Era un momento para pensar deprisa. Uno no quiere que la gente empiece a tener arrebatos por toda su sala de estar. Por lo demás, me parecía sumamente dudoso que, de saber quién estaba al otro extremo del hilo, se limitara a los arrebatos.
—Exactamente, Catsmeat —dije—. Desde luego, Catsmeat. Lo entiendo perfectamente, Catsmeat. Pero ahora debo dejarte, Catsmeat, pues acaba de llegar nuestro común amigo Cheesewright. Adiós, Catsmeat. —Colgué el auricular y me volví hacia Stilton—. Era Catsmeat —le anuncié.
Recibió esta información sin hacer el menor comentario, y permaneció de pie fulminándome con la mirada. Puesto que me hallaba al corriente de los lazos de sangre que lo unían con mi anfitrión de la calle Vinton, entonces podía percibir el parecido familiar. Tanto tío como sobrino tenían la misma forma de estrechar la mirada y lanzarla por debajo del prominente ceño. La única diferencia era que, en tanto el primero le perforaba a uno hasta las raíces del alma a través de sus quevedos sin montura, con el segundo uno recibía el ojo desnudo.
Durante unos instantes quedé bajo la impresión de que la emoción de mi visitante se debía al hecho de haberme sorprendido a horas tan avanzadas y aún en pijama y bata, un atuendo que, cuando se luce a las tres de la tarde, siempre puede dar qué pensar. Pero al parecer no se trataba de eso. Había cuestiones más graves en la agenda.
—Wooster —exclamó, con una voz atronadora como el expreso de Cornualles al cruzar un túnel—, ¿dónde estuviste anoche?
Admito que la pregunta me alarmó. Por un instante incluso me tambaleé sobre mi base. Luego recordé que nada podía probarse contra mí, y me sentí fuerte de nuevo.
—Ah, Stilton —le saludé cordialmente—, pasa, pasa. Oh, ya has pasado, ¿verdad? Bueno, siéntate y cuéntame qué hay de nuevo. Un día espléndido, ¿no? Encontrarás mucha gente a la que no gusta el mes de junio en Londres, pero, por lo que a mí se refiere, estoy completamente a favor. Siempre he creído que este mes tiene un algo especial.
Stilton debía de ser uno de esos individuos que no experimentan interés por el mes de junio en Londres, porque no mostró la menor disposición a seguir con el tema, y se limitó a soltar uno de sus bufidos despectivos.
—¿Dónde estuviste anoche, piojo desgraciado? —repitió, y advertí que su rostro se hallaba congestionado, con los músculos de las mejillas contrayéndose espasmódicamente y los ojos, como dos estrellas, saliéndose de sus órbitas.
Decidí reaccionar de un modo sereno y despreocupado.
—¿Anoche? —dije, reflexionando—. Veamos, eso debió ser la noche del veintidós de junio, ¿no es así? Hum. Ah. La noche del…
Tragó saliva un par de veces.
—Veo que lo has olvidado. Permíteme que te refresque la memoria. Estuviste en un club de mala nota con Florence Craye, mi prometida.
—¿Quién, yo?
—Sí, tú. Y esta mañana has comparecido ante el tribunal policial de la calle Vinton.
—¿Estás seguro de que te refieres a mí?
—Totalmente seguro. He recibido la información de mi tío, que es el magistrado de allí. Hoy ha venido a almorzar a casa y, cuando se iba, ha visto tu fotografía colgada en la pared.
—No sabía que tuvieras mi fotografía colgada en la pared, Stilton. Estoy conmovido.
Siguió fermentando.
—Es una foto de grupo —explicó— en la que casualmente apareces tú. La contempló, resopló secamente y preguntó: «¿Conoces a este joven?». Le respondí que pertenecíamos al mismo club, por lo que no siempre me resultaba posible evitarte, pero que hasta ahí, llegaba nuestro conocimiento. Iba a añadir que, de ser por mí, no te tocaría ni con una pértiga de tres metros, cuando siguió hablando. Sin dejar de resoplar, dijo que se alegraba de que yo no fuera un íntimo amigo tuyo, porque tú no eras en absoluto la clase de persona con la que le gustaría pensar que un sobrino suyo mantenía relaciones amistosas. Dijo que habías comparecido ante él esta mañana, acusado de atacar a un policía, quien declaró que te había arrestado porque le habías hecho la zancadilla mientras perseguía —a una chica de cabello rubio platino en un club nocturno.
