I

Sentado en la bañera, enjabonándome un meditativo pie y cantando, si no recuerdo mal, Las pálidas manos que amé junto al Shalimar, mentiría a mi público si dijera que me sentía hecho unas pascuas. La noche que se presentaba ante mí prometía ser una de esas veladas penosas que no hacen el menor bien a hombre ni animal. Mi tía Dahlia me había escrito desde Brinkley Court, su residencia campestre en Worcestershire, para solicitarme como favor personal que sacara a cenar a ciertos conocidos suyos, una pareja apellidada Trotter.

Según mi tía, se trataba de unos chinches de mucho cuidado que me aburrirían a muerte, pero era imperativo que les diese abundante jabón porque ella estaba por cerrar un delicado trato comercial con la mitad masculina del equipo, y en tales ocasiones cualquier ayuda cuenta. «No me falles, mi hermoso y dadivoso Bertie», concluía su carta, en un conmovedor tono de súplica.

Bien, esta Dahlia es mi tía buena y digna de alabanza, no confundirla con tía Agatha, la que mata las ratas a mordiscos y devora a su prole, así que cuando ella dice no me falles, yo no le fallo. Pero, como digo, la perspectiva de la fiesta no me entusiasmaba en modo alguno. Tal como yo veía el asunto, la maldición había caído sobre mí.

Y lo había hecho, además, en un momento en el que ya me hallaba espiritualmente abatido por la circunstancia de que, desde hacía un par de semanas o así, Jeeves se había ausentado para disfrutar de sus vacaciones de verano. Todos los años hacia comienzos de julio, abandona sus herramientas, el haragán, y se marcha a Bognor Regis a pescar gambas, dejándome en una situación muy semejante a la de aquellos poetas que nos obligaban a leer en la escuela, que siempre estaban lamentándose de haber perdido sus gacelas. Porque sucede que, privado de esta mano derecha, Bertram Wooster se convierte en una mera sombra de su yo anterior y no se ve en condiciones de hacer frente a unos infames Trotter.

Cavilando sombríamente acerca de estos Trotter, fueran quienes fuesen, empezaba a restregarme el codo izquierdo y había cambiado a Ah, el dulce misterio de la vida cuando mi ensoñación quedó interrumpida por el sonido de una suave pisada en el dormitorio, cosa que me hizo incorporar, alerta y, podría decirse, intrigado, con la mano paralizada en tomo de la pastilla de jabón. Si unos pies recorrían blandamente mis aposentos nocturnos, eso sólo podía significar, a mi modo de ver, y a no ser, por supuesto, que un ratero hubiera decidido visitarme, que el sostén del establecimiento había regresado de sus vacaciones, sin duda bronceado y en plena forma.

Un suave carraspeo me indicó que había razonado astutamente, así que solté la lengua.

—¿Es usted, Jeeves?

—Sí, señor.

—De nuevo en casa, ¿eh?

—Sí, señor.

—Bienvenido al 3a de Berkeley Mansions, Londres, W1 —exclamé, sintiéndome como un pastor que ve a la oveja perdida regresar mansamente al redil—. ¿Ha tenido unas buenas vacaciones?

—Muy placenteras, gracias, señor.

—Tendrá que contármelo todo.

—Naturalmente, señor, cuando a usted le resulte conveniente.

—Apuesto a que me mantendrá hechizado. ¿Qué está haciendo ahí?

—Acaba de llegar una carta para usted, señor. Estaba depositándola sobre el tocador. ¿Cenará hoy en casa, señor?

—No, fuera, ¡maldita sea! Una cita a ciegas con dos porciones de gorgonzola patrocinadas por tía Dahlia. O sea que, si quiere ir al club, no hay nada que se lo impida.

Como creo haber mencionado ya en estas memorias mías, Jeeves es miembro de un club bastante selecto para mayordomos y ayudas de cámara, llamado Ganímedes Junior y situado en algún lugar de la calle Curzon, y yo sabía que tras su ausencia de la metrópoli ardería en deseos de dejarse caer por allí y codearse con los muchachos, para recoger los hilos y todas esas cosas. Cuando yo paso una o dos semanas fuera, mi primera medida al regresar es siempre una visita inmediata a Los Zánganos.

—Ya me imagino la calurosa bienvenida que le dedicarán los miembros, con un hey-nonny-nonny y un buen cha-cha-chá —proseguí—. ¿Le he oído decir algo acerca de una carta para mí?

—Sí, señor. Ha llegado hace un momento por mensajero especial.

—¿Importante, cree usted?

—Sólo cabe conjeturarlo, señor.

