Medio dentro y medio fuera de la camisa, me quedé paralizado como uno de esos tipos de los antiguos cuentos de hadas que solían hablar a los magos en un momento inoportuno y eran hechizados. Mis orejas se pusieron enhiestas como las de un terrier de pelo duro, y a duras penas pude creer que hubiera oído bien.
—¿El señor Chuch? —inquirí con voz temblorosa—. ¿Qué es eso, Jeeves?
—¿Señor?
—No le comprendo. ¿Está usted diciendo… ha dicho que… afirma categóricamente que Stilton Cheesewright se halla presente en el lugar?
—Sí, señor. Llegó en su automóvil no hace mucho. Lo encontré esperando aquí. Expresó el deseo de ver al señor y su prolongada ausencia pareció disgustarle. Finalmente, en vista de la inminencia de la hora de la cena, decidió retirarse. A juzgar por sus observaciones, deduzco que alberga la esperanza de entrar en contacto con usted a la conclusión de la comida.
Me deslicé en la camisa, aturdido, y anudé la corbata. Estaba estremecido, en parte de aprensión, pero más aún por una justificable indignación. Si dijera que aquello me parecía un poco torpe no me desviaría indebidamente de los hechos. Quiero decir que ya sé que D’Arcy Cheesewright es de una fibra basta, el tipo de sujeto que, como Percy había dicho, podía contemplar una puesta de sol sin advertir en ella más que cierto parecido con una rodaja de rosbif poco hecho, pero sin duda uno tiene derecho a esperar que incluso los sujetos de fibra basta posean cierta medida de delicadeza, de sentido de la decencia y qué sé yo. Eso de que rompiera su compromiso con Florence con una mano y viniera a imponerle su compañía con la otra se me antojaba como se le hubiera antojado a cualquier hombre de sentimientos cabales, tan cercano al límite exterior como era posible llegar.
—¡Es monstruoso, Jeeves! —exclamé—. ¿Es que este patán con de calabaza no tiene sentido de la corrección? ¿Es que carece de tacto, de discreción? ¿Se da usted cuenta de que esta misma tarde, por medio de un telegrama del que tengo todas las razones para creer era una canallada, ha cortado sus relaciones con lady Florence?
—No, señor, no había sido informado. El señor Cheesewright no me ha hecho partícipe de su confianza.
—Debe de haberse detenido en route para componer el mensaje, puesto que no ha llegado mucho antes que él. Es curioso que haya hecho la cosa por telegrama, dando así materia a algún funcionario de la oficina de correos para reírse un buen rato. ¡Y que luego tenga la frescura de irrumpir aquí por las buenas! Eso, Jeeves, es servirlo con salsa de crema. No quiero ser demasiado duro, pero a D’Arcy Cheesewright sólo se le puede aplicar una palabra: la palabra «grosero». ¿Se puede saber qué está mirando? —concluí, al darme cuenta de que tenía la vista fija en mí de un modo significativo.
—Habló con calmada severidad.
—Su corbata, señor. Me temo que no está en condiciones.
—¿Es éste el momento de hablar de corbatas?
—Sí, señor. El objetivo es lograr una forma de mariposa perfecta, y eso no lo ha conseguido. Con su permiso, voy a arreglársela.
Así lo hizo, y debo decir que con un gran acierto, pero yo seguí irritado.
—¿Se da cuenta, Jeeves, de que mi vida corre peligro?
—¿De veras, señor?
—Se lo aseguro. Ese pedazo de atún… me refiero a G. D’Arcy Cheesewright… ha declarado formalmente su intención de romperme en cinco sitios.
—¿De veras, señor? ¿Y cómo es eso?
Le puse al corriente de los hechos, y expresó la opinión de que era una situación molesta.
Le lancé una de mis miradas.
—¿Se atrevería a decir tanto, Jeeves?
—Sí, señor. Muy molesta.
—¡Ja! —exclamé, recurriendo al repertorio de Stilton, y estaba punto de decirle que, si no se le ocurría otra palabra mejor para describir lo que era probablemente el embrollo más atroz que jamás se hubiera conocido en la historia de la raza humana, me sería muy grato proporcionarle un ejemplar del Thesaurus de Roget[8] a mis expensas, cuando sonó el gong de la cena y tuve que salir corriendo hacia el comedero.
