Capítulo 7

Amanece y ya está con los ojos abiertos.

Ha salido y ha jugado un momento con los perros después de levantarse y vestirse, ha comido dos brevas limpiándose dos veces las manos con dos hojas de higuera, ha visto desde la canoa amarilla, en compañía del Ladeado, una bandada de patos que, desconcertada por un giro brusco de su guía rompía la formación en ángulo y producía un tumulto momentáneo en el cielo, justo encima de la canoa, volviendo a formar en ángulo para retomar su vuelo en dirección contraria, ha tomado un par de copas en el almacén de Berini con Rogelio y Agustín, se ha sentado, de regreso del almacén, en el monte de espinillos que está más allá del claro para descansar de la caminata, mientras Agustín y Rogelio orinaban detrás y él oía caer los chorros de orín sobre el pasto ralo, ha llegado justo para ayudar a colocar las sillas alrededor de la mesa grande bajo los dos paraísos, ha aceptado, después de negarse dos veces, ocupar la cabecera que le ha ofrecido Rogelio, ha posado en tres fotografías, una con toda la familia, una con todos los varones, una con Agustín solo, las tres contra la pared blanca del rancho, ha dormido la siesta bajo los árboles después de defecar, ha discutido con Rosa que insistía en mandarlo a buscarla a su casa, ha sacrificado el cordero después de ver jugar un momento a Rogelio con sus hijos, ha dejado atrás el patio regado, atravesando el montecito en dirección al río, hasta el lugar de los cuatro sauces, se ha desnudado parándose después en el borde de la barranca, se ha balanceado un momento sobre la punta de los pies, ha tomado impulso hacia adelante, hacia arriba, juntando las manos por las yemas de los dedos, hacia abajo estirando los brazos, y ahora su cuerpo recto, la cabeza protegida entre los brazos estirados, va acercándose, oblicuo, al agua violácea hasta que la toca con la punta de los dedos.

