No sé si tengo una imaginación particularmente vívida —es posible que no, quizá—, pero en circunstancias como las que acabo de bosquejarles no se necesita una imaginación muy vívida para poder intuir la configuración de las cosas por venir. Podía ver qué reservaba el futuro para Bertram con tanta claridad como si hubiera sido la línea superior de la tabla de un oculista.
Mientras seguía allí parado, contemplando boquiabierto la caja fuerte cerrada, ante mis ojos se formó una visión en la que interveníamos yo y un inspector de policía, este último secundado por un sargento de apariencia desacostumbradamente feroz.
—¿Vendrá usted sin oponer resistencia, Wooster? —decía el inspector.
—¿Quién, yo? —respondí, temblando de pies a cabeza—. No sé de qué me habla.
—Ja, ja, ja —rió el inspector—. Ésta sí que es buena, ¿eh, Fotheringay?
—Muy ingeniosa, señor —asintió el sargento—. Me hace reír, vaya que sí.
—Demasiado tarde para este tipo de cosas, amigo —prosiguió el inspector, adoptando de nuevo una actitud severa—. El juego ha terminado. Disponemos de pruebas que demuestran que se dirigió usted a esta caja fuerte y sustrajo de su interior un valioso collar de perlas, propiedad de la señora Trotter. Si eso no le vale cinco años en chirona, pierdo mi apuesta.
—Pero, se lo aseguro, yo creía que era de tía Dahlia.
—Ja, ja —rió el inspector.
—Ja, ja —gorjeó el sargento.
—Bonita historia —comentó el inspector—. Cuéntesela al jurado y ya verá qué opinan de ella. ¡Fotheringay, las esposas!
Tal fue la visión que se desarrolló ante mis ojos mientras contemplaba la puerta de la caja fuerte. Me encogí como un caracol bajo la sal. Fuera, en el jardín, los pájaros entonaban sus cantos de vísperas, y me dio la impresión de que cada uno de dichos pájaros comentaba: «Bien, muchachos, Wooster ya está listo. No veremos mucho a Wooster durante los próximos años. Qué pena, qué pena. Era un buen chico, hasta que se dedicó a delinquir».
Un gemido quedo escapó de mis labios, pero antes de que otro pudiera seguirlo, eché a correr hacia la habitación de tía Dahlia. Al llegar me crucé con Mamá Trotter, que ya salía. Me dirigió una mirada austera y siguió su camino. Encontré a la vieja parienta sentada en su butaca, muy erguida, con la vista perdida en el vacío, y de inmediato percibí que acababa de ocurrir algo que había vuelto a inyectar una escarcha negra en su ánimo soleado. La novela de Agatha Christie yacía olvidada en el suelo, desplazada sin duda de su regazo por un estremecimiento de horror.
Por lo general, no creo que haga falta decirlo, mi política al descubrir esta vieja alma de ley en estado casi comatoso habría consistido en propinarle una palmada entre los omóplatos y animarla a mantener la cola en alto, pero mis problemas personales me dejaban escasa energía para dar aliento a tías. Fuera cual fuese el desastre o cataclismo que le había sobrevenido, me dije, difícilmente podría aspirar a clasificarse en la misma categoría que el que me había sobrevenido a mí.
—Escuche —comencé—. ¡Ha ocurrido algo espantoso!
Ella asintió lúgubremente. Una mártir en la pira se hubiera mostrado más jovial.
—Puedes apostar tus calcetines heliotropo a que si —respondió—. Mamá Trotter, maldita sea, se ha quitado la careta. Quiere a Anatole.
—¿Y quién no?
Durante un instante pareció que iba a levantarse y darle a su amado sobrino en plena cabeza, pero, con un poderoso esfuerzo, se mantuvo calmada. Bien, cuando digo que se mantuvo calmada no quiero decir que cesara de hervir interiormente, pero restringió sus actividades a la palabra hablada.
