VIII

Los días siguientes me vieron en el apogeo de mi forma, efervescente hasta un punto casi increíble y encantando al mundo en general con mi brillante sonrisa y mis felices ocurrencias. Durante este período apacible, si es apacible la palabra que quiero decir, no sería exagerado afirmar que reviví como una flor recién regada.

Era como si mi alma se hubiese desprendido dé un gran peso. Sólo quienes deben soportar la prueba de que G. D’Arcy Cheesewright se materialice constantemente de la nada y se deslice furtivamente a sus espaldas, respirando sobre su cogote mientras disfrutan de su reposo en el salón de fumar, son capaces de comprender en su plena medida el alivio que se experimenta al acomodarse en un sillón y pedir un reconstituyente sabiendo que el lugar se hallará completamente libre de este eminente azote. Mis sentimientos, supongo, eran más o menos como podrían ser los de Mary[4] si, de haber mirado sobre su hombro una mañana, hubiera descubierto que el corderito ya no se contaba entre los presentes.

Y entonces —ping—, justo cuando me decía que esto sí era vivir, llegaron todos aquellos telegramas.

El primero me alcanzó en mi residencia en el mismo instante en que encendía el cigarrillo de después del desayuno, y lo contemplé con la inquietud nerviosa de quien se halla ante una bomba de tiempo. Los telegramas han sido heraldos, presagios o como se llame de tantas crisis inesperadas en mis asuntos que he llegado a verlos con desconfianza, preguntándome si no va a saltar algo del sobre para morderme en la pierna. Fue a través de un telegrama, si lo recuerdan, como el Destino inauguró el siniestro episodio de Sir Watkyn Bassett, Roderick Spode y la vaca-jarrita de plata que tía Dahlia me ordenó birlar de la colección del primero en Totleigh Towers.

No es de extrañar, pues, que mientras especulaba sobre el contenido de este telegrama —contemplándolo, como he dicho, con desconfianza— me preguntara si los cimientos del infierno no iban a estremecerse de nuevo.

Con todo, ahí estaba el papel, y me pareció, tras sopesar los pros y los contras, que ante mí sólo se abría un curso de acción, a saber, abrirlo.

Así lo hice. Remitido desde Brinkley-cum-Snodsfield-in-the-Marsh, venía firmado «Travers». Esto lo revelaba como producto bien de tía Dahlia, bien de Thomas P. Travers, su marido, un pájaro bastante simpático con el que había contraído matrimonio en su segundo intento, algunos años antes. Del hecho de que comenzara con las palabras, «Bertie, gusano» deduje que había sido la primera quien había sostenido en su mano la pluma de la oficina de correos. Tío Tom es más comedido en su lenguaje que la hembra de la especie. Él suele llamarme «muchacho».

He aquí la sustancia del comunicado:

Bertie, gusano, requerida tu inmediata presencia. Deja todo y ven aquí pronto[5], preparado para visita prolongada. Urgentemente necesitado para dar ánimos a elemento con patillas. Cariños. Travers.

Cavilé sobre esto durante el resto de la mañana, y de camino al club para almorzar envié mi respuesta, una escueta solicitud de más información:

¿Has dicho patillas o whisky[6]? Cariños. Wooster.

A mi regreso, encontré otro mensaje suyo:

Patillas, burro. El hijo de su madre luce unas patillas cortas pero claramente visibles. Cariños. Travers.

La memoria tiene esto de extraño, que con frecuencia no logra alancear el objeto deseado. En el fondo de mi mente se agitaba la nebulosa impresión de que en algún momento, en algún lugar, había oído mencionar unas patillas cortas en relación con algo, pero me era imposible precisar más. Así pues, adoptando la juiciosa política de acudir a la fuente para obtener una aclaración, salí de casa y mandé el siguiente telegrama:

¿De qué hijo de su madre con patillas cortas se trata y por qué necesita que lo animen? Telegrafíe detalles completos, pues actualmente confuso, desconcertado e intrigado. Cariños. Wooster.

Mi tía respondió con la generosa cordialidad que hace que tantos miembros de su círculo se sujeten los sombreros cuando ella se lanza:

Escucha, sabandija maloliente. ¿A qué viene hacerme gastar una fortuna en telegramas como éste? ¿Acaso crees que estoy hecha de dinero? No importa de qué hijo de su madre con patillas cortas se trata ni por qué necesita que lo animen. Tú limítate a venir como te he dicho y que sea a toda prisa. Oh, y a propósito, pásate por Aspinall’s en la calle Bond a recoger collar perlas mío que tienen allí y tráelo contigo. ¿Has entendido? Aspinall’s. Calle Bond. Collar perlas. Te espero mañana. Cariños. Travers.

