Siempre resulta un poco difícil saber qué se puede decir en ocasiones como ésta. Yo dije «Oh, conque estás ahí, Stilton. Bonita noche», pero al parecer no estuve muy acertado, pues él se limitó a temblar como si un escarabajo corriera por su espalda y a incrementar la incandescencia de su mirada. Vi que haría falta mucha suavidad y tacto por mi parte para que nos sintiéramos todos cómodos.
—Sin duda te sorprende… —comencé, pero él alzó una mano como si aún estuviera en la policía dirigiendo el tráfico. A continuación, habló en tono contenido, si bien algo resonante.
—Me hallarás esperándote en el pasillo, Wooster —declaró, y salió a grandes zancadas.
Comprendí el espíritu que había motivado estas palabras. Era el preux chevalier que había en él, salido a la superficie. Se puede provocar a un Cheesewright hasta que eche espumarajos por la boca, pero no se le puede hacer olvidar que es un exalumno de Eton y un verdadero caballero. Los exalumnos de Eton no se zurran delante del sexo opuesto. Ni los verdaderos caballeros. Esperan hasta encontrarse a solas con la parte contratante de la segunda parte en algún rincón apartado.
Yo aprobaba de todo corazón esta delicadeza de sentimientos, pues me había dejado en la cúspide del mundo. En ese momento me sería posible, según vi de inmediato, evitar cualquier acontecimiento de índole desagradable mediante uno de esos sutiles movimientos hacia la retaguardia que los grandes generales se guardan en la manga pera cuando las cosas empiezan a ponerse demasiado calientes. Uno cree que tiene arrinconado a uno de esos generales y está ya dispuesto a caer sobre él, cuando, con gran sorpresa, y desazón, justo mientras uno se arregla los calcetines y da un último bruñido a las armas, observa que ya no está ahí. Se ha retirado en su ferrocarril estratégico, llevándose a sus tropas consigo.
Puesto que tenía a mi alcance la escalera que me esperaba apoyada en el alféizar, yo me hallaba en una situación igualmente desahogada. Los pasillos nada significaban para mí. No necesitaba salir a pasillo alguno. Lo único que tenía que hacer era deslizarme por la ventana, colocar un pie en el peldaño superior y descender con el corazón ligero hasta tierra firme.
Pero hay una circunstancia que puede arruinar al mayor de los generales, por ejemplo, cuando se dirige despreocupadamente hacia la estación para sacar su billete, descubre que el ferrocarril estratégico ha sido volado desde la última vez que lo vio. Es en una ocasión tal cuando lo verán rascarse la cabeza y morderse el labio inferior. Y fue un desastre de esta naturaleza el que a mí me sobrevino. Al acercarme a la ventana y asomarme al exterior, descubrí que la escalera ya no estaba allí. En algún momento en el transcurso de nuestras recientes conversaciones, se había desvanecido sin dejar rastro.
Qué se había hecho de ella constituía un misterio que me encontré incapaz de resolver, pero esto era algo que podía analizarse más tarde. Por el momento, era evidente que la mejor parte del cerebro Wooster debía consagrarse a una cuestión más urgente, a saber, la cuestión de cómo iba a salir de la habitación sin tener que cruzar la puerta y encontrarme a solas con Stilton en un espacio limitado, pues, en su actual estado de ánimo, era la última persona con la que un hombre de complexión ligera desearía hallarse a solas en un espacio limitado. Confié mis reflexiones a Florence, y ésta admitió, como Sherlock Holmes, que el problema indudablemente presentaba ciertos puntos de interés.
—No puedes quedarte aquí toda la noche —agregó.
Reconocí la justicia de su observación, pero añadí que, de momento, no veía qué diantre podía hacer.
—¿No querrías anudar tus sábanas y descolgarme hasta el suelo con ellas?
—No, eso no. ¿Por qué no saltas?
—¿Y hacerme picadillo?
—Puede que no.
—Pero, por otra parte, puede que sí.
Bien, no se puede hacer una tortilla sin romper los huevos.
Me quedé mirándola. Aquello me pareció la mayor tontería que jamás había oído decir a una muchacha, y en mis tiempos he oído decir algunas tonterías muy considerables a más de una muchacha. Estaba a punto de replicar «¡Tú y tus estúpidas tortillas!», cuando algo pareció saltar con un estampido en mi cerebro y fue como si hubiese ingerido una dosis rebosante de algún tónico vigorizante, uno de esos reconstituyentes que hacen que el inválido confinado en el lecho se levante de golpe y baile la carioca. Bertram volvía a ser él de nuevo. Con mano firme, abrí la puerta. Y cuando Stilton avanzó hacia mí como un asesino de masas dispuesto a ejecutar su especialidad, lo sojuzgué con el poder del ojo humano.
