Ignoro si habrán vivido ustedes la misma experiencia, pero yo siempre he comprobado que existen ciertos fulanos cuya mera presencia tiende a hacerme sentir incómodo, lo que induce en mí la risa nerviosa, el manoseo de la corbata y el azorado arrastrar de pies. Sir Roderick Glossop, el eminente doctor para lunáticos, era uno de ellos, hasta que las circunstancias se combinaron de tal manera que tuve ocasión de penetrar su imponente fachada y conocer su mejor y más amigable aspecto. J. Washburn Stoker, con su costumbre de secuestrar a la gente en su yate y actuar con todo el despotismo de un pirata en las colonias españolas de América, era otro. Y un tercero es el citado G. D’Arcy («Stilton») Cheesewright. Sorprended a Bertram Wooster vis-á-vis con él y no lo habréis sorprendido en su mejor momento.
Teniendo en cuenta que ambos nos conocemos, como suele decirse, desde que éramos así de pequeños, ya que asistimos juntos a la misma escuela privada, a Eton y a Oxford, deberíamos ser, supongo, igual que Damón y como se llame, pero no es éste el caso en absoluto. En la conversación suelo referirme a él como «ese condenado Stilton», en tanto que él, según he sido informado por fuentes habitualmente dignas de crédito, no oculta su sorpresa y su preocupación por el hecho de que yo aún siga del lado bueno de los muros de Colney Hatch u otra institución semejante. Cuando nos encontramos, se produce siempre cierta rigidez y lo que Jeeves denominaría una imperfecta fusión del alma.
Uno de los motivos de que estén así las cosas, en mi opinión, es que Stilton perteneció durante algún tiempo a la policía. Ingresó en el cuerpo al salir de Oxford con la intención de ascender a un cargo preeminente en Scotland Yard, cosa que hoy en día suelen hacer muchos de los tipos que uno conoce. Es cierto que devolvió el silbato y la porra al poco tiempo porque su tío deseaba que emprendiera otro rumbo en su vida, pero estos guindillas, aunque se retiren, nunca llegan a sacudirse del todo ese aire de «¿Dónde estaba usted en la noche del quince de junio?», y, cuando el azar nos reúne, rara vez deja de hacer que me sienta como una rata de los bajos fondos detenida para ser interrogada a propósito de un reciente robo relámpago con rotura de escaparate.
Si a eso añadimos que su tío se gana el pan como magistrado en uno de los tribunales policiales de Londres, se comprenderá perfectamente por qué procuro evitarlo en la medida de lo posible y prefiero, con mucho, que se halle en otra parte. Todo hombre sensible se arredra ante la idea de compartir su intimidad con un ex polizonte por cuyas venas corre sangre de magistrado.
Así pues, cuando me puse de pie para recibirlo, un observador atento habría podido advertir en mi actitud algo más que un simple matiz de A-qué-debo-el-honor-de-esta-visita. No lograba imaginar con qué propósito había invadido mi intimidad de esta manera, y otra cosa en la que me encontraba a oscuras era por qué, una vez invadida, se me había quedado mirando fijamente con una severa expresión de censura, como si la visión de mi persona lo hubiera herido en lo más vivo y ofendido sus mejores sentimientos. A juzgar por aquella mirada, yo bien hubiera podido ser un desecho de la sociedad sorprendido en el acto de pasar furtivamente cincuenta gramos de cocaína a otro desecho.
—¡Ja! —exclamó, y esto sólo habría bastado para anunciar a un espectador inteligente, si lo hubiera habido, que había pasado algún tiempo en las filas del cuerpo. Una de las primeras cosas que los Cuatro Grandes enseñan a los jóvenes reclutas es a exclamar «¡Ja!»—. Ya me lo figuraba —añadió, frunciendo el entrecejo—. Conque empinando el codo, ¿eh?
