V

Ignoro a qué se debe, pero últimamente no soy hombre de ir mucho a clubes nocturnos. El peso de los años, supongo. Sin embargo, aún sigo siendo socio de una media docena de ellos, entre los que se cuenta este La Ostra Moteada donde había indicado a Jeeves que me reservara una mesa.

El viejo local había conocido una existencia bastante inquieta desde la fecha en que había acudido por primera vez, y de cuando en cuando recibo una nota cortés de los propietarios donde me informan de que ha vuelto a cambiar de nombre y dirección una vez más. Cuando hicieron una redada en El Queso Febril, se convirtió en El Límite Congelado, y cuando hicieron una redada en El Límite Congelado, ostentó durante algún tiempo, entre nieve y hielo, la extraña divisa de La Gamba Sorprendida. De ahí a La Ostra Moteada, por supuesto, sólo había un paso. En mi acalorada juventud había pasado no pocas veladas placenteras bajo su techo, en sus diversas encarnaciones, y calculé que, si conservaba algo remotamente parecido a su vieja forma, debería de ser lo bastante vulgar para complacer a Florence. Tal como yo lo recordaba, más bien tenía a gala su vulgaridad. Por eso los polizontes siempre estaban haciendo redadas.

Me presenté en su piso a las once y media y la encontré de un humor sombrío, los labios comprimidos, los ojos inclinados a contemplar el espacio con una especie de brillo helado. No cabe duda de que algo por el estilo es siempre la consecuencia de una brusca riña con la media naranja. Durante el recorrido en taxi se mantuvo prácticamente tan silenciosa como una tumba, y por la manera en que su pie no cesó de golpear el suelo del vehículo comprendí que estaba pensando en Stilton, y aunque, desde luego, me sería imposible decir si lo hacía con angustia de espíritu o no, me parecía lo más probable. Mientras la seguía al interior del local, en conjunto me sentía optimista. Me parecía que, con un poco de suerte, lograría coronar con éxito la tarea que yacía ante mí, a saber, suavizarla con palabras bien escogidas y sacar a la superficie sus mejores cualidades.

Cuando tomamos asiento y miré a mi alrededor, debo confesar que, para el propósito que me animaba, hubiera preferido unas luces más tenues y un tout ensemble más romántico, si es tout ensemble la expresión que quiero decir. También habría podido prescindir del intenso olor a arenques ahumados que impregnaba el establecimiento como una neblina. Pero contra estos inconvenientes podía oponerse el hecho de que arriba en el escenario, donde estaba la orquesta, un hombre con vegetaciones adenoideas cantaba ante un micrófono, y, como todos los hombres que hoy en día cantan ante un micrófono, derramaba a paladas un material bien calculado para derretir el corazón más duro.

Es curioso. Conozco a uno o dos compositores de canciones y los cuento entre los más joviales de mis conocidos, siempre dispuestos a sonreír y llenos de salidas graciosas y cosas así. Pero en el momento en que aplican la pluma al papel, nunca dejan de adoptar el punto de vista lúgubre. Me refiero a todas esas historias de «Nos estamos distanciando y me rompes el corazón». La cuestión que este pájaro nos exponía a través del micrófono tenía que ver con un tipo que lloraba sobre su almohada porque la chica a la que amaba iba a casarse al día siguiente, pero, y ahí estaba el quid o la pega, no con él. Eso no le gustaba. Contemplaba la situación con pesadumbre. Y el del micrófono extraía hasta la última gota de jugo de este planteamiento.

Algunos individuos, no cabe duda, habrían aprovechado este sentimentalismo empalagoso para zambullirse sin tardanza en lo que Jeeves denomina medias res, pero yo, con mi astucia, sabía que a estas cosas se les ha de dar tiempo para que hagan su efecto. Así pues, tras pedir arenques y una botella de lo que probablemente resultaría ser matarratas, inicié la conversación en un tono más comedido, preguntándole qué tal iba su nueva novela. A los escritores, sobre todo cuando son mujeres, les gusta que uno esté bien informado al respecto.

Ella me contestó que iba muy bien, pero no deprisa, porque trabajaba despacio y minuciosamente, reflexionaba bastante entre párrafo y párrafo y no regateaba esfuerzos para encontrar la palabra precisa que expresara exactamente lo que deseaba decir. Igual que Flaubert, añadió, y yo le dije que, en mi opinión, iba por el buen camino.

—Éstos —le expliqué— fueron más o menos mis métodos cuando escribí aquella cosa para el Boudoir.