Un tanto afectado, pero sin arriar la bandera, respondí de esta manera:

Comprendo perfectamente toda esa parte de Aspinall’s, calle Bond, collar de perlas, pero lo que pasa por alto es que acudir a Brinkley en presente coyuntura no tan sencillo como parece creer. Existen complicaciones y demás. Ruedas dentro de ruedas, si entiendes qué quiero decir. Todo este asunto exige profunda reflexión. Sopesaré cuestión cuidadosamente y haré saber mi decisión. Cariños. Wooster.

Ya lo ven. Aunque Brinkley Court es mi hogar lejos del hogar y tiene cinco estrellas en el Baedeker como cuartel general de Monsieur Anatole, el cocinero francés de tía Dahlia —un lugar, en resumen, al que en circunstancias normales suelo acudir a la carrera cuando soy invitado, con un alarido y una cabriola—, sólo me había llevado un instante comprender que en las actuales condiciones existían graves objeciones a mi presencia allí. Creo que no necesito indicar que aludo al hecho de que Florence se encontraba en la finca y Stilton era esperado en breve plazo.

Era esto lo que me hacía dudar. ¿Quién podía asegurar que este último, al hallarme en la residencia a su llegada, no saltaría a la conclusión de que había acudido en persecución de la primera como un joven Lochinvar llegado del oeste? Y, si tal pensamiento aleteaba por su mente, ¿cuáles, me preguntaba, serían las consecuencias? Sus palabras de despedida acerca de mi espalda se encontraban aún frescas en mi memoria. Sabía que Stilton era un hombre que medía sus palabras y que, en general, uno podía confiar en sus promesas. Si él decía que iba a romper espaldas en cuatro sitios, se podía estar completamente seguro de que las rompería precisamente en cuatro sitios.

Pasé una velada inquieta y desasosegada. Como no estaba de humor para jaranas en Los Zánganos, regresé a casa temprano y me hallaba refrescando mis conocimientos sobre El misterio del cangrejo de río rosado cuando sonó el teléfono. Tenía tan alterado el sistema nervioso que, al oírlo, pegué un salto hacia el techo, y a duras penas logré tambalearme hacia él otro extremo de la habitación para descolgar el auricular.

La voz que flotó a lo largo del hilo fue la de tía Dahlia.

Bien, cuando digo que flotó, quizás el mot juste fuese «atronó». Una adolescencia y una temprana madurez dedicadas a acosar a los zorros británicos con absoluto desprecio a las condiciones meteorológicas y bajo los auspicios del club Quorn and Pytchley han dejado a esta tía mía de un color rojo ladrillo y prestado una potencia asombrosa a sus cuerdas vocales. Yo personalmente nunca he perseguido a los zorros, pero parece ser que, cuando uno hace tal cosa, ha de dedicar buena parte de su tiempo a gritar sobre campos labrados azotados por el vendaval, y esto acaba por convertirse en una costumbre. Si tía Dahlia tiene algún defecto, éste es su tendencia a hablar cuando está cara a cara con uno en una reducida sala de estar tal como lo haría para dirigirse a un compinche a medio kilómetro de distancia al que ha visto galopar tras los perros. Por lo demás, se trata de un alma grande y jovial, construida en líneas generales sobre el modelo de Mae West, y es persona amada por todos, incluido el abajo firmante. Nuestras relaciones siempre han sido entrañables hasta la última gota.

—¡Hola, hola, hola! —bramó. Los viejos hábitos de la caza saliendo a la superficie, ya lo ven—. ¿Eres tú, Bertie, querido?

Le aseguré que, efectivamente, era yo.

—Entonces, ¿a qué viene esta idea de hacerse el difícil, so puerco deleznable retrasado mental? ¡Tú y tus profundas reflexiones! En mi vida había oído tantas tonterías. Tienes que venir aquí, y a toda prisa, si no quieres recibir en tu puerta la maldición de una tía a vuelta de correo. Si he de seguir enfrentándome a ese grosero Percy sin ayuda, acabaré por volverme loca.

Hizo una pausa para tomar aliento y pude intercalar una pregunta.

—¿Este Percy es el fulano de las patillas?

—El mismo. Está cubriendo toda la casa con una gruesa capa de melancolía. Es como vivir dentro de una niebla. Tom dice que, si no se hace algo pronto, tendrá que tomar medidas.

