I

El camarero, que había salido un momento para efectuar una llamada telefónica, regresó al salón de café de El Ganso y el Pepinillo con la mirada de estupor del hombre que acaba de enterarse de que ha apostado por un ganador bien recompensado. Ansiaba compartir su felicidad con alguien y el único confidente posible era la mujer instalada ante la mesa cerca de la puerta, que estaba bebiendo un gin-tonic pequeño y matando el tiempo con un libro de tema espiritista. Decidió comunicarle la buena nueva.

—No sé si puede interesarle saberlo, señora —dijo con voz palpitante a causa de la emoción—, pero Madre de Whistler ha ganado el Oaks.

La mujer alzó la vista para contemplarle con unos ojos grandes, negros y sentimentales, como si él fuese algo acabado de obtener a partir del ectoplasma.

—¿El qué?

—El Oaks, señora.

—¿Y qué es el Oaks?

Parecióle increíble al camarero que en Inglaterra pudiera haber alguien capaz de formular semejante pregunta, pero ya había deducido que la dama en cuestión era una dama norteamericana, y sabía que las damas norteamericanas suelen ignorar los hechos fundamentales de la vida. En cierta ocasión había conocido a una que deseaba saber qué era una quiniela de fútbol.

—Es una carrera de caballos anual, señora, reservada para yeguas. Con ello quiero decir que se celebra una vez al año y que al sexo masculino no se le permite competir. Se corre en Epsom Downs el día antes del Derby, del que indudablemente sí habrá usted oído hablar.

—Sí, he oído hablar del Derby. Es la gran carrera de este país, ¿no es verdad?

—Sí, señora. Lo que llamamos un clásico. El Oaks se corre el día antes, aunque en años anteriores era el día después. Con lo que quiero decir —explicó el camarero, esperando no mostrarse demasiado oscuro— que se celebraba el día después del Derby, pero que ahora lo han cambiado.

—¿Y Madre de Whistler ha ganado esta carrera a la que le dan el nombre de Oaks?

—Sí, señora. Por dos cuerpos. Yo jugaba cinco chelines.

—Comprendo. Pues muy bien, ¿verdad? ¿Me traerá otro gin-tonic?

—En seguida, señora. ¡Madre de Whistler! —exclamó el camarero, en una especie de éxtasis—. ¡Qué maravilla!

Se retiró y la mujer reanudó su lectura. La tranquilidad se apoderó del salón de café.

En sus características esenciales generales, el salón de café de El Ganso y el Pepinillo difería muy poco de los salones de café de todas las demás posadas que flanquean los caminos de Inglaterra e impiden que la raza isleña se muera de sed. Había allí la usual y tenue iluminación propia de una iglesia, los acostumbrados cuadros de El ciervo acorralado y La despedida del hugonote sobre la repisa de la chimenea, las mismas vinagreras y botellas de salsa, y el tradicional olor a ozono de la mezcla de encurtidos, sopa de caldo, patatas hervidas, camareros y queso rancio.

Lo que lo distinguía aquella tarde de junio y le confería un cierto no sé qué que los otros no poseían era la presencia en él de la mujer a la que se había dirigido el camarero. Como norma general, en los salones de café de las hosterías junto a los caminos ingleses, todo aquello en lo que el ojo puede recrearse es en algún que otro granjero que despacha unos huevos fritos o un par de viajantes de comercio que se cuentan el uno al otro historias subidas de tono, pero El Ganso y el Pepinillo había atraído, a través del mar, a esa mujer extraordinariamente atractiva, que elevaba hasta una altura increíble el tono del lugar.

Lo que en ella llamaba inmediatamente la atención y llevaba el silbido a los labios era el aura de riqueza que exudaba. Era algo que se manifestaba en sus anillos, su sombrero, sus medias, sus zapatos, su capa de piel plateada y el traje sport de Jacques Fath que se amoldaba perfectamente a su ondulante figura. Allí, hubiérase dicho uno para sí mismo, contemplándola, había una mujer que poseía dinero a espuertas y que probablemente tendría el pulgar dolorido a fuerza de cortar el cupón, una mujer ante la cual, sólo con oír su nombre, las voraces sanguijuelas del impuesto sobre la renta solían quitarse sus sucios sombreros mientras contenían reverentemente el aliento.

Y al decirse esto, uno no hubiera incurrido en error. Era tan rica como parecía serlo. Casada dos veces y cada vez con un multimillonario, estaba tan bien situada financieramente como pudiera haberlo deseado cualquier mujer.

