XII

Intenté tranquilizarla con una afectuosa palmadita en el moño. Jeeves estará aquí dentro de un momento —dije—, y sin duda lo arreglará todo con un pase de su varita mágica. Dígame, mi trémulo álamo temblón, ¿cuál parece ser el problema?

Tragó saliva como un cachorro asustado. Rara vez había visto una tía más afligida.

—¡Es Tom!

—¿El tío que lleva ese nombre?

—¿Cuántos Tom crees que hay en esta casa, por el amor de Dios? —replicó, recobrando su energía acostumbrada—. Sí, Thomas Portarlington Travers, mi marido.

—¿Portarlington? —repetí, algo sorprendido.

—Acaba de venir a mi cuarto con ánimo de charla.

Asentí con expresión de inteligencia. Recordaba que el propio tío me lo había dicho poco antes. Había sido en esa ocasión, como recordarán, cuando observó que ella se llevaba la mano a la frente.

—Ya veo. Sí, hasta aquí la sigo. Escena, su habitación. Usted está sentada. Entra tío Tom, con ánimo de charla. ¿Y luego qué?

Permaneció algún tiempo en silencio y, a continuación, habló en lo que para ella era una voz queda. Es decir, aunque hacía vibrar los jarrones de la repisa de la chimenea, no hacía que cayeran pedazos de yeso del cielorraso.

—Será mejor que te lo cuente todo.

—Hágalo, vieja antepasada. Nada como quitárselo del pecho, sea lo que fuere.

Tragó saliva como otro cachorro asustado.

—No es una historia muy larga.

—Bien —aprobé, pues la hora era tardía y me esperaba una jornada ajetreada.

—Recordarás que esta tarde, a tú llegada, estuvimos hablando… Bertie, bicho repugnante —exclamó, abandonando momentáneamente el hilo principal de la conversación—, este bigote tuyo es la cosa más horripilante que jamás he visto fuera de una pesadilla. Parece arrastrar a uno directamente hacia un mundo extraño y pavoroso. ¿Qué te impulsó a cometer un acto tan irreflexivo?

La interrumpí con cierta severidad.

—Deje en paz mi bigote, vieja sangre de mi sangre. Si no se mete con él, él tampoco se meterá con usted. Decía que esta tarde, cuando hablamos…

Aceptó mi reprensión con una malhumorada inclinación de cabeza.

—Sí, tienes razón, no debo desviarme. Debo ceñirme a la cuestión.

—Tan estrechamente como pueda.

—Cuando hablamos esta tarde, dijiste que no comprendías cómo había logrado persuadir a Tom para que aflojara el precio del serial de Daphne Dolores Morehead. ¿Recuerdas?

—Sí. Y todavía no lo comprendo.

—La respuesta es muy sencilla. No lo logré.

—¿Eh?

—Tom no ha puesto ni un penique.

—Entonces, ¿cómo…?

—Te diré cómo. Empeñé mi collar de perlas.

Me quedé mirándola… bueno, supongo que la palabra justa sería «atónito». Mis relaciones con esta mujer, que se remontaban a los días en que yo no era más que un bebé qué gimoteaba y vomitaba en brazos de mi aya, si me disculpan la expresión, me habían dejado la sensación de que su lema en la vida era «Todo vale», pero ésta era una jugada bastante extrema, incluso para alguien cuyo límite siempre había sido el cielo.

—¿Lo ha empeñado?

—Lo he empeñado.

—¿Quiere decir que lo ha pignorado? ¿Que se ha desprendido de él bajo mano? ¿Que se lo ha pulido?

—Exactamente. Era lo único que podía hacer. Necesitaba el serial para salar la mina, y Tom se negó en redondo a darme ni un billete de cinco libras con el que saciar la sed de oro de esa Morehead chupasangres. «Es absurdo, es absurdo», repetía. «Absolutamente improcedente, absolutamente improcedente». Así que me escapé a Londres, llevé el collar a Aspinall’s, les encargué que hicieran una copia y luego fui a la casa de empeños. Bueno, la expresión casa de empeños es una figura retórica. Mi establecimiento era de una clase muy superior. Supongo que tú lo llamarías un prestamista.