—Pero ¿qué le ocurre a este hombre?

—Está locamente enamorado de Florence Craye.

—Ah, ya entiendo. Y le deprime pensar que está comprometida con Stilton Cheesewright, ¿no es eso?

—Exactamente. Le deprime, le angustia y le acongoja. No cesa de deambular tristemente de un lado a otro, como si fuera Hamlet. Quiero que vengas y lo distraigas. Sácalo a pasear, danza ante él, cuéntale chistes. Lo que sea, con tal de que lleve una sonrisa a esa cara patilluda enmarcada en gafas de montura de carey.

Comprendí su situación, por supuesto. Ninguna anfitriona desea tener un Hamlet en la casa. Pero lo que no alcanzaba a comprender era por qué un tipo como él estaba contaminando la pura atmósfera de Brinkley. Sabía que mi vieja parienta era muy selectiva en cuestión de invitados. Incluso ministros del gabinete, alguna vez se ha dado el caso, se han estrellado ante sus puertas. Se lo expuse, y me dijo que la explicación era bien sencilla.

—Ya te he contado que ando metida en tratos con Trotter. Tengo aquí a toda la familia: el padrastro de Percy, señor L. G. Trotter, la madre de Percy, señora Trotter, y Percy en persona. Yo sólo quería a Trotter, pero la señora y Percy se añadieron por iniciativa propia.

—Ya veo. Lo que se dice el lote completo. —Me detuve horrorizado. La memoria había regresado a su trono, y en ese momento supe por qué aquella historia de las patillas cortas me había parecido familiar—. ¿Trotter? —chillé.

Mi tía soltó una exclamación de censura.

—No grites así. Casi me rompes el tímpano.

—Pero ¿ha dicho Trotter?

—Claro que he dicho Trotter.

—¿Y el apellido de este Percy no es Gorringe?

—Ése es su apellido, no cabe duda. Él mismo lo reconoce.

—Entonces lo siento muchísimo, tiíta, pero me es imposible ir. Justo el otro día, el susodicho Gorringe intentó darme un sablazo de mil libras para invertirlas en la obra teatral que ha sacado del libro de Florence, y yo lo rechacé inexorablemente. En estas condiciones, ya comprenderá qué cargado de embarazo sería un encuentro en carne y hueso. No sabría hacia qué lado mirar.

—Si eso es todo lo que te inquieta, olvídalo. Dice Florence que ya ha conseguido esas mil libras por otra parte.

—Me deja estupefacto. ¿De dónde las ha sacado?

—No lo sabe. Él se muestra muy reservado al respecto. Sólo dijo que ya estaba resuelto, que disponía del dinero y que podían seguir adelante. Así que no temas encontrarte con él. Si piensa que eres el mayor piojo del mundo, ¿a ti qué más te da? ¿No lo pensamos todos?

—Algo de razón hay en eso.

—Entonces, ¿vendrás?

Mastiqué dubitativamente el labio inferior. Pensaba en Stilton.

—Bueno, habla de una vez, papanatas —exigió mi pariente con aspereza—. ¿A qué viene este silencio?

—Estaba reflexionando.

—Pues deja de reflexionar y dame tu asentimiento. Si necesitas una ayuda que influya en tu decisión, podría mencionar que en estos momentos Anatole se encuentra en su mejor forma.

Di un respingo. Si eso era cierto, sería claramente una locura no formar parte de la compañía acomodada en torno de la festiva mesa.

Hasta aquí apenas me he referido fugazmente a este Anatole, y aprovecho la ocasión para hacer constar que su producción debía ser saboreada para ser creída, pues las meras palabras son insuficientes para transmitir toda la realidad de su asombroso virtuosismo. Después de que uno de los almuerzos de Anatole se ha derretido en la boca, uno se desabrocha el chaleco y se recuesta en el asiento, respirando con pesadez y sintiendo que la vida ya nada tiene que ofrecer, y entonces, antes de que uno se dé cuenta de lo que pasa, ahí llega una de sus cenas, todavía más acertada, la experiencia constituye algo tan próximo al cielo como cualquier hombre razonable pueda desear.

En consecuencia, consideré que, por mucha vehemencia que Stilton pudiera expresar en sus palabras y su comportamiento al encontrarme… bueno, quizá no exactamente mejilla contra mejilla con la mujer que amaba, pero sin duda merodeando en su cercanía, el riesgo de despertar al maníaco que llevaba dentro no podía ser excusado. Naturalmente, nunca puede resultar agradable verse descuartizado en mil pedazos mientras un Otelo de noventa kilos baila un Arrastrando los pies hasta Buffalo sobre los fragmentos dispersos, pero si en tal momento uno está lleno del Timbale de ris de veau Toulousiane que prepara Anatole, es indudable que la incomodidad cambia de aspecto.

