Es curioso, pero con la precipitación y el atropello de los últimos acontecimientos, no se me había ocurrido pensar que, dado que los presentes se retiraban en grupos de dos y de tres, y —en el caso de Spode— de uno, forzosamente tenía que llegar un momento en que esta alma viviente y yo quedásemos cara a cara en lo que se denomina una solitude á deux. Y entonces que se había materializado tan desagradable estado de cosas, resultaba difícil saber cómo iniciar la conversación. No obstante, hice un intento, el mismo intento que había hecho cuando me encontré encerrado a solas con L. G. Trotter.
—¿Te sirvo una salchicha? —pregunté.
Ella desestimó mi ofrecimiento con un gesto de la mano. Estaba claro que el desasosiego de su alma no podía apaciguarse con salchichas.
—Oh, Bertie —dijo ella, e hizo una pausa.
—¿Una loncha de jamón?
Meneó la cabeza. Al parecer, el jamón estaba tan desacreditado en el mercado como las salchichas.
—Oh, Bertie —repitió.
—Justo delante tuyo —respondí, para darle aliento.
—Bertie, no sé qué hacer.
Suspendió de nuevo la emisión y yo me quedé allí parado esperando que emergiera algo. La idea a medio formar de ofrecerle un arenque ahumado fue desechada de inmediato. Me refiero a que era demasiado tonto seguir sugiriendo artículos de la carta como si fuese un camarero tratando de ayudar a una clienta indecisa.
—Me siento muy mal —anunció.
—Tienes un aspecto estupendo —le aseguré, pero ella desestimó este hermoso cumplido con otro gesto de la mano.
Permaneció en silencio unos instantes más, hasta que al fin habló apresuradamente.
—Se trata de Percy.
Yo estaba mordisqueando una tostada cuando lo dijo, pero la deposité cortésmente en el plato.
—¿Percy?
—Oh, Bertie —repitió, y por la manera en que arrugaba la nariz comprendí que se hallaba muy agitada—. Todo lo que acaba de ocurrir… Cuando dijo aquello de no decepcionar a la mujer que amaba… Cuando supe lo que había hecho… Y todo por mí…
—Ya entiendo qué quieres decir —apunté—. Muy decente.
—Pasó algo en mi interior. Fue como si viera por primera vez al auténtico Percy. Siempre había admirado su intelecto, por supuesto, pero esta vez fue distinto. Me pareció estar contemplando su alma desnuda, y lo que vi en ella…
—¿Era bueno? —inquirí, para animarla a proseguir.
Respiró hondo.
—Quedé abrumada. Quedé atónita. Comprendí que era igual que Rollo Beaminster.
Por un instante perdí el hilo, pero enseguida recordé.
—Oh, ah, sí. No llegaste a decirme mucho de Rollo, excepto que estaba de un humor turbulento.
—Oh, eso era al principio de la historia, antes de que Sylvia y él se reunieran de nuevo.
—Así que se reunieron, ¿eh?
—Sí. Ella contempló su alma desnuda y comprendió que no podía amar a otro hombre.
Ya he subrayado el hecho de que aquella mañana mis facultades mentales brillaban por su agudeza, de modo que, al oír estas palabras, me formé la clara impresión de que Florence se sentía bastante proPercy, en la citada fecha. Podía estar equivocado, desde luego, pero no lo creía así, y me pareció que aquello era una cosa buena que debía ser fomentada. Como Jeeves lo había expresado de un modo tan certero, existe una marea en los asuntos de los hombres que, cuando se toma en la crecida, conduce a la fortuna.
—Escucha —comencé—, tengo una idea. ¿Por qué no te casas con Percy?
Dio un respingo. Vi que estaba temblando. Se movía, se agitaba, parecía sentir el precipitado fluir de la vida bajo su quilla. En sus ojos, cuando los posó en mí, no era difícil percibir la luz de la esperanza.
—Pero estoy prometida contigo —balbució, y me produjo la impresión de que habría podido darse de patadas por ser tan boba.
—Oh, eso puede arreglarse con facilidad —dije alegremente—. Démoslo por anulado, éste es mi consejo. Tú no necesitas una mariposa flacucha como yo, sino alguien que pueda ser tu compañero del alma, un tipo que gaste sombreros del número nueve y con el que puedas sentarte, cogiditos de la mano, para hablar de T. S. Eliot. Y Percy reúne estas condiciones.
Se atragantó un poco. La luz de esperanza era cada vez más pronunciada.
—¡Bertie! ¿Me dejas en libertad?
