Hacia las nueve de la mañana siguiente, en la escalinata principal dé Brinkley Court se hubiera podido contemplar un espectáculo insólito. Bertram Wooster bajaba a desayunar.
Es un hecho bien conocido en mi círculo el que sólo en contadísimas ocasiones participo en la colación matutina común, pues prefiero dar cuenta de los arenques o lo que sea en la intimidad de mi alcoba. Pero un hombre resuelto puede animarse a hacer casi cualquier cosa, en caso necesario, y yo estaba decidido a no perderme por nada del mundo el momento dramático en que tía Dahlia se arrancara las patillas falsas y anunciara a un amedrentado L. G. Trotter que lo sabía todo. El precio, en mi opinión, valía la pena.
Aunque tirando ligeramente a sonámbulo, no sé de otra ocasión en que haya sentido con mayor intensidad que la alondra estaba en el cielo y el caracol en el espino y Dios en Su Paraíso y todo en paz en el mundo. Gracias a la extraordinaria perspicacia de Jeeves, el problema de tía Dahlia estaba resuelto, y yo me hallaba en condiciones —si acaso deseara mostrarme tan maleducado— de reírme en las narices de cualesquiera inspectores y sargentos pudieran aparecer por allí. Además, antes de retirarme a descansar la noche anterior, había tomado la precaución de recobrar la cachiporra en poder de la vieja parienta, y de nuevo la llevaba encima. No es de extrañar, pues, que al entrar en el comedor estuviera a un pelo de echarme a cantar y gorjear como hacen los jilgueros, según se lo he oído expresar a Jeeves.
Lo primero que vi al cruzar el umbral fue a Stilton engullendo jamón, y lo siguiente a Daphne Dolores Morehead coronando su refrigerio con tostadas y mermelada.
—Ah, Bertie, muchacho —gritó el primero, blandiendo un tenedor del modo más amigable—. Conque aquí estás, Bertie, viejo amigo. Pasa, Bertie, pasa. Es magnífico verte con tan buen aspecto.
Su cordialidad me habría sorprendido más si no hubiera visto en ella un ardid o estratagema destinado a hacerme bajar la guardia e infundir en mí una falsa sensación de seguridad. Sumamente alerta, me acerqué al aparador y me serví salchichas y bacon con la mano izquierda, mientras la derecha reposaba sobre la cachiporra guardada en mi bolsillo. Esta guerra en la selva enseña a uno a no correr el menor riesgo.
—Hermosa mañana —observé, tras haber tomado asiento y humedecido los labios en una taza de café.
—Encantadora —asintió la Morehead, que más que nunca parecía una flor cubierta de rocío a la hora del alba—. D’Arcy va a llevarme a remar por el río.
—Sí —dijo Stilton, dirigiéndole una ardorosa mirada—. Uno considera que Daphne debería ver el río. Podrías decirle a tu tía que no nos espere a la hora de almorzar. Iremos provistos de emparedados y huevos duros.
—Gracias a ese simpático mayordomo.
—Gracias, como bien dices, a ese simpático mayordomo, quien también ha pensado en proporcionarnos una botella de lo mejor sacada de la caja más vieja. Partiremos casi inmediatamente.
—Subiré a prepararme —anunció la Morehead.
Se levantó con una sonrisa deslumbrante, y Stilton, rebosante de jamón como se hallaba, se adelantó con galantería para abrirle la puerta. Cuando regresó a la mesa, me encontró blandiendo la cachiporra de un modo bastante visible.
—¡Hola! —exclamó—. ¿Qué estás haciendo con eso?
—Oh, nada —respondí con indiferencia—. Sólo he pensado que sería conveniente tenerla a mano.
Se tragó un pedazo de jamón con aire intrigado. De pronto, se iluminó su expresión.
—¡Dios mío! ¿No habrás creído que iba a meterme contigo, verdad?
Reconocí que una idea parecida me había pasado por la cabeza, y emitió una risa divertida.
—¡Santo cielo, no! Caramba, muchacho, si te considero mi mejor amigo.
Me pareció que, si la sesión del día anterior era una muestra del modo en que se comportaba con sus mejores amigos, los que no lo eran tanto debían de pasarlo bastante mal. Así se lo dije, y volvió a reírse de tan buena gana como si se hallara en el banquillo del tribunal policial de la calle Vinton mientras su señoría soltaba aquellos chascarrillos que convulsionaban a todos los presentes.