—Iré —respondí.

—Buen chico. Si me quitas a Percy de encima, quedaré en libertad para concentrarme en Trotter. Y, si quiero cerrar el trato, necesitaré hasta la última gota de concentración.

—¿Qué trato es ése? Aún no me lo ha dicho. ¿Y quién es este Trotter, para el caso?

—Lo conocí en casa de Agatha. Es amigo de ella. Es dueño de muchos periódicos en Liverpool y quiere establecer una cabeza de puente en Londres. Así que estoy intentando venderle el Boudoir.

Quedé atónito. Absolutamente lo último que hubiera esperado oír. Siempre había supuesto que el Milady’s Boudoir era la niña de sus ojos, y me desconcertó enterarme de que tenía intención de venderlo. Fue como enterarse de que Rodgers había decidido vender a Hammerstein.

—Pero ¿por qué motivo? Creía que lo quería como a un hijo.

—Y así es, pero el esfuerzo de tener que acudir constantemente a Tom e intentar sacarle dinero para financiarlo me ha agotado. Cada vez que comienzo a suplicarle otro cheque, me dice, «¿Pero aún no cubre gastos?», y yo contesto, «No, querido, aún no cubre gastos», y él dice «¡Hum!», y añade que si la cosa sigue así, para la próxima Navidad estaremos todos en la cola del subsidio del paro. Ya está siendo demasiado para mí. Hace que me sienta como una de esas mujeres que van por la calle cargadas con un bebé y quieren que una les compre flores de brezo blanco. Por lo tanto, cuando conocí a Trotter en casa de Agatha, decidí que era el hombre que iba a hacerse cargo, si el ingenio humano era capaz de lograrlo. ¿Qué has dicho?

—He dicho «Oh, ah». Estaba a punto de añadir que es una lástima.

—Sí, una verdadera lástima, pero inevitable. Cada día es más difícil sacarle dinero a Tom. Dice que me ama tiernamente, pero que ya está bien. Bueno, te espero mañana, entonces. No te olvides del collar.

—Enviaré a Jeeves a buscarlo por la mañana.

—Muy bien.

Creo que habría seguido hablando, pero en aquel instante una voz femenina en off anunció, «Tree-ee-és minutos», y tía Dahlia colgó con el brusco grito de una mujer que teme vayan a hacerle pagar otros dos chelines más o la suma que sea.

Jeeves se deslizó hacia mí.

—Oh, Jeeves —le informé—, mañana saldremos hacia Brinkley.

—Muy bien, señor.

—Tía Dahlia cuenta con mi presencia para que infunda un poco de espíritu festivo en nuestro viejo amigo Percy Gorringe, que en estos momentos se halla infestando el lugar.

—¿De veras, señor? Me pregunto, señor, si le sería posible permitirme regresar a Londres la semana que viene, por una tarde.

—Sin duda, Jeeves, sin duda. ¿Tiene alguna juerga en perspectiva?

—Se celebra el almuerzo mensual del Club Ganímedes Junior, señor, y me han pedido que ocupe la presidencia.

—Ocúpela, Jeeves, por descontado. Un honor bien merecido.

—Gracias, señor. Naturalmente, regresaré el mismo día.

—Sin duda pronunciará un discurso, ¿verdad?

—Sí, señor. Un discurso de la presidencia es inexcusable.

—Apuesto a que los hará revolcarse por los pasillos. Ah, Jeeves, casi lo olvidaba. Tía Dahlia quiere que le lleve su collar, que está en Aspinall’s, en la calle Bond. Mañana por la mañana, ¿querrá darse un garbeo hasta allí y recogerlo?

—Ciertamente, señor.

—Y otra cosa que casi olvidaba mencionar. Percy ha conseguido las mil libras.

—¿De veras, señor?

—Debe haber abordado a alguien con un corazón más blando que el mío. Me gustaría saber quién ha sido el primo.

—Sí, señor.

—Un medio lelo, es de suponer.

—Sin duda, señor.

—Con todo, ahí está el hecho. Sirve para demostrar lo que el difunto Barnum solía decir acerca de que a cada minuto nace uno.

—Precisamente, señor. ¿Desea algo más, señor?

—No, eso es todo. Buenas noches, Jeeves.

—Buenas noches, señor. Por la mañana me ocuparé del equipaje.