IX

Comenzaba a insinuarse el apacible crepúsculo del día siguiente cuando, tras un grato viaje en automóvil por la campiña sonriente, desvié el biplaza hacia el portón de entrada de Brinkley Court y eché pie a tierra para anunciar a la anfitriona que ya me tenía a bordo. La encontré en su reducto o madriguera, solazándose con una taza de té y una novela de Agatha Christie. En cuanto me vio entrar dirigió al bigote una fugaz mirada, pero, aparte sobresaltarse como una ninfa sorprendida en pleno baño y de mascullar algo parecido a «¿Y era éste el rostro que detuvo un millar de relojes?», no hizo comentarios. Recibí la Impresión de que se los reservaba para otro momento.

—Hola, reptil —me saludó—. Ya estás aquí, ¿no?

—Aquí estoy —respondí—, con el cabello trenzado y preparado hasta el último botón. Mi más cordial «hola, hola», anciana parienta.

—Lo mismo te digo, tarugo. Supongo que no te has acordado de traer el collar.

—Lejos de ello. Aquí lo tiene. Es el que tío Tom le regaló por Navidad, ¿verdad?

—Verdad. Le gusta vérmelo puesto a la hora de la cena.

—¿Y a quién no? —respondí cortésmente. Se lo entregué y me apoderé de una tostada cubierta de mantequilla—. Bien, es bueno hallarme en el viejo hogar de nuevo. Supongo que me alojaré en mi habitación de costumbre, ¿no es eso? ¿Y cómo va todo en Brinkley Court? Anatole, ¿sigue bien?

—Mejor que nunca.

—La encuentro muy socarrona.

—Oh, estoy bien.

—¿Y tío Tom?

Una nube cruzó por su radiante rostro vespertino.

—Tom sigue un poco alicaído, el pobrecillo.

—¿A causa de Percy, quiere decir?

—Exactamente.

—Entonces, ¿no se han producido cambios en esa melancolía de Gorringe?

—Por supuesto que no. No ha dejado de empeorar desde que llegó Florence. Tom se arruga cada vez que lo ve, sobre todo en la mesa. Dice que tener que ver cómo Percy rehúsa sin probarla una comida preparada por Anatole hace que se le suba la sangre a la cabeza, y eso le causa indigestión. Ya sabes qué estómago más delicado tiene.

Le di unas palmaditas en la mano.

—¡Animo! —dije—. Yo le alegraré las pajarillas a Percy. La otra noche, Freddie Widgeon me enseñó un truco con dos tapones de corcho y un trozo de cordel que no puede dejar de arrancar una sonrisa al rostro más torturado. En Los Zánganos, todos los muchachos se descoyuntaban de risa. Supongo que podrá proporcionarme un par de corchos, ¿verdad?

—Y veinte, si quieres.

—Bien. —Cogí un pastelillo cubierto de alcorza rosada—. Resuelto el asunto Percy. ¿Y el resto del personal? ¿Hay alguien más en la casa, aparte la pandilla Trotter y Florence?

—Todavía no. Tom comentó algo acerca de un tal lord Sidcup, que vendrá mañana a cenar de camino a los baños de mar en Droitwich. ¿Lo conoces?

—Nunca he oído hablar de él. Para mí, es un libro cerrado.

—Es alguien que Tom conoció en Londres. Al parecer, es todo un entendido en plata antigua, y Tom quiere enseñarle su colección.

Asentí. Ya sabía qué mi tío era un gran aficionado a coleccionar objetos de plata antigua. Sus aposentos, tanto en Brinkley Court como en su casa de la calle Charles, están llenos de cosas con las que yo no me dejaría ver ni muerto en una zanja.

—Este lord Sidcup debe de ser lo que llaman un virtuoso, supongo.

—Algo por el estilo.

—Ah, bien, de todo ha de haber en el mundo, ¿no es eso?

—Mañana tendremos también entre nosotros al novio Cheesewright, y pasado a Daphne Dolores Morehead. Es la novelista.

—Sí. Florence me ha hablado de ella. Le ha comprado un serial, según tengo entendido.

—Sí. Me pareció una astuta medida para salar la mina.

Esto se me escapó. Tuve la sensación de hallarme ante una tía que se expresaba con acertijos.

—¿Qué quiere decir eso de salar la mina? ¿Qué mina? Es la primera vez que oigo hablar de una mina.