La suya había sido una de aquellas carreras a lo Horatio Alger que tan alentadoras les resultan a las chicas que aspiran a triunfar en el mundo, demostrando con ello que uno nunca sabe qué premios puede estar reservándole el destino a la vuelta de la esquina. De soltera Rosalinda Banks, oriunda del Chilicothe, Ohio, Bankses, sin más atractivos que un rostro adorable, una figura soberbia y un cierto talento para el vers libre, había ido al Greenwich Village en busca de fortuna y la había encontrado prácticamente a las primeras de cambio. En una fiesta dada en un estudio situado en Macdougall Alley, había conocido y fascinado a Clifton Bessemer, el Magnate de la Pasta de Papel, y en menos tiempo del que se necesita para contarlo se convirtió en su esposa.

Viuda debido a que Clifton Bessemer trató de conducir su coche una noche a través de un camión en vez de efectuar un rodeo, dos años más farde conoció en París al deportista millonario y especialista en caza mayor A. B. Spottsworh, se casó con él y enviudó otra vez casi de inmediato.

Fue una confusión de ideas entre él y uno de los leones a los que dio caza en Kenia la causa de que A. B. Spottsworth protagonizara la columna necrológica. Creyó que el león estaba muerto, y el león pensó lo contrario. Como resultado de ello, cuando colocó su pie sobre el cuello del animal, como preparativo para la foto que le iba a sacar el capitán Biggar, el Cazador Blanco que acompañaba a la expedición, se produjo una desagradable reyerta y, debido a que el capitán Biggar tuvo que dejar caer la cámara y emplear unos momentos vitales buscando el rifle, su bala, aunque certera, llegó demasiado tarde para constituir una ayuda práctica. Nada más pudo hacerse aparte de recoger los fragmentos y transferir la vasta fortuna del millonario deportista a su viuda, añadiéndola a los más o menos dieciséis millones que había heredado de Clifton Bessemer.

Ésta era, pues, Mrs. Spottsworth, una mujer con un alma y unos cuarenta y dos millones de dólares en la cómoda de su cuarto. Y, para aclarar aquellos puntos de menor cuantía que puedan requerir elucidación, ahora estaba camino de Rowcester Abbey, donde había de ser huésped del noveno conde de Rowcester, y habíase detenido en El Ganso y el Pepinillo porque deseaba estirar las piernas y airear su perra pequinesa Pomona. Estaba leyendo un libro de tema espiritista porque recientemente se había convertido en una devota entusiasta de la investigación psíquica. Llevaba un traje sport Jacques Fath porque le agradaban los trajes sport Jacques Fath. Y bebía ginebra con tónica porque hacía una de aquellas tardes más bien cálidas en las que un gin-tonic es precisamente lo más adecuado.

El camarero regresó con el elixir y continuó la conversación allí donde la había dejado.

—A treinta y tres contra uno estaban las apuestas, señora.

La señora Spottsworth alzó sus lustrosos ojos.

—¿Cómo dice?

—Así comenzó la carrera.

—¿A quién se refiere?

—A la yegua de la que le hablaba y que ganó el Oaks.

—¿Ella otra vez, verdad? —dijo la señora Spottsworth con un suspiro.

Había estado leyendo acerca de unas interesantes manifestaciones del mundo de los espíritus, y esa charla terrenal la irritaba.

El camarero percibió su falta de entusiasmo y le dolió un poco. En aquel día entre todos los días hubiera preferido relacionarse tan sólo con aquellos por cuyas venas circulara una sangre deportiva.

—¿No le agradan las carreras, señora?

La señora Spottsworth sopesó la pregunta.

—No mucho. Mi primer marido era un fanático de ellas, pero a mí siempre me habían parecido algo muy poco espiritual. Todo aquel léxico a base de llegar a la meta a fuerza de pies, de pencos y caracoles, de pistas rápidas y fangales, y de algo que él llamaba una carrera de barcas… No era, ni mucho menos, la cosa más apta para desarrollar la parte más elevada de la persona. Yo apostaba de vez en cuando una sábana, como diversión, pero nunca iba más allá. No era actividad que afectara a lo más profundo que hubiera en mí.

—¿Una sábana, señora?

—Mil dólares.

—¡Caray! —exclamó el camarero, impresionado—. A esto lo llamaría yo jugarse hasta la camisa. Aunque para mí no sólo sería jugarme la camisa, sino también los calcetines y el calzoncillo. Ha sido una suerte para los corredores de apuestas que usted no se encontrara hoy en Epsom, apostando por Madre de Whistler.

