Pasé la noche en lo que se denomina cautiverio vil, y a primera hora de la mañana siguiente fui arrastrado al banquillo del tribunal policial de la calle Vinton, acusado de resistencia a la autoridad y de obstaculizar a un agente de la ley en el cumplimiento de sus deberes, lo cual se me antoja una forma bastante limpia de expresarlo. Estaba sumamente hambriento y necesitaba un afeitado.
Era la primera vez que me relacionaba con el tipo de la calle Vinton, ya que hasta entonces siempre había frecuentado a su competidor de la calle Bosher, pero Barmy Fotheringay-Phipps, que le fue presentado el día uno de enero de cierto año, me había asegurado que era un hombre a evitar en la medida de lo posible, y la verdad de esta afirmación se me hizo patente con la mayor claridad. Mientras escuchaba al policía que narraba el desarrollo de los acontecimientos, me pareció que Barmy, al describir a este Solón como un huevo de veinte minutos con muchas de las cualidades menos halagüeñas de un alto funcionario de la Inquisición española, había suavizado más que exagerado los hechos.
El aspecto del viejo cascarrabias no me gustaba en absoluto. Su actitud era austera, y a medida que avanzaba la narración, su rostro, severo de por sí, se oscurecía y se endurecía en una expresión de amenaza. No cesaba de dirigirme fugaces miradas de soslayo a través de sus quevedos, y hasta el ojo menos perspicaz hubiera podido advertir que el agente se llevaba toda la simpatía del público y que el ciudadano llamado a representar el papel de Malo en esta obra era el prisionero Gadsby. Experimenté la sensación cada vez más intensa de que el prisionero Gadsby iba a recibirla en toda la cresta, y suerte tendría si no terminaba en la Isla del Diablo.
No obstante, cuando la cuestión del j’accuse hubo concluido y se me preguntó si tenía algo que decir, procuré mostrarme a la altura. Reconocí que en la ocasión de que estábamos charlando había extendido una pierna, provocando así que el agente cayera base sobre vértice, pero aduje que se había tratado de un simple accidente sin la menor arriére-pensée por mi parte. Expliqué que, tras una prolongada estancia en la mesa, me sentía algo anquilosado y solamente había querido relajar los músculos de la pierna.
—Ya sabe usted que a veces uno necesita un estirón —concluí.
—Me siento muy inclinado a dárselo —respondió el magistrado—. Una larga condena[2].
Reconociendo acertadamente el rasgo de humor, proferí una amistosa carcajada para demostrar que mi corazón estaba del lado bueno, y al momento un quídam entremetido gritó «¡Silencio!» Traté de explicar que el agudo ingenio de su señoría me había hecho desternillar de risa, pero el tipo volvió a hacerme callar, y su señoría pasó de nuevo al primer plano.
—No obstante —añadió, ajustándose los quevedos—, en consideración a su juventud, voy a mostrarme clemente.
—¡Oh, magnífico! —exclamé.
—Una multa[3] —replicó la otra mitad del número cómico, que parecía conocer todas las respuestas—, exactamente. Diez libras. El siguiente caso.
Pagué mi deuda con la sociedad y salí a la calle.
Cuando llegué al viejo hogar, Jeeves estaba ganándose el sobre semanal atareado en alguna faena doméstica. Me miró, enarcando una inquisitiva ceja, y consideré que le debía una explicación. Sin duda le había sorprendido descubrir que mi habitación estaba vacía y que no había dormido en mi cama.
—Anoche tuve un ligero contratiempo con los esbirros de la ley, Jeeves —le informé—. Una repetición de esa historia de «Eugene Aram marchó entre dos corchetes con grillos en las muñecas».
—¿De veras, señor? Es muy enojoso.
—Sí, no me gustó mucho, pero el magistrado, con quien acabo de comentar el asunto, se lo ha pasado de maravilla. He llevado un rayo de sol a su monótona existencia, no cabe duda. ¿Sabía que estos magistrados son unos hábiles humoristas?
—No, señor. Este dato había escapado a mi atención.
—Piense en Groucho Marx y se hará una idea. Un chiste detrás de otro, y todos a costa mía. Yo hacía el papel de comparsa, y debo decir que la experiencia me ha parecido de lo más desagradable, sobre todo teniendo en cuenta que no había consumido un desayuno que un gastrónomo digno de este nombre pudiera llamar desayuno. ¿Ha pasado alguna vez la noche en chirona, Jeeves?
—No, señor. En este sentido, puedo considerarme afortunado.
—Es algo que abre extraordinariamente el apetito. Así que ponga manos a la obra, si no le importa, y afánese con la sartén. ¿Tenemos huevos en la casa, supongo?
—Sí, señor.
—Necesitaré unos cincuenta, fritos, con quizás el mismo número de libras de bacón. Y también tostadas. Probablemente bastará con cuatro hogazas de pan, pero esté preparado para añadir más en caso necesario. Y no olvide el café, digamos dieciséis cafeteras.
—Muy bien, señor.
—Y después de eso —añadí, con un toque de amargura—, supongo que saldrá corriendo hacia el Ganímedes Junior para anotar este problemilla en el libro del club.
—Me temo que no tengo alternativa, señor. El artículo once es muy estricto.
—Bien, si debe hacerlo, debe hacerlo, supongo. No querría que lo arrastraran al interior de un círculo de mayordomos y le arrancaran los botones. Ese libro del club, Jeeves… ¿Está absolutamente seguro de que en la C no hay algo sobre Cheesewright?