Fruncí los labios. O, mejor dicho, lo intenté, pero algo parecía andar mal en la maquinaria. Aun así, hablé osadamente y con vigor.
—¿De veras? —repliqué—. Personalmente, me sentiría inclinado a prestar escasa credibilidad a la palabra de un policía que dedica su tiempo a perseguir chicas de cabello rubio platino por los clubes nocturnos. Y en cuanto a este tío tuyo, con sus descabelladas insinuaciones de que he comparecido ante él…, bueno, ya sabes cómo son estos magistrados. La forma más baja de vida acuática. Cuando un tipo carece de sesos e iniciativa para vender anguilas en gelatina, lo nombran magistrado.
—¿Quieres decir que cuando te identificó en la fotografía se dejó engañar por un ligero parecido?
Agité una mano.
—No necesariamente un ligero parecido. Londres está lleno de individuos casi idénticos a mí. Soy de un tipo muy corriente. Me han contado que existe un fulano llamado Ephraim Gadsby, uno de los Gadsby de Streatham Common, que es mi doble exacto. Desde luego, no dejaré de tener esto en cuenta cuando sopese la posibilidad de presentar una demanda por calumnia y difamación contra este tío tuyo, y probablemente permitiré que la clemencia mitigue el rigor de la justicia. Pero sería un acto de amabilidad aconsejar al viejo hijo de un soltero que en el futuro sea más cauto con sus palabras. La tolerancia de uno tiene sus límites.
Caviló sombríamente durante unos cuarenta y cinco segundos.
—Rubia platino, dijo el policía —observó al final de esta pausa—. La chica era rubia platino.
—Sin duda le quedaba muy bien.
—Me parece sumamente significativo que Florence tenga el cabello rubio platino.
—No veo por qué. Cientos de chicas lo tienen. Mi querido Stilton, pregúntate a ti mismo si es probable que Florence se encontrara en un club nocturno como el… ¿Cómo has dicho que se llamaba?
—No lo he dicho. Pero creo que se llamaba La Ostra Moteada.
—Ah, sí. Lo conozco de oídas. Un lugar no muy recomendable, según tengo entendido. Es absolutamente increíble que Florence visitara un tugurio como ése. ¿Una chica exigente e intelectual como ella? No, no.
Reflexionó. Me pareció que comenzaba a dudar.
—Anoche me pidió que la llevara a un club nocturno —dijo—. Me explicó que necesitaba material para su libro.
—Y supongo que tú te negarías, ¿verdad?
—No, en realidad le dije que sí. Pero luego tuvimos aquel pequeño problema, así que, claro, la cosa quedó descartada.
—Y ella, claro, se fue a casa a acostarse. ¿Qué otra cosa haría una muchacha inglesa pura y dulce? Me asombra que puedas suponer siquiera por un instante que sea capaz de ir a uno de esos dudosos establecimientos sin tu compañía. Y menos a un lugar donde, si he entendido bien tu relato, escuadrones de policías persiguen sin cesar a chicas de cabello rubio platino de un lado a otro, y sin duda ocurren cosas peores a medida que avanza la oscura noche. No, Stilton, desecha estos pensamientos, que, si me permites decirlo, son indignos de ti, y… Ah, aquí está Jeeves —exclamé, comprobando con alivio que el excelente personaje, que acababa de entrar sigilosamente, portaba la familiar coctelera—. ¿Qué tenemos aquí, Jeeves? ¿Alguno de sus especiales?
—Sí, señor. Se me ocurrió que al señor Cheesewright tal vez podría apetecerle un refresco.
—Es precisamente lo que ahora le conviene. No te acompañaré, Stilton, porque, como ya sabes, a causa del próximo torneo de dardos estoy siguiendo un régimen más o menos estricto, pero debo insistir en que pruebes una de estas soberbias mezclas de Jeeves. Has estado inquieto… preocupado… perturbado… y restaurará tu armonía. Oh, a propósito, Jeeves.
—¿Señor?
—No sé si recordará que anoche, cuando llegué a casa tras mi charla con el señor Cheesewright en Los Zánganos, le dije que me iba de cabeza a la cama con un libro para el perfeccionamiento del carácter.
—Ciertamente, señor.
—El misterio del cangrejo de río rosado, ¿no era eso?
—Precisamente, señor.
—Y creo que dije algo en el sentido de que esperaba con impaciencia el momento de sumergirme en la lectura.
