XVIII

Es en momentos como éste cuando se encuentra a Bertram Wooster en su más soberbia forma, y su helado cerebro funciona como una máquina. Digo esto porque muchos individuos, al ver la puerta de la caja fuerte abierta, habrían desperdiciado un tiempo precioso preguntándose por qué estaba abierta, quién la había abierto y por qué quienquiera la hubiese abierto no había vuelto a cerrarla, pero no así Bertram. Sírvanle algo en bandeja con una guarnición de berros y verán que no remolonea ni se demora. Él actúa. Una veloz zambullida en el interior, una rápida búsqueda, y dejé finiquitada la cosa.

Había media docena de estuches de joyería repartidos por los anaqueles y necesité uno o dos minutos para abrirlos y examinar su contenido, pero la investigación solamente reveló un collar de perlas, lo cual me evitó toda suerte de elección dubitativa. Trasladé con presteza la bisutería al bolsillo de mi pantalón y salí disparado hacia la madriguera de tía Dahlia, como el conejo silvestre al que tan fielmente había imitado durante mi reciente entrevista con Stilton. Juzgué que para entonces ya debía de hallarse allí, y constituía para mí una fuente de considerable satisfacción pensar que estaba a punto de devolver la luz del sol a la vida de esta vieja chiflada tan digna de alabanza. La última vez que había sido vista, resultaba de todo punto evidente que se hallaba necesitada de un poco de sol.

La encontré en statu quo, como había previsto, fumándose un pitillo y deletreando trabajosamente su Agatha Christie, pero no pude devolver el sol a su vida porque ya estaba allí cuando llegué. Me asombró el cambio que había experimentado su actitud desde que partiera cabizbaja para ver si tío Tom había terminado ya de hablar con Spode acerca de su plata antigua. Entonces, como recordarán, su aspecto había sido el de una persona atrapada en la maquinaria. En ese momento, en cambio, transmitía la impresión de haber encontrado el pájaro azul. Cuando alzó la vista, al descubrirme en su cubil, su rostro brillaba como los fondillos del pantalón de un conductor de autobús, y no me habría sorprendido mucho si hubiera comenzado a entonar cantos tiroleses. Toda su apariencia era la de una tía que con ambrosia se ha alimentado y bebido la leche del Paraíso, y por mi cabeza cruzó el pensamiento de que, si antes de oír la buena nueva ya se mostraba así de exuberante, cuando le diera la misma bien podría estallar con una potente detonación.

No obstante, me vi incapaz de revelar el fragmento de historia secreta que me guardaba en la manga, pues, como tan a menudo sucede cuando me hallo a puerta cerrada con esta mujer, no me permitió meter una sílaba ni de costado. Nada más cruzar el umbral, las palabras comenzaron a salir volando de ella como murciélagos de un, granero.

—¡Bertie! —saltó—. Justo el muchacho a quien quería ver. Bertie, cachorrito, acabo de librar la buena lucha. ¿Recuerdas aquel himno que empieza «Mira cómo acechan y acechan las tropas medianitas»? Luego dice, «Cristianos, alzaos y aniquiladlos», y eso mismo es lo que he hecho. Deja que te cuente lo que ha pasado. Te vas a caer de espaldas.

—Escucha… —comencé, pero no pude pasar de aquí. Tía Dahlia me arrolló como una apisonadora de vapor.

—Cuando nos separamos en el vestíbulo, no hace mucho tiempo, recordarás que me hallaba obsesionada, obnubilada y obscurecida porque no podía echar mano de Spode para comentarle el asunto de Eulalie Soeurs, y me dirigía a la sala de la colección con la remota esperanza de que se hubiera producido una pausa temporal. Pero él seguía escuchando sin un murmullo y Tom no cesaba de divagar. Y de pronto mis huesos se convirtieron en agua y la sala de la colección osciló ante mis ojos. Sin preámbulo alguno, Tom pasó repentinamente al tema del collar. «Tal vez le gustaría que fuéramos a verlo», propuso. «Ciertamente», respondió Spode, y se pusieron en marcha.

Se detuvo para tomar aliento, como incluso ella debe hacer de vez en cuando.

—Escucha… —repetí.

Recargados los pulmones, reanudó su perorata.