—Ah, eso —respondió, desechando el incidente con un ademán despreocupado—. Olvídalo, amigo mío. Quítatelo por completo de la cabeza, viejo camarada. Puede que me sintiera un poco molesto en la ocasión a que te refieres, pero ya no.
—¿No? —pregunté cautelosamente.
—Decididamente no. Ahora veo que tengo contigo una inmensa deuda de gratitud. De no ser por ti, puede que aún siguiera prometido con esa pelma de Florence. Muchas gracias, Bertie, amigo mío.
Bien, yo le respondí «De nada», «No hay de qué» o algo por el estilo, pero me daba vueltas la cabeza. Eso de levantarse para desayunar y oír a Cheesewright describir a Florence como una pelma… Era como si estuviese soñando.
—Yo creía que la amabas —señalé, clavando un desconcertado tenedor en mi salchicha.
—Volvió a reír. Sólo una masa carnosa de jovialidad como G. D’Arcy Cheesewright podía ser capaz de tanto regocijo a hora tan temprana.
—¿Quién, yo? ¡Dios mío, no! Puede que en algún momento lo haya imaginado así… uno de esos encaprichamientos de adolescente… pero cuando dijo que mi cabeza era como una calabaza, me cayó la venda de los ojos y bajé de la higuera. ¡Una calabaza! No me importa decirte, Bertie, viejo camarada, que existen otras, y no cito nombres, que la han calificado de majestuosa. Sí, he sabido por una fuente digna de crédito que esta cabeza me hace parecer un rey entre los hombres. Esto te dará una idea aproximada de lo chiflada que está esa joven excéntrica de Florence Craye. Para mí, es un profundo alivio que me hayas ayudado a quitármela de encima.
Me dio las gracias de nuevo, y yo le respondí «No hay de qué», o quizá fuese «De nada». La cabeza me daba más vueltas que nunca.
—Entonces —inquirí, con un leve temblor en la voz—, ¿no crees que más adelante, cuando la sangre hirviente se haya enfriado, puede producirse una reconciliación?
—Imposible.
—Ya ha sucedido antes.
—No volverá a suceder. Ahora sé qué es el verdadero amor, Bertie. Te diré una cosa: cuando alguien, que permanecerá en el anonimato, me mira a los ojos y dice que al verme por primera vez notó que algo recorría su cuerpo como una descarga eléctrica, y eso a pesar de que yo entonces llevaba un bigote no menos repulsivo que el tuyo, me siento como si acabara de ganar el Remo de Diamante en las regatas de Henley. Entre Florence y yo, todo ha terminado. Es tuya, viejo. Quédatela, amigo mío, quédatela.
Bien, yo respondí algo cortés como «Muchas gracias», pero ya no me escuchaba. Una voz argentina había pronunciado su nombre, y, deteniéndose apenas un instante para engullir los últimos restos de jamón, Cheesewright salió disparado del comedor con cara encendida y ojos chispeantes.
Sus palabras me dejaron con el corazón como plomo en el pecho y las salchichas y el bacon convertidos en ceniza en mi boca. Esto, lo veía claramente, era el fin. Resultaba evidente para el ojo menos perspicaz que G. D’Arcy Cheesewright estaba completamente colado. Las acciones Morehead Preferentes estaban en alza, y las Craye Ordinarias estaban por el subsuelo por falta de compradores.
Y yo que había supuesto que a su debido tiempo se impondría la voz de la razón, haciendo que aquellos dos corazones divididos lamentaran la grieta que los separaba y decidieran hacer un nuevo intento, con lo que me salvaría del cadalso… Pero no debía ser así. Bertram estaba sentenciado. Tendría que apurar la amarga copa, después de todo.
Acababa de dar comienzo a la segunda entrega de café —sabía como la amarga copa— cuando entró L. G. Trotter.
Lo último que deseaba en mi debilitado estado era tener que intercambiar ideas con alguno de los Trotter, pero cuando uno está a solas en el comedor con otro individuo es inevitable cruzar algún comentario, así que, mientras él se servía una taza de té, observé que hacía una mañana espléndida y le recomendé las salchichas y el bacon.
Trotter reaccionó vigorosamente, estremeciéndose de pies a cabeza.