No recuerdo aquella primera cena en Brinkley Court entre las funciones más placenteras a que he asistido. Irónicamente, en vista de las circunstancias, Anatole, el mago de las cazuelas y las sartenes, realizó una de sus más supremos esfuerzos y ofreció a la compañía, si la memoria no me falla:
Le Caviar Frais
Le Consommé aux Pommes d’Amour
Les Sylphides á la créme d’Écrevisses
Les pescaditos fritos
Le pájaro de alguna clase con patatas fritas
Le helado
y, naturalmente, les frutas y le café, aunque, para el efecto que todo ello ejerció sobre el alma de Wooster, lo mismo hubiera podido servir un picadillo de carne en conserva. No voy a decir que rechazara la comida sin probarla, como solía hacer Percy con su ración diaria según la descripción de tía Dahlia, pero los platos sucesivos se convertían en cenizas en mi boca. La visión de Stilton al otro lado de la mesa inhibía el apetito.
Supongo que serían imaginaciones mías, pero me daba la impresión de haber crecido considerablemente a lo alto y a lo ancho desde la última vez que lo había visto, y la expresión de su rostro color salmón reflejaba con más claridad de la necesaria los pensamientos que ocupaban su mente, si se la puede llamar así. En el transcurso de la comida me dirigió entre ocho y diez malas miradas, pero a excepción de un comentario al principio, en el sentido de que esperaba tener un cambio de impresiones conmigo más tarde, no me dirigió la palabra.
Ni, para el caso, se la dirigió a alguno de los presentes. Su conducta fue en todo momento la de un homicida sordomudo. La fémina sentada a su derecha, se esforzó por distraerlo con una saga el dudoso comportamiento de la señora Alderman Blenkinsop reciente tómbola benéfica parroquial, pero él, por toda res, le contempló boquiabierto como un animal lento y estúpido, habría dicho Percy, y consumió en silencio los alimentos.
Sentado junto a Florence, que habló poco, limitándose a poner expresión fría y desdeñosa y a hacer bolitas con la miga del pan, espacio suficiente para reflexionar durante el banquete, y cuando fue servido el café ya había formado mis planes y perfeccionado estrategia. En cuanto tía Dahlia dio la señal para que el bello sexo despejara el campo y dejara a los hombres con el oporto, aproveché su partida para emprender una disimulada fuga por las puertaventanas hacia el jardín, de tal manera que me hallé al aire libre antes de le primera de la procesión hubiese cruzado el umbral. No puedo asegurar con certeza si esta astuta medida hizo brotar un grito ronco de los labios de Stilton, pero tuve la impresión de oír algo que sonaba como el aullido de un lobo gris que se ha golpeado una pata al pasar junto a una roca. Sin molestarme en regresar para preguntarle si había dicho algo, me interné en el vasto terreno.
De haber sido otras las circunstancias que concurrían en el caso —aunque, por supuesto, nunca lo son—, habría podido obtener no poca satisfacción de este paseo después de la cena, porque el aire rebosaba de fragancias murmurantes y una brava brisa cantaba como un clarín desde un firmamento generosamente cuajado de estrellas. Pero para disfrutar de un jardín iluminado por las estrellas uno debe estar un ánimo relativamente sereno, y el mío se hallaba tan lejos de estar sereno como había podido llegar.
«¿Qué hacer?», me preguntaba. Me pareció que el curso más prudente, si deseaba conservar intacta mi apreciada espalda, consistiría en meterme en mi biplaza a primera hora de la mañana y partir hacia los grandes espacios abiertos. Permanecer in statu quo conllevaría, estaba claro, un indeseable grado de actividad por mi parte, pues sólo mediante el más incesante movimiento podía tener la esperanza de esquivar a Stilton y frustrar sus siniestras intenciones. Estaría obligado, lo vi claramente, a dedicar una parte sustancial de mi tiempo a correr como un corzo o un venado jovencito por las colinas donde las especias crecen, recuerdo haberle oído a Jeeves en una ocasión, y a nosotros, los Wooster, nos fastidia tener que rebajarnos al nivel de corzos o venados, ya sean jovencitos o entrados en años. Tenemos nuestro orgullo.
Acababa de decidir que a la mañana siguiente me fundiría como la nieve sobre las cumbres de las montañas y me iría a Estados Unidos, a Australia, a las islas Fidji o a cualquier otro lugar durante algún tiempo, cuando las murmurantes fragancias del verano quedaron aumentadas por el aroma de un poderoso cigarro y vi que se acercaba una figura indistinta. Tras unos instantes de tensión, durante los cuales supuse que se trataba de Stilton y me preparé para practicar un poco el papel de corzo o venado jovencito, logré ponerle un nombre. Era sólo tío Tom, haciendo su ronda nocturna.
