Este Cheesewright, tal vez habría debido mencionarlo antes, es un pollo que desde la misma cuna se ha dedicado asiduamente al ejercicio acuático. Fue capitán de los botes en Eton. Remó cuatro años para Oxford. Todos los veranos se pierde de vista durante la celebración de la regata Henley y transpira copiosamente con sus compañeros de embarcación en favor del Leander Club. Y si alguna vez visita Nueva York, no me cabe la menor duda de que dilapidará una fortuna navegando en bote por el lago de Central Park a veinticinco centavos el viaje. Sólo en contadas ocasiones el remo se aparta de su mano.
Bien, nadie puede hacer una cosa así sin desarrollar las fibras y los tendones, y todo este ajetreo de galeote lo ha dejado extraordinariamente robusto. Su pecho es ancho y en forma de barril, y los músculos de sus atezados brazos tan fuertes como flejes de hierro. Recuerdo que Jeeves se refirió en cierta ocasión a un conocido suyo diciendo que su fuerza era como la fuerza de diez, y esta descripción habría convenido admirablemente a Stilton. Tiene todo el aspecto de un luchador profesional.
Como soy un tipo bastante amplio de miras y comprendo que en el mundo ha de haber de todo, hasta el momento había contemplado esta corpulencia suya con amable tolerancia. Tal como yo lo veo, si hay fulanos que quieren ser corpulentos, que sean corpulentos. Que les aproveche, digo yo. Lo que no me gustaba nada en el momento de entrar en máquinas era el hecho de que, además de rebosar músculo en todas direcciones, me estaba contemplando airadamente de un modo sumamente siniestro, con todo el aire de uno de esos Locos del Hacha que siempre van por ahí Asesinando a Seis. Resultaba evidente que se hallaba muy agitado por algún motivo, y no exageraría ni un ápice si dijera que, cuando vi su mirada, me encogí en el sillón.
Creyendo que su desazón respondía a las circunstancias en que me había sorprendido, restaurando los tejidos con unos sorbos de la sustancia apropiada, iba a explicarle que el elixir que sostenía en mi mano era puramente medicinal y me había sido recomendado por un eminente doctor de la calle Harley, cuando exclamó:
—¡Ojalá pudiera tomar una decisión!
—¿Qué decisión, Stilton?
—Si rompo tu sucio cuello o no.
Me encogí un poco más. Todo parecía indicar que me hallaba a solas en el desierto salón de fumar con un lunático homicida. Se trata de un tipo de lunático que me disgusta especialmente, y el lunático homicida que menos me gusta de todos es el que tiene un pecho de barril y los bíceps en proporción. Sus dedos, advertí, estaban retorciéndose, cosa que siempre es mala señal. «Ay, quién tuviera alas como una paloma» resume adecuadamente mis sentimientos mientras procuraba no fijarme en sus dedos.
—¿Romper mi sucio cuello? —pregunté, tratando de obtener mayor información—. ¿Por qué?
—¿No lo sabes?
—Ni idea.
—¡Ja!
En este punto hizo una pausa para desalojar una mosca que había penetrado por la ventana abierta y se había enredado entre sus cuerdas vocales. Tras lograr su propósito, prosiguió:
—¡Wooster!
—Aquí estoy, viejo amigo.
—Wooster —repitió Stilton, y si no estaba rechinando los dientes es que no reconozco un rechinar de dientes cuando lo veo—, ¿qué idea se oculta tras ese bigote tuyo? ¿Por qué te lo has dejado?
—Bueno, eso es un poco difícil de explicar, naturalmente. Uno tiene estos caprichos. —Me rasqué la barbilla unos instantes.
—¿Tenías algún motivo inconfesable? ¿Es parte de un plan sutil para robarme a Florence?
—¡Mi querido Stilton!
—Lo encuentro muy sospechoso. ¿Sabes lo que ha ocurrido hace un momento, cuando hemos salido de casa de mi tío?
—Lo siento, no. En este terreno me encuentro a oscuras.
Volvió a rechinar los dientes.
—Pues yo te lo diré. Acompañé a Florence a su casa en un taxi, y durante todo el trayecto no paró de extasiarse con ese bigote tuyo. Me daba náuseas escucharla.
