XVII

Ignoro si habrán observado alguna vez a un tigre de la selva cuando toma una profunda bocanada de aire antes de ejecutar un salto de cisne para aterrizar con ambas patas sobre la columna vertebral de algún representante de la fauna menor. Probablemente no, como, a decir verdad, tampoco yo. Pero tiendo a imaginar que un tigre de la selva en las mentadas circunstancias ofrecería un aspecto —con la salvedad, naturalmente, de que no tendría una cara rosada ni una cabeza como una calabaza— exactamente igual al aspecto de G. D’Arcy Cheesewright cuando sus ojos se posaron sobre la figura de Wooster. Durante un par de latidos permaneció inmóvil ante mí, inflando y desinflando el pecho. Luego dijo, como yo ya había supuesto que lo haría:

—¡Ja!

La sintonía del programa, podríamos decir.

Mi indiferencia se mantuvo sin disminuir. Hubiera sido ocioso pretender que la actitud del fulano no era amenazadora. Era tan amenazadora, más o menos, como podía serlo una actitud. Pero, con la mano en la cachiporra, la afronté sin el menor estremecimiento. Al igual que la esposa del César, estaba preparado para todo. Le dirigí una despreocupada inclinación de cabeza.

—Ah, Stilton. ¿Cómo van las cosas?

La pregunta pareció poner el sello a su acaloramiento. Hizo rechinar un diente o dos.

—¡Ahora te enseñaré cómo van las cosas! Te he estado buscando todo el día.

—¿Deseabas verme por algo?

—Deseaba arrancarte la cabeza de raíz y hacértela tragar.

Asentí de nuevo, tan despreocupadamente como antes.

—Ah, sí. Anoche ya insinuaste algo al respecto, ¿no es eso? Sí, ahora lo recuerdo. Bien, Stilton, lo siento, pero me temo que no va a poder ser. Tengo otros planes. Sin duda Percy Gorringe te habrá dicho que esta mañana he estado en Londres. He ido a buscar esto —concluí, y, tras extraer la mejor amiga del hombre delgado, la hice oscilar de un modo sugerente.

El hecho de no tener bigote presenta un inconveniente, y es que, si uno no tiene bigote, no tiene qué retorcer cuando está desconcertado. Lo único que puede hacer es abrir la boca y dejar que la mandíbula inferior cuelgue como un lirio fatigado, con lo que adopta el aspecto de un asno impagable, y eso fue lo que hizo Stilton en ese momento. Todo su porte era el de un asirio que, habiéndose lanzado como un lobo sobre el redil, lo encuentra habitado, no por ovejas y corderos, sino por gatos monteses, lo cual, naturalmente, deja al asirio más confundido que cualquier otra cosa.

—Son unos instrumentos asombrosamente eficaces, éstos —proseguí, para no dejar lugar a dudas—. Se los menciona muchísimo en las novelas de misterio. Reciben el nombre de cachiporras, aunque, según tengo entendido, también se les puede aplicar el término, menos frecuente, de macanas.

Respiró estertorosamente y se le abombaron los ojos. Supongo que nunca se había encontrado con algo parecido. Era una experiencia nueva para él.

—¡Deja esa cosa! —exigió con voz ronca.

—Me propongo dejarla —repliqué, rápido como el rayo—. Me propongo dejarla caer con todas mis fuerzas en el instante en que realices un movimiento, y aunque soy un simple novicio en el uso de la cachiporra, no veo cómo puedo dejar de acertar, en un sitio u otro, a una cabezota del tamaño de la tuya. Y entonces, ¿cómo quedarás tú, Cheesewright? Quedarás tendido en el suelo, alma querida, así es como vas a quedar mientras yo me quito el polvo de las manos y devuelvo el instrumento a mi bolsillo. Con una de estas cosas en su poder, hasta el más débil mortal puede dejar al más duro tan frío como un rodaballo conservado en hielo. Para expresarlo en una palabra, Cheesewright, estoy armado, y el programa, tal como yo lo veo, es el siguiente: adopto una postura cómoda con el peso bien repartido sobre ambas piernas, tú das un salto y yo, fresco como algunos pepinos…