—Valdrá más que la abra y lea su contenido.

—Muy bien, señor.

Hubo un entreacto como de un minuto y medio, durante cuyo transcurso, con el ánimo muy mejorado, interpreté Sacad rodando el barril, Amo a una muchacha y Cada día te traigo violetas, por el orden citado. A su debido tiempo, la voz de Jeeves se filtró a través del maderamen.

—La carta es de considerable longitud, señor. Tal vez sería mejor que me ciñera a lo esencial.

—Hágalo así, Jeeves. Estoy a la escucha.

—La envía cierto señor Percy Gorringe, señor. Omitiendo detalles superfluos y yendo a lo esencial, el señor Gorringe desea que le preste usted mil libras.

Di un brusco respingo, de modo que el jabón salió disparado de mi mano y cayó con un ruido sordo sobre la esterilla del baño. Sin advertencia previa para suavizar el sobresalto, sus palabras me habían acobardado momentáneamente. No sucede a menudo que uno se vea ante un sablazo de tan majestuosa escala, la tarifa habitual suele ser un billete de cinco hasta el miércoles que viene.

—¿Cómo ha dicho, Jeeves? ¿Mil libras? Pero ¿quién es este sabueso del infierno? Yo no conozco a ningún Gorringe.

—De su misiva deduzco que el caballero y usted no se conocen, señor. Pero dice ser hijastro de un tal señor L. G. Trotter, que, al parecer, está en buenas relaciones con la señora Travers.

Asentí con la cabeza. No sirvió de mucho, desde luego, porque él no podía verme.

—Sí, aquí pisa terreno firme —concedí—. Tía Dahlia conoce a Trotter. Es el fulano con quien me ha pedido que comparta el pesebre esta noche. Hasta aquí, todo correcto. Pero no veo que el hecho de ser hijastro de Trotter autorice a este Gorringe a suponer que puede sentarse sobre mi regazo y servirse de mi cartera a su gusto. Quiero decir que no es un caso de «Cualquier hijastro suyo, L. G. Trotter, es un hijastro mío». Caramba, Jeeves, si uno empieza a dejarse sablear por los hijastros, ¿adónde va a parar? Por el círculo familiar corre la voz de que uno es un buen proveedor y al momento se precipitan todas las hermanas y los primos y las tías y los sobrinos y los tíos para hacer valer sus derechos, con el resultado de varios heridos en la refriega. El piso queda hecho un caos.

—Hay mucho de cierto en lo que dice, señor, pero parece ser que no es tanto un préstamo como una inversión lo que solicita el caballero. Desea ofrecerle la oportunidad de contribuir con la suma citada a la producción de su versión dramática de la novela La hoja espinosa, de Lady Florence Craye.

—Ah, conque se trata de eso, ¿eh? Entiendo. Sí, uno empieza a seguir la línea de razonamiento.

Esta Florence Craye es…, bueno, supongo que se la podría considerar una especie de media prima mía, o prima en segundo grado, o algo por el estilo. Es hija de lord Worplesdon, y el viejo W., en un instante de locura temporal, se casó hace poco con mi tía Agatha en secondes noces, creo que ésta es la expresión. Se trata de una de esas jóvenes intelectuales, con la cabeza llena a rebosar de pequeñas células grises, y hace cosa de un año, quizá porque se hallaba inflamada con el divino fuego, pera más probablemente porque necesitaba alguna cosa que distrajera sus pensamientos de tía Agatha, escribió esta novela y fue bien acogida por la intelligentsia, que según es notorio tiende a disfrutar con las más espantosas sandeces.

—¿Ha leído La hoja espinosa? —inquirí, mientras recuperaba el jabón.

—La hojeé superficialmente, señor.

—¿Y qué le pareció? Adelante, Jeeves, no sea tímido. La palabra empieza con h.

—Bien, señor, yo no llegaría al extremo de aplicarle el adjetivo que me figuro tiene usted en mente, pero me pareció una producción un tanto inmadura que adolecía de significativos defectos de forma. Mis gustos personales tienden más hacia Dostoyevski y los grandes clásicos rusos. Con todo, la trama no estaba absolutamente desprovista de interés, y juzgo muy concebible que pudiera resultar atractiva para el público que frecuenta los teatros.

Reflexioné unos instantes. Intentaba recordar algo, pero no se me ocurría qué. Finalmente, di con ello.