—Según recuerdo, señor, éstas fueron sus palabras exactas. Estaba, dijo usted, aguardando con impaciencia el momento de acurrucarse con el volumen en cuestión.
—Gracias, Jeeves.
—No hay de qué, señor.
Se retiró con el mismo sigilo y yo me volví hacia Stilton, abriendo los brazos en una especie de anchuroso ademán. Supongo que en mi vida he estado más cerca de exclamar «¡Voilá!».
—¿Has oído? —pregunté—. Si eso no me deja sin una mancha en mi carácter, es difícil ver sin qué me deja. Pero permíteme que te sirva tu especial. Lo encontrarás extraordinario y tonificante.
Una característica muy curiosa de estos especiales de Jeeves, que ha sido comentada por numerosos parrandistas, es que, si bien despiertan el tigre dormido que hay en uno, como ya he indicado antes, también ejercen el efecto contrario. Es decir, si el tigre que hay en uno no está dormido, sino al contrario, bien despierto y pidiendo guerra, los especiales de Jeeves lo adormecen. Llega uno como un león, se toma su vasito y sale como un cordero. Imposible de explicar, desde luego. Uno sólo puede hacer constar el hecho.
Y eso mismo sucedió con Stilton. En su fase anterior al especial se había mostrado de lo más encolerizado, capaz de traiciones, estratagemas y expolios, como dijo alguien, y bajo mi propia mirada se había convertido en un hombre mejor y más benévolo. Mediada la copa inicial, reconocía del modo más amistoso que había sido injusto conmigo. Yo podía ser el asno más consumado que jamás hubiera escapado @a la atención de los buscadores de talentos de Colney Hatch, observó, pero era evidente que no había llevado a Florence a La Ostra Moteada. Y suerte tenía por no haberlo hecho, añadió, pues en caso contrario me hubiera roto la espalda en tres sitios. En resumen, todo de lo más amigable y cordial.
—Retrocediendo a la primera parte de nuestra conversación, Stilton —señalé, cambiando de tema tras haber coincidido ambos en que su tilo Joseph era un mentecato estrábico que haría bien en consultar a un buen oculista—, me he dado cuenta de que, al hablar de Florence, utilizabas la expresión «mi prometida». ¿Debo deducir de ello que la paloma dé la paz ha hecho una rápida aparición después de nuestro encuentro de anoche? El compromiso roto, ¿ha sido renovado?
Asintió con la cabeza.
—Sí —respondió—. He hecho ciertas concesiones y cedido en ciertos puntos. —En este momento, su mano se movió automáticamente hacia el labio superior y una expresión de dolor cruzó por su rostro—. Esta mañana nos hemos reconciliado.
—¡Espléndido!
—¿Te alegras?
—Por supuesto.
—¡Ja!
—¿Eh?
Me miró fijamente.
—Wooster, no me vengas a mí con ésas. Sabes muy bien que estás enamorado de ella.
—Absurdo.
—¡Sí, sí, absurdo! No creas que puedes engañarme. Adoras a esa chica, y aún sigo inclinado a creer que todo este asunto del bigote ha sido una vil conspiración por tu parte con el único fin de robármela. Bien, yo sólo te digo que si alguna vez te sorprendo halagándola ladinamente y tratando de enajenar sus afectos, te romperé la espalda en cuatro sitios.
—Creo que antes has dicho tres.
—No, cuatro. No obstante, me alegra poder decirte que permanecerá algún tiempo fuera de tu alcance. Se va hoy mismo a visitar a tu tía, la señora Travers, en Worcestershire.
Es curioso cómo una palabra al descuido puede provocar la ruina de uno. Estuve muy cerca de responder, «Sí, ya me lo ha dicho», cosa que, por supuesto, habría sido fatal. En el último instante, logré sustituirlo por un «¿Ah, sí?».
—Conque se va a Brinkley, ¿eh? ¿Y tú también?
—La seguiré dentro de unos días.
—¿No vas con ella?
—Piensa con la cabeza. No supondrás que tengo intención de presentarme en público durante las fases iniciales de crecimiento de ese maldito bigote en que ella insiste. Permaneceré confinado en mis aposentos hasta que esta cosa infame haya empezado a brotar un poco. Adiós, Wooster. ¿Recordarás lo que he dicho de tu espalda?
Le aseguré que lo tendría presente, y él apuró su especial y se fue.