Se retiró y la señora Spottsworth reanudó la lectura de su libro.

Durante los diez minutos siguientes, más o menos, nada de mayor importancia ocurrió en el salón de café de El Ganso y el Pepinillo, excepto que el camarero mató una mosca con su servilleta y la señora Spottsworth dio fin a su gin-tonic. Después una mano poderosa abrió de golpe la puerta y entró un hombre rechoncho, fornido y de aspecto vigoroso, con un rostro curtido por la intemperie. Tenía unos ojos azules y penetrantes, una faz muy roja, una cabeza redonda tendente a la calvicie, y uno de aquellos bigotes pequeños e hirsutos que con tanta profusión abundan en las avanzadillas del Imperio. De hecho, brotan con tal abundancia en los labios superiores de quienes soportan la carga propia del hombre blanco, que no deja de ser una teoría defendible la de que este último ostenta unos ciertos derechos de patente. Uno recuerda las palabras nostálgicas del poeta Kipling, cuando cantó: «Dejadme en cualquier lugar al este de Suez, donde lo mejor es como lo peor, donde no hay diez mandamientos y un hombre puede dejarse crecer un pequeño e hirsuto mostacho».

Era probablemente este mostacho lo que confería al recién llegado su especto exótico y le hacía parecer fuera de lugar en el salón de café de una posada inglesa. Al mirarle, uno comprendía que su ambiente natural era el bar de Black Mike en Pago-Pago, donde él sería el alma de la fiesta, pese a que, evidentemente, la mayor parte de su tiempo la pasaría en sus safaris, hostilizando a toda la fauna que se aventurase a cruzarse en su camino. Había allí, hubiera dicho cualquiera, un hombre que en más de una ocasión había mirado fijamente a un rinoceronte y había conseguido amilanarlo.

Y una vez más, exactamente como al efectuar aquel penetrante análisis de la señora Spottsworth, uno hubiera estado perfectamente en lo cierto. Aquel bigotudo hombretón arrancado de la naturaleza era nada menos que el capitán Biggar, al que hemos mencionado hace unos momentos en relación con el lamentable incidente que culminó con la ascensión de A. B. Spottsworth al reino de las estrellas, y cualquiera de los asiduos del Pozo de las Burbujas o del Long Bar de Shanghai hubiera asegurado que «Bwana» Biggar había amilanado a más rinocerontes de los que cualquiera era capaz de contar.

Pero en aquel momento pensaba menos en nuestros amigos irracionales que en algo muy fresco en una jarra. Como ya hemos dicho, la tarde era calurosa y él había conducido a lo largo de un buen trecho desde Epsom Downs, de donde se había retirado inmediatamente después de concluida la carrera conocida como The Oaks, hasta esa tranquila posada en Southmoltonshire.

—¡Cerveza! —rugió y, al oír el sonido de su voz, la señora Spottsworth dejó caer su libro con un grito de sobresalto, mientras sus ojos parecían abandonar sus correspondientes órbitas.

Y dadas las circunstancias, hubiera sido perfectamente comprensible que sus ojos las hubieran abandonado, ya que su primera impresión había sido la de que asistía a una de aquellas interesantes manifestaciones del mundo del espíritu, acerca del cual había estado leyendo. Lo suficiente para que se desorbitaran los ojos de cualquier mujer.

El detalle primordial en un cazador como el capitán Biggar, si uno contempla las cosas sin prejuicios, es que caza. Y, admitido este punto, uno espera que se encuentre en los terrenos de caza por él elegidos, y que permanezca en ellos. Encuéntresele en Kenia, Malaya, Borneo o la India, y uno no experimentará la menor sorpresa. «Hola, capitán Biggar —le dirá—. ¿Cómo va el rastreo?». Y él replicará que el rastreo va de primera. Todo perfectamente en orden.

Pero cuando se le ve en el salón de café de una hostería rural inglesa, a miles de kilómetros de su hábitat natural, a cualquiera se le puede excusar el abrigar la sospecha momentánea de que aquello no es un hombre en carne y hueso, sino más bien su espectro o fantasma dispuesto a pasar el rato, como suelen hacer espectros y fantasmas.

—¡Aaah! —exclamó la señora Spottsworth, visiblemente impresionada.

Desde que se interesaba por las investigaciones psíquicas, a menudo había deseado ver un fantasma, pero a todo el mundo le agrada elegir el momento y el lugar oportunos para tales cosas. Nadie desea la intromisión forzosa de espectros cuando está saboreando una refrescante mezcla de agua tónica y ginebra.

