Si son ustedes de ese elemento superior que nunca se siente más feliz que cuando está acurrucado con las obras de B. Wooster, es posible que hayan dado con un fragmento anterior de estas reminiscencias mías en el que daba cuenta de una visita que hicimos Jeeves y yo a Deverill Hall, la casa solariega del juez de paz Esmond Haddock, y recordarán que durante nuestra estancia bajo el techo de los Haddock, Jeeves encontró a Thos, el hijo de mi tía Agatha, en posesión de lo que suele llamarse una cachiporra, y con gran prudencia decidió incautársela, considerando —¿y quién no coincidiría con él?— que aquél era el último objeto que debería hallarse a disposición de ese joven matón homicida. La idea que había enrojecido mi frente de la manera ya descrita era: ¿seguiría aún en poder de Jeeves? Todo dependía de ello.
Lo encontré, ricamente engalanado y tocado con su sombrero hongo, al volante del automóvil y a punto de aplicar el pie al acelerador. Un instante más y habría llegado tarde. Acercándome a la carrera, inauguré el interrogatorio sin demora.
—Jeeves —comencé a decirle—, regrese mentalmente a aquella otra ocasión en que nos alojamos en Deverill Hall. ¿Ha regresado ya?
—Sí, señor.
—Pues sígame de cerca. El hijo de mi tía Agatha, el joven Thos, se hallaba presente.
—Precisamente, señor.
—Con la intención de utilizarla sobre un compañero de escuela llamado Stinker[12], que por algún motivo había incurrido en su desagrado, antes de partir de Londres había adquirido una cachiporra.
—O macana, para utilizar un término menos frecuente.
—Olvide los términos infrecuentes, Jeeves. Usted le quitó el arma.
—Juzgué que sería lo más prudente, señor.
—Fue lo más prudente. Nadie lo discute. Dejemos que un rufián como el joven Thos ande suelto por la comunidad provisto de una cachiporra y estaremos induciendo a desastres y… ¿cuál es la palabra? Algo sobre catas.
—¿Cataclismos, señor?
—Eso es. Cataclismos. Es indiscutible que hizo usted lo correcto. Pero todo esto no viene al caso. Lo que ahora me interesa es lo siguiente. Esa cachiporra, ¿dónde está?
—Entre mis efectos personales en el apartamento, señor.
—Iré con usted a Londres a buscarla.
—Podría traerla yo mismo a mi regreso, señor.
Ejecuté un breve paso de danza. A su regreso, ¡caramba! ¿Cuándo iba a ser eso? Entrada la noche, seguramente, porque el grupo que se reúne en un lugar tan alborotado y bullicioso como el Ganímedes Junior no suspende la fiesta al terminar el almuerzo. Sé muy bien qué sucede cuando estos mayordomos impetuosos se desmelenan. Se quedan sentados hasta las tantas, bebiendo a placer, cantando en buena armonía y, en general, jaraneando como una pandilla de muchachos de saloon Malamute. Eso significaría que durante todo aquel largo día de verano me hallaría indefenso, presa fácil para un Stilton que, como acababa de saber, merodeaba por el lugar en busca de alguien a quien devorar.
—Eso de nada serviría, Jeeves. La necesito con urgencia. No esta noche, no el miércoles de la semana que viene, sino lo antes posible. Cheesewright me persigue con ferocidad, Jeeves.
—¿De veras, señor?
—Y, si he de hacer frente al desafío de Cheesewright, tendré necesidad de un arma. Su fuerza es como la fuerza de diez, y desarmado sería como mies ante su hoz.
—Extraordinariamente bien expresado, señor, si me permite que lo diga, y su diagnóstico de la situación es sumamente preciso. La robustez del señor Cheesewright le permitiría aplastarlo como a una mosca.
—Exactamente.
Podría demolerlo de un solo golpe. Partirlo en dos con las manos desnudas. Descuartizarlo miembro a miembro.
Fruncí ligeramente el entrecejo. Me complacía ver que se hacía cargo de la gravedad de la situación, pero estos crudos detalles físicos me parecían innecesarios.
—No hace falta que lo convierta en un espectáculo teatral, Jeeves —observé con cierta frialdad—. Lo que quiero dejar sentado es que, armado con la cachiporra, puedo enfrentarme a ese salvaje sin el menor estremecimiento. ¿Está de acuerdo conmigo?
—Decididamente, señor.
—Pues vamos allá —concluí, y salté al asiento vacío.