—¿Pero es que no lo entiendes, asno? Ha puesto las cartas encima de la mesa y dictado sus condiciones. Dice que no consentirá que Trotter compre el Boudoir si no le cedo a Anatole.
El hecho de que mi reacción a esta declaración pavorosa fuese prácticamente nula demuestra bien a las claras cuán profundamente me había perturbado el aprieto en que me hallaba. Informado en cualquier otra ocasión de que existía siquiera una remota posibilidad de que aquel soberbio cocinero presentara su dimisión y se fuera a desperdiciar su talento en la atmósfera desierta del hogar de los Trotter, no cabe la menor duda de que yo habría palidecido, boqueado y vacilado, pero en aquel momento, como digo, escuché las fatídicas palabras casi sin inmutarme.
—¿Ah, s? ¿De veras? —repliqué—. Escúcheme, vieja sangre de mi sangre. Justo cuando llegaba a la caja fuerte e iba a devolver las perlas de la Trotter, ese zopenco de L. G. Trotter cerró la puerta con la mayor desconsideración, lo que frustró mis pretensiones y objetivos y me dejó en las zarpas del apuro. Estoy temblando como una hoja.
—Yo también.
—No sé qué hacer.
—Yo tampoco.
—Busco en vano una salida de este impasse, como lo llaman los franceses.
—Lo mismo que yo —declaró, y, recogiendo la novela de Agatha Christie, la arrojó contra un jarrón que pasaba. Cuando se siente profundamente perturbada, siempre se muestra inclinada a dar patadas a las cosas y a arrojar cosas. En Totleigh Towers, durante una de nuestras conferencias más agitadas, despojó a la repisa de la chimenea de mi habitación de todo su contenido, entre el que figuraba un elefante de terracota y una estatuilla de porcelana del infante Samuel en oración—. No creo que mujer alguna haya debido enfrentarse jamás a un problema semejante —prosiguió—. Por una parte, la vida sin Anatole es algo casi imposible…
—Aquí estoy, cargado con un valioso collar de perlas propiedad de la señora Trotter, y cuando se descubra…
—… de concebir. Por otra…
—… su pérdida, se oirán gritos y chillidos, serán convocados inspectores y sargentos…
—… parte, debo vender la revista o no podré desempeñar mi collar. Conque…
—… y seré descubierto con lo que se conoce como hielo caliente sobre mi persona.
—¡Hielo!
—Y sabe tan bien como yo qué le ocurre a la gente que es descubierta en posesión de hielo caliente.
—¡Hielo! —repitió, y suspiró como soñando despierta—. Pienso en sus langostinos en gelatina helada y me digo que no podría afrontar una vida sin la cocina de Anatole. ¡Esa Selle d’Agneau a la Grecque! ¡Esa Mignonette de Poulet Róti Petit Duc! ¡Esos Nonats de la Mediterranée au Fenouil! Pero luego pienso que debo ser práctica. Tengo que recuperar el collar, y la única manera de recuperarlo es… ¡Por el santo patrón de todos los fogones! —vociferó, si ésta es la palabra, la angustia inscrita en todos sus rasgos—. ¡No sé qué va a decir Tom cuando se entere de que Anatole se marcha!
—Y yo no sé qué va a decir cuando se entere de que su sobrino está cumpliendo condena en Dartmoor.
—¿Eh?
—Cumpliendo condena en Dartmoor.
—¿Quién va a cumplir condena en Dartmoor?
—Yo.
—¿Tú?
—Yo.
—¿Por qué?
Le dirigí una mirada que, estrictamente hablando, supongo que ningún sobrino debiera dirigir a una tía. Pero me encontraba sumamente exasperado.
—¿Es que no me escuchaba? —inquirí.
Ella replicó con idéntico acaloramiento.
—Pues claro que no te escuchaba. ¿Acaso crees que, cuando me enfrento a la perspectiva de perder al mejor cocinero de todos los condados del centro de Inglaterra, tengo tiempo para atender a tu insulsa conversación? ¿Qué estabas farfullando?