—¿Salchichas? —dijo—. ¿Bacon? —dijo—. No me hable de salchichas y bacon —dijo—. Mi dispepsia está peor que nunca.
Bien, si tenía intención de abordar el tema de su estómago dolorido, yo estaba dispuesto a prestar un oído atento, pero de inmediato pasó a otra cuestión.
—¿Está usted casado? —quiso saber.
Esbocé una mueca fugaz y contesté que, de hecho, todavía no estaba casado.
—Ni lo estará nunca, si tiene una pizca de sentido —prosiguió, y por unos instantes caviló sombríamente ante su taza de té—. ¿Sabe que le ocurre a uno cuando se casa? Se convierte en un mandado. No puede decir que su alma sea suya. Uno se convierte en un simple número en el hogar.
Debo decir que me sorprendió un poco hallar tan confidencial a quien era, después de todo, un mero desconocido, pero lo atribuí a la dispepsia. Sin duda los dolores punzantes le habían privado del frío raciocinio.
—Tome un huevo —respondí, como para darle a entender que mi corazón estaba de su parte.
Se puso verde y ejecutó una difícil contorsión.
—¡No quiero huevos! ¡No siga diciéndome que coma cosas! ¿Cree usted que puedo mirar los huevos, de la manera en que me encuentro? Es toda esta infernal cocina francesa. No hay digestión que la resista. ¡El matrimonio! —exclamó, regresando al tema de antes—. No me hable de matrimonios. Se casa uno y, antes de darse cuenta, está cargado de hijastros que se dejan patillas y rehuyen toda clase de trabajo honrado. Lo único que hacen es escribir poemas sobre crepúsculos. ¡Bah!
Soy bastante perspicaz, y en este punto tuve la inspiración de que era tal vez posible que estuviera aludiendo indirectamente a su hijastro Percy. Pero antes de que pudiera confirmar tales sospechas, el comedor empezó a llenarse. Más o menos hacia las nueve y veinte, como era entonces la hora, suele verse desfilar a los habitantes de las mansiones rurales en dirección a la comida. Entró tía Dahlia y cogió un huevo frito. Entró la señora Trotter y cogió una salchicha. Entraron Percy y Florence y cogieron respectivamente una loncha de jamón y un pescado. Como no vi indicios de tío Tom, supuse que estaría desayunando en la cama. Tal es su costumbre cuando tiene invitados, pues rara vez se encuentra con ánimos para hacerles frente hasta haberse fortificado un poco para la severa prueba.
Los presentes habían agachado la cabeza y doblado los codos, y estaban atareados vaciando sus platos, cuando apareció Seppings con los periódicos de la mañana, y la conversación, que en ningún momento había sido arrolladora, decayó por completo. Fue, por consiguiente, un grupo silencioso el que recibió al recién llegado, un hombre como de dos metros diez de estatura y rostro anguloso y recio, ligeramente enmostachado hacia el centro. Hacía algún tiempo que no veía a Roderick Spode, pero no tuve la menor dificultad para reconocerlo. Era uno de esos pájaros de aspecto característico, los cuales, una vez vistos, jamás se olvidan.
Estaba un poco pálido, pensé, como si recientemente hubiese sufrido un ataque de vértigo y se hubiera golpeado la cabeza contra el suelo. Dijo «Buenas días» con lo que para él era una voz bastante débil, y tía Dahlia apartó la mirada de su Daily Mirror.
—¡Caramba, lord Sidcup! —exclamó—. No esperaba que se sintiera usted con fuerzas para bajar a desayunar. ¿Seguro que no es una imprudencia? ¿Se encuentra mejor esta mañana?
—Considerablemente mejor, gracias —respondió valerosamente—. La hinchazón se ha reducido en cierta medida.
—Me alegro mucho. Eso son las compresas frías. Siempre resultan muy eficaces. Lord Sidcup —explicó tía Dahlia— sufrió una mala caída ayer por la tarde. Creemos que debió de ser un ataque repentino de vértigo. Todo se volvió negro, ¿no fue así, lord Sidcup?
Éste asintió con una inclinación de cabeza, y resultó de todo punto evidente que un instante después se arrepentía de haberlo hecho, pues contrajo las facciones como a veces las he contraído yo tras balancear irreflexivamente la calabaza después de una prominente noche de juerga en Los Zánganos.