La explosión de la zambullida suena y retumba diseminándose en el aire tranquilo. El cuerpo de Wenceslao entra en el agua que se cierra por detrás, dejándolo adentro, como una crisálida en un capullo elástico, pesado y móvil. En el fondo, Wenceslao se desplaza abriendo los ojos y viendo una penumbra amarillenta y translúcida enturbiada por el barro delgado y flotante que la zambullida ha levantado desde el lecho del río. Cierra los ojos otra vez. Su cuerpo hace un giro brusco, frenado en su violencia por la presión del agua, y a sus oídos llega el tumulto vago del líquido que sus miembros sacuden. Comienza a avanzar con suavidad separando el agua con las manos, sin ruido, otra vez con los ojos abiertos en el interior de la penumbra translúcida. De golpe comienza a subir y el rumor atenuado del fondo se convierte en el ruido múltiple y súbito del choque con la superficie cuando su cabeza emerge del agua. Ha salido mirando hacia el centro del río y no hacía la orilla desde la que se zambulló. La superficie violácea se vuelve otra vez esa masa amarillenta y translúcida cuando hunde de nuevo la cabeza en el agua y abre los ojos, comenzando a girar y a desplazarse. Mantiene el movimiento de traslación y rotación durante un momento y cuando asoma por segunda vez a la superficie vuelve a estar dando la cara al centro del río y no hacia la orilla desde la que se ha zambullido. Después nada en la superficie en dirección al centro del río. Avanza con brazadas armoniosas, la cara hundida en el agua asomando de tanto en tanto para recuperar la respiración, el pataleo mudo bajo el agua estallando a intervalos en la superficie y produciendo un penacho turbulento de espuma blanca que se deshace enseguida y que impide ver los pies cuando se mueven a ras del agua. Vuelve a detenerse y poniéndose boca arriba cierra los ojos y se deja flotar. La piel mojada resplandece sin embargo como más cálida sobre la gran extensión violácea. En sus oídos resuenan todavía, mezclados, el tumulto del agua en la superficie y el rumor subacuático que parece continuo en relación a los golpes súbitos y fugaces de la superficie. Cuando llega al centro del río pone el cuerpo en posición vertical —si bien la parte inferior, bajo el agua, queda como floja y acumulada contra el revés de la superficie— y mira a su alrededor. La mirada, a ras de agua, choca contra la orilla desde la que se ha zambullido y trepa por la barranca hasta la punta, sigue subiendo hasta las copas de los árboles sobre las que resbala la luz solar. Después baja otra vez a ras del agua y se desliza por la superficie calma, violada, hasta un punto en el horizonte en el que el agua parece estar más alta que los ojos y sin embargo inmóvil y lisa. Wenceslao nada otra vez en dirección a la orilla y sale del agua. Su cuerpo magro, desnudo, es más blanco desde el ombligo hasta la mitad superior de los muslos. El resto es oscuro, tostado, y chorrea agua. El pelo veteado de gris está pegado al cráneo y los pies húmedos, que se adhieren al suelo arenoso, van dejando unas huellas rápidas y nítidas. Vuelve a pararse en la punta de la barranca y se vuelve a zambullir. La misma explosión del principio sacude la superficie violácea y al abrir los ojos, en el fondo, Wenceslao percibe otra vez la penumbra amarillenta y translúcida en la que las partículas de barro flotan lentas a mitad de camino entre el fondo y la superficie. Al cerrar los ojos la oscuridad lo ciñe en un tumulto confuso y por un momento no percibe la dirección en la que se desplaza ni tampoco el hecho mismo de estar en el agua. Siempre con los ojos cerrados vuelve a subir y cuando asoma la cabeza abre los ojos y ve la orilla y los árboles. Ahora la luz solar es de nuevo horizontal y sus rayos atraviesan los huecos de la fronda formando entre los árboles volúmenes amarillos suspendidos en el aire o como depositados sobre las ramas. El sonido de voces lo hace volverse despacio, braceando, y entonces ve aparecer las dos canoas cargadas de mujeres, viniendo desde un riacho. Viene adelante la canoa amarilla; detrás viene la verde. Vistas desde el ras del agua las embarcaciones parecen más grandes de lo que son, y avanzan atravesando el río en diagonal. Rosa reina en la amarilla, de espaldas a la dirección que trae. A cinco metros de distancia, la canoa verde, en la que rema la Negra, sigue a la amarilla en línea tan recta que da la impresión de que la amarilla viniese remolcándola. Avanzan atravesando el río en diagonal; las voces de las mujeres suenan y se disipan en el aire al que mancha el resplandor del agua. En la amarilla, la Teresita va en la proa, la cara en el mismo sentido en que avanza la canoa. Teresa está sentada frente a Rosa y la oye hablar, inmóvil. En la canoa verde es Rosita la que viene en la proa, mirando en la misma dirección que la Teresita; Josefa, sentada cerca de la popa, le da la espalda a la Negra, cuyo torso amarillo que remata en la cabeza amarilla se bambolea al ritmo de los remos. Teresa es la primera que ve a Wenceslao, y lo señala con la mano. Rosa maniobra con los remos, quebrando la línea diagonal y viniendo en línea recta hacia Wenceslao. La Negra se entrevera un momento con los remos, haciendo oscilar como un péndulo lento la proa verde antes de lograr enfilar en la misma dirección que la canoa amarilla. Wenceslao comienza a nadar hacia las embarcaciones. Se alcanzan rápido. Wenceslao deja de nadar y braceando y pataleando de un modo continuo para mantenerse a flote, ve cómo Rosa hace una maniobra diestra con los remos y para de golpe la canoa. La imagen invertida de la canoa amarilla con las tres mujeres se refleja en el agua, oscura, confusa, quebradiza.

—Yo te había dicho que iban al pedo —dice Wenceslao.

Por la cara de Rosa corren gotas de sudor. Deja uno de los remos y se pasa el dorso de la mano por encima del labio superior.

—Está loca —dice.

—¿Qué hacía? —dice Wenceslao.

—Ni mierda —dice Rosa.

Wenceslao se ríe. La canoa verde se para al costado de la amarilla.

—Anda nomás, Negra, que ya te sigo —dice Rosa.