Me refería a ese semanario para personas de buena crianza, Milady’s Boudoir, del que mi tía Dahlia es la cortés y popular propietaria. Viene editándolo desde hace unos tres años, para mayor desazón de tío Tom, su marido, que debe hacer frente a las facturas. A petición de ella, en cierta ocasión contribuí con un artículo —o una «pieza», como decimos los periodistas— titulada «Lo que lleva hoy el hombre bien vestido».

—Así que mañana te marchas a Brinkley —proseguí—. Te gustará. Aire puro, caminos de grava, buena compañía, la cocina de Anatole y todo eso.

—Sí. Y, naturalmente, será magnífico conocer personalmente a Daphne Dolores Morehead.

El nombre me resultó nuevo.

—¿Daphne Dolores Morehead?

—La novelista. Estará allí. Admiro muchísimo su obra. Y, a propósito, he visto que está haciendo un serial para el Boudoir.

—¿Ah, sí? —dije, intrigado. A uno siempre le gusta estar al tanto de las actividades de sus colegas escritores.

—Debe de haberle costado una fortuna a tu tía. Daphne Dolores Morehead es espantosamente cara. No recuerdo cuánto cobra por millar de palabras, pero es una cifra enorme.

—La revista debe ir viento en popa. —Eso supongo.

Habló con indiferencia, como si hubiera perdido todo interés por el Milady’s Boudoir. Sin duda sus pensamientos estaban de nuevo con Stilton. Paseó una mirada apática por la sala, que había comenzado a llenarse. La pista de baile estaba abarrotada de espantosos saltarines de ambos sexos.

—¡Qué gente más horrible! —comentó—. Debo decir que me sorprende que estés familiarizado con esta clase de lugares, Bertie. ¿Son todos así?

Sopesé la pregunta.

—Bueno, algunos son mejores y otros son peores. Yo diría que éste viene a ser un término medio. Vulgar, desde luego, pero dijiste que querías un sitio vulgar.

—Oh, si no me quejo. Podré tomar algunas notas útiles. Es exactamente el tipo de establecimiento al que había imaginado que Rollo acudía aquella noche.

—¿Rollo?

—El héroe de mi novela. Rollo Beaminster.

—Ah, ya entiendo. Sí, naturalmente. A correrse una juerguecita, ¿eh?

—Estaba de un humor turbulento. Fiero. Desesperado. Acababa de perder a la muchacha que amaba.

—¡Qué me dices! —exclamé—. Cuéntame más.

Hablé con animación y energía, pues, dígase lo que se diga de Bertram Wooster, nunca podrá decirse que no reconoce su apunte cuando lo oye. Dadle la entrada y él hará lo demás. Me preparé la laringe. Para entonces, ya habían llegado los arenques y la botella, y tomé un bocado de los primeros y un sorbo de la segunda. Sabía a loción capilar.

—Lo que dices me interesa extrañamente —le aseguré—. Conque perdió a la muchacha que amaba, ¿no es eso?

—Le dijo que no quería volver a verlo ni hablar con él nunca más.

—Bien, bien. Eso siempre es un duro golpe para un muchacho.

—Así que se mete en un club nocturno de baja estofa. Está tratando de olvidar.

—Pero apuesto a que no lo consigue.

—No, es inútil. Contempla el bullicio chillón y vulgar que le rodea y se da cuenta de cuán vacío es todo eso. Creo que podré utilizar a aquel camarero de allí para la escena del club nocturno, el de los ojos acuosos y el grano en la nariz —concluyó, anotando unas palabras en el dorso del menú.

Me fortifiqué con una tragantada de la sustancia inidentificable contenida en la botella y me dispuse a soltarle mi discurso.

—Siempre es un error —comencé, haciéndome el comprensivo hombre de mundo— eso de que el fulano pierda a la chica, y viceversa, si es ésta la palabra que quiero decir, que la chica pierda al fulano. No sé qué pensarás tú del asunto, pero, tal como yo lo veo, es una tontería dar el pasaporte al hombre de tus sueños por un simple quítame allá esas pajas. Un beso y a reconciliarse, es lo que yo digo siempre. Esta noche he visto a Stilton en Los Zánganos —añadí, yendo directo al grano.

Se puso rígida y engulló un discreto bocado de arenque. Su voz, cuando el lote hubo pasado por la escotilla y ella quedó en condiciones de hablar, era fría y metálica.

—¿Ah, sí?

—Estaba de un humor turbulento.

—¿Ah, sí?

—Fiero. Desesperado. Contempló el salón de fumar de Los Zánganos y noté que se daba cuenta de cuán vacío era ese salón de fumar.