Fue una estupidez por mi parte hablar de dar saltos, porque le metió ideas en la cabeza. Mientras yo decía «pepinos», dio uno tan repentino que me cogió completamente desprevenido. Éste es el problema cuando se trata con tipos tan corpulentos como Stilton. Son tan voluminosos que uno los juzga desprovistos de la necesaria agilidad para salir de estampida como un conejo silvestre y volar por el aire con la mayor facilidad. Antes de que pudiera darme cuenta de qué había ocurrido, la cachiporra, arrancada de mi mano, cruzó todo el vestíbulo y fue a caer por tierra, no lejos de la caja fuerte de tío Tom.

Permanecí allí parado, indefenso.

Bien, decir «allí parado» es pecar de imprecisión. En crisis como ésta, nosotros los Wooster no permanecemos parados. Pronto quedó absolutamente claro que Stilton no era el único de nuestro pequeño círculo que podía salir de estampida como un conejo silvestre. Dudo de que en toda Australia, donde esta especie animal es abundante, hubieran podido encontrar un conejo silvestre capaz de alcanzar una décima parte de la velocidad con que me sustraje del pulsátil centro de las cosas. Dar un salto atrás de cerca de cuatro metros e instalarme tras el sofá fue para mí obra de un instante, y allí quedó el asunto momentáneamente en suspenso, pues cada vez que Stilton corría hacia mi lado como un galgo, yo me desplazaba vertiginosamente hacia su lado como una liebre eléctrica, con lo que todos sus esfuerzos resultaban vanos e inútiles. Aquellos grandes generales de quienes hablaba antes recurren con bastante frecuencia a esta maniobra. El término técnico es retirada estratégica.

No es fácil determinar cuánto tiempo habría podido durar esta serie de vueltas alrededor del sofá, pero lo más probable es que no mucho, pues mi compañero de andanzas rítmicas ya comenzaba a dar muestras de acusar la fatiga. Stilton, como tantos otros pájaros corpulentos, tiene cierta tendencia, cuando no está entrenándose para alguna competición acuática, a ceder a los placeres de la mesa. Y esto tiene su precio. Al terminar los doce primeros largos, mientras yo seguía tan fresco como una rosa, dispuesto a mantener esta línea de combate aunque se prolongara durante todo el verano, él jadeaba bastante pronunciadamente y su frente se había perlado de honrado sudor.

Pero, como tan a menudo sucede en estas ocasiones, la partida no se jugó hasta el final. En el transcurso de una breve pausa antes de iniciar el decimotercer largo, fuimos interrumpidos por la llegada de Seppings, el mayordomo de tía Dahlia, que entró anadeando con un porte la mar de oficial.

Personalmente, me alegré de verlo, pues justo estaba esperando que se produjera alguna clase de interrupción, pero no dejé de advertir que el hecho de que nuestro dúo se convirtiera en un trío no fue bien recibido por Stilton, y no se me ocultó el porqué. La presencia del mayordomo lo coartaba y le impedía actuar a pleno rendimiento. Ya he explicado que el código de los Cheesewright les prohíbe armar camorra si hay mujeres presentes. Esta misma regla se aplica también cuando aparecen junto al ring miembros del servicio doméstico. Si entra un mayordomo cuando se hallan empeñados en el intento de averiguar el color de las entrañas de algún conocido, los Cheesewright tascan el freno.

Pero hay que señalar que no les gusta tascar el freno, y a nadie debe sorprender que, obligado a suspender las hostilidades por la presencia del mayordomo, Stilton lo contemplara con mal disimulada animosidad. Su tono, cuando habló, fue brusco.

—¿Qué quiere?

—La puerta, señor.

La animosidad mal disimulada se hizo peor disimulada. En verdad, la mirada que dirigió a Seppings estaba tan cargada de deletéreo magnetismo animal que uno experimentaba la sensación de que existía un considerable peligro de que tía Dahlia se encontrara, en fecha no muy remota, necesitada de un mayordomo.