Éste era el momento en que, bajo condiciones normales, sin duda hubiera reído nerviosamente, manoseado la corbata y arrastrado los pies, pero, tras haberme echado al coleto dos especiales de Jeeves que aún ejercían su poderoso influjo, no sólo conservé la intrepidez sino que repliqué con notable gallardía, poniéndolo justo en su lugar.
—Temo no comprenderle, agente —dije fríamente—. Corríjame si me equivoco, pero tengo entendido que ésta es la hora del día en que un caballero inglés tiene por costumbre consumir unos breves sorbos de algún producto tónico. ¿Quiere usted acompañarme?
—No, no quiero —respondió seca y ofensivamente—. No estoy dispuesto a estropearme la salud. ¿Qué efecto crees que tendrán estas cosas sobre tu agudeza visual y la seguridad de tu pulso? ¿Cómo esperes acertar un doble si persistes en embrutecerte con bebidas espirituosas? Se me rompe el corazón.
Lo vi todo claro. Estaba pensando en el torneo de dardos.
El torneo anual de dardos es uno de los puntos culminantes dé la vida en el Club de Los Zánganos. Nunca deja de excitar el instinto deportivo de los miembros, haciendo que se arracimen en densas muchedumbres y adquieran sus billetes a diez chelines la postura, con el resultado de que la suma acumulada es siempre colosal. En esta ocasión Stilton había sacado mi nombre, y, puesto que Horace Pendlebury-Davenport, el vencedor del año pasado, se había casado y, por indicación de su esposa, dado de baja del club, la opinión más generalizada señalaba que yo, el finalista del año anterior, me llevaría el campeonato de calle. «Wooster —corría la voz de un lado a otro— es el vencedor seguro. Tiene un juego fantástico».
En vista de ello, supongo que en cierto modo podía considerarse natural que Stilton, quien si todo iba bien debería embolsarse cosa de cincuenta y seis libras con diez chelines, se hubiera formado la idea de que su misión en la vida consistía en procurar que me mantuviera en mis mejores condiciones. Pero no por ello me resultaba más fácil soportar esta incesante vigilancia. Desde que había echado una ojeada a su billete, visto que ostentaba el nombre de Wooster y sabido que yo era el incuestionable favorito del torneo, su actitud hacia mí había sido la de un funcionario de reformatorio a quien hubieran indicado que no perdiera de vista a un más que medianamente emprendedor delincuente juvenil. Había tomado la costumbre de aparecer inesperadamente a mi lado en el club, olisquear el contenido de mi copa y dirigirme una mirada acusadora combinada con una brusca y siseante inspiración, y en ese momento lo tenía haciendo lo mismo en mi propia casa. Era peor que verse de nuevo enfundado en un traje de Pequeño Lord Fauntleroy, con tirabuzones en el pelo y una doncella de ojos penetrantes siempre cerca, vigilando hasta el último gesto de uno como un maldito halcón.
Estaba a punto de decirle cuán profundamente me molestaba ser acosado de esta manera cuando reanudó su discurso.
—Esta noche he venido a hablar seriamente contigo, Wooster —anunció, con un ceño de lo más desagradable—. Me escandaliza comprobar con qué frivolidad y ligereza te estás tomando este torneo de dardos. Parece que te niegues a tomar las más elementales precauciones para asegurar la victoria en el gran día. Es la historia de siempre. Exceso de confianza. Todos esos cabezotas no cesan de decirte que nadie puede hacerte sombra, y tú te lo tragas como esos bestiales combinados tuyos. Bien, pues permíteme que te diga que estás viviendo en las nubes. Da la casualidad de que esta tarde me he pasado por Los Zánganos y he visto a Freddie Widgeon ante el tablero de dardos, dejando boquiabiertos a los espectadores con una exhibición que cortaba el aliento. Su puntería era sensacional.
Agité una mano y sacudí la cabeza. De hecho, supongo que podría decirse que me encabrité. Había lastimado mi amour propre.
—¡Bah! —exclamé, entono de desdén.
—¿Eh?
