XIII

No sé si les resultará familiar un poema titulado «La carga de la Brigada Ligera», de aquel pájaro Tennyson a quien Jeeves se refirió cuando hablaba del individuo cuya fuerza era como la fuerza de diez. Según tengo entendido, se trata de una composición bastante conocida, y yo solía recitarla a menudo a la edad de siete años o así, cuando era convocado al salón para dar a las visitas un vislumbre del joven Wooster. «Bertie recita maravillosamente», decía mi madre —sin consideración alguna por los hechos, debo añadir, pues prácticamente siempre me olvidaba versos—, y tras intentar escabullirme a un lugar seguro y ser arrastrado por la fuerza, acababa por recitarla. Y bien desagradable que resultaba el asunto, según me ha dicho más de uno.

Bien, lo que iba a decir cuando he comenzado a divagar un poco acerca de los viejos tiempos es que, aunque en el transcurso de los años la mayor parte del poema a que me refiero se me ha borrado de la memoria, todavía recuerdo el verso decisivo. La cosa empezaba, como seguramente ya saben,

Tum tiddle umpty-pum

Tum tiddle umpty-pum

Tum tiddle umpty-pum

y esto conducía a la conclusión o moraleja, que era:

Alguien había cometido un gran error.

Siempre recuerdo este fragmento, y la razón de que lo saque a relucir ahora es que, mientras parpadeaba ante aquella joven con gorro de dormir rosa, me sentía exactamente como debieron de sentirse los muchachos de la Brigada Ligera. Evidentemente, alguien había cometido un gran error, y ese alguien era tía Dahlia. Por qué me había dicho que su ventana era la última de la izquierda, cuando la última de la izquierda era lo que era y en modo alguno la suya, escapaba por completo a mis entendederas. Uno buscaba en vano lo que Stilton Cheesewright habría denominado el motivo oculto.

No obstante, es inútil tratar de sondear los procesos mentales de las tías, y, en todo caso, no era aquél momento para especulaciones ociosas. Lo primero que debe hacer un hombre de sensibilidad cuando cae como un saco de carbón en el dormitorio de una chica a altas horas de la noche es entablar conversación, y a este fin apliqué mi ingenio. En estas ocasiones no hay cosa peor que la pausa violenta y el silencio embarazoso.

—Ah, hola —comencé, tan jovial y animosamente como me fue posible—. Lamento muchísimo presentarme de manera tan inopinada en un momento en que sin duda estabas tejiendo la deshilachada manga de las preocupaciones, pero he salido a dar una vuelta por el jardín y, al regresar, he descubierto que habían cerrado la puerta, conque he pensado que lo mejor que podía hacer era no despertar la casa y colarme por la primera ventana abierta. Ya sabes lo que pasa cuando despiertas las casas. No les gusta.

Habría seguido hablando y desarrollando el tema, pues me pareció que iba bien encaminado —muchísimo mejor, por ejemplo, que fingirme sonámbulo. Me refiero a eso de «¿Cómo he llegado hasta aquí?» y todo el resto. Demasiado ridículo—, pero de repente ella emitió una de sus risas cantarinas.

—¡Oh, Bertie! —exclamó, y no, fíjense bien, con esa especie de cansancio hastiado con que las chicas suelen decirme «Oh, Bertie»—. ¡Qué romántico eres!

—¿Eh?

Otra risa cantarina. Era un alivio, por supuesto, comprobar que no se proponía chillar pidiendo socorro ni algo por el estilo, pero debo decir que este regocijo me resultó un poco difícil de encajar. Probablemente ustedes habrán vivido alguna vez la misma experiencia: oír que demás se carcajean como hienas y no tener la menor idea de cuál el chiste. Le hace sentir a uno en desventaja.

Florence me contemplaba de una manera extraña, como a un chiquillo por quien, aun concediendo que tiene agua en el cerebro, se experimenta cierto afecto.