La Negra sigue remando y se aleja. La estela que deja la canoa va ensanchándose y Wenceslao siente las sacudidas suaves de la corriente, cada vez más débiles. Rosa lo está mirando.

—Tenía que haber ido y enterrarse con él —dice.

—Ella no. Yo —dice Wenceslao.

Hace un movimiento brusco y se sumerge. Ahora ve otra vez la penumbra amarillenta toda historiada de una red de nervaduras luminosas que se entreveran en la masa translúcida. Ha alcanzado a oír algo que decía la voz de Rosa superponiéndose al ruido del agua en la fracción de segundo que duró la inmersión. Va desplazándose bajo el agua hacia donde piensa que está la orilla, alejándose de la canoa, viendo por encima del ronroneo subacuático el paraíso y la mesa, la otra mesa, el arcón, viéndola venir desde el rancho al excusado y oyendo después el chasquido del cabello cada vez que los dientes negros del peine se enredan en él, viéndola sentada adelante, bajo el paraíso, hilvanando franjas negras en el bolsillo de la camisa. Después no ve más nada. Avanza en la masa amarillenta que va separando con las manos extendidas y que se cierra enseguida por detrás, y otra vez sale a la superficie frente a la barranca. Jadea un poco. Ahora ve las dos canoas que van acercándose a la orilla, paralela una a la otra, la verde un poco más adelante, como si estuviesen yendo entre andariveles y compitiendo por tocar primero la costa. Wenceslao las ve vararse una junto a la otra, la verde primero y la amarilla unos segundos después. Las mujeres se incorporan y saltan a tierra, caminando precarias sobre la embarcación y elevándose un momento sobre la proa antes de tocar el suelo. Hacen gestos en medio del aire todavía claro y luminoso. Desaparecen. Espera un momento para estar seguro de que no volverán y después da dos brazadas suaves y toca la barranca. Va costeándola hasta donde el declive le permite trepar y sale del agua. Cuando llega al lugar en el que ha dejado la ropa jadea y se deja caer sobre el pasto. Saca los cigarrillos y los fósforos del bolsillo de su camisa y fuma despacio, plácido, mientras su cuerpo va secándose en el aire cálido y sin viento. Sacude con suavidad la cabeza, de vez en cuando, mirando el humo que se disemina lento antes de disiparse. En frente tiene el río violáceo y las orillas bajas que todavía cabrillean. Ve por un momento el sol de mediodía subiendo, el enorme círculo del cielo mechado de destellos amarillos, y después la luz de la luna cayendo entre los árboles y haciendo fosforescer la fachada blanca del rancho. Le da una última chupada al cigarrillo y después lo arroja en dirección al río, siguiéndolo con la mirada hasta que toca el agua. Se para. Se viste despacio, sacudiéndose primero las nalgas enjutas, acomodándose con cuidado los genitales antes de enfundarse el calzoncillo blanco que le cubre la mitad de los muslos y que se sostiene gracias a la convexidad leve del abdomen, se pone la camisa y el pantalón y se limpia los pies con la mano antes de calzarse. Comienza a atravesar el montecito en dirección a la casa. El chasquido de las alpargatas golpeando contra los yuyos repercute con un ritmo parejo y monótono que él no percibe. Ahora la luz solar es interceptada por las ramas de los árboles y en el interior del montecito no penetra más que la claridad difusa y sin destellos que se cuela por entre las hojas y se dispersa entre los árboles. Su cuerpo avanza ahora como nimbado por esa claridad, recortándose nítido en ella, el contorno guarnecido por una doble aureola luminosa. Avanza entre los algarrobos, los ceibos, los timbos, los aromitos, los laureles, los árboles que nadie plantó nunca, alzando de vez en cuando el brazo para separar una rama demasiado baja, hasta que llega a la hilera de paraísos que separa el monte del patio trasero, en el que los círculos negros de la regada han ido secándose y volviéndose más claros. Se para un momento frente al cordero y lo mira. Llega un rumor de voces desde el patio delantero. Colgado cabeza abajo, el lugar en el que estaba la cabeza convertido en un muñón reseco, el animal está abierto a todo lo largo y muestra la caverna rojiza listada por las costillas. Wenceslao lo mira, lo ve un momento atado al tronco del árbol, corriendo en semicírculo y balando sin parar, ve el cuchillo penetrando en su garganta y abriendo un hueco elástico que se cierra a medida que la hoja penetra en la carne, la sangre que comienza a brotar y cae en la palangana. Después gira y pasa junto al horno y a la parrilla, y se aproxima al patio delantero oyendo las voces cada vez más altas y distinguiendo gradualmente a los que las profieren: Rosa, Rogelio, la Negra, Teresa, la vieja. Cuando aparece en el patio los ve: Rosa y Rogelio parados entre la punta de la mesa y la pared blanca del rancho, frente a frente y discutiendo, la Negra que peina a la vieja sentada a la derecha del viejo que está en la otra punta y que chupa un mate sacudiendo la cabeza, Teresa un poco separada del grupo, hacia el lado del camino, y mirando la escena con los ojos muy abiertos.