Sopesé la idea de decir algo en el sentido de que todas las chicas son iguales y es de esperar que se entreguen a sus sencillos entusiasmos, pero decidí que sería mejor no hacerlo.
—Cuando descendimos ante su puerta y me di la vuelta tras pagar al taxista, descubrí que estaba mirándome fijamente, examinándome desde todos los ángulos, sus ojos clavados en mi cara.
—Eso ha debido gustarte, ¿verdad?
—Cierra la boca. No me interrumpas.
—Muy bien. Sólo quería decir que debe de haber sido bastante grato.
Permaneció unos instantes cavilando sombríamente. Fuera lo que fuese lo que se había dicho en aquélla plática de amantes, se notaba que el mero hecho de recordarlo le afectaba como una dosis dé sales.
—Al cabo de un momento… —comenzó, y se detuvo de nuevo, luchando con sus sentimientos—. Al cabo de un momento —prosiguió, tras recobrar el habla—, anunció que deseaba que yo también me dejara bigote. Dijo, y cito sus palabras, que cuando un hombre tiene una cara ancha y rosada y una cabeza como una calabaza, un pequeño adorno sobre el labio superior con frecuencia hace maravillas a efectos de aliviar la tensión. ¿Dirías tú que mi cabeza es como una calabaza, Wooster?
—De ninguna manera, viejo amigo. —¿No es como una calabaza?
—No, no es cómo una calabaza. Tal vez recuerde un poco a la cúpula de San Pablo.
—Bueno, pues ésta es la comparación que utilizó, y dijo que, si la dividía por la mitad con un mechoncillo de pelo, el alivio para peatones y tránsito rodado sería enorme. Está loca. Llevé bigote durante mi último año en Oxford y me daba un aspecto horrible. Casi tan aborrecible como el tuyo. ¡Aciago bigote! —exclamó, con gran sorpresa por mi parte, pues no suponía que conociera palabras cómo «aciago»—. «No me dejaría el bigote ni para complacer a un abuelo moribundo», repliqué. «Buen mamarracho parecería yo con bigote», le dije. «Es lo que pareces sin bigote», dijo ella. «Conque sí, ¿eh?», dije yo. «Sí, eso es», dijo ella. «¿Oh?», dije yo. «Sí», dijo ella. «¡Ja!», dije yo, y ella dijo «El Ja te lo quedas para ti».
Si hubiera añadido «Y te lo confitas», habría resultado más fuerte, desde luego, pero aun así debo decir que quedé bastante impresionado por el trabajo de Florence tal y como se apreciaba en este fragmento de diálogo. Me pareció cortante y atinado. Supongo que las chicas aprenden esta especie de esgrima verbal en sus escuelas femeninas. Y Florence, hay que tenerlo en cuenta, últimamente se había movido mucho por círculos bohemios —los estudios de Chelsea y los salones de la intelligentsia en Bloomsbury y lugares así—, donde las agudezas son siempre de alta categoría.
—Y así fue el asunto —añadió Stilton tras otra pausa para sus sombrías cavilaciones—. Una cosa llevó a la otra, cruzamos palabras acaloradas y, antes de que me diera cuenta, Florence me devolvió el anillo y dijo que me agradecería que le devolviera sus cartas tan pronto como me fuera posible.
Hice chascar la lengua. Me ordenó bastante bruscamente que no hiciera chascar la lengua, de manera que cesé de chascar la lengua y te expliqué que el motivo de que lo hubiera hecho así era que su trágico relato me había conmovido profundamente.
—Mi corazón sangra por ti —añadí.
—Conque sangra, ¿eh? —Profusamente.
—¡Ja!
—¿Acaso dudas de mi sinceridad?
—¡Vaya si dudó de tu infame sinceridad! Acabo de decirte que estoy intentando tomar una decisión, y lo que estoy intentando decidir es lo siguiente: ¿habías previsto que iba a pasar esto? Tu taimado y diabólico cerebro, ¿había calculado de antemano lo que tenía que suceder si te dejabas crecer el bigote y te exhibías con él ante Florence?
Traté de reírme a la ligera, pero ya saben lo que pasa con estas risas a la ligera, que no siempre salen como uno desearía. Incluso a mí me sonó más bien como un gargarismo.