—He dicho «¡Bah!» con referencia a F. Widgeon. Conozco de sobras su estilo. Llamativo, pero irregular. Será menos que el polvo bajo las ruedas de mi carruaje.
—Eso es lo que tú te imaginas. Exceso de confianza, ya te lo he dicho. Créeme si te digo que Freddie es un contrincante muy peligroso. Casualmente me he enterado de que lleva varias semanas sometiéndose a un riguroso entrenamiento. Ha dejado de fumar y todas las mañanas se baña con agua fría. ¿Te has bañado con agua fría esta mañana?
—Naturalmente que no. ¿Para que supones que sirve el grifo del agua caliente?
—¿Haces gimnasia sueca antes del desayuno?
—Jamás se me ocurriría hacer tal cosa. Dejemos estos excesos para los suecos, digo yo.
—No —protestó amargamente Stilton—. Lo único que haces es parrandear, jaranear y darte francachelas. Me dijeron que anoche estuviste en la fiesta de Catsmeat Potter-Pirbright. Probablemente debiste regresar a las tres de la madrugada, alborotando el vecindario con gritos de borracho.
Enarqué una altiva ceja. Esta persecución policial era intolerable.
—Difícilmente podría esperar de mí, agente —respondí fríamente—, que me ausentara de la cena de despedida de un amigo de la infancia que dentro de uno o dos días ha de partir hacia Hollywood y que puede permanecer años enteros alejado de la civilización. Catsmeat se habría sentido herido en lo más profundo si le hubiese dado un plantón. Y no eran las tres de la madrugada, eran las dos y media.
—¿Bebiste algo?
—Apenas un mezquino sorbo.
—¿Fumaste?
—Apenas un mezquino cigarro.
—No te creo. Apuesto a que, si se supiera la verdad —prosiguió Stilton hoscamente, intensificando la tenebrosidad de su ceño—, te rebajaste al nivel de las bestias del campo. Apuesto a que la corriste como un marino en un bistró de Marsella. Y por el hecho de que en este mismo instante llevas una corbata blanca en torno del cuello y un chaleco blanco sobre tu sucio estómago deduzco que estás a punto de encaminar tus pasos hacia otra orgía innominada.
Proferí una de mis risas apagadas. La palabra me hacía gracia.
—Una orgía, ¿eh? He invitado a cenar a unos amigos de mi tía Dahlia, quien me ha advertido encarecidamente que prescinda del viejo Falerno puesto que mis invitados son abstemios. Cuando llegue el momento de llenar las copas, será con gaseosa, agua de cebada o tal vez zumo de lima. He ahí tus orgías innominadas.
Esto, como ya esperaba, ejerció un efecto suavizante sobre su acritud, si es acritud la palabra que quiero decir. No se puso cordial, porque no podía, pero se puso casi tan cordial como estaba en su mano ponerse. Prácticamente sonrió.
—Magnífico —exclamó—. Magnífico. Muy satisfactorio.
—Me alegra que te complazca. Bien, buenas noches. —Abstemios, ¿eh? Sí, eso es excelente. Pero evita las salsas y los platos pesados, y no dejes de acostarte temprano. ¿Qué decías?
—He dicho buenas noches. Supongo que tendrás que ir a alguna parte.
—No voy a ninguna parte. —Consultó su reloj—. ¿Por qué demonios las mujeres siempre llegan tarde? —se lamentó en tono irritable—. Tendría que haber llegado hace rato. Le he dicho montones de veces que si hay algo que enfade a tío Joe es que le hagan esperar a la hora de la sopa.
Esta referencia al sexo femenino me intrigó.
—¿Mujeres?
—Florence. Quedamos en encontrarnos aquí. Vamos a cenar con mi tío.
—Ah, ya veo. Bien, bien. Conque Florence se hallará entre nosotros en breve plazo, ¿no es eso? Espléndido, espléndido, espléndido.