—Ahí lo tenés. Decíselo a él —dice Rogelio, señalando a Wenceslao cuando lo ve aparecer en el patio delantero.

Rosa se da vuelta. La Negra sacude el peine hacia Wenceslao.

—Están peliando por la tía —dice.

—Es cabeza dura esa mujer —dice el viejo.

—A ver si mandan a los muchachos a juntar leña para el fuego —dice Wenceslao.

—Él es todavía más loco que ella —dice Rosa.

—Rosita vieja y peluda —dice Wenceslao.

Rogelio se echa a reír. La Negra mira un momento a Wenceslao, se encoge de hombros, y sigue peinando a la vieja. Los cabellos de la vieja, todavía oscuros, caen lisos y largos hasta más abajo de los hombros. La vieja recoge un cigarro encendido de sobre el borde de la mesa y se lo lleva a los labios. Le da una larga chupada y suelta un chorro de humo, y vuelve a dejar el cigarro sobre el borde de la mesa. El viejo comienza a llenar otra vez el mate.

—Manden por leña a esos muchachos —dice Wenceslao.

Rogelio comienza bruscamente a gritar, llamando a los muchachos. También bruscamente aparecen los niños desde el interior del rancho: el Carozo, el Ladeado y la Teresita. Del costado del rancho vienen el Chacho y el Segundo, Rogelito, Amelia, Rosita y Josefa. Todos se aproximan.

—Todos pdesentes —dice el Segundo.

—Falta Agustín —dice Rogelio.

—Y la tía —dice Josefa.

—El viejo debe estad chupando en lo Bedini —dice el Segundo.

—Hay que llevar leña a la parrilla para que Layo ase el cordero —dice Rogelio—. De frente, ¡marche!

El Segundo y los chicos comienzan a moverse. Rogelio y el Chacho se quedan parados al lado de las dos mujeres en cuya compañía han aparecido. Antes de desaparecer hacia el fondo, siguiendo con dificultad el paso cada vez más acelerado de los otros, el Ladeado se para y da media vuelta, acercándose a Rogelio. Le hace un gesto con la mano, indicándole que se incline. Rogelio mira de un modo fugaz a Wenceslao y obedece. El Ladeado murmura algo en su oído. Mientras lo escucha, Rogelio sacude la cabeza, afirmando.

—Sí, sí. Seguro que sí. Ahora vaya buscar leña con sus primos —dice.

