XV

Nosotros, los Wooster, nunca hemos sido muy madrugadores, y el sol ya estaba bastante alto en el cielo cuando desperté a la mañana siguiente para saludar al nuevo día. Y apenas había terminado de dar cuenta de los vigorizantes huevos revueltos y el café cuando la puerta se abrió como empujada por un huracán y tía Dahlia entró haciendo piruetas.

Utilizo la palabra «piruetas» a conciencia, pues había en su porte una elasticidad que de inmediato llamaba la atención del observador. De la agobiada doliente de la noche anterior no quedaba ni rastro. La mujer estaba visiblemente hecha unas pascuas.

—Bertie —dijo, tras un breve discurso de apertura en cuyo transcurso me describió como un cachorro perezoso que debería sentirse avergonzado de que se le pegaran las sábanas en el día más loco y alegre de todo el feliz año nuevo—, acabo de hablar con Jeeves, y si algún amigo salvavidas ha hecho alguna vez su trabajo en un momento de necesidad, éste es él. Tal como yo lo veo, hay que descubrirse ante Jeeves.

Tras cambiar de tema durante unos instantes para expresar su opinión de que mi bigote era una ofensa contra Dios y contra el hombre, pero que no veía en él nada que un buen herbicida no pudiera curar, prosiguió:

—Me ha dicho que este lord Sidcup que va a llegar hoy no es otro que nuestro viejo amigo Roderick Spode.

Asentí. A la vista de su exuberancia, ya había sospechado que Jeeves debía de haberle dado la buena nueva.

—Correcto —le confirmé—. Al parecer, y sin que ninguno de nosotros lo supiera, Spode era desde un principio el sobrino secreto del título, y desde nuestra estancia en Totleigh Towers, este último ha pasado a residir entre las estrellas de la mañana, lo que le ha dado un buen empujón hacia arriba. Supongo que Jeeves le habrá explicado también lo de Eulalie Soeurs, ¿no es eso?

—De cabo a rabo. ¿Por qué nunca me lo habías dicho? Ya sabes cuanto aprecio los buenos chistes.

—Abrí los brazos en un ademán lleno de dignidad y volqué la cafetera, que por suerte estaba vacía.

—Mis labios estaban sellados.

—¡Tú y tus labios!

—De acuerdo, yo y mis labios. Pero, repito: la información me fue impartida confidencialmente.

—Habrías podido contárselo a tu tiíta.

Negué con la cabeza. Las mujeres no entienden estas cosas. Noblesse oblige nada significa para el bello sexo.

Les confidencias confidenciales no se revelan ni siquiera a la tiíta, no si uno es un confidente como debe ser.

—Bueno, sea como fuere, ahora conozco los hechos y tengo a Spode, alias Sidcup, en la palma de la mano. Bendita sea mi alma —prosiguió, con una abstraída expresión de arrobo en la cara—, qué bien recuerdo aquel día en Totleigh Towers. Ahí estaba él, avanzando hacia ti con los ojos encendidos y los labios cubiertos de espuma, y tú te erguiste tan fresco como algunos pepinos, como diría Anatole, y le dijiste «Un momento, Spode, sólo un momento. Tal vez le interese conocer que lo sé todo sobre Eulalie». ¡Dios mío, cómo te admiré!

—No me sorprende.

—Eres como uno de esos domadores de leones que hay en los circos que desafían a los mortíferos monarcas de la selva, devoradores hombres.

—Había cierto parecido, sin duda.

—¡Y cómo se arrugó él! Nunca he visto una cosa parecida. Se arrugó ante mis ojos como un calcetín mojado. Y volverá a hacerlo pando llegue aquí esta tarde.

—¿Te propones llevarlo aparte y anunciarle que conoces su vergonzoso secreto?