Me erguí. El término «farfullar» me había dolido.
—Sencillamente, me limitaba a mencionar que, debido a que ese asno de L. G. Trotter cerró la puerta de la caja fuerte antes de que pudiera depositar en ella el collar fatal, no he podido desprenderme de él. Lo he descrito como hielo caliente.
—Oh. ¿Era eso lo que decías acerca del hielo?
—Eso era. También he aventurado la predicción de que, antes de lo que tarda un pato en sacudir dos veces la cola, inspectores y sargentos caerán en manadas sobre mí y me conducirán a chirona.
—Tonterías. ¿Por qué va alguien a suponer que has tenido algo que ver con el asunto?
Me reí. Una de esas risas breves y amargas.
—¿No cree que el hecho de que encuentren la maldita cosa en el bolsillo de mis pantalones puede despertar sus sospechas? En cualquier momento puedo ser sorprendido con la mercancía encima, y no necesita haber leído muchas novelas policíacas para saber qué les ocurre a los desdichados que son sorprendidos con la mercancía encima. Les dan en todo el cuello.
Advertí que se hallaba profundamente conmovida. En mis horas de alegría, esta tía es a veces imprevisible, esquiva y difícil de complacer, y, cuando era más joven, con frecuencia me atizaba en la oreja si juzgaba que mi conducta requería tal gesto, pero que un peligro real amenace a Bertram y allí estará ella, a su lado hasta el final.
—Esto no está bien —decidió, recogiendo una banqueta pequeña y lanzándola contra una pastora de porcelana que adornaba la repisa de la chimenea.
Suscribí su opinión, y añadí que estaba espantosamente mal.
—Tendrás que…
—¡Chis!
—¿Eh?
—¡Chis!
—¿Qué significa, Chis?
Lo que dicho monosílabo significaba era que acababa de oír unos pasos que se acercaban a la puerta. Antes de que pudiera explicárselo así, el pomo giró bruscamente y tío Tom hizo su entrada.
Mi oído me dijo al instante que no todo iba bien con este pariente político. Cuando a tío Tom le ronda algo por la cabeza, hace tintinear las llaves. Y en ese momento tintineaba como un xilófono. Sus facciones presentaban la expresión macilenta y preocupada que suelen presentar cuando le anuncian la inminente llegada de invitados para el fin de semana.
—¡Es un castigo! —exclamó, lanzándose a hablar con una vigorosa exhalación.
Tía Dahlia disimuló su agitación con lo que imagino creería una sonrisa cordial.
—Hola, Tom, pasa y únete al grupo. ¿Qué es un castigo?
—Esto. Para mi. Por mi debilidad al permitir que invitaras a esos infernales Trotter. Sabía que ocurriría algo atroz. Lo sentía en los huesos. No se puede llenar la casa de gente como ésta sin cortejar el desastre. Es de razón. Él tiene cara de comadreja, ella pesa diez kilos de más y ese hijo suyo lleva patillas. Fue una locura dejarles cruzar el umbral. ¿Sabes qué ha pasado?
—No. ¿Qué?
—¡Alguien le ha robado el collar!
—¡Santo cielo!
—Ya suponía que esto iba a sacudirte —dijo tío Tom, con una lúgubre expresión de triunfo—. Acaba de acorralarme en el vestíbulo y me ha dicho que quería la cosa para llevarla durante la cena. Hemos ido a la caja fuerte, la he abierto y no estaba.
Me dije que debía mantenerme muy sereno.
—¿Quieres decir —inquirí— que ha desaparecido? Me dirigió una mirada bastante desagradable.
—¡Tienes un cerebro prodigioso! —observó.
—Bien, así es, desde luego.
—Pero ¿cómo puede haber desaparecido? —pregunté—. ¿Estaba abierta la caja fuerte?
—No, cerrada. Pero debí dejármela abierta. Todo aquel jaleo de llevar ese horripilante Sidcup a la cama distrajo mi atención.