Ladeado se aleja y desaparece. La Negra ha dejado de peinar a la vieja para tomar el mate que el viejo le acaba de alcanzar. Introduce la bombilla entre sus labios gruesos y oscuros, sorbe arrugando la frente como si estuviese preocupada por algo, saca la bombilla de entre los labios mientras traga y repite tres o cuatro veces la misma operación hasta que vacía el mate. Se han quedado todos en silencio, esperando, en el interior de la esfera de sombra de los paraísos, que continúa siendo siempre un poco más oscura que el resto del aire a su alrededor. Ha ido oscureciéndose con la declinación del día y sin embargo, siendo más oscura que todo el resto, y más oscura incluso que a mediodía, ahora que la luz deslumbrante se ha suavizado dejando de contrastar crudamente con ella, da la impresión de haberse diluido un poco. El amarillo de la luz que raya el cielo es también ahora un poco más pálido. Después la luz se irá poniendo naranja, rojiza, verde, azulada, azul. Cuando desaparezca el sol no quedará más que una luz azul homogénea y todavía bastante clara antes de convertirse en una semipenumbra otra vez azulada llena de núcleos negros alrededor de los árboles. Después se pondrá todo negro, durante un momento, como si también la negrura alcanzara un cénit antes de declinar en favor de la luna llena subiendo en un cielo lila. No percibirá enteramente la oscuridad porque estará parado junto al fuego grande y a la capa dispersa de brasas sobre las que se dora el cordero despidiendo una columna de humo que atraviesa la fronda de los árboles y sube hacia la luna. Habrá acabado de llegar del almacén de Berini. Habrán ido caminando después de hacer el fuego y poner las achuras y el cordero sobre las brasas y dejarlo al cuidado de los muchachos. Recorriendo primero el camino de arena, doblando hacia la derecha después y atravesando el monte de espinillos, cruzando más tarde el gran claro en diagonal, en fila india, por el caminito, Rogelio adelante, detrás él, alcanzando el camino recto que lleva del almacén a la costa y avanzando por él ahora los dos a la par hasta divisar los árboles del almacén y oír cada vez más próxima y nítida la música que llega desde el patio. Habrán entrado al almacén, viendo a Buenaventura sentado bajo los árboles ante una mesa en la que hay varias botellas de vino y vasos, rodeado de hombres. —Salas el músico, el otro Salas, Chin, otros—. Desde la cancha de bochas llegarán gritos y voces y de vez en cuando el golpe seco de los bochazos y el más resonante de las bochas contra los tablones que cierran la cancha. Encontrarán a Agustín en la cancha viendo a los otros jugar, tomando un vaso de vino, ya bastante borracho, yendo a buscar de vez en cuando las bochas desviadas para traerlas a la cancha o haciendo de intermediario entre Berini y los jugadores cada vez que éstos piden bebidas, o cigarrillos, o algo para comer. Ellos mismos, Rogelio y Wenceslao, se quedarán mirando un momento el partido de bochas, aproximándose a la cancha de vez en cuando para observar más de cerca la distancia de una arrimada, opinando entre ellos sobre los tantos en discusión, sobre problemas reglamentarios, sobre la destreza de un bochazo. Después entrarán al almacén en el que el olor a creolina del mediodía se habrá desvanecido ya casi del todo, pagarán sus copas y las de Agustín recibiendo el vuelto sin mirar la cara hosca de Berini que estará yendo y viniendo detrás del mostrador para atender los pedidos de los niños, hombres y mujeres que entran y salen del almacén atravesando el patio en el que la música del ciego no se detiene más que durante cortos intervalos. Después saldrán los tres al aire azul. Desearán feliz año nuevo a los hombres que rodean al ciego, Chin se pondrá de pie y abrazará a Rogelio. Después abrazará a Wenceslao y Wenceslao percibirá, al aproximar su cara a la de Chin, unas gotas de sudor que corren por sus mejillas recién rasuradas. Salas el músico les prometerá una serenata. Después saldrán. Habrán recorrido el camino, el campo en diagonal, el montecito, el otro camino, antes de que Wenceslao esté parado junto a las brasas sobre las que el cordero se dora despidiendo una columna de humo oloroso que sube al cielo negro atravesando la fronda de los árboles. Habrán venido envueltos primero en la luz azul, en la semipenumbra azul más oscura, en la oscuridad. Los perros habrán salido a recibirlos, saltándoles a la cara. Atravesando el claro habrán visto encenderse los primeros faroles entre los árboles que ocultan los ranchos, en los patios regados al atardecer, los faroles manchando las ramas y las hojas con una luz centrífuga, que fluye y está, sin embargo, inmóvil. Ya en el patio del almacén habrán percibido la subida de la mosquitada. Recorrerán el camino desde el almacén hasta la casa de Rogelio abriéndose paso a través de una sola nube negra, compacta y zumbante. Irán dándose cachetazos en la cara, en la nuca, en los brazos. En un momento dado el hostigamiento de los mosquitos será tan constante y violento que se echarán a correr, riéndose y puteando, hasta que se pararán de golpe y seguirán caminando los tres casi a la par, Agustín siempre más lento y más reconcentrado que ellos. Habrá en el aire un ruido vago y febril de voces, de música, de perros, de fuego, de agua, de mosquitos. Al entrar en el patio delantero percibirán un ir y venir de mujeres, de muchachos, de chicos, contrastando siempre con la inmovilidad de los viejos sentados como a la tarde, el viejo en la cabecera, la vieja a su derecha. La vieja estará peinada, limpia, tranquila. El viejo fumará con lentitud, llevando de vez en cuando el cigarrillo a sus labios, dándole una chupada profunda y despidiendo después el humo en chorros espaciados, débiles. Sonará la radio. En el momento mismo de entrar oirán, desde el camino, el galope apagado de un caballo y la voz del diariero voceando La Región. Rogelio irá a buscar el diario y conversará un momento con el diariero. Wenceslao lo oirá invitarlo a bajar del caballo para tomar un vaso de vino. El diariero bajará un momento, saludará a los viejos —un viejo él mismo, magro, silencioso, plácido—, esperará sin hablar que Rogelio, que se le ha adelantado, salga del interior del rancho con una botella de vino y cinco vasos, recibirá el suyo tomándolo en dos tragos, mientras Rogelio, el viejo, Agustín y Wenceslao toman tragos cortos de los suyos. Después se despedirá y se irá. Se oirán sus pasos casi imperceptibles sobre el suelo duro, y después de un momento de silencio comenzará a oírse el trote del caballo cada vez más lejano, hasta que se apagará del todo.