—Eso mismo. Y recomendarle encarecidamente que, cuando Tom le muestre el collar, diga que se trata de una magnífica obra de artesanía que vale hasta el último penique que pagó por ella. No puede fallar. ¡Vaya con el propietario de Eulalie Soeurs! Debe de rendirle una verdadera fortuna. Estuve allí el mes pasado, para comprar algo de lencería, y aquello estaba repleto de gente. Entraba el dinero a espuertas. A propósito, muchacho, hablando de lencería, Florence ha estado enseñándome la suya esta misma mañana. No la que llevaba puesta, no quiero decir eso, su provisión de reserva. Quería que le diera mi opinión. Y lamento decirte, mi pobre corderito —añadió, contemplándome con expresión de piedad—, que las cosas se presentan bastante graves en este terreno.

—¿Sí?

—Sumamente graves. Está completamente dispuesta a hacer sonar esas campanas de boda. Más o menos para el próximo noviembre, parece pensar, en la iglesia de San Jorge, Hanover Square. Ya ha empezado a hablar libremente sobre damas de honor y banquetes. —Hizo una pausa y me miró con cierta sorpresa—. No pareces muy preocupado —observó—. ¿Acaso eres uno de esos hombres de acero templado que aparecen en las novelas?

Abrí de nuevo los brazos, esta vez sin causar el menor desastre en la bandeja del desayuno.

—Bien, le diré, vieja antepasada. Cuando un tipo ha estado comprometido tantas veces como yo, y en cada ocasión se ha salvado del cadalso en el último instante, acaba por tener fe en su buena estrella. Tiene la sensación de que nada está perdido hasta el momento en que lo arrastran al pie del altar y el órgano entona Oh, perfecto amor y el clérigo pregunta aquello de: «¿Tomas por esposa…?». En ese momento, lo reconozco, estoy en la sopa, pero muy bien puede suceder que a su debido tiempo me sea concedido escapar indemne de la sopera.

—¿No desesperas?

—En absoluto. Albergo grandes esperanzas de que, tras haber meditado bien las cosas, estos dos espíritus orgullosos que han partido peras acaben por reunirse y reconciliarse, con lo que me librarán del aprieto. Su riña se debió…

—Ya sé. Florence me lo ha contado.

—… al hecho de que Stilton se enteró de que yo había llevado a Florence a La Ostra Moteada hace cosa de una semana, y se negó a creer que lo hubiera hecho con el único fin de permitirle acumular ambiente para su último libro. Cuando Stilton se haya enfriado y la razón recobre su trono, puede que comprenda cuán equivocado estaba y le ruegue que perdone sus viles sospechas. Así lo creo, así lo espero.

Tía Dahlia admitió que algo de razón había en ello y me alabó por mi espíritu, que, en su opinión, era el correcto. Mi intrepidez le recordaba, dijo, a los espartanos en las Termópilas, dondequiera que eso pueda caer.

—Pero de momento está muy lejos de hallarse en ese estado de ánimo, según Florence. Ella dice que está convencido de que salisteis una juerga juntos. Y, por supuesto, el hecho de que te encontrara en el armario de su habitación a la una de la madrugada fue lamentable.

—En grado sumo. Uno hubiera evitado este suceso con gran placer.

—El hombre debió llevarse un buen sobresalto. Lo que no entiendo es por qué no te zurró la badana. Yo hubiera supuesto que ésa iba a ser su primera medida.

—Sonreí modestamente.

—Ha sacado mi nombre en el campeonato de dardos del Club Los Zánganos.

—¿Y qué tiene eso que ver con el asunto?

—Mi alma querida, ¿acaso algún fulano le zurra la badana un tipo cuyo virtuosismo ante el tablero de dardos puede hacerle ganar cincuenta y seis libras con diez chelines?

—Ah, ya comprendo.

—Y Stilton también lo comprendió. Le expuse la situación con la mayor claridad, y ha cesado de ser una amenaza. Por mucho que sus pensamientos tiendan en la dirección de zurrar badanas, tendrá que seguir manteniendo el status no beligerante de un gato de adagio. Lo tengo embotellado limpia y definitivamente. ¿Hay algún otro tema que desee comentar?