—¿Ah, sí?

Bien, supongo que si hubiera llegado alguien en ese momento y me hubiese preguntado «Hola, Wooster, ¿cómo va la cosa? ¿Estás haciendo progresos?», habría tenido que responder negativamente. «Ninguno perceptible, Wilkinson», o Banks, o Smith, o Knatchbull-Huguessen, o cualquiera hubiera sido su apellido, así habría debido responderle. Tenía la incómoda sensación de haberme metido en una situación embarazosa. No obstante, perseveré.

—Sí, se hallaba en un estado lamentable. Me dio la impresión de que no haría falta mucho para que decidiera marcharse a las Montañas Rocosas a cazar osos grises. No es una idea muy alegre.

—¿Si a uno le gustan los osos grises, quieres decir?

—Yo pensaba más bien si a uno le gustan los Stiltons.

—A mí, no.

—¿Oh? Bueno, ¿y si se alistara en la Legión Extranjera?

—Me compadecería de la Legión.

—Pero no te gustaría imaginártelo avanzando penosamente por la arena ardiente, mientras los rifeños o como se llamen disparan contra él desde todas direcciones.

—Sí que me gustaría. Si viera a un rifeño tratando de disparar contra D’Arcy Cheesewright, le sostendría el sombrero y le susurraría palabras de aliento.

Una vez más, tuve la sensación de no estar haciendo progresos. Su expresión, observé, era fría y dura, igual que mi arenque ahumado, al que había descuidado un tanto durante esta conversación, y comencé a comprender cómo debían de sentirse esos pájaros de las Sagradas Escrituras después de su sesión con la víbora sorda. He olvidado los detalles, aunque una vez gané un premio en mi escuela privada por Conocimiento de las Escrituras, pero recuerdo que después de bregar y darse un tute para encantarla, después de caer rendidos de cansancio, nada sacaban en limpio. Es lo que suele suceder con las víboras sordas, según tengo entendido.

—¿Conoces a Horace Pendlebury-Davenport? —pregunté, tras una pausa bastante prolongada durante la cual nos dedicamos a nuestros arenques respectivos.

—¿El que se casó con Valerie Twistleton?

—El mismo. El antiguo campeón de dardos del Club Los Zánganos.

—Lo conozco. Pero ¿por qué lo sacas a relucir?

—Porque sirve de moraleja y adorna el relato. Durante su período de noviazgo con Valerie, tuvieron una querella de calibre comparable a la que se ha producido entre Stilton y tú, y estuvieron a punto de romper para siempre.

Me dirigió una mirada helada.

—¿Es necesario que hablemos del señor Cheesewright?

—Yo lo veo como el gran tema de esta noche.

—Pues yo no, y creo que me iré a casa.

—Oh, todavía no. Quiero hablarte de Horace y Valerie. Tuvieron fa querella que he mencionado y, como digo, podrían haber roto para siempre de no haberse reconciliado gracias a los buenos oficios de una mujer que, según dice Horace, tenía aspecto de criar perros cocker spaniels. Esta mujer les contó una historia conmovedora que derritió sus corazones. Les dijo que en otro tiempo había amado a un fulano y que riñó con él por una fruslería, y entonces él giró en redondo y se marchó a la Federación de Malasia, donde se casó con la viuda de un plantador de caucho. Y, desde entonces, la mujer no dejó de recibir todos los años un sencillo ramillete de violetas blancas con una nota que rezaba: «Hubiera podido ser». No te gustaría que a Stilton y a ti os sucediera lo mismo, ¿verdad?

—Me encantaría.

—¿No te hiere el corazón pensar que en este mismo instante puede estar recorriendo las oficinas de las compañías navieras para informarse sobre las próximas salidas hacia la Federación de Malasia?

—A estas horas estarán cerradas.

—Bueno, mañana a primera hora, entonces.

Dejó el cuchillo y el tenedor y me dedicó una extraña mirada.

—Bertie, eres extraordinario —declaró.

—¿Eh? ¿Por qué extraordinario?

—Por todas estas tonterías que estás diciendo para que me reconcilie con D’Arcy. No es que no te admire por ello. Lo encuentro maravilloso por tu parte. Ya lo dice todo el mundo, que aunque tienes un cerebro como el de un pavo real, eres el alma misma de la amabilidad y la generosidad.

