X

De no haber sido por las patillas, no creo que lo hubiera reconocido. Sólo hacía unos diez minutos que había asomado la cara por la puerta del cubil de tía Dahlia, pero en ese breve intervalo toda su apariencia se había modificado. Ya no era aquel pato alicaído bajo la tormenta del que acababa de separarme, sino un individuo jovial y efervescente. Su porte era gallardo, su sonrisa radiante, y su actitud sugería más que vagamente que en cualquier momento podía ponerse a bailar un zapateado. Era como si se hubiera pasado un tiempo considerable observando aquel truco de Freddie Widgeon con los dos tapones de corcho y el trozo de cordel.

—Hola, hola, Wooster —me saludó cordialmente, y cualquiera hubiese dicho que encontrar a Bertram en su camino le había salvado el día—. Dando un paseíto, ¿eh?

Respondí que sí, que estaba dando un paseíto, y su rostro se iluminó como si juzgara que no podía haber emprendido un curso de acción más prudente y admirable. «Un muchacho sensato, este Wooster —parecía decir—. Sale a dar paseítos».

Aquí se produjo una breve pausa, durante la cual me contempló afectuosamente y agitó un poquito los pies como quien ensaya unos pasos de baile. Luego comentó que hacía una tarde muy hermosa, y yo me mostré de acuerdo.

—El crepúsculo —dijo, señalándolo.

—Muy jugoso —admití, pues todo el horizonte estaba encendido en un glorioso technicolor.

—Al verlo —prosiguió—, recuerdo un poema que compuse el otro día para Parnaso. Una cosita sencilla que escribí a vuela pluma. Quizá le gustaría escucharlo.

—Oh, me encantaría.

—Se titula Caliban ante el crepúsculo.

—¿Qué ante el crepúsculo?

—Caliban.

Se aclaró la garganta y comenzó:

Estaba con un hombre contemplando la puesta de sol.

El aire rebosaba de murmurantes fragancias de verano

y una brisa brava cantaba como un clarín

desde un firmamento que humeaba por el oeste,

un firmamento de carmín, amatista y oro y sepia,

y de un azul tan azul como los ojos de Helena

cuando sentada

en un alto torreón de Troya

contemplaba las tiendas griegas que oscurecían abajo.

Y él,

este hombre que estaba a mi lado,

abrió la boca como un animal lento y estúpido

y dijo:

«Digo yo,

¿No le recuerda este crepúsculo

una rodaja

de rosbif poco hecho?».

Abrió los ojos, que había cerrado a fin de recitar su morceau con mayor eficacia.

—Amargo, desde luego.

—Oh, espantosamente amargo.

—Estaba amargado cuando lo escribí. Creo que conoce usted a un individuo llamado Cheesewright. Era en él en quien pensaba. En realidad, nunca hemos contemplado un crepúsculo juntos, pero tuve la sensación, ya me entiende, de que es el tipo de cosa que hubiera dicho si hubiésemos contemplado el crepúsculo juntos. ¿Me equivoco?

—En lo más mínimo.

—Un zoquete desalmado, ¿no cree?

—Desalmado hasta los huesos.

—¿Sin sentimientos elevados?

—Ni uno solo.

—¿Estaría en lo cierto si lo describiera como un patán con cabeza de calabaza?

—Completamente en lo cierto.

—Sí —concluyó—. Ha salido bien librada.

—¿Quién?

—Florence.

—Oh, ah. Bien librada, ¿de qué?

Me ojeó con aire reflexivo, palpitando suavemente como un cazo de gachas de avena a punto de alcanzar el apogeo de su fiebre. Soy un hombre capaz de observar y deducir, y se me hizo evidente, al verlo bullir, que en sus asuntos se había producido recientemente algún acontecimiento que le hacía burbujear como bicarbonato, no dejándole más que dos alternativas: a) estallar allí mismo, y b) volcar sus emociones contenidas sobre el primer ser humano con quien se cruzara. Sin duda habría preferido que este ser humano fuese de naturaleza no-Wooster, pero es concebible que se estuviera diciendo a sí mismo que uno no puede tenerlo todo y que no se hallaba en situación de elegir.

Se decidió por la Alternativa B.

—Wooster —comenzó, posando una mano en mi hombro—, ¿puedo hacerle una pregunta? ¿Le ha dicho su tía que estoy enamorado de Florence Craye?

—Lo ha mencionado, sí.

—Ya me parecía que podía haberlo hecho. No es lo que yo llamaría una mujer reticente, aunque, por supuesto, posee muchas cualidades excelentes. Me vi obligado a tomarla en mi confianza poco después de mi llegada aquí, porque me preguntó por qué diablos iba de un lado a otro con todo el aire de un bacalao muerto.