—¿Estoy en lo cierto? ¿Fue ésta la idea que anidó en tu taimado y diabólico cerebro?
—Desde luego que no. Si a eso vamos, yo no tengo un cerebro taimado y diabólico.
—Jeeves sí. La idea pudo ser suya. ¿Fue Jeeves quien tejió esta red para mis pies?
—¡Mi querido amigo! Jeeves no teje redes para pies. Lo consideraría una libertad. Además, ya te he dicho que es la punta de lanza del movimiento que desaprueba mi bigote.
—Ya veo qué quieres decir. Sí, pensándolo me siento inclinado a absolver a Jeeves de toda complicidad. Los hechos indican que el plan se te ocurrió a ti solo.
—¿Hechos? ¿A qué hechos te refieres?
—Cuando estábamos en tu piso y dije que esperaba la llegada de Florence, advertí algo muy significativo: tu rostro se iluminó.
—No fue así.
—Perdona. Sé cuándo un rostro se ilumina y cuándo no. Pude ver en ti como en un libro abierto. Te dijiste, «¡Éste es el momento! ¡Ahora voy a sorprenderla!».
—De ninguna manera. Si mi rostro se iluminó, cosa que dudo mucho, fue únicamente porque razoné que en cuanto ella llegara tendrías que marcharte.
—¿Querías que me fuera?
—Sí. Estabas ocupando un espacio que me hacía falta para otros propósitos.
Era verosímil, desde luego, y pude ver que mis palabras hacían mella en él. Se pasó por la frente una mano como un jamón, deformada por los esfuerzos en el remo.
—Bien, tendré que reflexionar sobre el asunto. Sí, sí, tendré que reflexionar sobre el asunto.
—Yo te aconsejaría que te fueras y comenzaras ahora mismo. —Eso voy a hacer. Seré escrupulosamente justo. Sopesaré esto y aquello. Pero, si descubro que mis sospechas son correctas, te aseguro que sabré qué hacer al respecto.
Y con estas ominosas palabras se retiró, dejándome no poco abrumado por el peso de la aflicción. Pues, aparte el hecho de que cuando a un pájaro como Stilton se le mete en la cabeza que uno va tejiendo redes para sus pies puede ocurrir prácticamente cualquier cosa de índole virulenta y descomedida, pensar que Florence andaba suelta de nuevo me ponía la piel de gallina. Con el corazón acongojado, apuré mi whisky con un chorrito de agua y regresé a casa cabizbajo. «Wooster —parecía susurrarme al oído una vocecilla—, las cosas están calientes, muchacho».
Cuando entré en la sala, Jeeves estaba al teléfono.
—Lo siento —decía, y advertí que se mostraba tan firme y suave como lo había estado yo durante nuestro reciente conciliábulo—. No, por favor, le ruego que no insista. Me temo que ha de aceptar mi decisión como definitiva. Buenas noches.
Por el hecho de que no había salpicado sus frases con un montón de «señores», deduje que había estado hablando con algún compañero suyo, aunque, a juzgar por la sequedad de su tono, probablemente no se trataba de aquel cuya fuerza era como la fuerza de diez.
—¿Qué ha sido eso, Jeeves? —inquirí—. ¿Un ligero altercado con alguno de los muchachos del club?
—No, señor. Estaba hablando con el señor Percy Gorringe, que ha llamado poco antes de su llegada. Fingiendo ser usted, le he anunciado que su petición de mil libras no podía ser tomada en consideración. He juzgado que así podría evitarle una situación incómoda y embarazosa.
Debo reconocer que me sentí conmovido. Tras haber salido derrotado en nuestro choque de voluntades, hubiera sido de esperar que se mostrara rencoroso y remiso a desempeñar su papel feudal con el joven amo. Pero Jeeves y yo, por más que tengamos nuestras desavenencias —como podría ser el caso del adorno labial—, no permitimos que se enconen.
—Gracias, Jeeves.
—De nada, señor.
—Es una suerte que llegara usted a tiempo para hacer lo necesario. ¿Lo pasó bien en el club?
—Mucho, señor.
—Más que yo en el mío.
—¿Señor?