—Pero hay algo que se me escapa —observé—. Recuerdo muy claramente que tía Dahlia me dijo que Florence le había dicho que cierto productor se había quedado con la obra e iba a presentarla en el teatro. «Pobre lelo mal aconsejado», respondí yo. Bien, en tal caso, ¿por qué Percy anda de un lado a otro tratando de asaltar a la gente de esta manera? ¿Para qué quiere las mil libras? Éstas son aguas profundas, Jeeves.

—Eso queda explicado en la carta del caballero, señor. Parece ser que un miembro del sindicato que financia la producción, que había prometido la suma en cuestión, se ha visto en la incapacidad de responder a sus obligaciones. Según tengo entendido, es algo que suele ocurrir con frecuencia en el mundo del teatro.

Reflexioné de nuevo, dejando que la humedad de la esponja se deslizara sobre el torso. Se presentó otro detalle.

—Pero ¿por qué Florence no le dijo a Percy que se arrimara a Stilton Cheesewright? Después de todo, es su prometido. Cualquiera hubiese creído que Stilton, unido a ella por los lazos del amor, era el candidato mejor situado.

—Es posible que el señor Cheesewright no tenga mil libras a su disposición, señor.

—Eso es verdad. Ya veo adónde quiere ir a parar. Yo, en cambio, sí que las tengo, ¿no es eso?

—Precisamente, señor.

La situación se había aclarado algo. Entonces que conocía los hechos, podía discernir que el gesto de Percy se fundaba en sólidos principios. Cuando uno trata de reunir mil libras, lo primero que ha de hacer, naturalmente, es acudir a alguien que tenga mil libras, y sin duda Florence le había informado de que yo nadaba en la abundancia. Pero su error había estado en suponer que yo era el rey de los primos y que tenía la costumbre de distribuir vastas sumas de dinero al mundo en general como si de alpiste se tratara.

—¿Financiaría usted una obra teatral, Jeeves?

—No, señor.

—Y yo tampoco. Creo que lo recibiré con un firme nolle prosequi, ¿está de acuerdo?, y mantendré el dinero dentro del viejo arcón de roble.

—Ciertamente, es el curso de acción que yo recomendaría, señor.

—Exacto. Percy se ha ganado un abucheo. Que con su pan se lo coma. Y ahora, pasemos a otro asunto más urgente. Mientras me visto, ¿querrá prepararme un cóctel tonificante?

—Desde luego, señor. ¿Un martini o uno de mis especiales?

—Lo segundo.

En mi voz no hubo la menor incertidumbre. Y no era sólo el hecho de enfrentarme a una velada con una pareja a la que tía Dahlia, siempre un buen juez, había descrito como unos chinches lo que explicaba esta decisión mía. También necesitaba tonificarme por otra razón.

En el curso de los últimos días, con la posibilidad de que Jeeves regresara en cualquier momento, no había dejado de parar mientes en el hecho de que, cuando por fin llegara el momento de vernos cara a cara, necesitaría algún tonificante de efectos asegurados que preparase mis nervios para el que inevitablemente iba a ser un encuentro comprometido, en el que habría de recurrir a toda mi determinación y mi voluntad de vencer. Si quería emerger de él triunfante, no debía dejar piedra por volver ni avenida por explorar.

Ya saben lo que sucede cuando dos hombres fuertes viven en estrecha yuxtaposición, si es yuxtaposición la palabra que quiero decir. Surgen desavenencias. Chocan las voluntades. Por todas partes saltan los motivos de discordia y empiezan a dar volteretas. Nadie era más vívidamente consciente que yo de que uno de tales motivos tenía prevista su aparición para el mismo instante en que me pusiera al alcance de la vista de Jeeves, y tenía el presentimiento de que unos simples martinis, pese a sus numerosos méritos, no bastarían para sostenerme durante la prueba que debía afrontar.

Fue con un estado de ánimo más bien tenso que sequé y vestí mi persona, y aunque tal vez sería excesivo afirmar que cuando entré en la sala de estar, cosa de un cuarto de hora más tarde me hallaba presa de una gran agitación, era innegablemente consciente de cierto nerviosismo. Cuando llegó Jeeves con la coctelera, me abalancé sobre ella como una foca sobre un trozo de pescado y me aticé un trago rápido, apenas me detuve para decir: «Ni te va, ni te viene».