Silbé uno o dos compases.

—Entonces, el objeto que he recogido para usted esta mañana… ¿Es falso?

—Perlas cultivadas.

—¡Santo cielo! —exclamé—. ¡Cómo son las tías! —Vacilé. Aborrecía la idea de magullar aquel espíritu gentil, especialmente en un momento en que estaba preocupada por algo, pero me pareció que era mi deber de sobrino señalar la pega del asunto—. Y cuando… Me que esto va a estropearle el día, pero ¿qué pasará cuando tío Tom se entere?

—Éste es exactamente el problema.

—Ya me figuraba que podía serlo.

Tragó saliva como un tercer cachorro asustado.

—Sí no hubiera sido por un cochino golpe de mala suerte, no se habría enterado en un millón de años. No creo que Tom, bendito sea, sepa distinguir el Koh-i-Noor de algo comprado en Woolworth’s.

Comprendí su razonamiento. Tío Tom, como ya lo he indicado, es un ferviente coleccionista de plata antigua y nada se le puede enseñar sobre candelabros, relieves, volutas o cenefas, pero la joyería era para él, como para la mayor parte del sexo masculino, un libro cerrado.

—Pero mañana por la noche se enterará, y voy a decirte por qué —prosiguió—. Ya te he explicado que hace un rato ha venido a mi habitación con ánimo de charla. Bueno, llevábamos unos instantes hablando de diversos temas, todo muy amistoso y campechano, cuando de pronto… ¡Oh, Dios mío!

Le administré otra palmadita afectuosa en la calabaza.

—Tenga coraje, vieja pariente. ¿Qué hizo tío Tom de pronto?

—De pronto me dijo que ese lord Sidcup que vendrá a cenar mañana no solo es un fanático de la plata antigua, sino también un experto en joyas, y que pensaba pedirle, puesto que estaba aquí, que echara un vistazo a mi collar.

—¡Dios!

—Dijo que siempre había sospechado que los bandidos que se lo vendieron se habían aprovechado de su inocencia para cobrarle un precio exagerado, y que Sidcup lo sacaría de dudas.

—¡Santo cielo!

—«¡Por Dios!» resulta apropiado, y «¡Santo cielo!» también.

—Entonces, ¿por eso se llevó usted la mano a la frente y se tambaleó?

—Por eso. ¿Cuánto crees que tardará ese diablo en forma humana en reconocer las perlas falsas y echarlo todo a rodar? Diez segundos, quizá menos. ¿Y entonces qué? ¿Puedes reprocharme que me tambalee?

Ciertamente, no podía. Yo en su lugar también me hubiera tambaleado, y con un tambaleo como no se ha visto igual. Un hombre mucho más lerdo que Bertram Wooster no habría dejado de apreciar que esta tía que se hallaba sentada ante mí, tironeando febrilmente de su permanente, era una tía que estaba en un aprieto. Se había precipitado una crisis en sus asuntos que, si sus amigos y partidarios no efectuaban a tiempo alguna maniobra hábil y precisa, amenazaba ponerla en un serio brete.

He realizado un estudio bastante detenido sobre el estado matrimonial y sé bien lo que ocurre cuando una tórtola pilla a la otra tórtola en un renuncio. Bingo Little me ha contado a menudo que si la señora Little hubiera llegado a saber de él algunas de las cosas que parecía probable iba a saber, la luna se hubiera convertido en sangre y los cimientos de la civilización habrían temblado. He oído decir lo mismo, en esencia, a otros maridos de mi conocimiento, y, por supuesto, cuando es la mujercita la sorprendida en falta, también se producen trastornos semejantes.

Hasta el momento, tía Dahlia había sido siempre el jefe de Brinkley Court, donde mantenía un fuerte gobierno centralizado, pero si tío Tom descubría que había empeñado el collar de perlas a fin de comprar un folletín para lo que por algún motivo él denominaba siempre el Camisón de Madame, un periódico que desde el primer momento le había disgustado, mi tía se vería en una situación muy parecida a la de uno de esos monarcas o dictadores que despiertan una mañana para descubrir que el pueblo se ha alzado contra ellos y se lo está diciendo con bombas. Tío Tom es un veterano afable, pero incluso los veteranos afables pueden ponerse condenadamente desagradables cuando se dan las condiciones adecuadas.