—¿Qué significa eso de que quiere la puerta? ¿Qué puerta? ¿Para qué demonios quiere una puerta?

Comprendí que era muy improbable que llegara a hacerse una idea cabal del asunto sin unas palabras de explicación, así que las proporcioné yo. En estas ocasiones, si puedo, siempre me gusta echar una mano a la gente. Arañad la superficie de Bertram Wooster, digo a veces, y encontraréis un Boy Scout.

—Es de suponer que Pop Seppings se refiere a la puerta principal, Stilton, viejo compañero de danza —observé—. Incluso me atrevería a conjeturar que ha sonado el timbre. ¿Correcto, Seppings?

—Sí, señor —respondió con sencilla dignidad—. Ha sonado el timbre de la puerta principal, y, en el cumplimiento de mis deberes, he venido a abrirla.

Y, con una actitud que sugería que eso, en su opinión, contendría a Stilton por algún tiempo, siguió adelante según sus planes.

—Apuesto a que lo que ocurre, Stilton, viejo truhán —añadí, poniendo en claro toda la situación—, es que hay algún visitante aguardando fuera.

Estaba en lo cierto. Seppings abrió las puertas de par en par, hubo un destello de cabellos rubios y una vaharada de Chanel número 5, y de inmediato entró una muchacha, una muchacha a la que a primera vista pude clasificar como un bombón de primera categoría.

Quienes mejor conocen a Bertram Wooster saben bien que no es hombre propenso a ponerse sentimental cuando habla del sexo opuesto. Al contrario, es frío y crítico. Mide sus palabras. Así pues, si digo que esta muchacha era un bombón, pueden deducir que se trataba de algo bastante especial. Hubiese podido irrumpir en cualquier concurso internacional de belleza y el comité de jueces habría desenrollado la alfombra roja. Uno podía imaginar a los fotógrafos de moda luchando a muerte por su retrato.

Al igual que la heroína de El misterio del cangrejo de río rosado, y, por cierto, las heroínas de todas las novelas de misterio que he leído, su cabellera era del color del trigo maduro, y sus ojos azul aciano. Si añadimos una nariz ligeramente respingona y una silueta tan llena de curvas como una línea de ferrocarril panorámica, no ha de parecerles extraño que Stilton, envainando la espada, se quedara mirándola boquiabierto, con todo el aspecto de un hombre inesperadamente fulminado por un rayo.

—¿Está en casa la señora Travers? —inquirió esta visión, dirigiéndose a Seppings—. Anúnciele que ha llegado la señorita Morehead.

Quedé atónito. Por un motivo u otro, posiblemente porque tenía tres nombres, la imagen que me había formado de Daphne Dolores Morehead era la de una fémina entrada en años con rostro caballuno y unas gafas de montura de oro sujetas al botón superior por medio de un cordón negro. Al observarla detenidamente y en su totalidad, no pude por menos que loar la sagacidad de tía Dahlia al invitarla a Brinkley Court, con vistas a promocionar la venta del Boudoir. Tuve la impresión de que una palabra suya obraría maravillas en L. G. Trotter. Sin duda se trataba de un marido excelente y devoto, leal como el acero a la esposa de su corazón, pero incluso los maridos excelentes y devotos son susceptibles de reaccionar poderosamente cuando las chicas del tipo D. D. Morehead empiezan a dedicarles el tratamiento A.

Stilton seguía contemplándola con ojos que se le salían de las órbitas, como un buldog enfrentado a una libra de carne, cuando ella, una vez adaptadas sus pupilas azul aciano a la penumbra del vestíbulo, le dirigió una mirada y profirió una exclamación que —cosa extraña, considerando el aspecto de Stilton— parecía de placer.

—¡Señor Cheesewright! —dijo—. ¡Qué sorpresa! Ya me parecía conocida su cara. —Le dedicó otra ojeada—. ¿No es usted D’Arcy Cheesewright, que remaba en el equipo de Oxford?

