XXI

En los círculos en que Bertram Wooster acostumbra moverse, reina un consenso bastante generalizado en cuanto que no es hombre que arroje la toalla y se dé por vencido a las primeras de cambio. Bajo los tatachín tatachín de como quieran llamarlo, su cabeza, si el tiempo no lo impide, está por norma ensangrentada pero no humillada, y si los golpes y dardos de la insultante fortuna desean aplastar su espíritu orgulloso, tienen que arremangarse y hacer un esfuerzo especial.

Con todo, debo confesar que cuando fui testigo del espectáculo que acabo de describir, debilitado como me hallaba por el hecho de haber bajado a desayunar, experimenté un desfallecimiento. La tierra se hundió y, como había sucedido en el caso de Spode, todo se volvió negro. A través de una turbia neblina, me pareció contemplar a un mayordomo negro presentando una bandeja como la tinta a Mamá Trotter, que tenía todo el aspecto de haber participado en un minstrel show[14].

El suelo tembló bajo mis pies como si se hubiera desencadenado un terremoto de desacostumbrada intensidad. Mis ojos, sumidos en excelso frenesí, se agitaron y vagaron, y al cruzarse con los dé tía Dahlia vi que los de ella también lo hacían.

Aun así, hizo todo lo posible por mostrarse a la altura de las circunstancias, como siempre.

—¡Muy bien, Seppings! —exclamó cordialmente—. Estábamos todos preguntándonos dónde podía haberse metido este collar. Es el suyo, ¿no es así, señora Trotter?

Mamá Trotter escudriñó la citada bandeja a través de unos impertinentes.

—Es el mío, no hay duda —respondió—. Pero lo que me gustaría saber es cómo ha llegado a parar a manos de este hombre.

Tía Dahlia siguió mostrándose a la altura de las circunstancias.

—Supongo que lo encontraría en el suelo del vestíbulo, donde lord Sidcup debió dejarlo caer al sufrir su ataque, ¿no es eso, Seppings?

Era una sugerencia condenadamente buena, pensé, y fácilmente habría podido colar si Spode, el muy asno, no hubiera metido baza.

—No veo cómo hubiera podido suceder tal cosa, señora Travers —objetó, con ese tonillo suyo de superioridad que tan impopular lo ha vuelto en todos los sectores—. El collar que tenía en mis manos cuando perdí el sentido era el de usted. El de la señora Trotter, es de suponer, se encontraba en la caja fuerte.

—Sí —asintió Mamá Trotter—, y los collares de perlas no saltan por sí solos dé las cajas fuertes. Será mejor que me acerque al teléfono y tenga unas palabras con la policía.

Tía Dahlia enarcó las cejas. Debió de costarle algún esfuerzo, pero lo hizo.

—No comprendo, señora Trotter —observó, muy en su panel de grande dame—. ¿Está usted insinuando que mi mayordomo forzó la caja y robó su collar?

Spode habló de nuevo. Era uno de esos individuos insoportables que nunca saben cuándo han de mantener cerrada su bocaza.

—¿Forzarla? ¿Por qué? —señaló—. No le hubiera hecho falta forzar la caja fuerte. La puerta estaba abierta.

—¡Ja! —exclamó Mamá Trotter, ajena al hecho de que los derechos de la palabra pertenecían a Stilton—. Así fue como sucedió, entonces. Sólo tuvo que meter la mano dentro y servirse. El teléfono está en el vestíbulo, ¿verdad?

Seppings hizo su primera contribución a este festival de la razón y respiradero del alma.

—Si pudiera explicarme, señora.

Habló con severidad. El reglamento de su gremio no permite que los mayordomos dirijan malas miradas a los huéspedes de sus patronos, pero, aun absteniéndose de malas miradas, Seppings no se mostró en absoluto afectuoso. Las repetidas alusiones de Mamá Trotter a teléfonos y policías le habían sentado mal, y estaba bastante claro que, fuera quien fuese el compañero que pudiera elegir para su próxima excursión a pie, no iba a ser Mamá Trotter.