La Negra estira la mano hacia el viejo, devolviéndole el mate. En el momento en que el viejo lo agarra, la vieja levanta de sobre el borde de la mesa el cigarro, dándole una chupada larga y volviéndolo a dejar. Cuando vuelve a erguirse después de la inclinación lenta que ha debido hacer para dejar el cigarro sobre el borde de la mesa, las manos de la Negra continúan trabajando con el peine su cabello lacio y oscuro, sin una sola cana. Rogelio mira a su hijo mayor y al Chacho, parados junto a las dos mujeres, y les hace una seña con la cabeza, indicando el patio trasero.

—Cuantos más sean para juntar leña, mejor —dice.

—Por eso —dice Rogelito—. Vayan buscando nomás.

Las dos mujeres y el Chacho se echan a reír. Rogelio se ríe. Wenceslao mira las manos de la Negra que trabajan en el cabello de la vieja. El viejo termina de cebar el mate y lo estira hacia Wenceslao. Wenceslao sacude la cabeza.

—No —dice.

Va hacia la parrilla, seguido por Rogelio. Los chicos van llegando con pedazos de leña que dejan caer apresurados y sin orden cerca de la parrilla, y después vuelven a desaparecer en dirección al fondo. Wenceslao comienza a recoger unas ramitas que quiebra y va depositando a un costado de la parrilla acomodándolas con cuidado para que formen una pila ordenada.

—Hace falta un poco de papel —dice.

—Yo traigo —dice Rogelio.

Acuclillado junto a la pila de ramas secas, Wenceslao oye el ruido de los pasos de Rogelio alejarse en dirección al patio delantero. Desde el patio trasero, el Carozo viene arrastrando una rama seca, enorme, que deja una huella superficial en el suelo duro. El Ladeado lo sigue con dificultad, sosteniendo entre los brazos dos troncos finos. Enseguida llegan el Segundo y la Teresita, cada uno con una carga de leña.

—¿Tdaemos más, tío? —dice el Segundo.

Wenceslao mira la leña acumulada en desorden.

—Mucho más todavía —dice Wenceslao—. Y a ver si la acomodan un poco mejor, carajo.