Stilton inclinó torpemente la calabaza. Parecía privado del habla.

—Ya me parecía. Alguien me lo señaló una vez en el baile de la Semana de los Ochos. Pero casi no lo reconocía. Está usted mucho más apuesto sin él. Creo que los bigotes son sencillamente detestables. Siempre digo que un hombre capaz de rebajarse al extremo de llevar bigote igualmente podría dejarse la barba.

Yo no podía dejar pasar este comentario.

—Hay bigotes y bigotes —señalé, atusándome el mío. Luego, viendo que la joven se preguntaba quién podía ser este desconocido esbelto y tan distinguido, me di un golpecito en el esternón—. Wooster, Bertram —le informé—. Soy el sobrino de la señora Travers, y ella es mi tía. ¿Desea que la conduzca a su presencia? Seguramente debe de estar contando los minutos.

Frunció las labios en una expresión dubitativa, como si el programa que yo acababa de proponerle se desviara del ideal en muchos aspectos.

—Sí, supongo que debería entrar a decirle hola, pero lo que en realidad me apetece es explorar el terreno. Es un lugar encantador.

Stilton, que había adquirido un hermoso color bermellón, regresó parcialmente del éter y comenzó a emitir extraños sonidos guturales, como un hombre sin velo del paladar que intentase recitar «Gunga Din». Finalmente, articuló algo coherente.

—¿Desea que le muestre la propiedad?

—Me encantaría.

—¡Ja! —exclamó Stilton. Habló a toda prisa, como si juzgara que se había mostrado remiso al no haberlo dicho antes, y al instante siguiente se pusieron en marcha. Y yo, en un estado de ánimo semejante al de Daniel al abandonar el cubil del león por la entrada de artistas, me dirigí a mi habitación.

El lugar era fresco e invitaba al reposo. Tía Dahlia es una mujer que gusta de proveer bien a sus invitados en materia de sillones y chaises longues, y la chaise longue que me había correspondido se adaptaba gratamente al cuerpo. No hubo de pasar mucho tiempo antes de que me invadiera una agradable modorra. Los párpados fatigados se cerraron. Dormí.

Cuando desperté, media hora más tarde, mi primer acto fue incorporarme con una violencia sacudida. El cerebro despejado por el sueño, acababa de recordar la cachiporra.

Me puse de pie, consternado, y salí disparado de la habitación. Era imperativo que el benéfico instrumento regresara a mi poder a la mayor velocidad, pues, a pesar de que en nuestro reciente encuentro había superado estratégicamente a Stilton en el primer round, frustrando sus intenciones gracias a mi superior ligereza de piernas y mi dominio del ring, no había modo de prever cuándo se sentiría dispuesto para el segundo round. Una derrota puede desalentar a Cheesewright por algún tiempo, pero no lo elimina como contrincante lógico.

La cachiporra, como recordarán, había surcado el aire como una estrella fugaz hasta concluir su viaje en algún punto cercano a la caja fuerte de tío Tom, así que hacia allí me desplacé con pies alados. Figúrense mi preocupación al descubrir, a la llegada, que ya no estaba allí. La manera en que desaparecían las cosas en Brinkley Court —escaleras, cachiporras y qué sé yo— bastaba para hacer que un hombre tirara la toalla y se volviera de cara a la pared.

En aquel momento, en efecto, me volví de cara a la pared, la pared donde estaba empotrada la caja fuerte y, tras haberlo hecho, di otra de mis violentas sacudidas.

Lo que acababa de ver bastaba para que un hombre se sacudiera con toda la violencia a su disposición. Durante el tiempo de dos o tres latidos, fui sencillamente incapaz de creerlo. «Bertram —me dije—, la tensión ha sido excesiva para ti. Te has vuelto bizco». Pero no. Parpadeé una o dos veces para aclarar la visión, y cuando hube terminado de parpadear seguía allí, exactamente como’ la había visto la primera vez.

La puerta de la caja fuerte estaba abierta.