Bien, yo aquí me hallaba en desventaja debido a la circunstancia de que, al nunca haber conocido un pavo real, era incapaz de juzgar la calidad de la inteligencia de estas aves, pero Florence había hablado como si anduvieran un poco escasas de materia gris, y me disponía a preguntarle quién diablos era «todo el mundo» cuando prosiguió:

—Tú querrías casarte conmigo, ¿verdad?

Tuve que ingerir otro sorbo de la sustancia de la botella antes de poder decir palabra. Una de esas preguntas difíciles de responder.

—Oh, sí, claro —contesté, pues estaba decidido a que la velada fuera un éxito—. Desde luego: ¿Y quién no?

—Y, aun así, tú…

No pasó de la palabra «tú», pues en esta coyuntura, y con toda la brusquedad con que siempre suceden estas cosas, empezó una redada en el local. La orquesta paró de tocar en mitad de un compás. Un silencio repentino cayó sobre la sala. Hombres de mandíbula prominente se repartieron estratégicamente entre las mesas, y uno de ellos, que parecía capitanear el equipo, se situó en él centro y con una voz como una sirena de niebla ordenó que nadie se moviera de su asiento. Recuerdo haber pensado que había sido una intervención muy bien calculada, ya que irrumpieron precisamente cuando la conversación acababa de tomar un giro desagradable y amenazaba volverse de lo más embarazosa. He oído decir cosas muy duras contra el cuerpo de policía londinense —especialmente a Catsmeat Potter-Pirbright y algunos otros, en la mañana siguiente a la regata entre Oxford y Cambridge—, pero un hombre con sentido de la justicia debía reconocer que en ciertas ocasiones daban muestras de un tacto en absoluto desdeñable.

No me sentí alarmado, por supuesto. Había pasado por experiencias semejantes con relativa frecuencia, como suele decirse, y sabía qué iba a suceder. Así que, al constatar que mi invitada estaba haciendo una buena imitación de un gato sobre un ladrillo al rojo, me apresuré a disipar sus temores.

—No te preocupes —le dije—. Nada hay aquí por lo que verter lágrimas, nada por lo que gemir ni golpearse el pecho —añadí, utilizando una frase de Jeeves que me vino a la memoria—. Todo está perfectamente en orden.

—Pero ¿no van a arrestarnos?

Me reí jovialmente. ¡Estos novicios!

—Absurdo. No existe el menor peligro de ello.

—¿Cómo lo sabes?

—Estoy acostumbrado a estas cosas. Te resumiré el procedimiento en cuatro palabras. Nos rodean y nos llevan ordenadamente a comisaría en camionetas sin distintivos. Allí nos congregamos en la sala de espera y damos nuestros nombres y direcciones, tomándonos cierta libertad en cuanto a los detalles concretos. Yo, por ejemplo, generalmente suelo llamarme Ephraim Gadsby, de Los Geranios, avenida del Jubileo, Streatham Common. No sé por qué. Un simple capricho. Tú, si te dejas guiar por mí, serás Matilda Bott, del 365 de la avenida Churchill, East Dulwich. Una vez concluidas estas formalidades, quedaremos en libertad de retirarnos, dejando que el propietario haga frente a la pavorosa majestad de la justicia.

No quiso tranquilizarse. El parecido a un gato sobre ladrillos al rojo se hizo más pronunciado. Aunque el tipo de la sirena de niebla había dado instrucciones para que no nos moviéramos del asiento, se incorporó de un salto como si en el suyo hubiera una tachuela.

—Estoy segura de que no va a ser así.

—Así será, si no han cambiado las reglas.

—Tendremos que presentarnos ante un juez.

—No, no.

—Bien, pues lo que es yo no pienso correr ese riesgo. Buenas noches.

Y abandonando ágilmente su lugar se abalanzó hacia la puerta de servicio, que no quedaba muy lejos de nuestra mesa. Y un policía cercano, aullando como un sabueso, se lanzó en su persecución.

Si actué o no con prudencia en estas circunstancias es una cuestión sobre lo que nunca he logrado decidirme. A veces pienso que sí, considerando que el Caballero Bayard en mi lugar habría hecho lo mismo, y a veces creo que no. Lo que ocurrió, explicado brevemente, fue que cuando el gendarme se acercaba al galope, yo extendí una de mis piernas, a consecuencia de lo cual se dio el porrazo de su vida. Florence desapareció, y el guardián de la paz, tras quitarse la bota izquierda de la oreja derecha, donde había quedado temporalmente atascada, se puso de pie y me anunció que estaba detenido.

Como en el momento de decirlo me tenía cogido por el cogote con una mano y por los fondillos de los pantalones con la otra, no vi ningún motivo alguno para dudar de su honrada palabra.