesto un veto sobre sus actividades por su tío George, cuyo sentido del olfato era muy agudo, allí había guardado conejos blancos. Una sala raída, grande y confortable, con unas ventanas cristaleras que daban al jardín, en el fondo del cual el río discurría… en los meses de verano.

Y mientras miraba a su alrededor, husmeando el viejo olor familiar a tabaco y cuero y experimentando, como siempre, una punzada nostálgica y el vago deseo de que fuera posible darle marcha atrás al reloj, entró por la puerta ventana una joven ataviada con un mono de trabajo que, tras mirar por unos momentos con una expresión de asombro, profirió un chillido de alegría.

—Moke…, ¡querida! Mónica dio media vuelta.

—¡Jill, ángel mío!

Y ambas se abrazaron efusivamente.