—No, que yo sepa.

—Entonces, si quisiera retirarse, me levantaría y me vestiría.

Me levanté del henil en cuanto se hubo cerrado la puerta y, tras bañarme, afeitarme y guarnecer el hombre exterior, salí con un cigarrillo a dar un paseo por la propiedad, con sus edificios anexos y tierras adyacentes.

El sol se hallaba un buen trecho más alto que en mi última observación, y su calidez cordial incrementó el optimismo de mi ánimo. Pensando en Stilton y el callejón sin salida en que lo había dejado, pronto llegué a considerar que este viejo mundo, a fin de cuentas, no era tan mal lugar. No sé de algo que levante más el espíritu que dejar con un palmo de narices a un sujeto de inferior calidad que venía haciendo ostentación de sus fuerzas y proyectando emprender algo. Al contemplar a Stilton en su estado embotellado, sentía una satisfacción serena muy semejante a la que había experimentado en Totleigh Towers cuando hice que Roderick Spode se doblegara a mi voluntad. Como tía Dahlia había dicho, todo un domador de leones.

Cierto que, frente a todo esto, estaba Florence —que, al parecer, ya hablaba libremente de damas de honor, banquetes y la iglesia de San Jorge, Hanover Square—, y un hombre menos templado habría permitido que su oscura sombra nublara su sensación de bien être. Pero ha sido siempre la política de los Wooster contar sus bendiciones una por una, así que concentré exclusivamente mi atención en la parte luminosa del cuadro, diciéndome que, aun si no se materializaba un indulto en el último instante y me veía obligado a apurar la amarga copa, al menos no tendría que hacerlo con dos ojos amoratados y una espalda fracturada, regalos de boda de G. D’Arcy Cheesewright. Pasara lo que pasase, todo eso tenía ganado.

Me hallaba, pues, de un humor chispeante y prácticamente diciendo «Tra la lá», cuando vi aparecer a Jeeves con todo el aire de quien desea obtener audiencia.

—Ah, Jeeves —le saludé—. Hermosa mañana.

—Sumamente agradable, señor.

—¿Quería verme por algo?

—Si pudiera concederme unos minutos, señor. Desearía averiguar si le resultaría posible prescindir hoy de mis servicios, a fin de que pueda desplazarme a Londres. El almuerzo del Ganímedes Junior.

—Creía que eso era la semana que viene.

—La fecha ha sido adelantada para complacer al mayordomo de sir Everard Everett, que mañana parte con su patrón hacia los Estados Unidos de América. Sir Everard debe asumir sus deberes como embajador británico en Washington.

—¿De veras? Pues le deseo muy buena suerte.

—Sí, señor.

—A uno le gusta ver que estos funcionarios públicos trabajan con ahínco y se ganan su salario.

—Sí, señor.

—Si uno es un contribuyente. Quiero decir, si contribuye con su parte a dichos salarios.

—Precisamente, señor. Me sería muy grato que pudiera usted ver el modo de permitirme asistir a esta solemnidad. Como ya le informé, debo ocupar la presidencia.

Bien luego, si lo presentaba de esta manera, no me quedaba más que darle el visto bueno.

—Naturalmente, Jeeves. Vaya usted y diviértase hasta que le crujan las costillas. Podría ser su última oportunidad —concluí significativamente.

—¿Señor?

—Bueno, a menudo me ha explicado cuán quisquillosas son las cultas jerarquías del Ganímedes respecto de la no revelación de los secretos del libro del club por parte de sus miembros, y tía Dahlia me ha informado que acaba usted de sacar a relucir toda la historia oculta de Spode y Eulalie Soeurs. ¿No lo echarán a la calle, si esto llega a saberse?