El efecto fue mágico. Aquella sensación aprensiva me abandonó instantáneamente para ser sustituida por una sosegada impresión de poderío. No podría expresarlo de mejor manera que diciendo que, mientras el fuego recorría mis venas, Wooster el cervato tímido se convirtió al instante en Wooster el hombre de la voluntad férrea, preparado para cualquier cosa. Nunca he llegado a averiguar qué mete Jeeves en éstos especiales suyos, pero su capacidad de levantar la moral es extraordinaria. Despiertan el tigre dormido que hay en uno. Bueno, para que se hagan una idea, recuerdo que en cierta ocasión, tras tomar sólo uno de ellos, golpeé la mesa con el puño cerrado y ordené a tía Agatha que dejara de decir sandeces. Y no estoy seguro de no haber dicho «malditas sandeces».

—Uno de sus mejores y más brillantes esfuerzos, Jeeves —dictaminé, volviendo a llenar la copa—. Estas semanas entre las gambas no han restado habilidad a su mano.

No respondió. Parecía haber perdido el don del habla, y pude constatar que su mirada, como había previsto que sucedería, estaba fija en las estribaciones superiores de mi boca. Era una mirada fría y cargada de desaprobación, como la que un comensal quisquilloso y no muy aficionado a las orugas podría dirigirle a una que se paseara por su ración de ensalada, y comprendí que el conflicto de voluntades para el que venía preparándome estaba a punto de alzar su fea cabeza.

Hablé suave pero firmemente. En estas ocasiones, no hay nada como la firmeza suave, y gracias al vivificante especial estaba en condiciones de mostrarme tan firmemente suave como el que más. No había espejo en la sala, pero si lo hubiera habido, y si yo hubiera captado un vislumbre de mi reflejo, sin duda habría visto algo muy semejante a un altivo señor del antiguo régimen a punto de informar a su personal doméstico de hasta dónde podíamos llegar.

—Parece que algo ha llamado su atención, Jeeves. ¿Tengo una mancha en la nariz?

Su expresión siguió siendo helada. Hay momentos en que tiene todo el aire de una gobernanta, y éste era uno de ellos.

—No, señor. En el labio superior. Una mancha oscura, como de sopa mulligatawny[1].

Asentí despreocupadamente.

—Ah, sí. El bigote. Se refiere a eso, ¿verdad? Me lo he dejado mientras estaba usted fuera. Muy distinguido, ¿no cree?

—No, señor, no lo creo.

Me humedecí los labios con el especial, más suave que nunca. Me sentía fuerte y dominante.

—¿Debo entender que le desagrada?

—Sí, señor.

—¿No cree que me da un aire interesante? Un… ¿cómo podría decirlo? ¿Una especie de diablerie?

—No, señor.

—Me hiere y me decepciona, Jeeves —señalé, y tomé un par de sorbos, sintiéndome cada vez más suave—. Comprendería su actitud si el objeto en cuestión fuese una cosa exuberante y de puntas enceradas, como el de un sargento mayor, pero se trata únicamente del delicado vestigio de vegetación con que David Niven viene conquistando el aplauso de millones desde hace años. Cuando ve usted a David Niven en la pantalla, no retrocede horrorizado, ¿verdad?

—No, señor. Al señor Niven le favorece mucho su bigote. —¿Pero el mío no me favorece?

—No, señor.

Es en momentos como éste cuando un hombre comprende que el único curso de acción que tiene a su alcance, si quiere conservar su propia estima, es deslizar la mano de terciopelo en el guante de hierro, o mejor dicho, al revés. En tales ocasiones, la debilidad resulta fatal.

—Lo siento, Jeeves. Esperaba encontrar en usted comprensión y colaboración, pero si no puede ver la manera de comprender y colaborar, que así sea. Suceda lo que suceda, empero, yo mantendré el status quo. Es el status quo lo que mantiene la gente, ¿no? El crecimiento de este bigote ha sido fuente de considerables problemas e inquietudes, y no estoy dispuesto a cortarlo sólo porque ciertos individuos cargados de prejuicios, cuyos nombres no pienso citar, son incapaces de reconocer una cosa buena cuando la tienen ante sus ojos. J’y suis, j’y reste, Jeeves —concluí, poniéndome un poco parisiense.

Bien, tras esta espléndida exhibición de resolución por mi parte, supongo que el hombre no podía decir gran cosa, salvo quizá «Muy bien, señor» o algo por el estilo, pero, tal como sucedió, ni siquiera tuvo tiempo de decir eso, pues apenas había brotado la última palabra de mis labios cuando sonó el timbre de la puerta. Jeeves salió deslizándose sigilosamente y al cabo de unos instantes regresó deslizándose sigilosamente.

—El señor Cheesewright —anunció.

Y tras él se coló, pisando con fuerza, la figura corpulenta del pájaro a que acababa de hacer alusión. La última persona a quien esperaba ver y, para el caso, prácticamente la última a quien deseaba ver.