—Nunca hubiera creído que mis miembros podrían sostenerme hasta la puerta, y mucho menos por el largo pasillo que conduce al vestíbulo, pero lo hicieron. Seguí a la cola dé la procesión, con las rodillas temblorosas pero arreglándomelas para navegar. Qué instinto me impulsó a unirme al grupo es cosa que no sabría decir, pero supongo que tenía la vaga idea de estar presente cuando Tom recibiera la mala noticia y suplicar desconsoladamente su perdón. De un modo u otro, fui con ellos. Tom abrió la caja fuerte y yo me quedé paralizada como si me hubiera convertido en estatua de sal, igual que la mujer de Lot.

Recordé el incidente a que se refería porque casualmente había entrado en el examen aquella vez que gané un premio por Conocimiento de las Escrituras en mi escuela privada, pero, como probablemente sea nuevo para ustedes, les haré una breve sinopsis. Por algún motivo que se ha borrado de mi memoria, advirtieron a esta señora de Lot, un día que salió a pasear, que no volviera la vista atrás o se convertiría en estatua de sal, de manera que, naturalmente, ella se volvió de inmediato y, por lo que siempre he considerado una curiosa coincidencia, efectivamente se convirtió en estatua de sal. Lo que viene a demostrar, ¿qué? Quiero decir que hoy en día uno nunca sabe dónde se encuentra.

—El tiempo seguía su curso. Tom sacó el estuche y se lo entregó a Spode, quien comentó, «Ah, es esto, ¿no?» o alguna majadería por el estilo, y en aquel preciso instante, con la mano del destino a punto de descender, apareció Seppings, probablemente enviado por mi ángel de la guarda, y anunció a Tom que lo llamaban al teléfono. «¿Eh? ¿Qué? ¿Qué?», dijo Tom, como es su práctica invariable cada vez que le dicen que lo llaman al teléfono, y hacia allí se fue, seguido de Seppings. ¡Uff! —exclamó, y volvió a detenerse para tomar aliento.

—Escucha… —dije.

—Ya puedes imaginar cómo me sentía. Aquel espléndido golpe de suerte había cambiado todo el aspecto de la situación. Durante horas y horas no había dejado de preguntarme cómo podría hablar a solas con Spode, y por fin se me presentaba la oportunidad. Puedes apostar a que no desperdicié ni un segundo. «¿Se da usted cuenta, lord Sidcup?», le dije en tono persuasivo. «Todavía no he tenido un momento para hablarle de nuestras amistades mutuas y de aquellos felices días en Totleigh Towers. ¿Cómo está el querido sir Watkyn Bassett?», inquirí, siempre en tono persuasivo. Casi se podría decir que lo arrullaba.

—Escucha…

Me hizo callar con un gesto imperioso.

—¡No me interrumpas, maldita sea! Nunca he visto a alguien con tantas ganas de acaparar la conversación. Sólo piensas en hablar tú. ¿No puedes escuchar mientras te cuento la mayor historia que ha ocurrido por estos lares desde hace años? ¿Por dónde iba? Ah, sí. «¿Cómo está el querido sir Watkyn?», pregunté, y él me contestó que el querido sir Watkyn estaba la mar de campante. «¿Y la querida Madeline?», pregunté, y él me contestó que la querida Madeline funcionaba a la perfección. Y entonces respiré hondo y disparé. «¿Y qué tal va ese negocio suyo de ropa interior femenina?», pregunté. «Eulalie Soeurs, ¿no se llama así? Confío en que seguirá haciendo dinero, ¿no?». Y al instante siguiente habrías podido derribarme con una pluma. Pues, con una cordial carcajada, respondió: «¿Eulalie Soeurs? Oh, eso ya nada tiene que ver conmigo. Lo vendí hace siglos. Ahora es una sociedad anónima». Y mientras yo lo miraba boquiabierta, todo mi plan de campaña hecho trizas, añadió: «Bien, vamos a echar una ojeada a este collar. El señor Travers dice que está muy interesado en conocer mi opinión». Aplicó el pulgar al cierre. El estuche se abrió. Y yo estaba encomendando mi alma a Dios y diciéndome que aquello era el fin, cuando mi pie tropezó con algo y, al bajar la vista al suelo… esto no vas a creerlo… vi una cachiporra.

Hizo una nueva pausa, tomó un cargamento de aire a toda prisa y prosiguió.