—La contingencia es muy remota, señor, y acepté el riesgo de buena gana sabiendo que estaba en juego la felicidad de la señora Travers.

—Muy decente, Jeeves.

—Gracias, señor. Procuro dar satisfacción. Y ahora creo que, si me disculpa, señor, quizá debería encaminarme hacia la estación. El tren de Londres tiene su salida en breve plazo.

—¿Por qué no se lleva el coche?

—¿Podría usted prescindir de él, señor?

—Por supuesto.

—Muchas gracias, señor. Será una gran comodidad.

Echó a andar hacia la casa, sin duda para recoger el sombrero que es su compañero inseparable cuando se halla en la metrópoli, y apenas me había dejado cuando oí que alguien pronunciaba mi nombre en una especie de balido y, al volverme, vi que se acercaba Percy Gorringe, con sus gafas de montura de carey destellando bajo el sol.

Mi primera reacción al verlo fue de sorpresa, cierta sensación de que, entre todos los elementos con quienes me había encontrado alguna vez, éste era el más imprevisible. Me refiero a que era imposible decir de un minuto al siguiente qué aspecto iba a presentar al mundo, pues oscilaba de Tempestuoso a Estable y Soleado y de Estable y Soleado a Tempestuoso como un barómetro con algo estropeado en su mecanismo. La noche anterior, durante la cena, había sido todo efervescencia y alegría, y allí lo tenía en ese momento, sólo unas horas más tarde, ofreciendo de nuevo aquella imitación de un bacalao muerto que había hecho que tía Dahlia adoptara una línea tan severa con él. Contemplándome con ojos deslustrosos, si es deslustrosos la palabra que quiero decir, y sin perder tiempo en amenidades previas ni pourparlers, arrancó directamente descargando de su pecho la peligrosa materia que oprime el corazón.

—Wooster —dijo—, Florence acaba de contarme una historia que me ha sorprendido.

Bien, es difícil saber qué decir a eso, desde luego. El impulso de uno fue el de preguntar qué historia, y añadir que si era la del obispo y la encantadora de serpientes ya la había oído. Y uno podía, sin duda, completar eso con una o dos palabras bien meditadas acerca del creciente relajamiento del lenguaje en las chicas modernas. Yo me limité a decir «¿Oh, ah?», y esperé mayores detalles.

Sus ojos, como los de Florence la noche anterior, se agitaban en excelso frenesí y vagaban del cielo a la tierra, de la tierra al cielo. Se notaba que la cosa le había afectado.

—Poco después del desayuno —prosiguió, dominando sus ojos y fijándolos de nuevo en mí—, al encontrarla a solas junto al herbáceo cantero, cortando flores, la abordé y te pregunté si me permitiría sostenerle el cestillo.

—Muy atento.

—Ella me dio las gracias y respondió que con mucho gusto, y durante cierto tiempo conversamos sobre temas indiferentes. Una cosa condujo a otra y, finalmente, le pedí que fuera mi esposa.

—¡Bravo, chico!

—¿Perdón?

—Sólo he dicho «¡Bravo chico!».

—¿Por qué ha dicho «¡Bravo chico!»?

—Pues para darle ánimo, por así decir.

—Ya veo. Para darme ánimo. ¿Se trata, entonces, de una fórmula coloquial utilizada afectuosamente como expresión de aliento?

—Eso mismo.

—En tal caso, y teniendo en cuenta las actuales circunstancias, me sorprende, y añadiré que me disgusta más que ligeramente, oírla de sus labios, Wooster. Habría sido más cortés abstenerse de provocaciones y sarcasmos baratos.

—¿Eh?

—Si ha triunfado usted, ése no es motivo para que haga escarnio de quienes han sido menos afortunados.

—Lo siento. Si pudiera añadir algunas notas a pie de página…

Hizo chascar la lengua con impaciencia.