—¿O de Hamlet?

—Hamlet o un bacalao muerto, la cuestión no hace al caso. Le confesé que era porque amaba a Florence con una pasión devoradora y había descubierto que estaba prometida con el patán de Cheesewright. Había sido, le expliqué, como si me propinaran un golpe demoledor en la cabeza.

—Como sir Eustace Willoughby.

—¿Perdón?

—En El misterio del cangrejo de río rosado. Una noche, estando en la biblioteca, le pegaron en toda la calabaza. Y si quiere saber mi opinión, fue el mayordomo quien lo hizo. Pero le he interrumpido.

—En efecto.

—Disculpe. Decía usted que fue como si le hubieran propinado un golpe demoledor en la cabeza.

—Exactamente. La conmoción me dejó aturdido.

—Debió de ser un mal golpe.

—Lo fue. Quedé muy afectado. Pero ahora… ¿Recuerda que su tía me dio un telegrama para Florence?

—Ah, sí, el telegrama.

—Era de Cheesewright, que rompe el compromiso.

Yo, naturalmente, no tenía manera de saber cuál era su comportamiento cuando una conmoción lo aturdía, pero me pareció dudoso que pudiera ofrecer una representación que superara la mía al oír estas palabras. El crepúsculo osciló ante mis ojos como si bailara el shimmy, y un pájaro cercano que había salido a digerir la lombriz de la tarde me pareció por un instante como dos pájaros juntos, ambos aleteando.

—¡Qué! —barboté, tambaleándome sobre mi base.

—Sí.

—¿Ha roto el compromiso?

—Precisamente.

—¡Oh, Dios mío! ¿Por qué?

Meneó la cabeza.

—Ah, eso ya no sabría decírselo. Todo lo que sé es que encontré a Florence ante las cuadras, haciendo cosquillas a un gato detrás de la oreja, y me acerqué y le dije: «Hay un telegrama para usted», y ella dijo: «¿Ah, sí? Supongo que será de D’Arcy». Me estremecí al oír el nombre, y mientras yo me estremecía ella abrió el sobre. El telegrama era largo, pero apenas había leído las primeras palabras cuando profirió un grito agudo. «¿Malas noticias?», inquirí. Sus ojos relampaguearon, y una expresión fría y orgullosa tiñó sus facciones. «En absoluto», respondió. «Excelentes noticias. D’Arcy Cheesewright ha roto el compromiso».

—¡Cielos!

—Ya puede decirlo.

—¿Y no le contó más?

—No. Hizo un par de comentarios incisivos a propósito de Cheesewright, con los que estuve completamente de acuerdo, y salió en dirección al huerto. Y yo también me fui, andando, como bien puede imaginar, en el aire. Detesto la moderna tendencia a utilizar términos de jerga, pero no me avergüenza confesar que iba exclamando para mis adentros «¡Yuppi!» Discúlpeme, Wooster, pero ahora debo dejarlo. No puedo quedarme quieto.

Y con estas palabras salió dando cabriolas como un potrillo, dejándome que afrontara a solas la nueva situación.

La afronté con una meditabunda sensación de peligro. Y si ustedes se preguntan «Pero ¿por qué, Wooster? ¿Acaso la situación no es inofensiva? ¿Qué importa si el casamiento de Cheesewright y la chica ha sido cancelado, desde el momento en que tenemos aquí a Percy Gorringe, anhelante y preparado para asumir la carga del hombre blanco?», yo les contesto. «Ah, pero ustedes no han visto a Percy Gorringe». Quiero decir que no me imaginaba a Florence, por despechada que estuviera, aceptando las atenciones de un hombre que voluntariamente lucía patillas y escribía poemas acerca de crepúsculos. Me parecía mucho más probable que, viéndose nuevamente en libertad, se volviera una vez más hacia lo ya conocido y experimentado, a saber, el pobre Bertram. Era lo que había hecho antes, y estas cosas tienden a convertirse en hábito.

Por más que me esforzaba, no lograba imaginar qué podía haber causado esta repentina espantada por parte de Stilton. La cosa carecía de sentido. La última vez que lo vi, recordarán, mostraba todas las señales características de una persona para quien el amor ha tejido sus sedosos lazos. Todas y cada una de las palabras que había pronunciado en nuestra charla de despedida lo indicaban a las claras, más allá de cualquier duda o especulación. Después de todo, caramba, uno no va diciendo a las personas que les romperá la espalda en cuatro sitios si se les ocurre merodear en torno del objeto adorado a no ser que uno experimente algo más que un encaprichamiento pasajero por la muchacha en cuestión.