—Un momento, Stilton —comencé en tono suave—. Antes de que des rienda suelta, si es ésta la expresión que quiero decir, a tus coléricas pasiones, no olvides que has sacado mi nombre en las apuestas del campeonato de dardos del Club Los Zánganos.
Fue suficiente. Se detuvo bruscamente, como si hubiera chocado con una farola, y permaneció contemplándome con los ojos muy abiertos como el gato de un adagio. Los gatos de los adagios, según me ha informado Jeeves, dejan que el «no me atrevo» complemente al «me gustaría», y a simple vista advertí que eso era lo que Stilton estaba haciendo.
Sacudiéndome una mota de polvo de la manga y sonriendo con una sonrisa modesta, procedí a remachar la cuestión.
—¿Te das cuenta de cuál es la situación? —pregunté—. Al sacar mi nombre, te has colocado al margen de los hombres corrientes. Para expresarlo de un modo comprensible hasta para la inteligencia más obtusa, y me refiero a la tuya, querido Cheesewright, en cuanto un hombre corriente, al verme pasear por Piccadilly, se limita a decir «Ah, por allí va Bertie Wooster», tú, al haberte correspondido mi nombre, puedes decir «Ahí van mis cincuenta y seis libras con diez chelines», y lo más probable es que corras en pos de mí para advertirme que vaya con cuidado al cruzar la calle porque hoy en día el tráfico es muy peligroso.
Alzó la mano y se acarició el mentón. Comprendí que mis palabras no habían caído en saco roto. Tras comprobar el estado de mis uñas, proseguí.
—¿Crees que me hallaría en condiciones de ganar el torneo de dardos y meter casi sesenta libras en tu bolsillo si aplicaras las medidas violentas en que estás pensando? Fúmate eso en tu pipa, mi querido Cheesewright.
Fue una lucha muy tensa, desde luego, pero no duró mucho. La razón prevaleció. Con un gruñido ronco que hablaba elocuentemente de su alma torturada, dio un paso atrás, y con un jovial: «Bien, buenas noches, viejo» y un benévolo saludo con la mano, lo dejé en el pasillo y regresé a mi habitación.
Cuando entré, tía Dahlia, enfundada en una bata marrón, se levantó del asiento que ocupaba y me dirigió una mirada incendiaria, esforzándose por encontrar el habla.
—¡Bien! —exclamó, atragantándose con la palabra del mismo modo que un pequinés con un trozo de chuleta demasiado grande para sus endebles fuerzas. Tras lo cual, y en vista de que el don del lenguaje la había abandonado, se limitó a seguir de pie y hacer gargarismos.
Debo observar que esto se me antojó un poco injusto. Quiero decir que, si alguien estaba en el derecho de lanzar miradas incendiarias y de tener problemas con las cuerdas vocales, ése, bajo mi punto de vista, era yo. Quiero decir que los hechos estaban claros. Debido al grandioso error de esta mujer a la hora de emitir las órdenes regimentales, me veía en el trance de tener que avanzar por el pasillo de la iglesia del brazo de Florence Craye y había debido sufrir una prueba que bien habría podido causar un daño irreparable en mis delicados centros nerviosos. Según mi resuelta opinión, lejos de ser blanco de miradas incendiarias y gargarismos, tenía derecho a exigir una explicación categórica y a ocuparme de que me fuese proporcionada.
Mientras me aclaraba la garganta para expresarle todo esto, mi tía dominó sus emociones en la medida necesaria para hablar.
—¡Bien! —repitió, con todo el aspecto de una profetisa menor a punto de maldecir los pecados del pueblo—. ¿Puedo robarte unos instantes de tu valioso tiempo para preguntarte, en nombre de todas las cosas sangrientas, a qué demontre crees estar jugando, joven Bertie cara de torta? Ya es la una y veinte de la madrugada y aún no he visto ni un ápice de acción por tu parte. ¿Acaso pretendes que me pase la noche en vela esperando a que te dignes realizar una tarea fácil y sencilla que un chiquillo inválido de cinco o seis años hubiera podido realizar y dejar lista en menos de un cuarto de hora? Supongo que para vosotros, londinenses disipados, la noche todavía es joven, pero a nosotros, los rústicos, nos gusta acostarnos temprano. ¿A qué estás jugando? ¿A qué se debe esta tardanza? ¿Qué has estado haciendo durante todo este tiempo, repugnante pedazo de queso?