Creo que, de no tener la boca llena de tostada con mantequilla, tía Dahlia habría chascado la lengua, porque nada más despejar el pasadizo mediante un rápido acto de deglución me habló con impaciencia, como exasperada por mi lentitud de comprensión.

—Verdaderamente, eres un asno abismal, joven Bertie. ¿No has oído hablar de salar las minas? Se trata de una precaución comercial muy arraigada. Cuando uno tiene una mina improductiva y desea vendérsela a un sujeto, lo que hace es espolvorearla por encima con unos cincuenta gramos de oro y convocar al sujeto para que acuda a inspeccionar la propiedad. Éste se presenta, ve el oro, decide que es precisamente lo que el médico le ha recetado y echa mano al talonario de cheques. Yo he actuado según el mismo principio.

La explicación me dejó igual de confuso, y así se lo dije. Esta vez sí hizo chascar la lengua.

—¿No lo entiendes, ceporro? He comprado el serial para que Trotter se interesara por el periódico. Ve anunciada la inminente publicación de una obra de Daphne Morehead y queda terriblemente impresionado. «¡Santo cielo!», se dice. «¡Daphne Dolores Morehead y todo! El Milady’s Boudoir debe de ser una cosa grande».

—Pero ¿estos tipos no quieren ver libros y cifras y todo eso antes de aflojar la mosca?

—No si llevan una semana o más disfrutando de la cocina de Anatole. Por eso le invité a venir.

Vi a qué se refería, y su razonamiento se me antojó bien fundado. Algo hay en esos almuerzos y cenas de Anatole que lo deja a uno suavizado y debilita su fría resolución. Tras atiborrarse de ellos durante todo este tiempo, supuse que L. G. Trotter iría deambulando en una especie de neblina rosada, deseoso de realizar buenas acciones a diestro y siniestro como un Boy Scout. Si el tratamiento se mantenía unos días más, probablemente acabaría por suplicar a mi tía como favor personal que aceptara el doble de la suma que le había pedido.

—Muy ladina —admití—. Sí, creo que se halla en el buen ¿Les ha servido Anatole sus Rognons aux Montagnes?

—Sí. Y su Selle d’Agneau aux laitues á la Grecque.

—Entonces yo diría que la cosa está en el bote. Sólo falta la ovación final. Pero hay un punto que me tiene intrigado —proseguí—. Florence me ha dicho que lady Morehead es una de nuestras plumíferas más caras, y que es necesario arrojarle bolsas de oro en gran profusión antes de que consienta en firmar sobre la línea de puntos. ¿Correcto?

—Totalmente correcto.

—Entonces, ¿cómo demontre consiguió extraer a tío Tom la necesaria subvención? —pregunté, yendo directamente al meollo del asunto como es costumbre en mí—. ¿Acaso este año ha dejado de pagar el impuesto sobre la renta?

—Vaya si lo ha pagado. Estaba segura de que habías podido oír sus gritos desde Londres. Pobrecillo, cuánto sufre en estas ocasiones.

Era la pura verdad. Tío Tom, aunque abundantemente provisto del vil metal, pues hasta el día de su jubilación había sido uno de esos príncipes del comercio con Oriente que llenan sus arcas a paladas, experimenta una marcada aversión a que los diabólicos sabuesos de Hacienda metan el hocico y se lleven su parte. Cada vez que lo separan del fruto de sus ímprobos esfuerzos, se pasa semanas enteras cabizbajo, merodeando por los rincones y sentado con la cabeza entre las manos, mascullando sobre la ruina inevitable y la siniestra tendencia de la legislación socialista y qué va a ser de todos nosotros si esto sigue así.

—Sufre, desde luego —asentí—. Una verdadera alma torturada, ¿eh? Y sin embargo, a pesar de ello, has conseguido sacarle lo que debe de haber sido una pequeña fortuna. ¿Cómo se las ha arreglado? Según lo que me dijo anoche por teléfono, tenía la impresión de que en estos últimos tiempos se hallaba de un humor menos desprendido que de costumbre. Conjuró en el ojo de mi mente la imagen de un hombre que se tapaba los oídos y se negaba a participar en el juego, como la burra de Balaam.

—¿Qué sabes tú de la burra de Balaam?