Pero entonces, ¿qué había ocurrido para que se oscureciera la lámpara del amor y todas esas cosas?

¿Podía ser, me pregunté, que el esfuerzo de dejarse crecer el bigote hubiese resultado excesivo para él? ¿Se había contemplado en el espejo hacia el tercer día —el tercer día es siempre el más crítico— y resuelto que ningún éxtasis matrimonial era compensación suficiente por aquella empresa? Llamado a elegir entre la mujer que amaba y un labio superior lampiño, ¿se había venido abajo, con el resultado de que el labio se había alzado con una victoria aplastante?

Decidido a averiguar todos los detalles del caso directamente de la fuente, me apresuré hacia el huerto, donde, si había que creer a Percy, debía encontrarse Florence, probablemente paseando de arriba abajo con la cabeza gacha.

Florence estaba allí con la cabeza gacha, pero no paseaba de arriba abajo. De hecho, estaba inclinada sobre un grosellero silvestre, comiendo grosellas de un modo bastante agitado. Al verme, se enderezó, y yo abordé la res sin preámbulo alguno.

—¿Qué es eso que me ha dicho Percy Gorringe?

Engulló una grosella con un movimiento apasionado que hablaba elocuentemente del desasosiego del alma, y advertí, como las palabras de Percy me habían conducido a suponer, que estaba enfurecida como un oso herido. Toda su apariencia era la de una muchacha que habría dado el presupuesto para vestidos de un año entero a cambio del privilegio de aporrear a G. D’Arcy Cheesewright en la cabeza con un parasol.

Proseguí.

—Asegura que se ha abierto una grieta en la argamasa.

—¿Cómo dices?

—Stilton y tú. Según Percy, vuestra unión ya no es la unión que era. Dice que Stilton ha roto el compromiso.

—Así es. Estoy encantada, por supuesto.

—¿Encantada? ¿Te complace la situación?

—Claro que sí. ¿Qué chica no estaría encantada al verse inesperadamente liberada de un hombre con la cara rosada y una cabeza que parece que la hubieran hinchado con una bomba de bicicleta?

Fruncí el entrecejo. Soy un individuo bastante astuto, y en seguida me di cuenta de que aquél no era el lenguaje del amor. Si hubieran oído ustedes a Julieta decir algo semejante a propósito de Romeo, también habrían enarcado las cejas en un gesto de preocupación, preguntándose si todo andaba bien entre la joven pareja.

—Pero si la última vez que lo vi todo parecía ir a pedir de boca. Hubiera podido jurar que, aunque de mala gana, se había hecho a la idea de dejarse bigote.

Florence se agachó y cogió otra grosella.

—Esto nada tiene que ver con los bigotes —declaró, reapareciendo en la superficie—. Todo el asunto se debe al hecho de que D’Arcy Cheesewright es un vil, mezquino, rastrero, tortuoso, furtivo, desconfiado y despreciable gusano —recitó, pronunciando las palabras entre sus mandíbulas apretadas—. ¿Sabes qué hizo?

—Ni la menor idea.

Repuso fuerzas con una nueva grosella y regresó a las capas superiores de la atmósfera, exhalando unas cuantas llamaradas por la nariz.

—Ayer se escabulló furtivamente hacia ese club nocturno y anduvo preguntando.

—¡Oh, Dios mío!

—Sí. Es difícil creer que un hombre pueda caer tan bajo, pero sobornó al personal para que le dejaran echar una ojeada al libro del jefe de camareros, y descubrió que aquella noche se reservó una mesa a tu nombre. Eso confirmó sus degeneradas sospechas. Supo que yo había estado allí contigo. Supongo —añadió, zambulléndose una vez más hacia el grosellero para despojarlo de su contenido— que esta asquerosa mentalidad de espía le viene de haber sido policía.

Si dijera que quedé abrumado no estaría exagerando en absoluto. Además, estaba también atónito. Enterarme de que un pazguato de cara inflada como Stilton había sido capaz de emprender una labor detectivesca en tan insólita escala fue para mí una auténtica revelación. Siempre había respetado su físico, desde luego, pero daba por sentado que la capacidad de derribar un buey de un solo golpe marcaba más o menos el límite de sus posibilidades. Ni por un instante se me había ocurrido suponerle unos poderes de raciocinio que muy bien habrían podido hacer que el mismísimo Hércules Poirot contuviera el aliento con un «¡Cáspita!» de sorpresa. Eso demostraba que uno nunca debe subestimar a un hombre por el mero hecho de que dedica su vida a sumergir remos en los ríos y a sacarlos de nuevo, una manera de pasar el tiempo tan tonta como cualquiera pueda concebir.