—Ya le he dicho que le he pedido a Florence que fuera mi esposa, y le he dicho también que ella me anunció algo que me conmovió profundamente. Que estaba comprometida con usted.

Esto hizo que empezara a comprender. Ya veía adónde quería ir a parar.

—Oh, ah, sí, desde luego. Cierto. Sí, se diría que estamos prometidos.

—¿Y desde cuándo, Wooster?

—Desde hace bastante poco.

—Desde hace muy poco, supongo, ya que apenas ayer aún estaba comprometida con Cheesewright. Todo esto es muy confuso —dijo Percy quejumbrosamente—. Hace que le dé a uno vueltas la cabeza. Uno no sabe dónde se encuentra.

No dejaba de asistirle cierta razón.

—Un poco enredado —asentí.

—Es desconcertante. No se me ocurre qué puede ver en usted.

—No. Muy extraño, todo este asunto.

Caviló sombríamente durante un ratito.

—Su reciente encaprichamiento con Cheesewright —observó, lanzándose de nuevo— aún podía comprenderse vagamente. Sean cuales fueren sus deficiencias mentales, ese individuo es un animal joven y vigoroso, y no es desacostumbrado encontrar muchachas intelectuales que se sienten atraídas por animales jóvenes y vigorosos. Bernard Shaw tomó esta situación como tema para una de sus primeras novelas, La profesión de Cashel Byron. ¡Pero usted! Es inexplicable. Una simple mariposa flacucha.

—¿Me llamaría usted mariposa flacucha?

—Si se le ocurre otra descripción mejor, me alegraría oírla. Soy incapaz de percibir en usted el menor vestigio de encanto, la más ligera huella de alguna cualidad que razonablemente pudiera juzgarse atractiva para una chica como Florence. Me asombra que pueda desear tenerlo en casa de modo permanente.

No sé si me llamarían ustedes un hombre susceptible. En principio, yo diría que no lo soy. Pero no resulta agradable verse clasificado en la pizarra como una mariposa flacucha, y confieso que respondí con cierta brusquedad.

—Bien, así estamos —dije, y quedé en silencio. Y, como él tampoco parecía inclinado a la charla ociosa, permanecimos unos instantes como un par de monjes trapenses que se han encontrado por casualidad en las carreras de galgos. Y creo que no habría tardado en inclinar secamente la cabeza y retirarme si él no me hubiese retenido con una exclamación semejante en su tono y su volumen a la que Stilton había proferido al encontrarme cubierto de sombrereras en el armario de Florence. Advertí que me contemplaba a través de sus parabrisas con lo que parecía ser una expresión preocupada, si no horrorizada. Eso me intrigó. No podía haber tardado tanto tiempo, reflexioné, en percibir mi bigote.

—¡Wooster! ¡Santo cielo! ¡Si no lleva usted sombrero!

—No suelo llevarlo mucho, en el campo.

—¡Pero con este sol tan ardiente! Podría darle una insolación. No debería correr estos riesgos.

Debo decir que tanta solicitud me conmovió. Buena parte de la irritación que sentía me abandonó. No hay mucha gente, quiero decir, que se tome tanto interés por el bienestar de un pájaro virtualmente desconocido. Eso demostraba, pensé, que un hombre puede decir tonterías sin cuento acerca de mariposas flacuchas y, aun así, tener un corazón bondadoso bajo lo que imagino era generalmente reconocido como un exterior más bien repulsivo.

—No se preocupe —respondí, apaciguando sus temores.

—Pero sí que me preocupo —respondió con presteza—. Soy de la firme opinión que debería ponerse un sombrero, o bien permanecer en la sombra. No quisiera parecer un entrometido, pero su salud es para mí motivo de la mayor preocupación. Comprenda, he sacado su nombre en el campeonato de dardos del Club Los Zánganos.

Esto se me escapó por completo. No le veía el menor sentido. Me sonó a puro delirio.