Debido a la escasez de luz en el salón de café de El Ganso y el Pepinillo, la señora Spottsworth, hasta que ésta hizo uso de la palabra, había sido tan sólo una vaga figura femenina que estaba echando un trago. Al atisbarla, automáticamente se había atusado el bigote, su práctica invariable cuando observaba cualquier tipo de hembra en las cercanías, pero en modo alguno había absorbido su imagen, y al concentrar ahora su mirada en ella, se estremeció todo él como un joven y nervioso hipopótamo en el trance de encontrarse cara a cara con su primer Cazador Blanco.

—¡Bueno, que me frían en manteca! —exclamó mientras la miraba con fijeza—. ¡La señora Spottsworth! ¡Bueno, que me frían en zumo de ciruelas! ¡La última persona del mundo a la que hubiera pensado ver! Yo la hacía en América.

La señora Spottsworth había recuperado ya su aplomo.

—Hace una semana, vine en avión para hacer una visita —explicó.

—Ya lo comprendo. Esto lo explica todo. Lo que me pareció extraño, al verla aquí, fue el hecho de recordar que usted me dijo que vivía en California o uno de esos lugares.

—Sí, tengo una casa en Pasadena. Y también en Carmel, y una en Nueva York y otra en Florida, y otra allá en Maine.

—¿Cinco en total?

—Seis. Olvidaba la de Oregón.

—¿Seis? —repitió el capitán, pensativo—. Claro que siempre es agradable tener un tejado sobre la cabeza, desde luego…

—Sí, pero una acaba por cansarse de los mismos lugares y anhela algo nuevo. Estoy pensando en comprar esa casa a la que me dirijo ahora, Rowcester Abbey. Conocí a la hermana de lord Rowcester en Nueva York, cuando ella regresaba de Jamaica, y me dijo que su hermano tal vez deseara vender. Pero ¿y qué hace usted en Inglaterra, capitán? Al principio, no podía dar crédito a mis ojos.

—Pues pensé en echarle un vistazo al viejo terruño, mi estimada señora. Hacía tiempo que no disfrutaba de unas vacaciones, y ya conoce usted el antiguo proverbio que dice: sólo trabajar y nunca descansar hacen de Jack un peh-bah pom bahoo. Es sorprendente cómo ha cambiado todo desde la última vez que estuve aquí. Nada de ricos ociosos, si comprende usted lo que quiero decir. Todo el mundo trabajando. Todo el mundo con una clase u otra de empleo.

—Sí, ¿verdad que es extraordinario? Me dice lady Carmoyle, la hermana de lord Rowcester, que su esposo, sir Roderik Carmoyle, es encargado de sección en los almacenes Harrige’s. Y es un décimo baronet o algo por el estilo.

—Sorprendente, ¿verdad? Tubby Frobisher y el Subahdar no me creerán cuando se lo cuente.

—¿Quién?

—Un par de amigos míos en Kuala Lumpur. Se quedarán atónitos. Pero a mí esto me agrada —proclamó el capitán con energía—. Es el espíritu adecuado. El bate recto.

—¿Cómo dice?

—Es un término del criquet, estimada señora. En el criquet hay que jugar con un bate recto o… o, no nos engañemos, no se juega si no es con él, si comprende usted lo que quiero decir.

—Supongo que sí. Pero ¿no quiere sentarse?

—Gracias, si me lo permite, pero sólo por un minuto. Estoy dando caza a un enemigo de la especie humana.

En la actitud del capitán Biggar, al sentarse, un observador sagaz habría captado una traza de embarazo, y acaso lo habría atribuido al hecho de que la última vez que él y la señora Spottsworth se habían visto, él había estado clasificando lo que quedaba del marido de ella con vistas a facturarlo hacia Nairobi. Pero no era el recuerdo de aquel momento aciago lo que causaba su desazón. Las raíces de ésta alcanzaban mayores profundidades.

Amaba a aquella mujer. La había amado desde el primer momento en que ella había aparecido en su vida. ¡Y cómo recordaba aquel momento! El campamento entre las acacias. El rocoso despeñadero. El curso fluvial sembrado de peñascos. El viejo Simba, el león, rugiendo a lo lejos; el viejo Tembo, el elefante, haciendo nadie sabía qué en el bimbo o hierbas altas, y A. B. Spottsworth conduciendo el coche con pantalones de montar, a su lado. «Mi mujer», había dicho A. B. Spottsworth, indicando la combinación de Cleopatra y Helena de Troya que le acompañaba, y al replicar él: «Ah, la mensahib» y saludarla con un cortés «Krai yu ti ny ma pay», fue como si una poderosa descarga eléctrica atravesara al capitán Biggar. Esto, pensó era Aquello.