Sin duda, como Florence había apuntado, esta astucia reptiliana totalmente imprevista le venía del hecho de haber sido miembro, aunque sólo brevemente, del cuerpo de policía. Cabe imaginar que, cuando el neófito ha recibido el uniforme y las botas reglamentarias, los veteranos se lo llevan aparte y le enseñan unas cuantas cosas que probablemente puede serle útiles en la profesión que ha elegido. Stilton, era evidente, había aprendido bien la lección y, quién sabe, seguramente era capaz de medir manchas de sangre y recoger cenizas de puro.

Sin embargo, únicamente dediqué una atención fugaz a esta faceta de la situación. Mis pensamientos se centraban en algo de mucho mayor alcance y gravedad, como diría Jeeves. Me refiero a la posición —entonces que el hombre lo sabía todo— de Bertram Wooster, que se me antojaba sumamente peliaguda. Florence, saciada de grosellas, comenzó a alejarse, y la retuve con un brusco «¡Eh!».

—El telegrama —dije.

—No quiero hablar de él.

—Yo sí. ¿Decía alguna cosa sobre mí?

—Oh, sí, bastantes.

Tragué saliva un par de veces y deslicé un dedo por el interior del cuello de la camisa. Ya sospechaba que diría algo.

—¿Aludía a algún plan que pudiera tener con respecto a mí?

—Decía que iba a romperte la espalda en cinco sitios.

—¿Cinco sitios?

—Me parece que decía cinco. No se lo permitas —añadió Florence calurosamente, y fue agradable, desde luego, saber que lo desaprobaba—. ¡Romper espaldas! Nunca había oído una cosa semejante. Vergüenza tendría que darle.

Partió en dirección a la casa, caminando como una reina de tragedia en una de sus mañanas malas.

Lo que he oído a Jeeves describir como el tenue paisaje vacilante se descoloría ya ante los ojos, y se acercaba la hora en que suenan los gongs para vestirse antes de cenar. Pero, aun sabiendo lo imprudente que resulta siempre llegar tarde a una cena de Anatole, no podía decidirme a regresar al interior a engullir la sopa y el pescado. Tantas cosas ocupaban mi mente que permanecí donde estaba, sumido en una especie de estupor. Las criaturas aladas de la noche se acercaban, me echaban un vistazo y se alejaban de nuevo, pero yo seguía inmóvil, hundido en mis pensamientos. Un hombre perseguido por un matón como D’Arcy Cheesewright necesita todo el pensamiento que pueda conseguir.

Y entonces, repentinamente, de la noche que me cubría, negra como la pez de polo a polo, brotó un rayo de luz que fue ensanchándose gradualmente hasta iluminar todo el horizonte, y comprendí que, de una manera general, me hallaba a salvo.

Lo que hasta entonces me había pasado completamente por alto, vean ustedes, era el hecho de que Stilton no tenía ni idea de que yo estaba en Brinkley. Creyéndome en la metrópoli, era allí donde desplegaría su red de arrastre. Acudiría al piso, llamaría a la puerta, no recibiría respuesta y se retiraría desconcertado. Acecharía en Los Zánganos, aguardando mi llegada, y a su debido tiempo, al ver que no llegaba, abandonaría el campo otra vez desconcertado. «No viene», se diría, sin duda rechinando los dientes, y de mucho que le serviría.

Y, por supuesto, después de lo sucedido, no existía la menor posibilidad de que acudiera a Brinkley. Un hombre que acaba de romper su compromiso no va a la mansión campestre donde sabe que está la chica. Bueno, ustedes mismos, ya me dirán. Naturalmente que no va. Si había un lugar en la tierra que en la presente fecha pudiera considerarse libre de Cheesewrights, este lugar era Brinkley Court, en Brinkley-cum-Snodsfield-in-the-Marsh, Worcestershire.

Profundamente aliviado, puse en movimiento los pies me y apresuré hacia mi habitación con una canción en los labios. Al llegar encontré a Jeeves, no exactamente con un cronómetro en la mano, pero sí meneando un poco la cabeza por la tardanza del joven señor. Su ceja izquierda vibró perceptiblemente cuando entré.

—Sí ya sé que llego tarde, Jeeves —observé, comenzando a desde la tapicería—. He estado paseando.

Aceptó la explicación con tolerancia.

—Lo entiendo perfectamente, señor. Había conjeturado que, con un atardecer tan espléndido, probablemente estaría usted disfrutando de un paseo por el parque. Le he dicho al señor Cheesewright que sin duda era éste el motivo de su ausencia.