Proferí una risa hueca y desprovista de alegría. Habiéndola juzgado desde un ángulo completamente equivocado, ella me rogó que dejara mis imitaciones de animales para un momento más adecuado. Me dije que debía conservar la calma… conservar la calma.
—Antes de responder a sus preguntas, anciana parienta —comencé, haciendo un poderoso esfuerzo para contenerme—, deje que le formule yo una. ¿Le molestaría explicarme en pocas palabras por qué me ha dicho que su ventana era la última de la izquierda?
—Es la última de la izquierda.
—Perdóneme.
—Mirando desde la casa.
—¿Mirando desde la casa? —Una gran luz amaneció en mí—. Supuse que quería decir mirando hacia la casa.
—Mirando hacia la casa, naturalmente, sería… —Se interrumpió y lanzó un aullido de sorpresa, contemplándome con una pronunciada expresión de conjetura—. No me dirás que te has metido en una habitación equivocada.
—No creo que hubiera podido ser más equivocada.
—¿De quién era?
—La de Florence Craye.
Silbó. Era evidente que los aspectos dramáticos de la situación no se le escapaban.
—¿Estaba acostada?
—Con un gorro de dormir rosa.
—¿Y se despertó y te encontró allí?
—Casi inmediatamente. Derribé una mesita o algo. Volvió a silbar.
—Tendrás que casarte con ella.
—Cierto.
—Aunque dudo de que te acepte.
—Tengo informes fidedignos de la propia fuente en el contrario.
—¿Ya lo has arreglado?
—Lo ha arreglado ella. Estamos prometidos.
—¿A pesar de ese bigote?
—A ella le gusta.
—¿De veras? Qué morbosa. Pero ¿y Cheesewright? Tenía entendido que estaban prometidos, como tú dices.
—Ya no. Lo han cancelado.
—¿Han roto?
—Por completo.
—¿Y ahora la ha emprendido contigo?
—Eso es.
Una expresión preocupada cruzó por su rostro. Pese a la rudeza ocasional de sus modales y a los jugosos nombres con que considera oportuno dirigirse a mí de vez en cuando, me ama tiernamente y mi bienestar ocupa un lugar importante en su corazón.
—Es demasiado intelectual para ti, ¿no crees? Si en algo la conozco, te obligará a leer a W. H. Auden antes de que tengas tiempo de decir «Caramba».
—Ya ha insinuado algo semejante, aunque, si no recuerdo mal, el nombre que mencionó fue el de T. S. Eliot.
—¿Se propone moldearte?
—Eso me ha parecido entender.
—No te gustará.
—No.
Asintió comprensivamente.
—A los hombres no suele gustarles. Yo atribuyo la felicidad de mi matrimonio al hecho de que nunca he puesto siquiera un dedo encima del viejo Tom. Agatha está decidida a moldear a Worplesdon, y creo que el hombre sufre unas agonías espantosas. El otro día le hizo dejar de fumar, y el pobre parecía un oso canelo con un pie en una trampa. ¿Te ha pedido Florence que dejes de fumar?
—Todavía no.
—Ya lo hará. Y luego serán las bebidas. —Me contempló con una buena dosis de como se llame. Se notaba que era presa del remordimiento—. Me temo que te he metido en un buen lío, hijo.
—No piense más en ello, vieja parienta carnal —contesté—. Son cosas que pasan. Es su aprieto, no el mío, el que me tiene preocupado. Debemos salvarle de su piélago de calamidades, como lo llama Jeeves. Todo lo demás carece relativamente de importancia. Mis pensamientos sobre mí están meramente en la misma proporción que el vermut y la ginebra en un dry martini más bien cargado.
Esto la conmovió visiblemente. O mucho me equivoco, o sus ojos se humedecieron con lágrimas no derramadas.
—Eso es muy altruista por tu parte, Bertie querido.
—En absoluto, en absoluto.
—Aunque nadie lo diría al verte, tienes un alma noble.
—¿Quién no lo diría al verme?
—Y si es así como piensas, sólo puedo añadir qué eso dice mucho de ti y pongamos manos a la obra. Será mejor que vayas a colocar ésa en la ventana correcta[10].
—Querrá decir en la ventana izquierda.
—Bien, digamos que en la ventana adecuada.
Hice acopio de fuerzas para revelarle la mala noticia.
—Ah —comencé—, pero lo que no tiene en cuenta, posiblemente he olvidado decírselo, es que ha surgido un obstáculo que amenaza con perjudicar seriamente nuestros propósitos y objetivos. La escalera ya no está ahí.
—¿Dónde?
—Bajo la ventana derecha o tal vez debería decir la ventana equivocada. Cuando me asomé a mirar, había desaparecido.