—¡Es una ocurrencia tan propia de ti! —prosiguió—. Te dije que ya no estaba comprometida con D’Arcy Cheesewright y tuviste que volar a mi encuentro. No podías esperar hasta la mañana, ¿verdad? Supongo que te habrías hecho la idea de besarme dulcemente mientras dormía, ¿no es eso?

Salté cosa de unos quince centímetros hacia el techo. Me sentía abrumado, y creo que no me faltaba motivo para ello. Quiero decir, maldita sea, que a un tipo que siempre se ha enorgullecido de la escrupulosa delicadeza de sus relaciones con el sexo opuesto no le gusta que supongan de él que es capaz de encaramarse deliberadamente por una escala a la una de la madrugada para besar a las chicas mientras duermen.

—¡Santo cielo, no! —protesté, levantando la silla que había derribado en mi agitación—. Nada más lejos de mis intenciones. Supongo que has dejado de atender por unos instantes mientras te exponía la realidad de los hechos, hace un momento. Lo que te decía, sólo que tú no escuchabas, es que he salido a dar un paseo por el jardín y he descubierto que habían cerrado la puerta…

Una nueva risa cantarina. Aquella expresión suya de «contemplar cariñosamente a un niño idiota» se hizo más intensa.

—No creerás que estoy enfadada, ¿verdad? Claro que no. Estoy conmovida. Bésame, Bertie.

Bien, uno debe ser cortés. Hice lo que me indicaba, pero con la incómoda sensación de que aquello era un poco excesivo. El curso general de los acontecimientos no me convencía en absoluto, y todo el asunto empezaba a resultar demasiado de tornillo para mi gusto. Cuando rompí el cuerpo a cuerpo, descubrí que la expresión de su rostro había cambiado. En ese momento me contemplaba de una manera más especulativa, si saben lo que quiero decir, casi como una gobernanta sopesando las posibilidades del nuevo pupilo.

—Mamá está en un error —sentenció.

—¿Mamá?

—Tu tía Agatha.

Esto me sorprendió.

—¿La llamas mamá? Oh, bien, de acuerdo, si te place. Es cosa tuya, por supuesto. ¿Y cuál es su error?

—Tú. Siempre insiste en decir que eres un papanatas insulso e irreflexivo al que hubieran debido ingresar hace años en una buena institución mental.

Me erguí altivamente, herido en lo más vivo. ¡Conque eso decía de mí a mis espaldas, la deslenguada! Bonita situación. La misma mujer, ténganlo en cuenta, cuyo repulsivo hijo Thos se había criado prácticamente en mi seno durante años y años. Es decir, cada vez que pasaba por Londres de regreso a la escuela, lo acogía en mi residencia y no solo lo alimentaba suntuosamente, sino que, sin consideración alguna hacia mis inclinaciones, lo llevaba al Old Vic y al museo de Madame Tussaud. ¿Acaso no existía gratitud en el mundo?

—Conque eso dice, ¿eh?

—Dice cosas muy divertidas de ti.

—Divertidas, ¿eh?

—Fue ella quien dijo que tenías el cerebro de un pavo real.

Aquí, por supuesto, se me presentaba una ocasión inmejorable para profundizar en la cuestión de los pavos reales, si lo hubiera deseado, y averiguar cuál era exactamente su lugar en la nómina de nuestros amigos emplumados con respecto a su coeficiente de inteligencia, pero la dejé pasar.

Florence se arregló la gorra de dormir, que nuestro reciente abrazo había dejado un poco ladeada hacia un costado. Seguía mirándome con aire especulativo.

—Dice que eres un sinsorgo.

—¿Un qué?

—Un sinsorgo.

—No te entiendo.

—Es una de esas expresiones anticuadas. Creo que la utiliza para dar a entender que te considera un gusano y un inútil total. Pero yo le dije que estaba muy equivocada y que vales mucho más de lo que la gente sospecha. Lo comprendí aquel día que te sorprendí en una librería comprando La hoja espinosa. ¿Recuerdas?