—¿Yo? Yo sé de cabo a rabo la historia de la burra de Balaam. ¿Ha olvidado que, cuando era pupilo del establecimiento educativo del reverendo Aubrey Upjohn en Bramley-on-Sea, una vez gané un premio en Conocimiento de las Escrituras?

—Seguro que copiaste.

—De ninguna manera. Mi triunfo se debió al puro mérito. Pero, volviendo al asunto, ¿cómo convenció a tío Tom para que espantara las polillas del talonario? Habrá tenido que utilizar todo un arsenal de argucias de casada, supongo.

No me gustaría decir de una tía querida que se rió tontamente, pero sin duda alguna el sonido que surgió de sus labios se parecía exactamente a una risita tonta.

—Oh, supe arreglármelas.

—Pero ¿cómo?

—No insistas, joven chafardero pestilente. Me las arreglé.

—Ya veo —respondí, abandonando la cuestión. Algo me decía que tía Dahlia no deseaba divulgar los detalles—. ¿Y qué tal van los negocios con Trotter?

Fue como si tocara un nervio al descubierto. La risita murió en sus labios, y el color de su cara —siempre, como ya he dicho, de un tono rubicundo— se intensificó hasta convertirse en un malva subido.

—¡Sus malditas entrañas corroídas! —saltó, expresándose con el acaloramiento explosivo que en otro tiempo hacía saltar convulsivamente en sus sillas de montar a los restantes miembros del Quorn and Pytchley—. No sé qué le ocurre a ese hijo de Belial. Aquí lo tengo, con nueve almuerzos de Anatole y ocho cenas de Anatole archivados entre sus jugos gástricos, y el hombre todavía rehúsa sentarse a hablar de negocios. Tararea…

—¿Y por qué diantre hace tal cosa?

—… y carraspea. Elude la cuestión. Pongo en juego todos mis recursos para hacerle hablar en plata, pero no logro que se defina. No dice que sí ni que no.

—Hay una canción que se titula así —observé—. O, más precisamente, Ella no dijo que sí ni que no. Suelo cantarla mucho en el baño. Empieza así…

Comencé a entonar el estribillo con agradable voz de barítono, pero el choque de Agatha Christie con mi hueso frontal me hizo desistir. La vieja parienta parecía haber disparado desde la cadera, como un personaje de una película del Oeste de serie B.

—No abuses de mi paciencia, Bertie querido —dijo con suavidad, y cayó en lo que parecía un ensueño—. ¿Sabes cuál creo que es el problema? —prosiguió, saliendo de él—. Creo que la responsable de esta falta de colaboración es Mamá Trotter. Por algún motivo, ella no quiere que cierre el trato, y le ha indicado que no debe hacerlo. Es la única explicación que se me ocurre. Cuando lo conocí en casa de Agatha, habló como si todo se redujera a concertar los términos de la venta, pero en estos últimos días no hace más que andarse con rodeos, como si hubiera recibido órdenes desde arriba. Cuando los llevaste a cenar, aquella noche, ¿te dio la impresión de hallarse aplastado bajo el talón de su mujer?

—Totalmente. Lloraba de deleite cuando ella le dirigía una sonrisa y temblaba de pavor ante su ceño. Pero ¿qué objeción puede tener ella a que compre el Boudoir?

—A mí no me lo preguntes. Es un completo misterio.

—¿No la habrá ofendido en algo desde su llegada aquí?

—De ninguna manera. He estado fascinante.

—Y, no obstante, así están las cosas, ¿no?

—Exactamente. Así están las condenadas cosas, ¡maldita sea!

Emití un suspiro de condolencia. El mío es un corazón tierno, fácilmente emocionable, y el espectáculo de esta bondadosa tía lamentándose por lo que hubiera podido ser me conmovió como una tonelada de ladrillos.

—Qué lástima —dije—. Uno esperaba cosas mejores.

—Una las esperaba —asintió—. Estaba convencida de que el serial de Morehead serviría para zanjar definitivamente el asunto.

—Naturalmente, puede que sencillamente esté meditándolo.

—Eso es verdad.

—Un individuo que medita tiende espontáneamente a tararear.

—¿Ya carraspear?

—Y, quizás, a carraspear. Difícilmente puede esperar que haga menos.