—No he sido yo quien ha encontrado el collar, señora. Siguiendo instrucciones del señor Travers, he emprendido una búsqueda por las habitaciones del servicio y descubierto el objeto en cuestión en el dormitorio del señor Jeeves, el asistente personal del señor Wooster. Al presentar el hecho a la atención del señor Jeeves, me informó de que lo había recogido en el vestíbulo.

—¿Ah, sí? Bien, pues diga a este Jeeves que venga aquí inmediatamente.

—Muy bien, señora.

Seppings se retiró, y yo habría dado mucho por poderme retirar también, pues comprendí que, en cuestión de un par de latidos, se haría necesario que Bertram Wooster diese un paso al frente y lo revelara todo, divulgando ante el mundo las recientes actividades de tía Dahlia, si divulgar ante el mundo es la expresión que quiero decir, sumiendo a la desdichada vieja gallina en la vergüenza y la confusión. Sin duda la fidelidad feudal haría que Jeeves mantuviera cerrados los labios, pero uno no puede consentir que la gente vaya cerrando los labios si eso ha de valerles una condena ejemplar, con el añadido de algunos comentarios mordaces por parte del tribunal. Fueran cuales fuesen las consecuencias, habría que dar la cara. El código de los Wooster es muy rígido en este tipo de cuestiones.

Al contemplar á tía Dahlia, advertí que sus pensamientos seguían el mismo curso, y que no le gustaba en absoluto. Con una tez tan rubicunda como la suya no podía palidecer, pero sus labios se hallaban firmemente apretados y su mano, que estaba untando de mermelada una tostada, temblaba visiblemente. Todo su aspecto era el aspecto de una mujer que no necesita pitonisa ni bola de cristal para saber que antes de mucho tiempo sus maquinaciones secretas quedarían al descubierto.

Con tanta fijeza la miraba que sólo cuando una discreta tos rompió el silencio me di cuenta de que Jeeves se había unido a la pandilla. Permanecía en las inmediaciones, con un aire serenamente respetuoso.

—¿Señora? —inquirió.

—¡Óigame bien! —gritó Mamá Trotter.

Jeeves mantuvo su aire serenamente respetuoso. Si le había molestado que le gritaran «¡Óigame bien!», nada hubo en su actitud que lo delatara.

—El collar —prosiguió Mamá Trotter, dirigiéndole una mirada agorera a través de los impertinentes—. Dice el mayordomo que lo ha encontrado en su habitación.

—Sí, señora. Pensaba hacer indagaciones después del desayuno para averiguar quién era su legítima propietaria.

—Conque eso pensaba, ¿eh?

—Di por supuesto que se trataba de una baratija perteneciente a alguna de las criadas.

—¿Que era qué?

—Advertí de inmediato que era una simple imitación barata confeccionada con perlas cultivadas, señora —explicó.

No sé si conocerán ustedes la expresión «un silencio helado». La he encontrado con frecuencia en mis lecturas, cuando alguno de los personajes acaba de soltar una gorda ante la compañía reunida, y siempre me ha parecido una buena manera de describir esa especie de parálisis general que se produce en tales ocasiones. El silencio que cayó sobre la mesa del desayuno de Brinkley Court cuando Jeeves pronunció estas palabras era tan helado como un témpano de hielo. L. G. Trotter fue el primero en romperlo.

—¿Cómo es eso? ¿Una imitación barata? ¡Pagué cinco mil libras por este collar!

—Claro que sí —añadió Mamá Trotter, con una colérica sacudida de la calabaza—. Este hombre está embriagado.

Me sentí obligado a intervenir en el debate para disipar el miasma de sospecha que se había alzado, o lo que hagan los miasmas.