Creo que estaba a punto de decir que esto demostraba lo que ocurría cuando se admitían personas así en la casa, pero se contuvo al recordar que era él quien lo había invitado.
—Bien, así están las cosas —concluyó—. Parece que ha entrado alguien mientras estábamos arriba, visto la caja fuerte abierta y aprovechado la ocasión. Esa mujer Trotter está armando la de Dios es Cristo, y sólo mis apremiantes súplicas le han impedido llamar a la policía en el mismo instante. Le he explicado que obtendríamos mejores resultados con una investigación discreta. Le he dicho que no quería un escándalo. Pero dudo de que hubiera logrado persuadirla si no hubiese llegado ese joven Gorringe y me hubiera apoyado. Un joven la mar de inteligente, a pesar de las patillas.
Carraspeé con aire despreocupado. Por lo menos, intenté hacerlo con aire despreocupado.
—Entonces, ¿qué medidas piensa tomar, tío Tom?
—Pienso excusarme durante la cena, alegando un dolor de cabeza —y efectivamente lo tengo, no me importa decíroslo— y subir a registrar las habitaciones. Cabe la posibilidad de que descubra algo. Mientras tanto, voy a prepararme una copa. Todo este asunto me ha perturbado considerablemente. ¿Me acompañas a tomar un trago rápido, Bertie, muchacho?
—Creo que me quedaré aquí, si no le importa —respondí—: Tía Dahlia y yo estamos charlando de unas cosas y otras.
Produjo un obligato final con las llaves.
—Bien, como gustes, pero, en mi actual estado de ánimo, me parece extraño que alguien pueda rechazar un trago. Nunca lo hubiera creído posible.
Cuando la puerta se cerró a sus espaldas, tía Dahlia expulsó el aire como un estertor de muerte.
—¡Válgame Dios! —exclamó.
Me pareció que era el mot juste.
—¿Qué cree que debemos hacer ahora? —pregunté.
—Yo sé qué me gustaría hacer. Me gustaría plantear todo el asunto a Jeeves, si ciertos cabezotas no le hubieran permitido ir de parranda a Londres justo cuando más falta nos hace.
—A estas horas, puede que ya haya vuelto.
—Llama a Seppings y pregúntaselo. Pulsé el timbre.
—Oh, Seppings —comencé, cuando hubo llegado y preguntado si llamaba la señora—. ¿Ha regresado ya Jeeves?
—Sí, señor.
—En tal caso, hágalo venir a la mayor velocidad.
Y unos instantes más tarde el hombre se hallaba entre nosotros, con un aspecto tan cerebral e inteligente que el corazón me saltó en el pecho como si hubiera divisado un arco iris en el firmamento.
—Oh, Jeeves —aullé.
—Oh, Jeeves —aulló tía Dahlia, empatando conmigo.
—Después de usted —dije.
—No, tú primero —replicó ella, cediéndome cortésmente el campo—. Tu aprieto es peor que mi aprieto. El mío puede esperar.
Me sentí conmovido.
—Muy digno de usted, vieja gallina —observé—. Se lo agradezco mucho. Jeeves, preste oído, por favor. Han surgido ciertos problemas.
—¿Sí, señor?
—Dos en total.
—¿Sí, señor?
—¿Podemos llamarlos problema A y problema B?
—Ciertamente, señor, si lo desea.
—Pues aquí está el problema A, el que me afecta a mí.
Le puse al corriente de la situación, exponiendo los hechos de manera clara y precisa.
—Conque ya ve, Jeeves. Aplique su cerebro al asunto. Si desea pasearse por el corredor, no se prive de hacerlo.
—No será necesario, señor. Uno ve lo que se debe hacer.
Respondí que me complacería mucho que pudiera disponerlo de manera que pudieran verlo dos.
—Debe usted restituir el collar a la señora Trotter, señor.
—¿Que se lo devuelva, quiere decir?
—Precisamente, señor.