Sin duda habríamos seguido examinando más detenidamente la cuestión, sometiendo los tarareos y carraspeos de L. G. Trotter a un minucioso análisis, pero en aquel momento se abrió la puerta y asomó, un rostro consumido por la pena, un rostro desfigurado en ambos lados por unas patillas cortas, y en el centro por unas gafas de montura de carey.

—¿Han visto a Florence, por casualidad? —inquirió el rostro, contraído de angustia.

Tía Dahlia respondió que no había tenido el privilegio de verla desde el almuerzo.

—He pensado que quizás estaría con usted.

—No está.

—Oh —dijo el rostro, por el que cruzaba toda la gama de las emociones, y comenzó a retroceder.

—¡Oiga! —gritó tía Dahlia, haciendo que se detuviera cuando estaba a punto de desaparecer. Se acercó al escritorio y recogió un sobre marrón—. Acaba de llegar este telegrama para ella. ¿Querrá dárselo, si la encuentra? Y, ya que está aquí, le presento a mi sobrino Bertie Wooster, el orgullo de Piccadilly.

Bueno, yo no esperaba que al conocer mi identidad se pusiera a bailar de puntillas por toda la habitación, y no lo hizo. Me dirigió una larga mirada de reproche, semejante en lo esencial a la que una cucaracha dedica al cocinero cuando este último la está rociando con polvo insecticida.

He mantenido correspondencia con el señor Wooster —declaró con frialdad—. También hemos hablado por teléfono.

Giró en redondo y se retiró, contemplándome con aire de reproche hasta el último momento. Era evidente que los Gorringe no olvidaban con facilidad.

—Éste era Percy —me informó tía Dahlia.

Respondí que ya lo había adivinado.

—¿Te has fijado en la cara que ponía cuando ha dicho «Florence»? Como un pato agonizando bajo la tormenta.

—¿Y se ha fijado en la cara que ha puesto —inquirí a mi vez— cuando usted ha dicho «Bertie Wooster»? Como alguien que acaba de encontrar un ratón muerto en su jarra de cerveza. No es lo que se dice pájaro afable. No es mi tipo.

—No. Difícilmente supondrías que incluso una madre sería capaz de contemplarlo sin náusea, ¿verdad? Y, no obstante, es la niña de los ojos de Mamá Trotter. En vuestra cena, ¿se refirió alguna vez a la señora Alderman Blenkinsop?

—En diversas ocasiones a lo largo de la comida. ¿Quién es?

Su más enconada rival social allá en Liverpool.

¿Tienen rivales sociales, allá en Liverpool?

Vaya si los tienen, a manadas. Deduzco que la Trotter y la Bienandan a la greña respecto de cuál de ellas debe ser la reina sin de la sociedad de Liverpool. A veces una de ellas saca una cabeza de ventaja, a veces es la otra. Es como lo que leíamos en los viejos tiempos, aquellas luchas a muerte por la supremacía entre los Cuatrocientos de Nueva York. Pero ¿por qué te estoy contando todo esto? Deberías estar ahí fuera, bajo el crepúsculo, corriendo detrás de Percy y levantándole la moral con tus cuentos subidos de tono. Supongo que tienes una reserva de cuentos subidos de tono, ¿no?

—Oh, considerable.

—Pues en marcha, muchacho. Otra vez a la brecha, queridos amigos, otra vez, hasta cerrar la muralla con nuestros muertos ingleses.

¡Yoicks! ¡Tally ho[7]! ¡Adelante! —añadió, recayendo en la jerga del terreno de caza.

Bien, cuando tía Dahlia le dice a uno que se ponga en marcha, uno se pone en marcha, si es que sabe lo que le conviene. Pero mentiría si dijera que me hallaba de un ánimo efusivo mientras me dirigía hacia los grandes espacios abiertos. Aquella mirada de Percy me había advertido que iba a ser un público difícil. Había visto en ella mucha de la severidad que había advertido en el tío Joseph de Stilton Cheesewright durante nuestra charla en el tribunal policial de la calle Vinton.

No fue poca mi satisfacción, en consecuencia, cuando descubrí, al salir a campo abierto, que no había ni rastro de él. Aliviado, abandoné la persecución y comencé a pasear de aquí para allá, tomando el aire. Y no había tomado mucho cuando de pronto, saliendo de atrás de un arbusto de rododendros, Percy se cruzó en mi camino.