—Ciertamente, ciertamente. Con un gran pesar y todo eso, pero considéralo hecho.
—¡Oh, Bertie!
Se lanzó sobre mí y me besó. Desagradable, desde luego, pero estas cosas hay que afrontarlas. Como oí comentar a Anatole en cierta ocasión, hay que saber estar a las duras y a las maduras.
Seguíamos unidos en estrecho abrazo cuando el silencio —nos abrazábamos de un modo bastante silencioso— fue interrumpido por lo que sonó como el aullido de dolor de uno de los perros locales que se hubiera golpeado el morro contra la pata de la mesa.
No era un perro. Era Percy. Estaba de pie en el umbral con aspecto angustiado, y no sería yo quien se lo reprochara. Si uno ama a una muchacha, naturalmente, es angustioso entrar en una habitación y encontrarla la mar de amartelada con otro tipo.
Recobró la compostura con un poderoso esfuerzo.
—Sigan —dijo—, sigan. Perdón por la interrupción.
Profirió un sollozo ahogado, y vi que se llevaba una buena sorpresa cuando Florence, separándose bruscamente de mí, dio un salto de conejo silvestre que casi se clasificaba en la categoría Cheesewright-Wooster y se arrojó a sus brazos.
—¿Eh? ¿Qué? —farfulló. Estaba claro que no se hacía cargo de la situación.
—¡Te quiero, Percy!
—¿De veras? —Su rostro se iluminó por un instante, pero enseguida sobrevino un apagón—. Pero estás comprometida con Wooster —añadió sombríamente, contemplándome de una manera que daba a entender que, en su opinión, la mitad de los problemas del mundo se debía a los tipos como yo.
Me acerqué a la mesa y cogí otra tostada. Fría, por supuesto, pero siento cierta afición a las tostadas frías, siempre que haya mantequilla en abundancia.
—No, eso ya se acabó —le anuncié—. Adelante, viejo camarada. Tiene luz verde.
Florence habló con voz temblorosa.
—Bertie me ha devuelto la libertad, Percy. Estaba besándolo para demostrarle mi agradecimiento. Cuando le he dicho que te amaba, me ha devuelto la libertad.
Advertí que Percy quedaba impresionado.
—¡Caramba! Eso es muy decente por su parte.
—Bertie es así. Es el alma de la caballerosidad.
—Verdaderamente lo es. Me asombra. Nadie lo hubiera pensado, al verlo.
Ya empezaba a estar harto de que la gente dijera que nadie lo hubiera pensado, al verme, y es muy posible que en este punto hubiese replicado algo. Pero antes de que pudiera poner en marcha el engranaje, Florence emitió de pronto algo que virtualmente equivalía a un gemido de angustia.
—Pero, Percy, ¿qué vamos a hacer? Yo sólo dispongo de una pequeña asignación para ropa.
No seguí el hilo de sus pensamientos. Y Percy tampoco. Una observación críptica, a mi modo de ver, y advertí que él también pensaba así.
—¿Y qué tiene eso que ver? —preguntó.
Florence se retorció las manos, algo que he leído con frecuencia en los libros pero nunca había visto hacer. Es una especie de movimiento circular que parte de las muñecas.
—Quiero decir que no tengo dinero, y tú tampoco, salvo el que pueda pagarte tu padrastro cuando entres en el negocio. Tendríamos que vivir en Liverpool. ¡Yo no puedo vivir en Liverpool!
Bien, desde luego, hay mucha gente que lo hace, o así se me ha dado a entender, pero comprendí a qué se refería. El corazón de Florence estaba en la bohemia londinense —Bloomsbury, Chelsea, emparedados y absenta en la vieja buhardilla, todo este tipo de cosas—, y detestaba tener que renunciar a ella. No sé si habrá muchas buhardillas en Liverpool.
—Vaya —observó Percy.
—¿Entiendes qué quiero decir?
—Oh, sí, desde luego —respondió él.
Era evidente que sé sentía incómodo. En sus gafas de montura de carey había aparecido una extraña luz, y sus patillas se estremecían suavemente. Por un instante permaneció inmóvil, dejando que el «No me atrevo» prevaleciera sobre el «Me gustaría». Pero al fin habló.
—Florence, debo confesarte algo. No sé cómo decírtelo. Lo cierto es que mi situación económica es razonablemente desahogada. No soy rico, pero tengo unos ingresos satisfactorios, completamente adecuados para mantener un hogar. No pienso irme a Liverpool.
