Volviendo la vista atrás, se me acaba de ocurrir que en aquel pasaje en que ofrecía un escueto retrato a pluma de Florence Craye —casi al principio de este relato, si lo recuerdan— puedo haber cometido una torpeza que les haya dejado con una impresión equivocada sobre ella. Informados de que era una muchacha intelectual que escribía novelas y estaba a partir un piñón con los jóvenes de abombada frente que frecuentan las cercanías de Bloomsbury, es posible que hayan ustedes conjurado en el ojo de su mente la imagen de algo bajo y regordete con manchas de tinta en la barbilla, como suelen lucirlas tantas representantes de la intelligentsia femenina.
Nada más lejos de la verdad. Florence es alta, espigada y de buen ver, con un perfil impresionante y un exuberante cabello rubio platino, y, por lo que al aspecto se refiere, podría ser la estrella del harén de uno de los sultanes de mejor categoría. He conocido a hombres fuertes que han caído derribados ante ella a primera vista, y rara vez sale a pasear sin arrancar silbidos de admiración a estadounidenses de visita.
Entró con paso alegre y vivaz, punta en blanco, y Stilton la recibió con una fría mirada a su reloj de pulsera.
—Conque por fin has llegado —comentó groseramente—. Ya era hora, maldita sea. Supongo que habías olvidado que a tío Joe le da un ataque de nervios si le hacen esperar a la hora de la sopa.
Supuse que este comentario suscitaría una réplica altiva, pues sabía que era una muchacha de carácter, pero Florence hizo caso omiso de esta regañina y vi que sus ojos, que son luminosos y de color avellana, se posaban sobre mí encendidos por una extraña luz. No sé si habrán visto alguna vez a una adolescente contemplando con arrobo a Humphrey Bogart en el cine, pero la actitud de Florence se orientaba en esta dirección. Más que un matiz del Despertar del Alma, si me expreso bien.
—¡Bertie! —gorjeó, estremeciéndose de proa a popa—. ¡El bigote! ¡Es magnífico! ¿Por qué nos lo has ocultado durante todos estos años? Es maravilloso. Te da un aire arrebatador. Cambia toda tu apariencia.
Bien, tras toda la mala prensa que el viejo hongo venía recibiendo en los últimos tiempos, cualquiera pensaría que una crítica tan entusiasta como ésa tenía que ser acogida con agrado. Quiero decir que, aunque uno sólo vive para su Arte, por así decir, y no suele parar mientes en los elogios o censuras del público y todas esas cosas, a uno siempre le viene bien algo que añadir al libro de recortes, ¿no es cierto? Pero el caso es que, me dejó frío, sobre todo hacia la parte de los pies. Advertí que mis ojos se desplazaban hacia Stilton, para ver cómo lo tomaba, y me inquietó constatar que lo tomaba muy a pecho.
Resentimiento. Ésta es la palabra que buscaba. Parecía decididamente resentido, como quien acaba de llevarse a la boca una ostra pasada en un restaurante, y yo no estaba muy seguro de poder reprochárselo, pues su amada no sólo me había palmeado la mejilla con mano afectuosa sino que estaba contemplándome con ojos tan rendidos de admiración que cualquier prometido, ante semejante espectáculo, podría ser excusado si enrojecía un poco bajo el cuello de la camisa. Y Stilton, por supuesto, como ya he indicado, es un muchacho que podría darle a Otelo un par de golpes de ventaja y aun así ir por delante en el hoyo dieciocho.
Me pareció que, a menos que se tomaran medidas inmediatas por los canales adecuados, las pasiones contenidas podían desencadenarse de pronto, así que me apresuré a cambiar de tema.
—Háblame de tu tío, Stilton —sugerí—. Le gusta la sopa, ¿eh? Un gran aficionado al caldo, ¿no es eso?
Stilton se limitó a gruñir como un cerdo insatisfecho con su ración del día, de modo que volví a cambiar de tema.
—¿Qué tal va La hoja espinosa? —pregunté a Florence—. ¿Aún sigue vendiéndose copiosamente?
Había dicho lo indicado. Se puso radiante.
—Sí, va estupendamente. Acaba de salir otra edición. —Eso está bien.
—¿Sabías que la han adaptado para el teatro?
Oh, sí. Sí, algo he oído.
—¿Conoces a Percy Gorringe?
Torcí ligeramente el gesto. Proponiéndome, como me proponía, erradicar la alegría de la vida de Percy dándole una inexorable negativa antes de que el sol del día siguiente se pusiera, hubiera preferido mantenerlo al margen de la conversación. Respondí que el nombre me sonaba vagamente familiar, como si lo hubiera oído en alguna parte a propósito de algún asunto.
—Ha hecho él la dramatización. Y ha hecho un trabajo espléndido. En este punto, Stilton, que parecía alérgico a los Gorringe, soltó un bufido con su descortesía habitual. Dos cosas hay en G. D’Arcy Cheesewright que me desagradan especialmente: una, su costumbre de exclamar «¡Ja!», la otra, su tendencia, cuando está enojado, a emitir un sonido como el de un búfalo al sacar la pata de la ciénaga.
—Tenemos un director que va a montarla y ya tiene el reparto y todo eso, pero ha salido una pega de última hora.
—No me digas.
—Sí. Uno de los promotores nos ha fallado, y necesitamos otras mil libras. Pero todo se arreglará. Percy me ha asegurado que puede reunir el dinero.