—Pero, Jeeves —objeté, con voz un poco temblorosa—, ¿no le sorprenderá que el maldito objeto haya ido a caer en mis garras? ¿No indagará y preguntará, y tras haber indagado y preguntado correrá al teléfono para dar curso a su pedido de inspectores y sargentos?
En la comisura de sus labios se contrajo un músculo con indulgencia.
—La restitución, naturalmente, debería realizarse en secreto, señor. Yo aconsejaría dejar la joya en el aposento de la señora en un momento en que se hallara desocupado. Posiblemente mientras ella estuviera sentada a la mesa de la cena.
—Pero yo también tendré que estar en la mesa de la cena. No puedo decir: «Oh, disculpen», y precipitarme escaleras arriba a mitad del primer plato.
—Iba a sugerir que me permitiera encargarme del asunto, señor. Mis movimientos estarán menos limitados.
—¿Quiere decir que se ocupará usted de todo?
—Si me entrega la joya, señor, tendré mucho gusto en hacerlo. Quedé abrumado. Ardía de remordimiento y vergüenza. Vi cuán equivocado me hallaba al suponer que Jeeves estaba diciendo disparates.
—¡Dios mío, Jeeves! Esto es bastante feudal.
—De ninguna manera, señor.
—Ha resuelto usted todo el problema. Rem…, ¿cómo era esa expresión suya?
—Rem acu tetigisti, señor.
—Eso es. Significa «Ha puesto el dedo en la llaga», ¿no es eso?
—Ésa sería una traducción libre del latín, señor. Me complace haber sido útil. Pero me ha parecido entender que estaba usted preocupado por una segunda cuestión, señor.
—El problema B es mío, Jeeves —intervino tía Dahlia, que durante este breve diálogo había permanecido entre bastidores, un poco irritada porque no se le permitiese ocupar el escenario—. Se trata de Anatole.
—¿Sí, señora?
—La señora Trotter lo quiere para ella.
—¿De veras, señora?
—Y dice que no dejará que Trotter compre mi Boudoir si no se lo cedo. Y ya sabe que es esencial que venda el Boudoir. ¡Por todos los espíritus del nitrato! —exclamó apasionadamente la anciana parienta—. ¡Si hubiera algún modo de inyectar un poco de gallardía en L. G. Trotter y conseguir que se alzara ante su mujer y la desafiara!
—Lo hay, señora.
Tía Dahlia dio un salto de unos dos palmos y cuarto. Fue como si esta tranquila respuesta hubiera sido una daga de diseño oriental insertada en la parte carnosa de su pierna.
—¿Qué ha dicho, Jeeves? ¿Ha dicho que lo había?
—Sí, señora. Considero que inducir al señor Trotter a rechazar los designios de su esposa será una cuestión razonablemente sencilla. No quería apagar el entusiasmo de los presentes, pero me vi obligado a intervenir.
—Me sabe muy mal tener que apartar la copa de gozo de sus labios, viejo espíritu atormentado —comencé—, pero temo que todo esto se clasifique como mera expresión de deseos. ¡Vamos, Jeeves! Habla usted… ¿se dice «a la ligera»?
—A la ligera o sin reflexionar, señor.
—Gracias, Jeeves. Habla usted a la ligera o sin reflexionar de inducir a L. G. Trotter a que se desprenda del yugo y desafíe a su tierna mitad, pero creo que se muestra en exceso… maldita sea, he olvidado la palabra.
—¿Ufano, señor?
—Eso es. Ufano. Aunque mi trato con la pareja ha sido breve, le he tomado bien la medida a este L. G. Trotter. Su actitud hacia Mamá Trotter es la de un gusano excepcionalmente apocado hacia gallina tirando a vigorosa. Una palabra de ella, y se acurruca hecho una bola. Así que ¿dónde deja eso su sencilla cuestión de rechazar designios?
Creí que aquí lo había pillado, pero no.