Florence abrió mucho los ojos. Tengo la impresión de que, por temprana que fuese la hora, estaba pensando que Percy había tomado algunas copas de más. Su aspecto era el de una muchacha a punto de pedirle que repitiera «María Chucena su choza techaba, y un techador que por allí pasaba, le dijo: "María Chucena, ¿techas tu choza o techas la ajena?". "Ni techo mi choza ni techo la ajena, que techo la choza de María Chucena."». No obstante, lo único que dijo fue:
—Pero, Percy, querido, no creo que tus poemas te proporcionen mucho dinero.
Él hizo girar los pulgares durante unos instantes. Se notaba que estaba intentando darse ánimos para revelar algo que sin duda hubiese preferido mantener bien encubierto. He tenido la misma experiencia cuando he sido sometido al tercer grado por tía Agatha.
—Tienes razón —asintió—. Esa cosita mía de «Caliban ante el crepúsculo» que he publicado en Parnaso sólo me ha producido quince chelines, y tuve que luchar como un tigre para conseguirlos. La editora quería dejarlo en doce chelines y seis peniques. Pero tengo un… una fuente de ingresos alternativa.
—No comprendo.
Agachó la cabeza.
—Enseguida comprenderás. Mis ingresos de esta, ah, fuente alternativa ascendieron el pasado año a casi ochocientas libras, y este año calculo que llegarán al doble de eso, porque mi agente ha conseguido establecerme en el mercado estadounidense. Florence, sé que vas a escandalizarte, pero debo decírtelo: escribo novelas policíacas bajo el seudónimo de Rex West.
No estaba mirando a Florence, conque no puedo decir si se escandalizó, pero yo, desde luego, no. Me quedé mirándolo, completamente atónito.
—¿Rex West? ¡Válgame el cielo! ¿Escribió usted El misterio del cangrejo de río rosado?
Volvió a agachar la cabeza.
—En efecto. Y Asesinato en malva, El caso del buñuelo envenenado y El inspector Biffen examina el cadáver.
Yo desconocía la existencia de estos títulos, pero le aseguré que me apresuraría a añadirlos a mi lista de librería, y procedí a formularle una pregunta que llevaba algún tiempo reclamando mi atención.
—Entonces, ¿quién se cargó a sir Eustace Willoughby Bart golpeándolo con un instrumento romo?
Respondió en voz queda y carente de expresión.
—Burwash, el mayordomo.
Lancé un grito.
—¡Como yo sospechaba! ¡Como yo sospechaba desde el principio!
Hubiera seguido interrogándole acerca de su Arte, preguntándole cómo se le ocurrían estas ideas y si trabajaba a horas fijas o esperaba la inspiración, pero Florence volvió a ocupar el centro de la escena. Lejos de escandalizarse, estaba acurrucada entre sus brazos y cubría su rostro de ardientes besos.
—¡Percy! —Estaba completamente rendida ante él—. ¡Eso es maravilloso! ¡Qué inteligente eres!
Él vaciló.
—¿No estás indignada?
—Claro que no. Estoy contentísima. ¿Estás trabajando en algo, últimamente?
—Una novela corta. Creo que la titularé La sangre lo dirá. Tendrá unas treinta mil palabras. Mi agente dice que a estas revistas estadounidenses les gustan lo que llaman «piezas de tiro único», una expresión coloquial, supongo, para referirse al material de longitud adecuada para su publicación en un solo número.
—Tienes que contármelo todo —le urgió, colgándose de su brazo y arrastrándolo hacia la puertaventana.
—Oiga, un momento —exclamé.
—¿Sí? —dijo Percy, volviendo la cabeza—. ¿Qué desea, Wooster? Hable deprisa. Estoy ocupado.
—¿Me firma un autógrafo?
Se le iluminó el rostro.
—¿De veras lo quiere?
—Soy un gran admirador de su obra.
—¡Así me gusta! —saltó Percy.
Estampó su firma en la parte de atrás de un sobre vacío y salieron los dos cogidos de la mano, una joven pareja que emprendía su largo viaje juntos. Y yo, sintiendo cierto apetito tras esta emotiva escena, me senté a la mesa y volví a atacar las salchichas y el bacon.
Seguía empeñado en esta tarea cuando se abrió la puerta y entró tía Dahlia. Una mirada fugaz bastó para decirme que todo iba bien con la vieja parienta. En otra ocasión he dicho de su cara que brillaba como los fondillos del pantalón de un conductor de autobús, y eso mismo hacía entonces. No habría estado más alegre si la hubieran elegido Reina de Mayo.
—¿Ha firmado ya los papeles L. G. Trotter? —quise saber.