—Absurdo. Las escaleras no se desvanecen en el aire.
—Le aseguro que sí lo hacen, al menos en Brinkley Court, Brinkley-cum-Snodsfield-in-the-Marsh. Ignoro qué condiciones imperan en otros lugares, pero en Brinkley Court las escaleras se desvanecen en cuanto uno les quita la vista de encima siquiera por un instante.
—¿Quieres decir que la escalera ha desaparecido?
—Éste es precisamente el asunto que intentaba dejar sentado. Ha plegado sus tiendas, como los árabes, y ha partido sigilosamente.
Su cara tomó un color malva subido, y creo que estaba a punto de proferir algo semejante a una imprecación del Quorn and Pytchley, porque tía Dahlia es una mujer que rara vez se muerde la lengua cuando algo la irrita, pero en aquel preciso instante se abrió la puerta y entró tío Tom. Yo me hallaba demasiado aturdido para poder discernir si venía o no con ánimo de charla, pero me bastó un vistazo para constatar que se hallaba decididamente agitado.
—¡Dahlia! —exclamó—. Me ha parecido oír tu voz. ¿Qué estás haciendo, levantada a estas horas?
—Bertie tenía dolor de cabeza —replicó la vieja parienta, rápida de reflejos—. Le he dado una aspirina. ¿Va mejor esa cabeza, Bertie?
—Se advierte una leve mejoría —le aseguré, porque yo también soy rápido de reflejos—. ¿No es un poco tarde para que ande dando vueltas por ahí, tío Tom?
—Sí —añadió tía Dahlia—. ¿Qué haces tú levantado a estas horas, mi viejo «para bien o para mal»? Hace siglos que deberías estar durmiendo.
Tío Tom meneó la cabeza. Su apariencia era grave.
—¿Durmiendo, vieja chiquilla? Esta noche no podré pegar ojo. Demasiado preocupado. La casa está infestada de rateros.
—¿Rateros? ¿Dé dónde has sacado esta idea? Yo no he visto a ningún ratero. ¿Y tú, Bertie?
—Ni uno. Recuerdo que me ha parecido extraño.
—Seguramente habrás visto un búho o algo así, Tom.
—He visto una escalera. Cuando daba un paseo por el jardín antes de acostarme. Apoyada contra una de las ventanas. He podido retirarla justo a tiempo. Un minuto más, y habría miles de rateros haciendo cola para subir.
Tía Dahlia y yo cruzamos una mirada. Creo que ambos nos sentíamos más tranquilos, entonces que el misterio de la escalera desaparecida había quedado resuelto. Es curioso, pero por muy aficionado[11] que uno sea a los misterios en forma de libro, cuando se presentan en la vida real pocas veces dejan de inquietarnos.
Tía Dahlia intentó apaciguar su agitación.
—Probablemente la estaría utilizando alguno de los jardineros y se olvidó de devolverla a su lugar. Aunque, claro —prosiguió reflexivamente, sin duda considerando que una pequeña preparación del terreno no haría el menor mal—, supongo que siempre cabe la posibilidad de que algún ladrón intente llevarse mi valioso collar de perlas. No había pensado en eso.
—Yo sí —dijo tío Tom—. Fue lo primero que pensé. Subí directamente a tu habitación en busca del collar y lo guardé en la caja fuerte del salón. Tendrá que ser un ratero muy hábil el que lo saque de ahí —añadió con modesto orgullo, y se retiró, dejando tras de sí lo que a veces he oído llamar un silencio significativo.
La tía miró al sobrino, el sobrino miró a la tía.
—Por las patillas del diablo —exclamó la primera, reanudando la conversación—. ¿Y ahora qué hacemos?
Admití que la situación era peliaguda. De hecho, así a primera vista resultaba difícil imaginar cómo habría podido ser más glutinosa.
—¿Qué posibilidades hay de dar con la combinación?
—Ni la más remota.
—No sé si Jeeves podría forzar la caja. Su rostro se iluminó.
—Seguro que él. No hay nada que Jeeves no pueda hacer. Ve a buscarlo.
Sacudí la caben en un gesto de impaciencia.
—¿Cómo diantres quiere que vaya a buscarlo? No sé cuál es su habitación. ¿Lo sabe usted?
—No.
—Bien, no puedo ir de puerta en puerta despertando a todo el servicio doméstico. ¿Quién se ha creído que soy? ¿Paul Revere?
Hice una pausa en espera de su respuesta, y en esta coyuntura, ¿quién entró por la puerta, si no Jeeves en persona? Aunque la hora era tardía, llegaba justo a tiempo.