No había olvidado el incidente. En realidad, se trataba de uno de esos lamentables malentendidos. Yo había prometido a Jeeves que le compraría las obras de un elemento llamado Spinoza —una especie de filósofo o algo así, según deduje—, y el empleado de la librería, tras expresar la opinión de que no existía el tal Spinoza, me entregó un ejemplar de La hoja espinosa juzgando más probable que fuera éste el libro que buscaba, y apenas lo había tomado entre mis manos cuando entró Florence en el establecimiento. Suponer que acababa de comprar su obra y dedicármela en tinta verde con su estilográfica fue para ella cuestión de un instante.

—En aquel momento comprendí que andabas buscando la luz a tientas y que intentabas educarte leyendo buena literatura, que había algo muy oculto en tu interior que sólo necesitaba ser sacado a la superficie. Sería una labor fascinante, me dije, cultivar las posibilidades latentes de tu mente en germen. Como cuidar una florecilla tímida y atrasada.

Me atiesé muy considerablemente. Una florecilla tímida y atrasada, ¡porras! Estaba a punto de replicar algo mordaz, como «¿Ah, sí?», cuando prosiguió:

—Sé que puedo moldearte, Bertie. Quieres mejorar, y eso ya es media batalla ganada. ¿Qué has estado leyendo últimamente?

—Bien, entre una cosa y otra, en estos últimos días apenas he tenido ocasión de leer, pero estoy enfrascado en una cosa que se titula El misterio del cangrejo de río rosado.

Su esbelta figura se hallaba más o menos cubierta por la ropa de cama, pero tuve la impresión de que la recorría un estremecimiento.

—¡Oh, Bertie! —dijo, esta vez de manera más parecida a la entonación normal.

—Pues es condenadamente buena —insistí sin amilanarme—. El baronet, que se llama sir Eustace Willoughby, aparece en la biblioteca con la cabeza machacada…

Una expresión de dolor cruzó por su rostro.

—¡Por favor! —suspiró—. ¡Ay, Dios! —añadió—. Me temo que cultivar las posibilidades latentes de tu mente en germen va a ser una labor ardua.

—Yo en tu lugar no lo intentaría. Si quieres mi consejo, déjalo estar.

—Pero no soporto la idea de abandonarte en la oscuridad, sin hacer otra cosa que fumar y beber en el Club Los Zánganos.

Me apresuré a corregirla. Su información era errónea.

—También juego a los dardos.

—¡A los dardos!

—De hecho, muy pronto seré el campeón del club de este año. La competición es pan comido para mí. Pregúntaselo a cualquiera.

—¿Cómo puedes desperdiciar así el tiempo, cuando podrías estar leyendo a T. S. Eliot? Me gustaría verte…

Cómo le habría gustado verme es cosa que no llegó a quedar clara, aunque di por sentado que se trataría de algo inmundo y educativo, pues en esta coyuntura alguien llamó a la puerta.

Florence, no dejé de advertirlo, también pareció experimentar un ligero sobresalto. Cabía imaginar que, al partir rumbo a Brinkley Court, no sospechaba que su dormitorio iba a convertirse en tal centro social. Hay una canción que en cierto tiempo yo solía cantar a menudo y cuyo o bordón comenzaba con las palabras «Vamos todos a ver a Maud». Un sentimiento muy semejante parecía animar a los huéspedes que se alojaban bajo el techo de tía Dahlia, y eso, naturalmente, perturbaba a la pobre chica. A la una de la madrugada, las jóvenes desean un poco de intimidad, y Florence no habría tenido mucha menos intimidad si hubiera estado atendiendo una cafetería en una pista de carreras.

—¿Quién es? —gritó.

—Yo —respondió una voz profunda y resonante, y Florence se llevó una mano a la garganta, cosa que yo no sabía que alguien hiciera fuera de la escena.

Porque la voz profunda y resonante era de la G. D’Arcy Cheesewright. Resumiendo una larga historia, el hombre volvía a la carga.

Fue con mano visiblemente febril que Florence cogió su bata, y en su actitud cuando saltó de entre las sábanas advertí una marcada sugerencia de un guisante sobre una pala caliente. Florence es una de esas chicas modernas llenas de aplomo, calma y serenidad, de las que, por norma general, rara vez se puede obtener algo más que una ceja enarcada, pero pude ver que aquello de recibir a Stilton como amable visitante en un momento en que se habitación estaba repleta de Wooster la había consternado más que ligeramente.