—Me encontré con Stilton Cheesewright, que estaba de un humor difícil. Dígame, Jeeves, ¿qué hacen en ese Ganímedes Junior suyo?
—Bien, señor, a muchos de los miembros les gusta una buena partida de bridge. Asimismo, la conversación rara vez deja de alcanzar un elevado nivel de interés. Y, si uno desea un entretenimiento más frívolo, están los libros del club.
—Los… Oh, sí, ya recuerdo.
Tal vez ustedes también recuerden, si por azar se hallaban presentes cuando narré los hechos en Totleigh Towers, la casa solariega de sir Watkyn Bassett, de cómo el libro del club me había permitido aplastar tan demoledoramente los poderes de las tinieblas bajo la forma de Roderick Spode. Como recordarán, el artículo once del Ganímedes Junior exige a los miembros que suministren detalles íntimos sobre sus patronos, a fin de incluirlos en el volumen, y sus páginas me revelaron que Spode, que era una especie de dictador aficionado y jefe de una banda llamada los Pantalones Negros, que iban por ahí en pantalones cortos de color negro gritando «¡Heil, Spode!», se dedicaba también secretamente a diseñar ropa interior femenina bajo el nombre comercial de Eulalie Soeurs. Armado con este conocimiento, por supuesto, no me había resultado muy difícil reducirlo al nivel de una potencia de tercera categoría. Estos dictadores no quieren que una cosa así salga a la luz pública.
Pero, aunque el libro del club me había servido bien en aquella ocasión, estaba lejos de contar con mi aprobación. Mi carrera ha sido variopinta en numerosos sentidos, y no era grato pensar que todos los detalles de algunos episodios que yo preferiría enterrados en el olvido servían a diario para provocar la hilaridad de un puñado de mayordomos y ayudas de cámara.
—No podría usted suprimir el material Wooster de ese libro del club, ¿verdad, Jeeves?
—Me temo que no, señor.
—Contiene información que bien podría calificarse de explosiva.
—Muy cierto, señor.
—¿Y suponiendo que su contenido se divulgara y llegara a oídos de mi tía Agatha?
—No debe usted preocuparse por ello, señor. Todos los miembros comprenden perfectamente que la más absoluta discreción es un sine qua non.
—Con todo, me sentiría más tranquilo si esa página… —Esas once páginas, señor.
—… si esas once páginas fueran entregadas a las llamas. —Una idea me asaltó de pronto—. ¿Hay algo sobre Stilton Cheesewright en el libro?
—Cierta cantidad, señor.
—¿Perjudicial?
—No en el verdadero sentido de la palabra, señor. Su asistente personal se limita a informar de que tiene la costumbre de exclamar «¡Ja!» cuando se halla excitado, y que todas las mañanas hace gimnasia sueca desnudo antes del desayuno.
Suspiré. No había esperado obtener nada, pero aun así me sentía decepcionado. Siempre he sostenido justamente, a mi parecer, que nada alivia tanto la tensión de una situación difícil como un pequeño chantaje bien seleccionado, y habría resultado agradable hallarse en condiciones de ir en busca de Stilton para decirle, «Cheesewright, ¡conozco tu secreto!», y ver cómo se marchitaba ante mis ojos. Pero no puede uno obtener la menor auténtica satisfacción en este sentido si lo único que hace la parte contratante de la segunda parte es exclamar «¡Ja!» y retorcerse el cuerpo antes de zarpar hacia los huevos con tocino. Estaba claro que con el Stilton en cuestión no podría obtener un triunfo como el que había logrado en el caso de Roderick Spode.
—Oh, bien —dije con resignación—, si eso es lo que hay, eso es lo que hay, ¿no?
—Eso parece, señor.
—Sólo nos queda mantener la barbilla en alto y el labio superior tan rígido como sea posible. Creo que iré a acostarme con un libro para el perfeccionamiento del carácter. ¿Ha leído El misterio del cangrejo de río rosado, de Rex West?
—No, señor, no he disfrutado de esa experiencia. Oh, perdón, señor, me olvidaba. Lady Florence Craye llamó por teléfono poco antes de que usted llegara. Su señoría quedaría complacida si le devolviera usted la llamada. Voy a buscar el número, señor.