—¿Embriagado? —repetí—. ¿A las diez de la mañana? Una teoría risible. Pero podemos someterla a prueba fácilmente. A ver, Jeeves, diga: «María Chucena su choza techaba, y un techador que por allí pasaba, le dijo: "María Chucena, ¿techas tu choza o techas la ajena?". "Ni techo mi choza ni techo la ajena, que techo la choza de María Chucena."». Repitió la frase con una entonación tan nítida como una campana, o más aún.

—Ya lo ven —concluí, y di por terminada mi defensa.

Tía Dahlia, que había florecido como una planta vivificada con medio litro de la sustancia adecuada servido desde una regadera, intervino con unas palabras de apoyo.

—Pueden confiar en Jeeves —afirmó—. Si él dice que el collar es falso, el collar es falso. Es un experto en joyería.

—Exactamente —añadí—. Lo sabe todo al respecto. Estudió con un tío suyo que está en la profesión.

—Un primo, señor.

—Sí, naturalmente, un primo. Lo siento, Jeeves.

—No tiene porqué, señor.

Spode volvió a meter baza.

—Déjeme ver ese collar —dijo en tono autoritario. Jeeves sometió la bandeja a su atención.

—Creo que corroborará usted mi opinión, milord.

Spode cogió el collar, lo miró al sesgo, soltó un bufido y dictaminó.

—Perfectamente correcta. Una imitación, y no muy buena.

—No puede usted estar seguro —aventuró Percy, y fue fulminado por una mirada.

—¿Que no puedo estar seguro? —Spode se encrespó como un avispón herido en sus sentimientos por una observación falta de tacto—. ¿Que no puedo estar seguro?

—Pues claro que está seguro —intervine, sin llegar a darle una palmada en la espalda, pero dirigiéndole una mirada equivalente a una palmada en la espalda a fin de demostrarle que tenía a Bertram Wooster de su parte—. Sabe muy bien, como todo el mundo, que las perlas cultivadas tienen núcleo. Ha detectado usted el núcleo en un segundo, ¿verdad, Spode, muchacho, o mejor dicho, lord Sidcup, muchacho?

Iba a seguir extendiéndome sobre la práctica de introducir un cuerpo extraño dentro de la ostra con el fin de inducirla a recubrir dicho cuerpo extraño con capas y capas de nácar —y sigo pensando que eso es gastarle una mala pasada a un molusco que únicamente quiere que lo dejen en paz con sus pensamientos—, pero Spode se puso de pie. Había inquina en su actitud.

—¡Y todo esto a la hora del desayuno! —rugió.

Comprendí a qué se refería. En casa, sin duda se recogía ante el huevo matutino en hogareña intimidad, con el periódico del día apoyado en la cafetera y a resguardo de todas estas historias de pasiones desnudas que infestaban el lugar. Se enjugó los labios y salió por la puerta-ventana, con expresión torcida y una mano en la cabeza, mientras L. G. Trotter comenzaba a hablar con una voz que estuvo a punto de agrietar su taza de té.

—¡Emily! ¡Explícame qué significa esto!

Mamá Trotter empezó a trabajarlo con los impertinentes, pero para lo mucho que le sirvió igual habría podido utilizar un monóculo. Le sostuvo firmemente su mirada, e imagino —aunque no puedo estar seguro, desde luego, porque se hallaba de espaldas a mí— que en sus ojos habría una dureza acerada que convirtió los huesos de su mujer en agua. De un modo u otro, cuando ella respondió, lo hizo en un tono que he oído a Jeeves describir como el primer balido de una oveja a medio despertar.

—No sabría explicarlo —musitó ella con voz trémula. Iba a decir «murmuró», pero es más acertado lo de musitar con voz trémula.

L. G. Trotter ladró como una foca.

—Pues yo sí —afirmó—. Has vuelto a dar dinero a escondidas a ese hermano tuyo.

Era la primera vez que oía mencionar a un hermano de Mamá Trotter, pero no me sorprendió. Según mi experiencia, todas las esposas de los más prósperos hombres de negocios ocultan en segundo plano un hermano dudoso al que pasan unos billetes de cuando en cuando.