Tío Tom es un gran aficionado a rondar por el jardín. Hombre de cabellos grises y cara como una castaña —y no es que tenga que ver con el asunto, naturalmente, sólo lo menciono de pasada—, le gusta hallarse entre flores y arbustos de la mañana a la noche, sobre todo de noche, porque sufre un poco de insomnio y el brujo de la tribu le indicó que unas bocanadas de aire fresco antes de tumbarse en la paja le proporcionarían alivio.
Al verme, hizo una pausa para la identificación de la emisora.
—¿Eres tú, Bertie, muchacho?
Admití que lo era y avanzó jadeante a mi lado, echando bocanadas de humo.
—¿Por qué nos has dejado? —preguntó, refiriéndose a mi precipitada partida del comedor.
—Oh, he tenido ganas de salir.
—Bueno, no te has perdido gran cosa. ¡Vaya camarilla! Ese hombre, Trotter, me pone enfermo.
—¿Ah, sí?
—Su hijastro Percy me pone enfermo. —¿Ah, sí?
—Y ese joven Cheesewright me pone enfermo. Todos me ponen enfermo —concluyó tío Tom. No es uno de esos anfitriones estilo «posadero jovial con salida a escena en el primer acto». Contempla con mal disimulada aversión al noventa y cuatro por ciento, al menos, de los huéspedes que visitan su propiedad, y dedica la mayor parte de su tiempo a esquivarlos—. ¿Quién ha invitado a Cheesewright? Dahlia, supongo, aunque nunca sabré por qué. Un jovenzuelo deletéreo e insoportable si alguna vez he visto uno. Pero ella hace cosas así, incluso ha llegado a invitar a su hermana Agatha. Y hablando de Dahlia, Bertie, muchacho, estoy preocupado por ella.
—¿Preocupado?
—Sumamente preocupado. Creo que le pasa algo. Desde tu llegada aquí, ¿no has advertido algo raro en su actitud?
Reflexioné.
—No, creo que no —contesté—. Yo la he visto como de costumbre. ¿Raro en qué sentido?
Agitó en el aire un desasosegado cigarro. La vieja parienta y él forman una pareja unida y afectuosa.
—Ha sido ahora mismo, cuando me he acercado a su cuarto con ánimo de charla para preguntarle si le apetecía salir a dar un paseo. Me ha dicho que no, que creía que no, porque siempre que sale a pasear de noche se traga polillas y mosquitos y cosas, y le parece que eso no puede sentarle bien tras una cena abundante. Entonces empezamos a conversar tranquilamente de esto y de aquello, cuando de pronto le dio un desmayo.
—¿Quiere decir que se desvaneció?
—No, tanto como desvanecerse, no. Se mantuvo perpendicular. Pero se tambaleó y se llevó una mano a la frente. Estaba pálida como un espectro.
—Es extraño.
—Mucho. Me ha preocupado. No estoy tranquilo acerca de ella.
Medité durante unos instantes.
—¿No puede ser que haya dicho alguna cosa que la perturbara?
—Imposible. Estaba hablando de ese tal Sidcup que ha de venir mañana para ver mi colección de plata. No lo conoces, ¿verdad?
—No.
—Una especie de asno cabezota —declaró tío Tom, que tiende a considerar a casi todos los miembros de su círculo asnos cabezotas—, pero al parecer es un gran entendido en plata antigua y joyería y todas esas cosas, y en todo caso sólo vendrá a cenar, gracias a Dios —añadió, con su hospitalidad de costumbre—. Pero estaba hablando de tu tía. Como te decía, se tambaleó y se puso pálida como un espectro. La verdad del asunto es que se está excediendo. Esa revista suya, ese Camisón de Madame o como se llame, la está consumiendo. Es absurdo. ¿Qué necesidad tiene de un semanario? Me sentiré muy aliviado si consigue vender el condenado periódico a ese Trotter y se deshace de una vez de él, porque, además de consumirla, la cosa está costándome una fortuna. Dinero, dinero, dinero, es el cuento de nunca acabar.
A continuación se explayó con considerable vehemencia acerca de los impuestos sobre la renta y sobre la propiedad, y tras proponerme una cita provisional en la más absoluta miseria para una fecha no muy lejana, se apartó de mi lado y se perdió en la noche. Y yo, juzgando por lo avanzado de la hora que quizá fuera seguro retirarme a mi habitación, me encaminé hacia ella.
Mientras me enfundaba unas prendas más holgadas, seguí reflexionando sobre lo que me había dicho de tía Dahlia. Me sentía intrigado. Durante la cena, desde luego, había estado distraído y preocupado, pero aun así, me pareció que si ella hubiese dado alguna muestra de hallarse aquejada de gripe o una enfermedad debilitante o algo por el estilo, forzosamente lo habría advertido. Por lo que yo podía recordar, me había dado la impresión de que atacaba los diversos platos del menú con su decisión y brío de costumbre. No obstante, tío Tom la había descrito pálida como un espectro, cosa que, con una tez tan roja como la de ella, exigía bastante esfuerzo.