Esta cachiporra de la que vengo hablando era un pequeño instrumento de goma que, a primera vista, se hubiera dicho insuficiente para la tarea de parar los pies a un adversario del tonelaje de Stilton Cheesewright. Me refiero a que, en reposo, no parecía una cosa muy impresionante. Pero yo la había visto en acción y estaba al corriente de lo que Florence hubiera llamado sus posibilidades latentes. En Deverill Hall, por razones de mucho peso pero que resultaría demasiado largo exponer aquí, Jeeves tuvo ocasión de utilizarla una noche para zumbar a un policía —el agente Dobbs, un celoso representante de la ley—, y el pájaro así golpeado había caído al suelo como la suave lluvia del cielo.
Hay una canción, entonada a menudo por los vicarios en los conciertos de pueblo, que dice:
No temo a ningún enemigo de brillante armadura
aunque su lanza sea resplandeciente y certera.
¿O era «veloz y certera»? No lo recuerdo. Aunque tampoco tiene importancia. La cuestión es que estas palabras resumían mi actitud con la mayor precisión. Expresaban mis sentimientos con brevedad y concisión. Provisto de aquella cachiporra, me sentiría jovial y confiado por muchos Cheesewright que vinieran saltando hacia mí con mandíbulas babeantes.
Todo se desarrolló según lo previsto. Tras una agradable travesía, arrojamos el ancla ante la puerta de Berkeley Mansions y nos dirigimos al apartamento. Allí, como estaba anunciado, encontramos la porra. Jeeves me la entregó, se lo agradecí con unas pocas palabras bien elegidas, salió hacia su orgía y yo, tras un frugal almuerzo en Los Zánganos, me instalé al volante del biplaza y volví su morro hacia Worcestershire.
La primera persona que encontré tras cruzar el portón de Brinkley Court, algunas horas más tarde, fue tía Dahlia. Estaba en el vestíbulo, paseándose de un lado a otro como una tigresa enloquecida. Su exuberancia matinal se había desvanecido por completo para dejar una vez más la tía ojerosa y macilenta de la noche anterior, y fui consciente de una súbita punzada de preocupación.
—¡Caramba! —exclamé—. ¿Qué ocurre, anciana parienta? No me diga que su plan no ha funcionado.
Ella pateó de mal talante una silla cercana y la mandó volando hacia lo desconocido.
—No ha tenido ocasión de funcionar.
—¿Por qué no? ¿Es que Spode no ha venido?
Paseó a su alrededor una mirada huraña, en apariencia con la esperanza de hallar otra silla que patear. Puesto que no la había en su esfera de influencia inmediata, pegó una patada al sofá.
—Oh, sí, ha venido, ¿y qué ha pasado? Antes de que pudiera llevármelo aparte para decirle una palabrita, Tom cayó sobre él y se lo llevó a la sala donde guarda su colección para mostrarle su inmunda plata. Llevan más de una hora encerrados, y sólo el Cielo sabe cuánto tiempo más piensan seguir allí.
Fruncí los labios. «Uno hubiera debido prever algo por el estilo», pensé.
—¿No puedes apartarlo?
—Ningún poder humano puede apartar a un hombre al que Tom está hablando sobre su colección de plata. Lo retiene con ojo centelleante. La única esperanza que me queda es que se enfrasque tanto en este asunto de la plata que olvide por completo la cuestión del collar.
Lo último que desea un sobrino como debe ser es hundir a una tía chapoteante aún más profundamente bajo la superficie del abismo de desesperación en el que ya se halla, pero ante estas palabras no me quedó sino menear la cabeza.
—Lo dudo.
Ella le sacudió otra patada al sofá.
—Yo también lo dudo. Por eso me estoy volviendo loca a pasos agigantados y puedo empezar a aullar como una banshee[13] en cualquier momento. Tarde o temprano se acordará de conducir a Spode ante la caja, y lo único que puedo pensar es «¿Cuándo? ¿Cuándo?». Me siento como… ¿Quién era aquel individuo que estaba sentado con una espada colgando sobre él, suspendida de un cabello, preguntándose cuánto tardaría en caer y producirle una fea lesión corporal?
Ahí me había pillado. Nadie que yo conociera. Desde luego, ninguno de los muchachos de Los Zánganos.
—Me temo que no sabría decírtelo. Puede que Jeeves lo sepa.
A la mención de este respetado nombre, sus ojos se iluminaron.
—¡Jeeves! ¡Pues claro! Él es el hombre que necesito. ¿Dónde está? —En Londres. Me ha pedido el día libre. Hoy se celebraba el almuerzo mensual del Ganímedes Junior.