—¡Pardiez! —exclamé, acariciándome la barbilla—. Esto no es bueno.

—Es el fin de todas las cosas.

—¿Y dice que este pájaro Sidcup estará aquí mañana? Eso no le deja mucho tiempo para poner sus asuntos en orden. No me extraña decidido lanzar un SOS a Jeeves.

—Sólo él puede salvarme de un destino peor que la muerte.

—Pero, incluso Jeeves, ¿será capaz de arreglar la situación?

—En él confío. Después de todo, es un magnífico arreglador.

—Cierto.

—En sus tiempos, te sacó de más de un hoyo bastante profundo.

—En efecto. Con frecuencia digo que no hay nadie como él, nadie. Debería regresar de un momento a otro. Ha salido a buscar una jarra del antiguo reconstituyente familiar.

Sus ojos destellaron con una extraña luz.

—¡Pido el primer sorbo!

Le di unas palmaditas en la mano.

—Naturalmente —respondí—, naturalmente. Puede darlo por hecho. No se dirá de Bertram Wooster que acapara las reservas de bebida cuando tiene a su lado una tía doliente con la lengua colgando. Su necesidad es mayor que la mía, como quienquiera que fuese le dijo al que yacía en la camilla. ¡Ah!

Jeeves había hecho su entrada portando el elixir, ni una fracción de segundo antes de que estuviéramos dispuestos a consumirlo. Tomé el recipiente de sus manos y se lo ofrecí a mi anciana parienta con un ademán cortés. Tras un breve «A tu salud», bebió copiosamente. Acto seguido, terminé lo que quedaba de un solo trago.

—Oh, Jeeves —comencé.

—¿Señor?

—Présteme oídos.

—Muy bien, señor.

Me bastó una mirada fugaz a la hermana de mi difunto padre para comprender que si había que presentar una exposición lúcida de la res, tendría que ser yo quien se ocupara del asunto. Tras humedecerse el gaznate, tía Dahlia había recaído en una especie de coma paralizado, con la vista perdida en el vacío y cierta tendencia a jadear como un ciervo en el calor de la caza. Aunque la cosa no era de extrañar. Pocas mujeres se hallarían de un humor jovial si el destino hubiera hecho detonar bajo ellas semejante carga de trinitrotolueno. Imagino que sus emociones, una vez tío Tom hubo dicho lo que tenía que decir, debieron de ser de naturaleza comparable a las que sin duda había experimentado a menudo en sus días de caza, cuando su montura la derribaba de la silla y a continuación pasaba sobre ella. Y si bien la confortante Hipocrene de la que acababa de beber su parte era robusta y plena de significado interior, saltaba a la vista que sólo había arañado la superficie.

—Se ha presentado de sopetón una circunstancia bastante peliaguda, Jeeves, y nos agradaría contar con su orientación y su consejo. He aquí la situación: Tía Dahlia tiene un collar de perlas, regalo navideño de tío Tom, cuyo segundo nombre, apuesto a que lo ignoraba, es Portarlington. El collar que ha recogido esta mañana en Aspinall’s. ¿Me sigue?

—Sí, señor.

—Bien, aquí es donde la trama se complica. No se trata de un collar de perlas, si me explico correctamente. Por razones en las que no necesitamos detenernos, tía Dahlia decidió empeñar su regalo de Navidad. Lo que actualmente se halla en su poder es una simple imitación de nulo o desdeñable valor intrínseco.

—Sí, señor.

—No parece que le sorprenda.

—No, señor. Cobré conciencia de ello en cuanto vi el collar esta mañana. Me percaté de inmediato que se trataba de una reproducción hecha con perlas cultivadas.

—¡Dios mío! ¿Tan fácilmente se distinguen?

—Oh, no, señor. No me cabe la menor duda de que podría engañar a un ojo no educado. Pero en cierta ocasión dediqué varios meses a estudiar joyería bajo los auspicios de uno de mis primos, que está en el negocio. La perla auténtica carece de núcleo.

—¿Carece de qué?