—¡No es verdad!

—¡No me mientas!

—¡Oh! —exclamó la amilanada mujer, amilanándose un poco más. El espectáculo fue demasiado para Percy. Durante todo este tiempo había permanecido rígidamente sentado en su lugar, como un ejemplar disecado por un buen taxidermista, pero en ese momento, conmovido por la aflicción de una madre, se irguió con la actitud de quien se dispone a responder al brindis de las señoras. Su aspecto recordaba un poco al de un gato en un callejón desconocido, que espera recibir de un momento a otro medio ladrillo en las costillas flotantes, pero su voz, aunque baja, era firme.

—Yo puedo explicarlo todo. Mamá es inocente. Quería que le limpiaran el collar. Me lo confió para que lo llevara al joyero, y yo lo empeñé y mandé hacer una imitación. Necesitaba dinero con urgencia. Tía Dahlia compuso una expresión de «que me parta un rayo».

—¡Qué cosa más extraordinaria! —exclamó—. ¿Habías oído alguna vez algo semejante, Bertie?

—Debo confesar que es nuevo para mí.

—Sorprendente, ¿eh?

—Asombroso, podríamos decir.

—Sin embargo, así es la vida.

—Sí, así es la vida.

—Necesitaba mil libras para invertirlas en la obra teatral —añadió Percy.

L. G. Trotter, que aquella mañana estaba muy bien de voz, lanzó un alarido que hizo temblar la vajilla. Fue una suerte para Spode que se hubiera retirado fuera del alcance del oído, pues sin duda el grito aquél no le habría hecho el menor bien a su cabeza. Incluso yo, que soy hombre fuerte, di un salto de unos quince centímetros.

—¿Has puesto mil libras en una obra de teatro?

—En la obra de teatro —dijo Percy—. De Florence y mía. Mi dramatización de su novela, La hoja espinosa. Uno de nuestros financieros nos falló, y antes que decepcionar a la mujer que amaba…

Florence lo contemplaba con ojos muy abiertos. Si lo recuerdan, he dicho en otro lugar que su apariencia al ver por vez primera mi bigote tenía algún matiz de un Despertar del Alma. Pues, bien, ahora el Despertar del Alma era aún más pronunciado. Se notaba a una kilómetro.

—¡Percy! ¿Hiciste eso por mí?

—Y volvería a hacerlo —le aseguró Percy.

L. G. Trotter comenzó a hablar. No puedo afirmar con certeza que iniciara sus frases con la expresión «¡Cáspita!», pero había un «¡Cáspita!» implícito en cada sílaba. El hombre estaba lo que se dice fuera de sí, y, aunque uno abrigaba escasas simpatías hacia Mamá Trotter, no podía dejar de sentir cierta piedad por ella. Su reinado había terminado. Estaba lista. De ese momento en adelante, quedaba claro quién iba a ser el Führer en el hogar de los Trotter. El gusano de ayer —o podríamos decir el gusano de diez minutos antes— se había convertido en un gusano con piel de tigre.

—¡Esto ya es demasiado! —vociferó. Estoy bastante seguro de que «vociferó» es el término adecuado—. Se te ha acabado eso de holgazanear en Londres, jovencito. Esta misma mañana nos vamos de esta casa…

—¡Cómo! —saltó tía Dahlia.

—… y en cuanto lleguemos a Liverpool empezarás a trabajar en el negocio desde abajo, como habrías tenido que hacer hace dos años si no me hubiese dejado persuadir en contra de mi mejor juicio. Pagué cinco mil libras por ese collar, y tú…

Abrumado por la emoción, hizo una pausa.

—¡Pero, señor Trotter! —Había angustia en la voz de tía Dahlia—. ¡No se irá usted esta mañana!

—Sí que me voy. ¿Acaso cree que pienso someterme a otro de los almuerzos de ese cocinero francés?

—Pero yo tenía la esperanza de que no se fuera antes de dejar resuelta esa cuestión de la compra del Boudoir. ¿No podría dedicarme unos minutos en la biblioteca?