—Discúlpeme señor —comenzó—. Me alegra ver que no he interrumpido su reposo. Me he atrevido a venir para indagar si el asunto satisfactoriamente. ¿Ha tenido usted éxito en su empresa, señor?
Meneé el coco.
—No, Jeeves. Me he movido por caminos misteriosos para mis maravillas realizar, pero me he visto obstaculizado por un sinnúmero de incidentes imprevisibles —respondí, y con unas pocas palabras bien elegidas le puse al corriente de los hechos—. Así que ahora el collar está en la caja fuerte —concluí—, y el problema, tal como yo lo veo, y como lo ve tía Dahlia, es el de cómo diantres sacarlo de allí. ¿Se hace cargo de la situación?
—Sí, señor. Es molesta.
Tía Dahlia lanzó un grito apasionado.
—¡No vuelva a decirlo! —rugió con extraordinaria vehemencia—. Si le oigo otra vez la palabra «molesta»… ¿Puede abrir una caja fuerte, Jeeves?
—No, señora.
—¡No diga «no, señora» en ese tono despreocupado! ¿Cómo sabe que no puede?
—Para ello hace falta una educación especializada, señora.
—Entonces, estoy lista —dijo tía Dahlia, dirigiéndose hacia la puerta. Su expresión era sombría pero resuelta. Parecía una marquesa a punto de subir a la carreta en la época en que se produjeron aquellas circunstancias tan desagradables en Francia—. No estaba usted en San Francisco cuando el terremoto, ¿verdad, Jeeves?
—No, señora. Nunca he visitado las ciudades de la Costa Oeste de Estados Unidos.
—Lo decía solamente porque, si hubiera estado allí, lo que va a pasar mañana cuando llegue este lord Sidcup y revele a Tom la horrible verdad le habría recordado los viejos tiempos. Bien, buenas noches a todos. Me voy a mi habitación a tomar un sueño reparador.
Salió del cuarto, la viva imagen de la gallardía. El Quorn entrena bien a sus hijas. En la zarpa cruel de las circunstancia, como recuerdo que Jeeves lo expresó en cierta ocasión, no se arredran ni se entregan al llanto. Se lo mencioné a Jeeves cuando se cerró la puerta, y él se manifestó sustancialmente de acuerdo.
—Bajo los tararí tararí de lo que fuera… ¿Cómo sigue, Jeeves?
—Bajo los golpes del azar, sus cabezas están… discúlpeme… ensangrentadas pero no humilladas, señor.
—Exactamente. ¿Es suyo?
—No, señor. Del difunto William Ernest Henley, 1849-1903.
—Ah.
—El poema se titula «Invictus». Pero ¿no he oído decir a la señora Travers que esperaba la llegada de lord Sidcup, señor?
—Llegará mañana.
—¿Se trata acaso del caballero de quien hablaban antes, el que debe examinar el collar de la señora Travers?
—Éste es el hombre.
—Entonces, me figuro que no habrá problema, señor.
Di un respingo. Me pareció que debía haber entendido mal. O eso, o Jeeves comenzaba a desvariar.
—¿Ha dicho que no habrá problema, Jeeves?
—Sí, señor. ¿Desconoce usted quién es lord Sidcup, señor?
—En mi vida he oído hablar de él.
—Probablemente lo recordará usted, señor, bajo el nombre de Roderick Spode.
Lo miré fijamente. En aquel momento, habrían podido derribarme con un mondadientes.
—¿Roderick Spode?
—Sí, señor.
—¿Se refiere usted al Roderick Spode de Totleigh Towers?
—Precisamente, señor. Accedió al título en fecha reciente, tras el fallecimiento del anterior lord Sidcup, su tío.
—¡Válgame Dios, Jeeves!
—Sí, señor. Creo que coincidirá usted conmigo, señor, en que, bajo tales circunstancias, el problema que preocupa a la señora Travers es susceptible de una pronta solución. Unas palabras con su señoría para recordarle el hecho de que vende ropa interior femenina bajo el nombre comercial de Eulalie Soeurs deberían ejercer considerable influencia en el sentido de inducirle a mantener un discreto silencio respecto de la naturaleza espuria del collar. Sin duda recordará usted, señor, que en la ocasión de nuestra visita a Totleigh Towers, el señor Spode, como entonces se llamaba, demostró una inconfundible reluctancia a permitir que este asunto pasara a ser de conocimiento público.
—¡Pardiez, Jeeves!
—Sí, señor. Me pareció conveniente mencionarlo, señor. Buenas noches, señor.
Y se retiró dignamente.