—Si permite que me explique. He sabido por el señor Seppings, que ha tenido ocasión de escuchar los comentarios de la señora Trotter, que la señora Trotter abriga ambiciones sociales y experimenta el intenso anhelo de ver al señor Trotter nombrado caballero.
Tía Dahlia asintió.
—Sí, es verdad. Siempre está hablando de lo mismo. Al parecer, considera que sería un buen chasco para la señora Alderman Blenkinsop.
—Precisamente, señora.
Lo encontré sorprendente.
—¿Es que otorgan títulos a los pájaros como ése?
—Oh, sí, señor. Un caballero tan destacado en el mundo editorial como lo es el señor Trotter se halla siempre en inminente peligro de recibir la descarga.
—¿Peligro? ¿Es que a estos tipos no les gustan los títulos?
—No cuando poseen la disposición retraída del señor Trotter, señor. Para él sería una prueba muy dura. El ceremonial obliga a lucir calzón corto de satén y a caminar hacia atrás con una espada entre las piernas, y no es en absoluto la clase de cosa que un caballero de sensibilidad y hábitos regulares pueda hallar de su gusto. Y sin duda le arredra la perspectiva de oírse llamar sir Lemuel durante el resto de sus días.
—No me diga que se llama Lemuel.
—Eso temo, señor.
—¿No podría utilizar su segundo nombre?
—Su segundo nombre es Gengulphus.
—¡Santo cielo, Jeeves! —exclamé, pensando en el viejo tío Tom Portarlington—. Desde luego, en la pila bautismal a veces se cometen actos execrables, ¿no cree?
—Ciertamente, señor.
Tía Dahlia parecía perpleja, como alguien que intenta en vano poner el dedo en la llaga.
—Y todo esto, ¿conduce a alguna parte, Jeeves?
—Sí, señora. Iba a aventurar la sugerencia de que, si se diese a entender al señor Trotter que la alternativa a comprar el Milady’s Boudoir era el descubrimiento por parte de la señora Trotter de que le había sido ofrecido un título de caballero y él lo había rechazado, tal vez entonces la señora lo encontraría mucho más fácil de moldear que en el pasado, señora.
Esto dio a tía Dahlia justo entre los ojos como un calcetín relleno de arena mojada. Se tambaleó y, buscando un asidero, aferró la parte superior de mi brazo derecho y me dio un apretón endiablado. Este tormento hizo que se me escapara su siguiente observación, aunque como sin duda no fue más que un «¡Dios mío!», «¡Cielos!» u otra exclamación por el estilo, supongo que no me perdí gran cosa. Cuando la niebla se disipó ante mis ojos y volví a ser yo mismo, Jeeves tenía de nuevo la palabra.
—Parece ser que, hace algunos meses, la señora Trotter insistió en que el señor Trotter contratara los servicios de un asistente personal, un joven llamado Worple, y Worple logró rescatar de la papelera el borrador de la carta de rechazo enviada por el señor Trotter. Puesto que en fecha reciente Worple se convirtió en miembro del Ganímedes Junior, en cumplimiento del artículo once remitió el documento al secretario para que fuese incluido en los archivos del club. Gracias a la cortesía del secretario, pude consultarlo después de almorzar y en breve me será remitida una fotocopia del mismo por medio del correo. Creo que si mencionara usted este detalle al señor Trotter, señora…
Tía Dahlia profirió un grito de alegría de timbre semejante al de los que estaba acostumbrada a emitir en los viejos tiempos del Quorn and Pytchley cuando trataba de alentar a una jauría de sabuesos a que olfatearan el rastro y lo siguieran con ambos agujeros de la nariz.
—¡Lo tenemos frío!
—Eso tiende uno a imaginar, señora.
—Me ocuparé de él ahora mismo.
—No puedes —señalé—. Se ha ido a la cama. Un toque de dispepsia.
—Entonces, mañana en cuanto termine de desayunar —dijo tía Dahlia—. ¡Oh, Jeeves!
La emoción la abrumó, y volvió a sujetarse de mi brazo. Fue como si me hubiera mordido un caimán.