—¡Sí, señor! ¡Una cachiporra! Tú no debes saber qué es eso, naturalmente, conque te lo voy a explicar. Se trata de un pequeño instrumento de goma, muy utilizado por las clases criminales para zumbar a sus amigos y familiares. Esperan a que la suegra vuelva la espalda y entonces le dan a la parienta en plena cresta. Es el último grito en los círculos del bajo mundo, y ahí tenía yo una, como te digo, tirada a mis pies.

—Escuche… —dije.

Recibí una vez más el gesto imperioso.

—Bien, por unos instantes no me dijo palabra. La recogí automáticamente, como una buena ama de casa que no gusta de ver cosas tiradas por el suelo, pero nada significaba para mí. Sencillamente, no se me ocurría pensar que mi ángel de la guarda había dirigido mis pasos y estaba indicándome la solución a mis problemas y perplejidades. Y de pronto, en un relámpago cegador, se me ocurrió. Comprendí a dónde quería ir a parar ese buen ángel de la guarda. Finalmente, había conseguido penetrar el hueso e introducir el mensaje en mi cabezota. Ahí estaba Spode, vuelto de espaldas, comenzando a extraer el collar de su estuche…

Di una boqueada gutural.

—No le habrá atizado, ¿no?

—Por supuesto que le aticé. ¿Qué querías que hiciera? ¿Qué hubiera hecho Napoleón? Alcé la muñeca con soltura, le di un buen balanceo y le descargué con mucho impulso, y él cayó por tierra sin saber qué le ocurría.

No me costó creerlo. Así mismo había caído el agente Dobbs en Deverill Hall.

—Ahora está en la cama, convencido de que sufrió un acceso de vértigo y se golpeó la cabeza al caer. No te preocupes por Spode. Una buena noche de reposo y una dieta blanda, y mañana lo tendremos fresco como una lechuga. ¡Y yo tengo el collar, tengo el collar, tengo el maldito collar, y me siento como si pudiera coger una par de tigres y anudarlos por el cuello!

Me quedé boquiabierto. La calabaza me daba vueltas. A través de la neblina que se había alzado ante mis ojos, tía Dahlia parecía oscilar como una tía arrastrada a las alturas por un vendaval.

—¿Dice que tiene el collar? —farfullé.

—Puedes estar bien seguro de ello.

—Entonces —proseguí, con una voz tan apagada como jamás ha surgido de entre labios humanos—, ¿qué es esto que tengo aquí?

Y exhibí el cuerpo del delito.

Durante un tiempo resultó evidente que tía Dahlia no había seguido la secuencia de la historia. Miró el collar, me miró a mí, volvió a mirar el collar. No se hizo cargo de la situación hasta que no se la expuse con pelos y señales.

—Pues claro que sí —dijo al fin, desarrugando la frente—. Ya comprendo. Con todo eso de llamar a Tom, y explicarle que Spode había sufrido una especie de ataque, y escucharle decir «¡Oh, Dios mío! ¡Ahora tendremos que alojar a esté botarate hasta mañana!», y tratar de consolarlo, y ayudar a Seppings a trasladar los restos hasta la cama y todo eso, me olvidé de sugerir que cerraran la caja fuerte. Y a Tom, naturalmente, ni se le ocurrió. Estaba demasiado ocupado tirándose de los pelos y asegurando que era la última vez que invitaba a cenar a un conocido del club, por todos los santos, porque es bien sabido que lo primero que hacen los conocidos del club al encontrarse en casa de alguien es tener ataques y aprovecharse de ello para incrustarse en el maderamen semanas y semanas. Y entonces llegaste tú…

—… y registré la caja. Encontré un collar de perlas y creyendo, lógicamente, que era el tuyo…

—… te lo apropiaste. Muy decente por tu parte, Bertie, querido, y te agradezco la buena intención. Si hubieras estado aquí esta mañana, te habría dicho que Tom insistió en que todo el mundo depositara sus objetos de valor en la caja fuerte, pero te habías ido a Londres. A propósito, ¿se puede saber qué te llevó allí?

—Fui en busca de la cachiporra, otrora propiedad de Thos, el hijo de tía Agatha. Últimamente he tenido algunos problemas con el Amenazas.

Me contempló con ojos cargados de adoración, profundamente conmovida.

—¿Fuiste tú, mi corazón de oro, quien trajo esa cachiporra a casa? —inquirió con voz entrecortada—. Yo lo había atribuido todo a la actividad del ángel de la guarda. Oh, Bertie, si alguna vez he dicho que eras un pelagatos sin cerebro que merecería recibir una beca para un buen asilo de lunáticos, retiro mis palabras.