—Sí —respondió—. Fue de lo más extraordinario. Me encontraba de pie, sintiéndome perfectamente bien… mejor que nunca, en realidad… cuando fue como si algo duro me hubiera golpeado la cabeza, y ya no recuerdo más hasta que recobré la conciencia en mi habitación, donde usted me arreglaba la almohada y su mayordomo me preparaba una bebida refrescante.
—Así es la vida —comentó tía Dahlia en tono grave—. Sí, señor, así mismo es la vida. Como digo a menudo, hoy estamos y mañana no estamos… Bertie, animal, llévate fuera ese asqueroso cigarrillo que estás fumando. Huele a guano.
Me puse de pie, siempre deseoso de hacer un favor, y había cubierto ya la mitad del camino hasta la puerta ventana que daba al jardín cuando desde los labios de la señora Trotter brotó súbitamente lo que sólo se puede describir como un chirrido. Ignoro si alguna vez habrán pisado un gato inadvertidamente. Una cosa muy parecida. Me volví rápidamente hacia ella y comprobé que su cara se había puesto casi tan roja como la de tía Dahlia.
—¡Bueno! —chilló.
Estaba contemplando The Times, el periódico que le había correspondido en la distribución de la prensa matutina, con una expresión muy semejante a aquella con que un residente en la India hubiera podido contemplar una cobra de haberla encontrado anidada en su bañera.
—De todas las… —comenzó, pero le fallaron las palabras.
L. G. Trotter le dirigió la clase de mirada que la cobra hubiera podido dirigir al residente en la India que había interrumpido su baño mañanero. Comprendí cómo se sentía. A un hombre con dispepsia, y ya fuera de armonía con su esposa, no le gusta oír a dicha esposa chillar a todo pulmón en pleno desayuno.
—¿Qué pasa ahora? —inquirió en tono irritado.
El pecho de su mujer se alzaba y caía como un mar de teatro.
—¡Yo te diré qué pasa! ¡Pasa que han nombrado caballero a Robert Blenkinsop!
—¿Ah, sí? —dijo L. G. Trotter—. ¡Vaya por Dios!
La ofendida mujer pareció encontrar «¡Vaya por Dios!» insuficiente.
—¿Es eso todo lo que se te ocurre?
No lo era. A continuación, su marido agregó «¡Cáspita!». Ella siguió en erupción como uno de esos volcanes que despiertan de vez en cuando y dan algo que pensar a los habitantes de la comarca.
—¡Robert Blenkinsop! ¡Robert Blenkinsop! ¡De todas las idioteces inicuas…! No sé adónde vamos a ir a parar. Nunca había oído cosa tan… ¿Se puede saber por qué te ríes?
L. G. Trotter se arrugó bajo su mirada como una hoja de papel carbón.
—No me reía —protestó con mansedumbre—. Sólo sonreía. Me imaginaba a Bobby Blenkinsop andando hacia atrás con calzones cortos de satén.
—¿Oh? —dijo Mamá Trotter, y su voz resonó por la sala como la de una verdulera que anuncia a su público que tiene coles de Bruselas y naranjas sanguinas en venta—. Bien, pues deja que te diga que tú nunca te verás en esa situación. Si alguna vez te ofrecen un título de caballero, Lemuel, tú lo rechazarás. ¿Has comprendido? No consentiré que te abarates de esta manera.
Sonó un estrépito. Tía Dahlia había dejado caer su taza de café, y comprendí a la perfección cómo se sentía. Se sentía precisamente como me había sentido yo al saber por Percy que la papeleta de la apuesta para el torneo de dardos había cambiado de manos, lo que dejaba a Stilton en libertad de atacarme con uñas y dientes. Nada afecta más a una mujer que el repentino descubrimiento de que alguien a quien creía tener en su puño no está en su puño ni cosa que se le parezca. Lejos de estar en algún puño, L. G. Trotter se hallaba en la cresta de la ola, radiante y apuesto, con el sombrero ladeado sobre su cabeza, y no me sorprendió que esta constatación conmoviera a tía Dahlia hasta sus prendas interiores.
Durante el silencio que siguió a la respuesta de L. G. Trotter a este ultimátum de su esposa —un «De acuerdo», si la memoria no me engaña—, Seppings apareció en el umbral.
Portaba una bandeja de plata, y en esta bandeja reposaba un collar de perlas.