Hablé en un tono bastante caluroso y animado, tratando de infundir una nota jovial en la conversación, pero inmediatamente deseé no haberlo hecho, porque Stilton se estremeció como un enfermo de hidropesía y me dirigió una mirada penetrante, y me di cuenta de que nos habíamos metido en un terreno peligroso. Acababa de precipitarse una situación considerablemente delicada.
Una de las cosas que dificultan el surgimiento de una hermosa amistad entre G. D’Arcy Cheesewright y su servidor es el hecho de que, no hace demasiado tiempo, me vi lamentablemente involucrado en su vida amorosa. Encolerizada por algún sarcasmo que él se había permitido sobre las ideas progresistas modernas, pues las ideas progresistas modernas son prácticamente unas amigas personales de ella, Florence le dio puerta sin pensárselo dos veces y —muy contra mi voluntad, pero ella parecía desearlo— se convirtió en mi prometida. Y eso condujo a Stilton, hombre de pasiones volcánicas, a expresar sus deseos de descuartizarme miembro a miembro y danzar danzas salvajes sobre mis restos. También habló de revolverme la cara como una tortilla y restregármela por toda la Zona Oeste de Londres.
Por fortuna, antes de que las cosas llegaran a tan atroz extremo, el amor reanudó su trabajo en la antigua sede, con el resultado de que mi nominación fue cancelada y el peligro se desvaneció, pero en realidad él nunca ha llegado a superar este enojoso episodio. Desde entonces, pues, el monstruo de ojos verdes ha permanecido siempre más o menos a la expectativa, listo para entrar en acción a la primera de cambios, y tiende a catalogarme como una serpiente entre la hierba a la que no conviene quitar la vista de encima.
Así pues, aunque me inquietó, no me sorprendió en absoluto que me dirigiera una de sus miradas penetrantes y rezongara en tono ronco y gutural, como el gruñido de un tigre de Bengala ante el culí del desayuno.
—¿Qué significa eso de espléndido? ¿Tan impaciente estás por verla?
Comprendí que haría falta mucho tacto.
—No exactamente impaciente —respondí en tono conciliador—. La palabra es demasiado fuerte. Sólo se trata únicamente de que me gustaría conocer su opinión sobre mi bigote. Es una chica de buen gusto, y estoy dispuesto a aceptar su veredicto. Poco antes de que llegaras, Jeeves le ha dedicado unas críticas bastante destructivas que me han hecho vacilar un poco. Y, a propósito, ¿a ti qué te parece?
—Me parece horrible.
—¿Horrible?
—Ofensivo. Me recuerdas a algún elemento del coro de una revista en gira por provincias. Pero ¿dices que a Jeeves no le gusta?
—Ésa es la impresión que me ha dado.
—Ah, entonces tendrás que afeitártelo. ¡Ya puedes dar gracias a Dios!
Me envaré. Me molesta la opinión, ampliamente difundida entre mi círculo de conocidos, de que soy un simple mandado en el hogar, acostumbrado a plegarse ante las órdenes de Jeeves como un servil subordinado de Hollywood.
—¿Afeitármelo? ¡Por encima de mi cadáver! Se queda exactamente donde está arraigado en su lugar. Me importa un comino Jeeves, si se me permite la expresión.
Se encogió de hombros.
—Bueno, supongo que eso es cosa tuya. Si no te importa parecer un pasmarote…
Me envaré un poco más.
—¿Has dicho un pasmarote?
—Eso he dicho, un pasmarote.
—Conque sí, ¿eh? Conque sí —repliqué, y es muy posible que, de no haber sido interrumpidos, la discusión se hubiera vuelto acalorada, pues me hallaba todavía bajo la influencia estimulante de aquellos especiales y no estaba de humor para tolerar impertinencias. Pero antes de que pudiera decirle que él era un asno cabezón, incapaz de reconocer lo extraordinario y lo bello aunque se lo mostraran ensartado en un espetón, el timbre de la puerta volvió a sonar y Jeeves anunció a Florence.