Naturalmente, por ser un hombre blanco, no había hablado con nadie de su amor, pero éste había ardido continuamente en su interior desde entonces, una pasión intensa y silenciosa que a veces, al escuchar sentado las hienas y contemplar las nieves del Kilimanjaro, a punto había estado de hacerle escribir poesía.

Y aquí estaba ella de nuevo, más hermosa que nunca. Parecióle al capitán Biggar que alguien, en las cercanías, redoblaba en un tambor, pero se trataba tan sólo de los latidos de su corazón.

Sus últimas palabras habían intrigado a la señora Spottsworth.

—¿Dando caza a un enemigo de la especie humana? —repitió.

—El más sinvergüenza de los corredores de apuestas. Un bellaco de la más baja catadura, con un alma tan negra como sus uñas. Llevo horas tras él, y le hubiera atrapado —explicó el capitán, bebiendo sombríamente su cerveza— si algo no se hubiera estropeado en mi maldito coche. Ahora lo están arreglando en ese garaje que hay al otro lado de la calle.

—Pero ¿por qué da caza a ese corredor de apuestas? —preguntó la señora Spottsworth, bajo la impresión de que, para un hombre tan fuerte, era una manera frívola de matar el tiempo.

El rostro del capitán Biggar se oscureció. La pregunta de ella había tocado un nervio desprotegido.

—El muy perro me hizo una mala pasada. Parecía un hombre cabal. Un tipo con un bigote de morsa y un parche en el ojo izquierdo. El Honrado Patch Perkins, era el nombre que se daba. «Apueste por quien quiera y no tema nada, noble deportista —dijo—. Quien no especula no acumula. Juegue usted, juegue. A las verdes y a las maduras, las damas a mitad de precio y no se devuelve el género averiado». Y fui y coloqué con él mi doble.

—¿Su doble?

—Un doble, distinguida señora, es cuando uno apuesta por un caballo en una carrera y, si gana, se juega las ganancias en otro caballo y otra carrera.

—Ah, eso es lo que llamamos un pároli en América.

—Pues bien, verá en seguida que si ambas jugadas salen bien, uno se embolsa una suma principesca. Desde que llegué a Londres he alternado con buenos conocedores de la cuestión, y me recomendaron como un buen doble para hoy Lucy Glitters y Madre de Whistler.

Este nombre pulsó una nota en la cabeza de ella.

—El camarero me ha dicho que Madre de Whistler ganó…

—Y también Lucy Glitters en la carrera anterior. Había apostado cinco libras por ella a cien contra seis y todo lo que sacara por Madre de Whistler en el Oaks. Y ésta llegó a la meta en…

—Treinta y tres a uno, ha dicho el camarero. ¡Válgame Dios! ¡Menuda tajada la que habrá sacado!

El capitán Biggar terminó su cerveza. Si es posible beber cerveza como un alma atormentada, él lo hizo.

—Desde luego, hubiera tenido que sacar una buena tajada —dijo con el entrecejo fruncido—. Se me debía la suma colosal de tres mil libras con dos chelines y seis peniques, más mis cinco libras de la apuesta que yo había entregado al empleado del corredor, un fulano con un traje a cuadros y otro bigote de morsa. ¿Y qué ocurrió? Ese corredor de conciencia negra como la tinta me dio esquinazo. Se largó en su coche, conmigo siguiéndole. Le he estado persiguiendo, a lo largo de las carreteras más sinuosas del país, durante lo que parece ser una eternidad. Y precisamente cuando estaba a punto de echarle mano, va y se me estropea el coche. ¡Pero atraparé a ese granuja! ¡Capturaré a esa vil alimaña! Y cuando lo haga, me propongo arrancarle las entrañas con mis manos, despojarle de la cabeza y hacérsela tragar, después de lo cual…

El capitán Biggar se interrumpió. Se había dado cuenta de pronto de que estaba monopolizando la conversación. Después de todo, ¿qué interés podían tener para su interlocutora esos ensueños suyos?

—Pero no quiero seguir hablando de mí —dijo—. Es un tema aburrido. ¿Cómo ha pasado estos últimos años, mi querida señora? ¿Rebosante de salud, quiero esperar? No puede tener mejor aspecto. ¿Y cómo está su marido? ¡Oh, lo siento!