Emitió un grito, que bien hubiera podido ser el aullido de banshee a que había aludido antes, y me dirigió una mirada como la que en sus viejos tiempos de caza habría podido dedicar a un perro mentalmente deficiente al que hubiese visto abandonar sus actividades profesionales para seguir el rastro de un conejo.
—¿Y dejas partir a Jeeves en un momento como éste, cuando nunca ha sido más necesario?
—No tuve corazón para negárselo. Debía ocupar la presidencia. No tardará en volver.
—Y para entonces…
Hubiera seguido hablando más —bastante más, si interpreté correctamente el mensaje de sus ojos—, pero antes de que pudiera coger impulso algo patilludo descendió por la escalera y Percy se unió a nosotros.
Al verme, se detuvo bruscamente.
—¡Wooster! —Su agitación era muy pronunciada—. ¿Dónde ha estado durante todo el día, Wooster?
Le dije que había ido a Londres en mi automóvil, y tomó aire con un siseo.
—¿Con este calor? Eso no puede hacerle el menor bien. No debe excederse, Wooster. Debe reservar sus fuerzas.
Había elegido un mal momento para abordarnos. La vieja parienta se volvió hacia él como si fuera alguien a quien hubiera visto cortando el paso a un zorro, si no pegándole un tiro.
—Gorringe, espectral fugitivo del infierno, cara de oveja —restalló, olvidando, o así lo imagino, que era la anfitriona—, ¡lárguese de aquí, maldita sea! Estamos en conferencia.
Supongo que el trato con directores de revistas de poesía endurece a la gente y la vuelve inmune a todo asalto verbal, porque Percy, de quien bien hubiera podido esperarse se arredrara, no se arredró en absoluto, sino que, irguiéndose en toda su estatura, que era aproximadamente de un metro ochenta y cinco, replicó con gran firmeza.
—Lamento haberles interrumpido en un momento inoportuno, señora Travers —respondió con una dignidad sencilla que le sentaba muy bien—, pero tengo un mensaje para usted de parte de mi madre. A mi madre le gustaría hablar con usted. Me ha encargado que le pregunte si le resultaría conveniente que ella acudiera a su habitación.
Tía Dahlia alzó las manos en un arrebato de impaciencia. Comprendí su situación. Lo último que una mujer desea, cuando se halla perturbada, es una charla con alguien como Mamá Trotter.
—¡Ahora no!
—¿Más tarde, quizá?
—¿Es importante?
—He recibido la impresión de que era muy importante.
Tía Dahlia emitió un profundo suspiro, el suspiro de una mujer que las ve venir demasiado deprisa para ella.
—Oh, muy bien. Dígale que la veré dentro de media hora. Vuelvo a la sala de la colección, Bertie. Cabe la posibilidad de que, a estas alturas, Tom se haya agotado. Pero una última palabra —añadió, comenzando a alejarse—. La próxima gárgola subhumana que venga a entrometerse y a distraer mis pensamientos mientras intento lidiar con problemas capitales, lo hará a riesgo de su vida. ¡Que redacte su testamento y deje encargados los lirios!
Desapareció a unos sesenta y cinco kilómetros por hora, y Percy siguió su retirada con ojos tolerantes.
—Un personaje peculiar —comentó.
Admití que la anciana parienta tenía sus peculiaridades.
—Me recuerda un poco a la directora de Parnaso. La misma tendencia a agitar las manos y gritar cuando se siente irritada. Pero, acerca de ese viaje suyo a Londres, Wooster. ¿Qué le ha hecho ir allí?
—Oh, tenía que resolver una o dos cosas.
—Bien, lo importante es que ha regresado sano y salvo. Hoy en día las carreteras son muy peligrosas. Confío en que conduzca usted siempre con prudencia, Wooster. ¿No supera el límite de velocidad? ¿No adelanta en las curvas sin visibilidad? Excelente, excelente. Pero estábamos todos muy preocupados por usted. No sabíamos dónde podía haberse metido. Cheesewright, sobre todo, ha estado muy inquieto. Parecía pensar que se había desvanecido usted para siempre, y me dijo que estaba muy interesado en discutir con usted toda clase de cuestiones. Debo anunciarle que ya vuelve a estar aquí. Será un gran alivio para él.
Se marchó al trote y yo encendí un despreocupado cigarrillo, frío y sereno hasta las cejas. Había consumido más o menos la mitad, y acababa de formar un anillo de humo bastante logrado, cuando se dejaron oír unas resonantes pisadas y la silueta de Stilton se recortó en el horizonte.
Metí la mano en el bolsillo y así con firmeza la vieja igualadora.