—Los firmará en cuanto recupere los globos de sus ojos. Cuánta razón tenías en eso de los ojos. La última vez que los he visto, iban rebotando de pared a pared mientras él los perseguía acaloradamente. Bertie —dijo la vieja antepasada, con voz llena de pasmo admirativo—, ¿qué pone Jeeves en esos preparados suyos?
Sacudí la cabeza.
—Sólo él y su Dios lo saben —contesté en tono grave.
—Parecen cosa serie. Recuerdo haber leído algo en alguna parte acerca de un perro que se tragó un frasco de salsa de ají. Según lo describían, dio todo un espectáculo. Trotter ha reaccionado de manera bastante parecida. No me extrañaría que uno de los ingredientes fuese dinamita.
—Es muy posible —asentí—. Pero no hablemos de perros y salsa de ají. Preferiría que comentáramos nuestros finales felices.
—¿Finales felices? ¿En plural? Yo he tenido un final feliz, desde luego, pero tú…
—Yo también. Florence…
—¿Quieres decir que lo vuestro ha terminado? —Va a casarse con Percy.
—¡Bertie, mi radiante muchacho!
—¿No le dije que tenía fe en mi buena estrella? La moraleja del asunto, según yo lo veo, es que no se puede sojuzgar a un hombre bueno, o —incliné ligeramente la cabeza hacia ella— a una mujer buena. ¡Qué gran lección debiera ser para nosotros, vieja sangre de mi sangre, nunca rendirse, nunca desesperar! Por oscuro que parezca el horizonte…
Iba a añadir «y por oscuras que parezcan las nubes», para seguir luego hablando del sol que tarde o temprano acabaría, sonriendo e través de ellas, pero en aquel momento hizo su entrada Jeeves.
—Disculpe, señora. ¿Tendría a bien reunirse con el señor Trotter en la biblioteca, señora? Está esperándola allí.
A decir verdad, tía Dahlia necesita un caballo que le ayude a cobrar velocidad, pero aun yendo a pie llegó a la puerta en un tiempo excelente.
—¿Cómo se encuentra? —preguntó desde el umbral, volviendo la cabeza.
—Me es grato poder decir que su salud está completamente restablecida, señora. Ha hablado de aventurarse con un emparedado y un vaso de leche a la conclusión de su conferencia.
Tía Dahlia le dirigió una larga y reverente mirada.
—Jeeves —dijo al fin—, es usted único. Sabía que salvaría la jornada.
—Muchísimas gracias, señora.
—¿Ha ensayado alguna vez uno de esos brebajes suyos en un cadáver?
—Todavía no, señora.
—Debería hacerlo —sentenció la vieja parienta, y salió corcoveando como uno de esos briosos corceles que, aunque yo personalmente nunca lo haya oído, exclaman «¡Ja!» entre las trompetas.
Un silencio siguió a su partida, pues yo me hallaba sumido en reflexión. Debatía para mis adentros si daba un paso de la mayor importancia ó si, por el contrario, no lo daba, y en ocasiones como ésta uno no habla, sino que sopesa los pros y los contras. Me encontraba, resumiendo, ante una encrucijada.
Ese bigote mío…
Pro: Me encantaba. Me veía bien con él. Había abrigado la esperanza de irlo cultivando con los mejores abonos a lo largo de los años, hasta que llegara a ser la comidilla de la ciudad.
Contra: Pero, me preguntaba, ¿era eso prudente? Al recordar el efecto que había ejercido en Florence Craye, vi con claridad que me hacía demasiado fascinante. Y ahí acechaba el peligro. Cuando uno se vuelve demasiado fascinante, se expone a que suceda toda clase de cosas que uno no desea que sucedan, si me siguen.
Una extraña calma descendió sobre mí. Había tomado mi decisión.
—Jeeves —dije, y sentí una punzada pasajera. ¿Por qué no? Uno es un ser humano—. Jeeves —repetí—, voy a afeitarme el bigote.
Su ceja izquierda tembló perceptiblemente, lo que demostraba hasta qué punto le habían conmovido mis palabras.
—¿De veras, señor?
—Sí, se ha ganado este sacrificio. Cuando haya saciado mi apetito… Son buenas estas salchichas.
—Sí, señor.
—Hechas, sin duda, con cerdos satisfechos. ¿Las ha probado en su desayuno?
—Sí, señor.
—Bien, como iba diciendo, cuando haya saciado mi apetito, encaminaré mis pasos hacia mi habitación, me enjabonaré el labio superior, tomaré navaja en mano y… ¡voilá!
—Muchísimas gracias, señor —dijo él.