—De núcleo, señor. En su interior. La perla cultivada lo tiene. Una perla cultivada se distingue de una real por este detalle, que es el resultado de introducir en la ostra un cuerpo extraño destinado a irritarla e inducirla a recubrir dicho cuerpo con incontables capas de nácar. El irritante que desempeña este papel en la naturaleza es invariablemente tan pequeño que resulta invisible, pero el núcleo de la perla cultivada es fácilmente discernible, y por lo general basta sostener la imitación ante una luz intensa para detectarlo. Esto es lo que hice en el caso del collar de la señora Travers. No tuve necesidad de recurrir al endoscopio.

—¿Al qué?

—Al endoscopio, señor. Un instrumento que permite observar el interior de la perla cultivada y discernir el núcleo.

Fui consciente de un dolor pasajero por el mundo de las ostras, juzgando —y creo que correctamente— que, para estos desdichados bivalvos la vida debía de ser una sucesión de malos tragos, pero mi principal emoción fue de asombro.

—¡Válgame Dios, Jeeves! ¿Es que lo sabe usted todo?

—Oh, no, señor. Sucede solamente que siento cierta afición por la joyería. Si se hubiera tratado de diamantes, por supuesto, la prueba sido distinta. Para comprobar la autenticidad de un diamante, sería necesario utilizar una aguja de gramófono con punta de zafiro que, como sin duda usted ya sabe, es corindón y tiene una dureza de 9 puntos) y arañar ligeramente la parte inferior de la piedra bajo sospecha. El diamante auténtico, creo que no necesito recordárselo, es la única sustancia con una dureza de 10 puntos en la escala de Mohs. La mayoría de los objetos duros que vemos a nuestro alrededor tiene una dureza aproximada de 7 puntos. Pero ¿decía usted, señor?

Aún seguía parpadeando un poco. Cuando Jeeves se lanza de esta manera, suele ejercer ese efecto sobre mí. Mediante un poderoso esfuerzo, logré ordenar de nuevo mis pensamientos y pude continuar.

—Bien, éste es el meollo de la historia —dije—. El collar de tía Dahlia, el que se halla ahora en su posesión, sólo es, como sus entrenados sentidos ya le dijeron, una masa bullente de núcleos que no vale ni el papel en que está escrita. Exactamente. Bien, ésta es la cuestión. Si no se hubieran introducido complicaciones en el guión, todo estaría bien, porque tío Tom no sería capaz de advertir la diferencia entre un collar auténtico y uno falso aunque lo intentara durante varios meses. Pero se ha introducido una complicación descomunal. Un camarada suyo vendrá mañana a examinar el collar, y este camarada, lo mismo que usted, es un experto en joyas. Ya comprende qué sucederá en el instante en que pose sus ojos sobre esta imitación sin valor. Revelación, ruina, desolación y desespero. Tío Tom, enterado de la verdad, montará en cólera, y el prestigio de tía Dahlia descenderá al nivel los vinos y licores. ¿Lo entiende, Jeeves?

—Si, señor.

—Pues háganos saber su opinión.

—Es molesto, señor.

Yo hubiera creído que nada podría arrancar de su trance a aquella tía abatida, pero esto lo consiguió. Saltó disparada del asiento en que la hundido, como faisán que emprende el vuelo.

¡Molesto! ¡Vaya palabra ha ido a elegir!

—Aún comprendiendo su disgusto, alcé una mano para contenerla.

—¡Por favor, vieja parienta! Sí, Jeeves, la cosa es, como dice, un poco molesta, pero uno tiene la sensación de que probablemente tendrá usted algo constructivo que presentar ante el consejo. Nos complacerá escuchar su solución.

Jeeves permitió que un músculo en la comisura de los labios se contrajera pesarosamente.

—Ante un problema de esta magnitud, señor, temo no ser capaz de proporcionar una solución de buenas a primeras, si me permite la expresión. Necesitaría reflexionar sobre el asunto. ¿Tal vez si me permitiera pasear por el corredor durante algún tiempo?

—Ciertamente, Jeeves. Pasee por el corredor cuanto le plazca.