—¿Cómo? ¿Qué quiere decir con eso de que ha sacado mi nombre en el campeonato de dardos del Club de Los Zánganos?

—Me he expresado mal. Estaba agitado. Lo que hubiera debido decir es que se lo he comprado a Cheesewright. Me ha vendido la papeleta que lleva su nombre. ¿Comprende ahora que me ponga nervioso verle pasear bajo este sol sin llevar sombrero?

En una carrera generosamente salpicada de sorpresas desagradables he tenido ocasión de aturdirme y tambalearme con cierta regularidad, pero pocas veces me he aturdido y tambaleado con más entusiasmo que al oír estas pavorosas palabras. La noche anterior, si lo recuerdan, había llamado a tía Dahlia «trémulo álamo temblón». En aquel momento, esta descripción me habría convenido como el papel a la pared.

Este arrebato de emoción, creo, puede ser fácilmente comprendido. Toda mi política exterior, como ya he dejado claro, se fundaba en el hecho de que había embotellado a Stilton limpia y definitivamente, y en ese momento parecía, maldición, que no lo había embotellado en absoluto. Una vez más, se hallaba en la posición de un asirio plenamente autorizado para arrojarse como un lobo sobre el redil, con sus cohortes resplandecientes de púrpura y oro, y el descubrimiento de que su sed de venganza era tan pronunciada como para sacrificar cincuenta y seis libras y media antes que renunciar a sus planes de guerra helaba hasta la médula.

—Debe de haber mucho bien escondido en Cheesewright —prosiguió Percy—. Confieso con toda franqueza que lo había juzgado mal, y, si no hubiera devuelto ya las galeradas corregidas, retiraría mi «Caliban ante el crepúsculo» de Parnaso. Me dijo que usted es el vencedor seguro de este campeonato de dardos, y aun así se ofreció voluntariamente para venderme la papeleta que lleva su nombre por una suma en verdad trivial, porque, según dijo, me ha tomado un gran aprecio y le gustaría tener un detalle conmigo. Un gesto apreciable, cordial y generoso, que devuelve a uno la fe en la naturaleza humana. A propósito, Cheesewright andaba buscándole. Quería verle por algo.

Repitió su consejo acerca del sombrero y se marchó, y durante un buen rato permanecí donde me hallaba, rígido hasta el último miembro, mientras mi aturdida calabaza intentaba resolver el espantoso problema que había surgido. Estaba claro que habría que realizar una jugada defensiva diabólicamente astuta, y realizarla de inmediato, pero ¿qué jugada defensiva diabólicamente astuta? Ahí estaba lo que se llama el busilis.

Vean ustedes, la cosa no estaba como si pudiera salir por piernas de la zona de peligro, que es lo que me habría gustado hacer. Era imperativo que me contara entre los presentes en Brinkley Court cuando Spode llegara aquella tarde. Por muy a la ligera que tía Dahlia hubiese hablado de hacer bailar al hombre a su son, resultaba perfectamente concebible que saltara algún fusible del programa, en cuyo caso la presencia en el lugar de un sobrino capaz de pensar rápidamente sería esencial. Los Wooster no abandonan a las tías en su momento de necesidad.

Eliminando, por consiguiente, la posibilidad de poner pies en polvorosa, por la que con mucho gusto habría pujado en una subasta, ¿qué otro curso de acción se presentaba? Reconozco libremente que durante cinco minutos o así la cuestión me tuvo apabullado.

Pero a menudo se ha dicho de Bertram Wooster que en los momentos de intenso peligro posee el don misterioso de hallar inspiración, y así sucedió entonces. De súbito, brotó un pensamiento como una rosa perfectamente formada que enrojeció mi frente, y de inmediato me encaminé hacia las cuadras, donde se alojaba mi automóvil biplaza. Podía ser qué Jeeves no hubiera emprendido aún el largo camino que conducía al Club Ganímedes Junior, y, si no lo había hecho, existía una salida.