—En absoluto. ¿Quiere decir si he vuelto a casarme? No, no he vuelto a casarme, aunque así me lo recomendaron Clifton y Alexis. Son tan amables en este aspecto. Tan considerados y con unas miras tan amplias.

—¿Clifton? ¿Alexis?

—El señor Bessemer y el señor Spottsworth, mis dos maridos anteriores. De vez en cuando hablo con ellos a través de la tabla ouija. Supongo —añadió la señora Spottsworth, con una risita de circunstancias— que a usted le parecerá raro que yo crea en cosas como la tabla ouija, ¿verdad?

—¿Raro?

—¡Tantos amigos míos de América hablan de esas cosas como engañifas!

El capitán Biggar resolló belicosamente.

—¡Pues a mí me gustaría decirles cuatro cosas! Asombraría sus débiles intelectos. No, mi querida señora, yo he visto demasiadas cosas extrañas en mi existencia, viviendo como he vivido en las sombrías tierras del misterio, para que algo pueda parecerme raro. Yo he visto peregrinos descalzos siguiendo el camino de Ahura-Mazda sobre carbones ardientes. He visto cuerdas lanzadas al aire y enjambres de chiquillos trepando por ellas. He conocido faquires que dormían en lechos de púas.

—¿Sí?

—Se lo aseguro. Y figúrese, desconocían prácticamente el insomnio. Por consiguiente, a mí no me verá reírme de la gente por el hecho de que crean en las tablas ouija.

La señora Spottsworth lo miró con afecto, pensando en lo muy simpático y comprensivo que era.

—Estoy profundamente interesada en la investigación psíquica. Me enorgullece pertenecer al pequeño grupo de abnegados buscadores que pugnan por penetrar a través del velo. Espero poder contar con alguna manifestación espiritual subyugante en esa Rowcester Abbey adonde me dirijo. Tengo entendido que es una de las mansiones más antiguas de Inglaterra.

—En este caso, debería usted levantar dos o tres espectros —admitió el capitán Biggar—. Se reúnen en pandillas en esas viejas casas de campo inglesas. ¿Qué le parecería otro gin-tonic?

—No, tengo que seguir mi camino. Pomona está en el coche y aborrece quedarse sola.

—¿Y no puede quedarse otro ratito y echar un trago?

—Lo siento, pero no. He de continuar. No sé cómo decirle lo que me ha gustado volver a verle, capitán.

—Encontrarla ha sido para mí una gran cosa, mi estimada señora repuso el capitán Biggar con voz algo ronca, pues se sentía profundamente emocionado.

Se encontraban ahora bajo el cielo y pudo conseguir una visión más clara de ella, junto a su coche y bañada por el sol crepuscular. Qué hermosa era, pensó, qué maravillosa, qué… Vamos, vamos, Biggar, se dijo a sí mismo en tono de reprimenda, eso de nada sirve, viejo amigo. ¡Sigue el juego, Biggar, sigue el juego, muchacho!

—¿Vendrá a verme cuando haya vuelto a Londres, capitán? Estaré en el Savoy.

—Con sumo gusto, mi querida señora, con sumo gusto —dijo el capitán Biggar, pero no era veraz.

¿De qué serviría? ¿En qué le beneficiaría a él renovar su amistad? Tan sólo remover el cuchillo en la herida, esto seria lo que haría. Mejor era, muchísimo mejor, morder la bala y acabar allí mismo y en aquel momento con toda la historia. Un pobre cazador con apenas unos chelines en el bolsillo no podía mezclarse con viudas opulentas. Era aquello que tan a menudo había oído a Tubby Frobisher y al Subahdar denunciar en el vetusto Club Anglo-Malayo de Kuala Lumpur. «Ese tipo no es más que un maldito cazador de dotes, muchacho —decían, hablando ante sus pahits de ginebra de algún conocido que acababa de hacer un buen matrimonio—. Nada más que un maldito gigoló, muchacho, y nada más. Estas cosas no se hacen, amigo mío, ¿verdad que no? No sería deportivo, muchacho».

Y tenían toda la razón. Había cosas que no podían hacerse. Al fin y al cabo, maldita fuese su estampa, un hombre tenía su código. «Meh-nee pan kong bahn rotfai», venía más o menos a resumirlo.

Endureciendo su expresión, el capitán Biggar salió a la calle para verificar qué tal andaba la reparación de su coche.