Se lo agradecí secamente.

—Pero ¿qué va a pasar ahora?

—Yo daré tres vítores y empezaré a esparcir rosas de mi sombrero. Fruncí el entrecejo con ligera impaciencia.

—No estoy hablando de usted, querida vieja antepasada, sino de su sobrino Bertram, quien se halla sumergido hasta el cuello en mulligatawny y es susceptible de hundirse en cualquier momento sin dejar huellas. Aquí estoy, en posesión del collar de perlas de alguien…

—Es de Mamá Trotter. Ahora lo reconozco. Se lo pone por las noches.

—Bien. Hasta aquí, todo correcto. Ya sabemos que la pieza pertenece a Mamá Trotter. Una vez establecido este punto, ¿cuál es el mejor curso de acción que se me ofrece?

—Devuélvelo.

—¿A la caja fuerte?

—Eso es. Devuélvelo a la caja fuerte.

La idea me pareció admirable, y me pregunté cómo no se me había ocurrido a mí.

—¡Ha dado en el clavo! —exclamé—. Sí, lo devolveré a la caja fuerte.

—Yo en tu lugar lo haría ahora mismo. No hay momento como el presente.

—Eso haré. Oh, a propósito, ha llegado Daphne Dolores Morehead. Está paseando por la finca con Stilton.

—¿Qué impresión te ha producido?

—Es una alegría para la vista, si me permite la expresión. No sabía que hoy en día se fabricaran novelistas como ella.

Habría seguido explayándome acerca de la favorable opinión que la corteza exterior de la joven visitante me había merecido, pero en aquel instante la figura de Mamá Trotter se cernió en el umbral. Me contempló como si juzgara que, en conjunto, resultaba totalmente superfluo.

—Oh, buenas tardes, señor Wooster —me saludó en un tono como distante—. Tenía la esperanza de hablar con usted a solas, señora Travers —añadió, con el tacto innato que la había convertido en el no va más de Liverpool.

—Ya me iba —le aseguré—. Hermosa tarde.

—Muy hermosa.

—Bien, hasta la vista —me despedí, y encaminé mis pasos hacia el vestíbulo, sintiéndome bastante animado porque una parte al menos de mis problemas iba a resolverse de inmediato. Si la caja fuerte estaba abierta, por supuesto.

Lo estaba. Y había llegado ya junto a ella y me encontraba a punto de transferir el estuche a su interior cuando una voz habló a mis espaldas, y, al volverme como un cervatillo asustado, divisé a L. G. Trotter.

Desde mi llegada a Brinkley Court no había confraternizado en gran medida con este fulano de cara de comadreja. Me daba la impresión, como ya había sucedido en aquella primera cena, de que no se sentía terriblemente interesado en frecuentar la compañía de la joven generación. Por consiguiente, me sorprendió que mostrara deseos de charlar conmigo precisamente en ese momento, y pensé que ojalá se le hubiera ocurrido elegir un momento más oportuno. Con aquel collar en mi poder, lo que yo más deseaba era la soledad.

—Hola —dijo—. ¿Dónde está su tía?

—Se encuentra en su habitación —respondí—, hablando con la señora Trotter.

—Oh. Bien, cuando la vea, dígale que me he ido a la cama.

—¿A la cama? Pero si la noche todavía es joven.

—Tengo uno de mis ataques dispépticos. ¿No llevará por casualidad alguna píldora digestiva?

—Lo siento. He salido sin ellas.

—¡Diablos! —gruñó, frotándose el abdomen—. Estoy sufriendo una verdadera agonía. Tengo la sensación de haberme tragado un par de gatos monteses. ¡Caramba! —prosiguió, cambiando de tema—. ¿Qué hace esa caja fuerte con la puerta abierta?

Aventuré la suposición de que alguien debía haberla abierto, y él asintió como si juzgara verosímil la teoría.

—Un maldito descuido —sentenció—. Así es como luego roban las cosas.

Y ante mis ojos muy abiertos, avanzó hacia la caja fuerte y dio un empujón a la puerta. Se cerró con un chasquido.

—¡Uff! —exclamó, frotándose de nuevo el abdomen, y con un breve «Buenas noches», se dirigió hacia las escaleras y me dejó paralizado en mi lugar. La mujer de Lot no habría podido estar más tiesa.

Cualquier posibilidad que hubiera tenido de devolver cosas a la caja fuerte, se la había llevado el viento.