—¿Qué quieres?

—He traído tus cartas.

—Déjalas sobre el felpudo.

—No pienso dejarlas sobre el felpudo. Quiero verte cara a cara.

—¡A estas horas de la noche! ¡No entrarás!

—Ahí es donde te equivocas de medio a medio —dijo Stilton tajantemente—. Voy a entrar.

Recuerdo haber oído a Jeeves en cierta ocasión algo sobre el ojo del poeta que, sumido en excelso frenesí, se agita y vaga del cielo a la tierra, de la tierra al cielo. En aquellos momentos, los ojos de Florence agitaban y vagaban de modo muy semejante. Y, por supuesto, yo comprendía perfectamente qué la inquietaba. Era el viejo problema que siempre inquieta a la gente en las novelas policíacas, a saber, cómo deshacerse del cuerpo, en este caso el cuerpo de Bertram. Si Stilton se proponía entrar, era esencial que Bertram fuese dejado provisionalmente en consigna, pero la cuestión que se planteaba era la de en qué lugar.

Había un armario al otro lado de la habitación, y Florence se lanzó él y abrió la puerta de golpe.

—¡Rápido! —siseó, y todo lo que se diga acerca de que es imposible sisear una palabra sin ninguna «s» es pura fantasía. Ella lo hizo como si tal cosa.

—¡Adentro!

La sugerencia se me antojó acertada. Me introduje en el armario y ella cerró la puerta.

Bien, en realidad no llegó a cerrarla, sino que la dejó entornada. En consecuencia, quedé en condiciones de escuchar la subsiguiente conversación tan claramente como si estuvieran transmitiéndola por la radio.

La inició Stilton.

—Aquí tienes tus cartas —dijo él fríamente.

—Gracias —dijo ella fríamente.

—No hay de qué —dijo él fríamente.

—Déjalas encima del tocador —dijo ella fríamente.

—Muy bien —dijo él fríamente.

No creo haber conocido una noche mejor para conversadores fríos.

Tras un breve intervalo, durante el cual supuse estaría depositando la correspondencia en el lugar señalado, Stilton prosiguió:

—¿Recibiste mi telegrama?

—Claro que recibí tu telegrama.

—¿Te das cuenta de que me he afeitado el bigote?

—Sí.

—Fue mi primera medida tras enterarme de tus artimañas furtivas.

—¿A qué llamas tú mis artimañas furtivas?

—Si para ti no son artimañas furtivas eso de escabullirte a los clubes nocturnos con el piojo de Wooster, me resultaría sumamente interesante ser informado de cómo lo llamarías.

—Sabes perfectamente bien que quería documentarme para mi libro.

—¡Ja!

—Y no digas «¡Ja!»

—Diré «¡Ja!» cuanto me plazca —replicó Stilton con energía—. Tu libro, ¡y un pimiento! No creo que estés escribiendo ningún libro. No creo que hayas escrito jamás un libro.

—¿Ah, no? ¿Y qué me dices de La hoja espinosa, actualmente en su quinta edición y a punto de ser traducido al escandinavo?

—Probablemente es obra de ese piojo de Gorringe.

Imagino que, ante este grosero insulto, los ojos de Florence arrojaron fuego. La voz con que habló, al menos, así lo sugería.

—¡Señor Cheesewright, ha tomado usted una copa de más!

—Ni por asomo.

—Entonces es que se ha vuelto loco, y le ruego que tenga la cortesía de sacar su cabeza de calabaza fuera de esta habitación.

Tengo toda la impresión, aunque no puedo estar seguro, de que estas palabras Stilton hizo rechinar los dientes. Lo cierto es que sonó un ruido peculiar, como si hubieran puesto en marcha un molinillo de café. La voz que se filtró hasta mi confortable retiro era ronca y estremecida.

—¡Mi cabeza no es como una calabaza!