Rogelio reaparece trayendo hojas de diario. Wenceslao agarra una de las hojas que le alcanza Rogelio y la hace una pelota achatada, dejándola en el suelo. Después, sobre ella, con gran cuidado, va superponiendo ramitas que componen una pila precaria. Sobre ella comienza a acomodar ramas más gruesas, y después más gruesas todavía, hasta formar un montículo piramidal. Se incorpora viendo el ir y venir de los muchachos que aportan leña y van dejándola caer a los costados de la pila. Cuando está por fin parado, la mano de Rogelio se mete en el bolsillo de su camisa y saca los cigarrillos y los fósforos.

—El último —dice Rogelio.

Se pone el cigarrillo entre los labios, hace una pelotita con el paquete vacío y lo tira entre la leña de la pila. Después enciende el cigarrillo y se inclina con el fósforo encendido aplicando la llama a una de las puntas de papel de diario que asoman de entre la leña. La hoja de diario comienza a arder. Rogelio se incorpora y extiende la caja de fósforos a Wenceslao, que enciende a su vez uno y aplica a su vez la llama a otra de las puntas del papel. La llama avanza por los dos extremos hacia el centro de la pila de leña. El Carozo llega con un tronco que deja caer en el suelo y se queda junto a su padre, mirando las llamitas. Wenceslao contempla la leña que se amontona en desorden a un costado del fuego y determina:

Ya es suficiente.

Todavía llegan el Segundo, el Ladeado y la Teresita con pedazos de leña y Wenceslao va repitiéndoles lo mismo, de modo que se quedan y se ponen a mirar el fuego. Forman un círculo en torno a las llamas, que por un momento desaparecen entre la leña creando una ligera expectación. Por el vértice de la pirámide de leña comienza a subir una columnita de humo blancuzco, magro.

—Se apaga, tío —dice el Carozo.

—Hay que darle tiempo —dice Wenceslao—. Ya va arder.

Pero por un momento no sube de entre las hojas más que ese chorro débil de humo casi blanco que se disipa enseguida, sin fuerza. De pronto, ni el humo sube. Hay como una especie de silencio que sube desde la leña y que hace que los chicos miren interrogativamente a Wenceslao y a Rogelio, como si ellos tuviesen el secreto del fuego y los medios de provocarlo. Pero después del silencio se oye una crepitación sorda, espaciada, que viene de la estructura intrincada de ramas y troncos, y de golpe, por entre los intersticios, aparece la primera llama, débil, azulada, transparente.

—Ya pdendió —dice el Segundo.

Wenceslao alza los ojos del fuego y mira un momento al Segundo, pensativo, sin parpadear, con grave curiosidad. Todos están mirando fijo la llama, que ahora se divide, se cuela, multiplicada, por los intersticios de la pila y se curva atacando la leña desde afuera; son cinco o seis láminas flexibles, ágiles, envolventes, que parecen tocar superficialmente la madera y después retirarse. Algo en el interior de la estructura de llamas crepita, se quiebra y chisporrotea. Por un momento, después, no hay más que esas llamas infructuosas que continúan su bailoteo monótono, interrumpido de vez en cuando por una crepitación y una explosión apagada. Las llamas se reducen y el humo vuelve a fluir en una columna más firme, derecha y espesa. Los seis pares de ojos se dirigen al punto —el vértice de la pirámide— desde el que parte la columna de humo. De golpe se oye una crepitación más profunda y surge un montón de llamas altas y rectas que se sacuden violentas. La Teresita da un paso atrás. El Segundo mira a Rogelio y a Wenceslao con expresión satisfecha. A cada nuevo envión de las llamas, parece como si el fuego debiese pasar por un estadio neutro en el que su fuerza queda en suspenso, anulada, antes de crecer, discontinua, borrándose del todo para reaparecer después con más violencia. Los seis pares de ojos se han agrandado y siguen fijos en las llamas. Wenceslao habla dirigiéndose a Rogelio, sin alzar la vista.

—Dentro de un ratito podemos ponerlo —dice.

—Sí —dice Rogelio sin alzar la cabeza.

Da una última chupada al cigarrillo y lo arroja hacia las llamas. El cigarrillo desaparece entre los troncos apilados.

—Desapadeció —dice el Segundo.