Volví a torcer el gesto, y Stilton volvió a bufar. Siempre resulta difícil sopesar los bufidos en la balanza, pero diría que este segundo superó al primero en rudeza por un breve margen.
—¿Ese piojo? —saltó—. Ése no es capaz de reunir ni dos peniques.
Esto, desde luego, era una declaración de guerra. Los ojos de FIorence destellaron.
—No consentiré que llames piojo a Percy. Es muy atractivo y muy inteligente.
—¿Quién lo dice? —Lo digo yo.
—¡Ja! —exclamó Stilton—. Atractivo, ¿eh? ¿Y a quién atrae? —No importa a quién atraiga.
—Cítame a tres personas a las que haya atraído en alguna ocasión. ¿Y encima inteligente? Puede que tenga la suficiente inteligencia para abrir la boca cuando quiere comer, pero no más. Es una gárgola estúpida.
—No es una gárgola.
—Claro que es una gárgola. ¿Puedes mirarme a la cara y atreverte a negar que lleva patillas cortas?
—¿Por qué no habría de llevar patillas cortas?
—Supongo que ha de llevarlas, como es un piojo.
—Pues déjame que te diga…
—Oh, vamos ya —dijo Stilton con brusquedad, conduciéndola hacia la puerta. Mientras se retiraban, le recordó una vez más la renuencia de su tío a tener que esperar a la hora de la sopa.
Fue un Bertram Wooster pensativo, con más de unos pocos surcos en su frente, el que regresó a su sillón y aplicó cerilla al cigarrillo. Y les diré por qué estaba ceñudo y pensativo. El reciente fragmento de diálogo entre la joven pareja me había dejado sumamente incómodo.
El amor es una planta delicada que exige constantes cuidados y atenciones, y esto no se consigue soltando bufidos al objeto amoroso como explosiones de gas y tachando de piojos a sus amigos. Tenía la inquietante sensación de que no haría falta mucho para que el eje Stilton-Florence volviera a desinflarse, y en tal caso, ¿quién podía asegurar que la segunda, de nuevo en circulación, no decidiría apegarse otra vez a mí? Recordé lo que había sucedido la vez anterior y, como dijo alguien, el gato escaldado del agua fría huye.
El problema con Florence, comprendan, consistía en que, aunque indudablemente atractiva y, como ya he dicho, bien equipada para desempeñar el cargo de chica de calendario, era, como también he subrayado, intelectual hasta la médula, y un individuo corriente como pueda serlo yo hace bien en mantenerse tan lejos como le sea posible de esta clase de féminas.
Ya saben lo que sucede con estas sesudas y esforzadas representantes de lo que se denomina un carácter fuerte. No pueden dejar en paz el alma masculina. Quieren ponerse tras ella y comenzar a empujar. Apenas se han sacudido el arroz del cabello en el automóvil que las conduce hacia su luna de miel cuando se arremangan y empiezan a moldear a su compañero de penas y alegrías, y si hay algo que me fastidie terriblemente, es que me moldeen. Pese a las críticas adversas de determinados sectores —un nombre que viene a los labios es el de tía Agatha—, me gusta B. Wooster tal como es. «Dejadlo estar —digo yo—. No tratéis de cambiarlo, porque podéis perder el aroma».
Incluso cuando solamente estábamos prometidos, recordé, esta mujer había arrebatado de mi mano las novelas de misterio y en su lugar me había indicado que leyera algo completamente espantoso de un pájaro llamado Tolstoi. Al pensar en los horrores que podían sobrevenir una vez el clérigo hubiese realizado su tarea y ella tuviese el derecho legal de acompañar mi pesarosa cabellera gris hasta la tumba, la imaginación se amilanaba. Fue un Bertram Wooster alicaído y aprensivo el que, al cabo de unos momentos, echó mano al sombrero y al abrigo ligero y salió hacia el Savoy para cebar a los Trotter.
La comilona, como ya había previsto, hizo muy poco o nada para mejorar mi ánimo. Tía Dahlia no había errado al afirmar que mis invitados resultarían unos chinches fuera de lo común. L. G. Trotter era un hombrecillo con cara de comadreja que apenas pronunció palabra durante toda la cena, porque, cada vez que lo intentaba, la luna de su deleite le hacía callar, y la señora Trotter un robusto peso pesado de nariz aguileña que no paraba de hablar, principalmente acerca de cierta mujer llamada Blenkinsop que contaba con toda su antipatía. Y nada que me ayudara a lo largo de tan sombrío proceso salvo el tenue y remoto eco de aquéllos especiales de Jeeves. Sentí un profundo alivio cuando al fin dieron la fiesta por terminada y quedé en libertad de salir tambaleándome hacia Los Zánganos en busca del reconstituyente que tan desesperadamente necesitaba.
Puesto que la práctica casi universal de los socios consiste en asistir a alguna forma de entretenimiento musical después de la cena, el salón de fumar se hallaba desierto cuando llegué, y no sería excesivo afirmar que, al cabo de cinco minutos, un cigarrillo entre los labios y un recipiente lleno a rebosar junto a mí, me sentía envuelto en una profunda paz. Los nervios en tensión se habían relajado. El alma maltratada estaba en reposo.
No podía durar, por supuesto. Estas treguas en la batalla de la vida nunca duran. Llegó un momento en que tuve la extraña sensación de no estar solo, y, al pasear la vista en torno, me encontré contemplando a G. D’Arcy Cheesewright.