—Gracias, señor. Espero hallarme en breve plazo en condiciones de regresar con alguna sugerencia que les parezca satisfactoria. Cerré la puerta a sus espaldas y me volví hacia la anciana parienta, que, con el rostro congestionado, aún seguía mascullando «Molesto».

—Ya sé cómo se siente, vieja sangre de mi sangre —la consolé—. Habría debido advertirle de que Jeeves nunca opta por pegar saltos y poner los ojos en blanco cuando se le hace una revelación sensacional, sino que prefiere mantener la calma imperturbable de una rana disecada.

—¡«Molesto»!

—Yo he llegado a acostumbrarme a este rasgo de su personalidad, aunque ocasionalmente, como iba a hacer está noche, le administro una reprensión más bien severa, pues la experiencia me ha enseñado que…

—¡«Molesto»! ¡Por el amor de Dios! ¡«Molesto»!

—Ya sé, ya sé. Esta actitud suya perturba los nervios centrales en considerable medida, ¿verdad? Pero, como iba diciendo, la experiencia me ha enseñado que siempre viene seguida de una atinada solución. Como dijo alguien, si vemos ranas disecadas, ¿pueden estar muy lejos las atinadas soluciones?

Se irguió en el asiento. Vi que en su mirada amanecía la luz de la esperanza.

—¿De veras crees que encontrará una salida?

—Estoy convencido de ello. Siempre encuentra una salida. Ojalá tuviera una libra por cada salida que ha encontrado desde que comenzó a servir bajo la bandera de los Wooster. ¿Recuerda cómo me permitió imponerme a Roderick Spode en Totleigh Towers?

—Sí que lo hizo, ¿verdad?

—Desde luego que lo hizo. En un instante, Spode era una amenaza, y al siguiente una mera masa de gelatina con todos los colmillos arrancados, arrastrándose a mis pies. Puede confiar implícitamente en Jeeves. Ah —exclamé, viendo que se abría la puerta—. Ahí viene, la cabeza bien erguida y los ojos resplandecientes de inteligencia y qué sé yo. ¿Se le ha ocurrido algo, Jeeves?

—Sí, señor.

—Lo sabía. Ahora mismo estaba diciendo que usted siempre encuentra una salida. Bien, oigámosla.

—Existe un medio por el cual la señora Travers puede verse libera de su piélago de calamidades. Shakespeare.

No comprendí por qué me llamaba Shakespeare, pero le animé con un gesto a que siguiera.

—Adelante, Jeeves.

Obedeció, volviéndose hacia tía Dahlia, que lo contemplaba como un oso a punto de recibir un pastelillo.

—Si, como el señor Wooster me ha indicado, señora, la llegada de este experto en joyería es inminente, parecería que el mejor plan es que procure usted la desaparición del collar antes de que se halle entre nosotros. Si me permite explicarme con mayor claridad, señora —prosiguió, en respuesta a una pregunta de la irritada mujer en el sentido de si la suponía capaz de obrar artes de magia—, lo que yo había pensado era algo semejante a un robo con escalo, a consecuencia del cual la joya en cuestión sería sustraída. Podrá usted comprender, señora, que si el caballero que viene a examinar el collar descubre que no hay collar para examinar…

—¡No podrá examinarlo!

—Precisamente, señora. Rem acu tetigisti.

Sacudí la cabeza. Yo esperaba algo mejor. Me pareció que aquel cerebro se había reblandecido por fin, y la idea me entristeció.

—Pero, Jeeves —objeté afectuosamente—, ¿de dónde va a sacar un ratero? ¿De los almacenes del Ejército y la Marina?

—Había pensado que quizás usted consentiría en desempeñar papel, señor.

—¿Yo?

—¡Dios mío, sí! —saltó tía Dahlia, y la esfera se le iluminó como una luna de teatro—. ¡Cuánta razón tiene, Jeeves! No te importaría hacer una cosa así por mí, ¿verdad que no, Bertie? Claro que no. ¿Entiendes la idea? Coges una escalera, la apoyas en mi ventana, te cuelas dentro, te apoderas del collar y huyes con él. Y mañana me dirijo a deshecha en llanto, y le digo, «¡Tom! ¡Mis perlas! ¡Han desaparecido! ¡Un vil ratero se metió anoche en mi cuarto y las robó mientras yo dormía!». Ésta es la idea, ¿verdad, Jeeves?