Extraño, por no decir misterioso.
Seguía cavilando sobre ello, preguntándome qué hubiera opinado Osborne Cross, el sabueso de El misterio del cangrejo de río rosado, cuando fui arrancado de mis reflexiones por el brusco girar del pomo de la puerta. Esto fue seguido por un violento golpe en la madera, que me hizo comprender cuán prudente había sido al encerrarme bajo llave antes de prepararme para la noche. Pues la voz que habló a continuación fue la de Stilton Cheesewright.
—¡Wooster!
Me levanté, abandonando mi Cangrejo de río, en el que estaba a punto de sumergirme, y apliqué los labios al ojo de la cerradura.
—¡Wooster!
—Aquí estoy, querido amigo —respondí fríamente—. Ya te he oído la primera vez. ¿Qué deseas?
—Quiero tener unas palabras contigo.
—Bien, pues te aseguro que no vas a tenerlas. Déjame, Cheesewright. Preferiría estar solo. Tengo un ligero dolor de cabeza.
—No será tan ligero, si puedo ponerte las manos encima.
—Ah, pero el caso es que no puedes —repliqué astutamente y, tras regresar a la butaca reanudé mis estudios literarios con el agradable convencimiento de haberlo vencido en el debate. Me dirigió unos cuantos apelativos despectivos a través de la puerta, la golpeó y aporreó un poco más y, finalmente, se retiró, sin duda mascullando horrísonas imprecaciones.
Habrían transcurrido unos cinco minutos cuando sonó otro golpe en la puerta, esta vez tan suave y discreto que no tuve dificultad en identificarlo.
—¿Es usted, Jeeves?
—Sí, señor.
—Un momento.
Al cruzar la habitación para franquearle el paso, me sorprendió comprobar que mis extremidades inferiores flaqueaban un poquito. Aquel duelo verbal con mi reciente huésped me había afectado más de lo que suponía.
—Acabo de recibir la visita de Stilton Cheesewright, Jeeves —le informé.
—¿De veras, señor? Confío en que el resultado haya sido satisfactorio.
—Sí, creo que he dejado su alma sencilla sumida en la confusión. Al parecer, había imaginado que podría penetrar en mi santuario sin ni traba ni oposición, y el hecho de encontrar la puerta cerrada con llave le ha desconcertado. Pero el episodio me ha dejado un poco debilitado, y me complacería que pudiera prepararme un whisky con soda.
—Ciertamente, señor.
—Tiene que ser preparado de la manera adecuada. ¿Quién era amigo suyo del que hablaba el otro día, cuya fuerza era como la fuerza de diez?
—Un caballero de nombre Galahad, señor. Pero yerra usted al suponerlo un amigo personal mío. Sirvió de tema para una composición poética del difunto lord Tennyson.
—Eso no viene a cuento, Jeeves. Solamente iba a decir que me gustaría que la fuerza de este whisky con soda fuese como la de diez. No se arredre al escanciar.
—Muy bien, señor.
Partió a cumplir su piadosa misión y yo me zambullí en el Cangrejo de río una vez más. Pero apenas había comenzado a reunir pistas e interrogar sospechosos cuando se produjo una nueva interrupción. Un puño apretado se abatió sobre la puerta con un inquietante sonido retumbante. Suponiendo que mi visitante era Stilton, iba a levantarme para increparle a través de la cerradura, como antes, cuando desde los espacios exteriores penetró una exclamación tan jugosa y plena de vigor que solamente podía proceder de los labios de alguien que hubiera hecho su aprendizaje entre los perros y los zorros.
—¿Tía Dahlia?
—¡Abre la puerta!
Así lo hice, y entró a paso de carga.
—¿Dónde está Jeeves? —inquirió, con tan evidente nerviosismo que la contemplé con considerable alarma. Después de lo que tío Tom me había dicho sobre sus tambaleos, aquella agitación febril no me gustó en absoluto.
—¿Ocurre algo? —pregunté.
—Puedes apostar lo que quieras a que ocurre algo —dijo la vieja parienta, desplomándose sobre la chaise longue con todo el aspecto de que en cualquier momento podía empezar a echar burbujas—. Bertie, estoy en un aprieto, y sólo Jeeves puede impedir que mi nombre se arrastre por el fango en esta casa. Llama al condenado y deja que ejercite ese cerebro suyo como nunca antes.