Me sentí intrigado. No entendía a qué venía esta llamada. Naturalmente, no había motivo para que Florence no quisiera hablar conmigo, pero, por otra parte, tampoco se me ocurría un motivo para que quisiera.
—¿No dijo qué deseaba?
—No, señor.
—Es extraño, Jeeves.
—Sí, señor… Un momento, milady, le paso al señor. Wooster.
Cogí el auricular de sus manos y saludé con un «Hola».
—¿Bertie?
—Al aparato.
—Espero que no estuvieras en la cama.
—No, no.
—Ya lo suponía. Bertie, ¿querrás hacer algo por mí? Quiero que esta noche me lleves a un club nocturno.
—¿Eh?
—Un club nocturno. De baja estofa. Quiero decir, vulgar y todo eso. Es para el libro que estoy escribiendo. Atmósfera.
—Oh, ah —respondí, comprendiendo de inmediato. Lo sabía todo sobre ese asunto de la atmósfera. La esposa de Bingo Little, la conocida novelista Rosie M. Banks, es una gran experta en eso, o así me lo ha dicho muchas veces Bingo. Con frecuencia lo manda a tomar notas sobre esto y aquello, a fin de tener abundante munición para su próximo capítulo. Al parecer, cuando uno es novelista tiene que cuidar mucho la atmósfera, pues si no el público empieza a escribir cartas de protesta que comienzan: «Querida señora: ¿es usted la que…?».
—¿Estás escribiendo algo acerca de un club nocturno?
—Sí, justo estoy llegando a la parte en que mi héroe acude e uno, y yo jamás he estado en ninguno excepto en esos respetables a los que va todo el mundo, que no son en absoluto lo que a mí me hace falta. Lo que necesito es algo más…
—¿Vulgar?
—Sí, vulgar.
—¿Y quieres ir esta noche?
—Ha de ser esta noche, porque mañana por la tarde me voy a Brinkley.
—Oh. ¿Vas a visitar a tía Dahlia?
—Sí. Bueno, ¿puedo contar contigo?
—Oh, desde luego. Encantado.
—Bien. Tenía que acompañarme D’Arcy Cheesewright —añadió Florence, y no me pasó por alto ese acerado como-se-llame en su voz—, pero al parecer le resulta imposible. Por eso he tenido que recurrir a ti.
«Habría podido expresarlo con más tacto», pensé, pero lo dejé pasar.
—Muy bien —respondí—. Te recogeré hacia las once y media.
¿Les sorprende? ¿Están ustedes diciéndose, «Vamos, vamos, Wooster, ¿a qué viene esto?», preguntándose por qué me había dejado alistar para una expedición de la que fácilmente habría podido excusarme? La cuestión es susceptible de una pronta explicación.
Mi rápido cerebro, como verán, había detectado instantáneamente que ésta era una ocasión idónea para hacerme un poco de bien a mí mismo. Tras haber suavizado a la muchacha con alimentos y bebida, ¿quién sabía si no podría conseguir que se produjera una reconciliación entre ella y el pedazo de queso con quien hasta esa misma noche avanzaba camino del altar, eliminando así el peligro que siempre se cernería sobre el horizonte de Wooster en tanto ella permaneciese sin compromiso y con la rienda suelta? Sólo harían falta, estaba seguro de ello, unas palabras benévolas por parte de un comprensivo hombre de mundo, y yo estaba dispuesto a suministrárselas en abundancia.
—Jeeves —le informé—, vuelvo a salir. Eso significa que deberé aplazar la conclusión de El misterio del cangrejo de río rosado hasta una fecha posterior, pero esto no puede evitarse. En realidad, tengo el pleno convencimiento de que ya le he arrancado su secreto. O mucho me equivoco, o el hombre que despachó a sir Eustace Willoughby fue el mayordomo.
—¿De veras, señor?
—Tal es mi opinión, después de haber examinado las pistas. Toda esa historia de arrojar las sospechas sobre el vicario no me engaña ni por un instante. ¿Quiere llamar a La Ostra Moteada y reservar una mesa a mi nombre?
—¿No demasiado cerca de la orquesta, señor?
—Cuánta razón tiene, Jeeves. No demasiado cerca de la orquesta.