—Precisamente, señora. Para el señor Wooster, sería una tarea sencilla. He observado que desde mi última visita a Brinkley Court han suprimido los barrotes que protegían las ventanas.

—Sí, los mandé quitar a raíz de aquella ocasión en que nos quedamos todos encerrados fuera. ¿Lo recuerda?

—Muy vívidamente, señora.

—Así pues, no hay nada que te detenga, Bertie.

—Nada excepto…

Hice una pausa. Había estado a punto de decir: «Nada excepto mi total y absoluta negativa a aceptar esta misión bajo cualquier forma que adopte», pero retuve mis palabras antes de que pudieran cruzar los labios. Vi que estaba exagerando los supuestos peligros y dificultades de la empresa.

A fin de cuentas, me dije, tampoco había tanto riesgo. Para alguien con mi agilidad y ligereza, se trataba de una hazaña ridículamente sencilla. Sería una molestia, desde luego, tener que salir a aquellas horas de la noche, pero estaba perfectamente dispuesto a hacerlo si con ello conseguía devolver las rosas a las mejillas de una mujer que en mis días de cuna y biberón me había mecido con frecuencia sobre sus rodillas, por no hablar de aquella ocasión en que me salvó la vida cuando medio me tragué un chupete de goma.

—Nada en absoluto —respondí cordialmente—. Nada de nada. Usted proporcione el collar y yo me ocuparé de lo demás. ¿Cuál es su habitación?

—La última de la izquierda.

—Bien.

—De la izquierda[9], bobo. Ahora mismo me voy hacia allí, para estar preparada. Dios mío, Jeeves, me ha quitado un peso de encima. Me siento como una mujer nueva. ¿No le importará oírme cantar por la casa?

—De ninguna manera, señora.

—Seguramente empezaré mañana por la mañana, a primera hora.

—Cuando a usted le convenga, señora.

Cerró la puerta tras ella con una sonrisa tolerante, o algo tan parecido a una sonrisa como Jeeves permite jamás que aparezca en su mapa.

—Es grato ver a la señora Travers tan feliz, señor.

—Si, no cabe duda de que la ha animado usted como un buen tónico. Supongo que no habrá dificultad en encontrar una escalera, ¿verdad?

—Oh, no, señor. Casualmente he observado una ante el cobertizo de las herramientas, junto al huerto.

—Yo también la he visto, ahora que lo menciona. Seguramente debe seguir allí, así que vamos por ella. Si con hacerlo quedara hecho. ¿Cómo es esa expresión suya?

—Si con hacerlo quedara hecho, entonces lo mejor sería hacerlo sin demora, señor.

—Eso es. No tiene sentido que nos quedemos aquí tarareando y carraspeando.

—No, señor. Existe una marea en los asuntos de los hombres que, cuando se toma en la crecida, conduce a la fortuna.

—Exactamente.

Yo mismo no habría podido expresarlo mejor.

La aventura se desarrolló con satisfactoria suavidad. Encontré la escalera junto al cobertizo de las herramientas, como estaba previsto, y la cargué campo a través hasta el lugar deseado. La apoyé en el muro. Trepé. En menos tiempo del que se necesita para contarlo, me había colado por la ventana y cruzaba sigilosamente la habitación.

Bueno, no tan sigilosamente, a decir verdad, porque tropecé con mesita condenadamente situada en mitad del canal y la volqué con un buen estrépito.

—¿Quién anda ahí? —preguntó una voz desde la oscuridad, en un tono como de sobresalto.

Esto me pareció gracioso. «Ah —me dije, divertido—, tía Dahlia se ha metido en su papel y está dándole a la cosa el toque justo que le hace falta para convertirse en un éxito de taquilla. Toda una artista».

—¿Quién anda ahí? —repitió entonces la voz, y fue como si una helada me estrujara el corazón.

Porque aquella voz no era la voz de una tía rubicunda, sino la voz de Florence Craye. Al instante siguiente, la luz inundó el cuarto y allí ella, sentada en la cama con un gorro de dormir rosa.