—Sí que lo es, exactamente como una calabaza.

—No es como una calabaza en absoluto. Y me baso en la autoridad de Bertie Wooster, quien dice que más bien se parece a la cúpula de San Pablo. —Se interrumpió bruscamente y sonó algo como un chasquido. En apariencia, se había dado una palmada en la frente—. ¡Wooster! —gritó, emitiendo un rugido animal—. No he venido aquí pare hablar de mi cabeza. He venido para hablar de Wooster, esa serpiente escurridiza que vierte su veneno a espaldas de la gente y les roba las novias. ¡Wooster, el destrozador de hogares! ¡Wooster, la serpiente entre la hierba de la cual ninguna mujer está a salvo! ¡Wooster, el moderno Don cómo se llame! Has llevado una intriga clandestina con él durante todo el tiempo. Creías que no me daba cuenta, ¿verdad? Creías que me engañabas con tus miserables… tus miserables… ¡Maldita sea! ¿Cuál es la palabra? Tus miserables… No, no caigo.

—Me gustaría que siguiera su excelente ejemplo.

—¡Subterfugios! ¡Sabía que la recordaría! ¿Creías que me engañabas con tus miserables subterfugios? Toda esa pantomima de hacerme dejar el bigote. ¿Crees que no me he dado cuenta de que toda esa secuencia del bigote no era más que una añagaza para justificar la ruptura de nuestro compromiso y quedar en libertad de correr hacia serpiente de Wooster? «¿Cómo podría librarme de este Cheesewright?», te dijiste. «¡Ah, ya lo tengo!», te dijiste. «Le diré que tiene que dejarse bigote. Y me dirá que ni loco se deja un bigote ridículo, y entonces yo le diré, ¡Ja! Conque no, ¿eh? Muy bien, en tal caso, todo ha terminado entre nosotros. Asunto resuelto». Debió de ser una desagradable sorpresa para ti ver que accedía a tu petición. Trastornaría un poco tus planes, ¿verdad? No habías contado con eso, ¿eh?

Florence habló en un tono que habría congelado a un esquimal.

—La puerta está a sus espaldas, señor Cheesewright. Se abre haciendo girar el pomo.

Él prosiguió sin inmutarse.

—Olvídate de la puerta. Estoy hablando de ti y del leproso de Wooster. Supongo que ahora te pegarás a él, o a lo que quede de él cuando haya terminado de patearle la cara. ¿Estoy en lo cierto?

—Lo estás.

—¿Tienes la intención de casarte con ese flemón humano?

—La tengo.

—¡Ja!

Bien, no sé cómo habrían reaccionado ustedes en mi lugar al oír estas palabras y cobrar conciencia por primera vez de hasta qué punto se había extendido el mal. Probablemente habrían dado un violento respingo, como hice yo. Sin duda hubiera debido prever la catástrofe inminente, pero por el motivo que fuese, probablemente porque estaba dedicando toda mi atención a Stilton, no la preví. El brusco anuncio de mi compromiso con una muchacha sobre quien tenía las más graves reservas me afectó hasta las raíces, con la consecuencia, como digo, de que di un violento respingo.

Y, naturalmente, uno de los lugares donde es más imprudente dar un violento respingo, si se desea pasar desapercibido e inobservado, es un armario en la habitación de una mujer. No sabría decir qué fue exactamente lo que llovió sobre mí, desalojado por mi repentino movimiento, pero me parece que eran sombrereras. Fuera lo que fuese, resonó en la noche apacible como una descarga de carbón arrojado al sótano desde la calle, y oí una viva exclamación. Al instante siguiente, una mano abrió la puerta del armario y un rostro congestionado me contempló mientras yo me quitaba las sombrereras, si sombrereras eran, de la cabeza.

—¡Ja! —gritó Stilton, hablando con dificultad, como un gato con una espina de pescado en la garganta—. ¡Sal de ahí, serpiente! —añadió, aferrando mi oreja izquierda y tirando vigorosamente de ella.

Salí como sale el corcho de una botella.