—No tengo tiempo. Pienso acercarme en coche hasta Market Snodsbury para visitar a un médico. Existe una mínima posibilidad de que pueda hacer algo para aliviar el dolor. Parece que me ataca por esta zona —explicó, señalando el cuarto botón del chaleco.

Tía Dahlia hizo chascar un par de veces la lengua y meneó la cabeza, y yo también hice chascar la lengua, pero nadie más expresó la conmiseración que el hombre torturado tenía derecho a esperar. Florence seguía absorbiendo a Percy con todos los ojos a su disposición, y Percy se inclinaba solícitamente hacia Mamá Trotter, que parecía la superviviente de la explosión de una bomba.

—Vamos, mamá —dijo Percy, ayudándola a levantarse del asiento en que se consumía—. Te daré friegas en las sienes con agua de Colonia.

Y, tras dirigir una mirada de reproche a L. G. Trotter, la condujo suavemente hacia la puerta. El mejor amigo de una madre es su muchacho.

Tía Dahlia parecía consternada, y comprendí en qué estaba pensando. En cuanto dejara que este Trotter se escapara a Liverpool, estaría pérdida. Las negociaciones delicadas, como la venta de un periódico para el bello sexo a un cliente lleno de resistencia, no pueden desarrollarse satisfactoriamente por correo. A un hombre como L. G. Trotter hay que tenerlo delante, para poder retorcerle el brazo y, en general, volcar sobre él la vieja personalidad.

—¡Jeeves! —grité. No sé por qué, puesto que no veía que podía hacer para ayudar.

Se adelantó respetuosamente. Durante este último tira y afloja se había mantenido en un segundo plano, con esa indiferente expresión de rana disecada que adopta siempre que se halla presente en una riña general en la que su sentido de lo correcto no le permite participar. Y mi espíritu se elevó cuando vi en su mirada que se disponía a prestar su apoyo.

—Si me permite una sugerencia, señor.

—Sí, Jeeves.

—Considero que una de mis recetas matinales podría aliviar los dolores del señor Trotter.

Emití una especie de gargarismo. Había captado la idea.

—¿Quiere decir uno de esos tónicos que ocasionalmente me prepara cuando el estado de la vieja calabaza parece requerirlo?

—Precisamente, señor.

—¿Y cree que ejercerían el efecto deseado en el señor Trotter?

—Oh, sí, señor. Actúan directamente sobre los órganos internos.

No hizo falta más. Vi que, como siempre, había tetigisti-ado en la rem. Me volví hacia L. G. Trotter.

—¿Ha oído?

—No, no he oído. ¿Cómo quiere que oiga si…?

Lo contuve con uno de mis gestos.

—Bien, pues escúcheme ahora —dije—. Alegre ese ánimo, L. G. Trotter, pues ha llegado la caballería de los Estados Unidos. No va a necesitar al médico. Vaya con Jeeves y él le preparará una fórmula que dejará el pobre estómago en plena forma antes de que pueda usted decir «Lemuel Gengulphus».

Volvió la vista hacia Jeeves y se quedó mirándolo con expresión de esperanzada conjetura. Oí a tía Dahlia dar una boqueada.

—¿Es cierto eso?

—Sí, señor. Puedo garantizarla eficacia del preparado. L. G. Trotter emitió un potente «¡Uff!».

—Vamos allá —dijo brevemente.

—Iré con usted y le sostendré la mano —se ofreció tía Dahlia.

—Sólo una palabra —añadí, mientras la procesión comenzaba a desfilar—. Al ingerir el brebaje, experimentará la sensación pasajera de haber sido alcanzado por un rayo. No haga caso. Es parte del tratamiento. Pero vigile los globos de los ojos, porque, si no los mantiene bajo control, son susceptibles de saltar de sus órbitas y rebotar en la pared de enfrente.

Salieron del comedor, y quedé a solas con Florence.