—Nada más que lo que le indiqué anoche, señor.
—¡Y de mucho me sirve! —exclamé, malhumorado—. No me importa decirle, Jeeves, que este Cheesewright se ha convertido en una amenaza.
—¿De veras, señor?
—Yo albergaba la esperanza de que pudiera usted encontrar algo en el libro del club que me permitiera quitar la pólvora a sus cañones. Pero si no puede ser, no puede ser, naturalmente. Muy bien, apresúrese y tráigame ese desayuno.
En la cama dé tablones que la Gestapo de la calle Vinton había juzgado oportuno disponer para uso de sus clientes sólo había podido dormir de manera intermitente, así que, tras ingerir una copiosa colación, me deslicé entre las sábanas. Como Rollo Beaminster, quería olvidar. Debía de ser bien pasada la hora del almuerzo cuando el timbre del teléfono me arrancó de mi sopor. Sintiéndome considerablemente refrescado, me enfundé una bata y acudí al aparato.
Era Florence.
—¿Bertie?
—¿Hola? Creía que habías dicho que hoy te ibas a Brinkley.
—Ahora mismo salgo. He llamado para preguntarte cómo te fue anoche, después de que yo me fuera.
Solté una risa sin alegría.
—No demasiado bien —respondí—. Las fuerzas del orden me llevaron detenido.
—¡Cómo! Pero si dijiste que no te arrestaban.
—No lo hacen. Pero lo hicieron.
—Y ahora, ¿estás bien?
—Bueno, tengo un aspecto demacrado.
—Pero no lo entiendo. ¿Por qué te detuvieron?
—Es una larga historia. Abreviándola en lo esencial, advertí que sentías grandes deseos de irte, de manera que, al ver que un polizonte salía en pos de ti con las peores intenciones, extendí la pierna para hacerle la zancadilla, con lo que perdió todo interés en el caso.
—¡Santo Dios!
—Me pareció la política más prudente a seguir. Un instante más y te habría atrapado por el fondillo de los pantalones, y, por supuesto, no podemos consentir este tipo de cosas. El resultado del asunto fue que pasé la noche encerrado en una celda y tuve una mañana bastante difícil con el magistrado del tribunal policial de la calle Vinton. Con todo, estoy recuperándome la mar de bien.
—¡Oh, Bertie! —Profundamente conmovida, en apariencia, me agradeció profusamente mi gesto y yo le dije que no valía la pena mencionarlo. A continuación, dio una boqueada repentina como si hubiera recibido un puñetazo sobre el tercer botón del chaleco—. ¿Has dicho la calle Vinton?
—En efecto.
—¡Oh, Dios mío! ¿Sabes quién era ese magistrado?
—No sabría decirle. No intercambiamos nuestras tarjetas. Nosotros, los muchachos del banquillo, le llamamos su señoría.
—¡Es el tío de D’Arcy!
Solté una interjección. La noticia me había sorprendido no poco.
—¡No lo dirás en serio!
—Sí.
—¡Cómo! ¿El aficionado a la sopa?
—Sí. ¡Imagínate si, después de haber cenado con él anoche, me presento esta mañana ante él en el tribunal!
—Muy embarazoso. Sería difícil saber qué decir.
—D’Arcy nunca me lo habría perdonado.
—¿Qué?
—Hubiera roto el compromiso.
No acabé de entender bien.
—¿Qué quieres decir?
—¿Qué quiere decir qué?
—¿Qué quiere decir que hubiera roto el compromiso? Yo pensaba que ya estaba roto.
Emitió lo que creo suele describirse como una risa chispeante.
—Oh, no. Me ha telefoneado esta mañana y ha bajado del burro. Y yo le he perdonado. Hoy mismo empieza a dejarse crecer el bigote.
Experimenté un profundo alivio.
—Bueno, eso es espléndido —respondí, y cuando ella me dedicó un «Oh, Bertie» y yo le pregunté a qué venía ese «Oh, Bertie», me explicó que estaba impresionada por el hecho de que yo fuera tan caballeroso y generoso.
—En tu lugar, sintiendo lo que sientes por mí, muy pocos hombres se comportarían como tú lo haces.
—Tienes toda la razón.
—Me siento muy conmovida.
—No pienses más en ello. Así que la cosa ha quedado arreglada, ¿eh?
—Sí. Conque procura no susurrarle ni una palabra a D’Arcy acerca de que anoche estuve en ese lugar contigo.
—Claro que no: —D’Arcy es celosísimo.
—Exactamente. Nunca debe saberlo.
—Nunca. Vaya, si se enterase siquiera de que ahora mismo estoy hablando por teléfono contigo, le daría un ataque.
Estaba a punto de reírme en tono indulgente y responder que esto era lo que Jeeves denomina una contingencia remota, porque cómo diantre iba él a enterarse jamás de que habíamos estado echando unos párrafos, cuando mis ojos se sintieron atraídos por un objeto voluminoso justo al borde de mi campo visual. Tras desplazar lateralmente la vieja calabaza cosa de unos cinco centímetros, pude constatar que el susodicho objeto voluminoso era la corpulenta figura de G. D’Arcy Cheesewright. No había oído sonar el timbre de la puerta y no lo había visto entrar, pero no cabía la menor duda de que estaba allí, merodeando una vez más por el lugar como un espectro residente.