Las llamas suben más y más y se multiplican. Producen un sonido seco, más continuo que ellas mismas pero menos nítido. Sobre las caras lustrosas a causa del calor, las llamas se reflejan imperceptibles y el resplandor del fuego es comido por la claridad del atardecer. Como no sopla ningún viento el humo sube despacio hasta cierta altura, para desplazarse después horizontal en el aire, por encima de las seis cabezas inclinadas hacia el fuego. Hasta el punto en que se quiebra y comienza a diseminarse, los bordes de la columna son ondulantes y su superficie es crespa, como la lana de un cordero; después se alisa y se adelgaza sin volverse sin embargo más transparente, aunque se desplaza con más lentitud que la masa ondulante. Después se mezcla en la altura con las hojas de los árboles. La columna ondulante se mueve de un modo tan regular y continuo, del mismo modo que las llamas, que crecen por enviones imperceptibles y que surgen en círculo desde el centro de la hoguera formando una especie de corona, que el conjunto de humo y hoguera, e incluso hombres, da la ilusión de una cierta inmovilidad. Sin mediar palabra, el Carozo da un salto rápido en su lugar y después sale como disparado en dirección a la parte delantera de la casa. La Teresita y el Ladeado lo siguen, poniéndose en movimiento de un modo tan brusco como él, como si se hubiesen arrancado a la fascinación de la hoguera mediante un tirón violento y escapasen por temor de recaer en ella. Wenceslao los mira doblar la esquina del rancho y desaparecer. Los «ve», por un momento, desembocar en el patio delantero uno detrás del otro reunirse fugazmente y volver a dispersarse, persiguiéndose entre las sillas y la mesa, entre los árboles, alrededor del viejo sentado en la cabecera y de la vieja que fuma parsimoniosa su cigarro mientras la Negra pasa una y otra vez el peine haciéndolo chasquear, sobre su cabellera lisa. Pero la voz de la Negra suena de golpe a sus espaldas, viniendo desde la parte trasera del rancho, haciéndolo darse vuelta y produciendo en Rogelio y en el Segundo rápidos movimientos de cabeza en dirección a ella.

—¿Ya prendieron el fuego? —dice, acercándose.

—No, ¿y esto qué es? —dice el Segundo.

Detrás de la Negra aparecen Amelia y Rosita. Caminan más despacio que la Negra, y parecen haber estado hablando de algo íntimo. La blusa azul eléctrico de Amelia es de una seda lisa, brillante, y la pollera colorada de una especie de tela cruda tiene toda una serie de arrugas horizontales desde la mitad superior de los muslos hasta el vientre. Sobre el labio superior de Rosita hay cuatro o cinco gotas de sudor.

—Qué rápido —dice la Negra, parándose al lado del Segundo y mirando las llamas. Suspira y sus ojos se abren enormes en la contemplación del fuego.

—Gdacias a mí que tdaje la mejod leña —dice el Segundo.

Wenceslao lo mira.

—Ahora cuando vayamos al almacén —dice— vamos a dejarte a cargo de la parrilla. Ojo que nadie se acerque.

—Ojo con andar metiendo la mano también —dice Rogelio.

Amelia y Rosita se instalan en el círculo y abren a su vez los ojos y se quedan contemplando con fijeza las llamas, de cuyas puntas se desprende a veces un puñado de chispas. El vestido descolorido de Rosita, estampado en florcitas azules, se ha ido adelgazando con las lavadas y ahora transparenta un poco entre sus piernas separadas. Por la parte delantera aparecen Teresa y la Teresita. Traen una toalla y un jabón y se paran al lado de la bomba. Ni siquiera miran al grupo colocado en círculo alrededor del fuego; únicamente Wenceslao ha alzado la cabeza para mirarlas: Teresa comienza a bombear y la Teresita se inclina bajo el chorro de agua y empieza a lavarse la cara, el cuello y los brazos. El Ladeado aparece también desde la parte delantera, arrastrando una silla que deja junto a la bomba. Se da vuelta y se va, desapareciendo otra vez en la parte delantera.

—Sí, ojo —dice Wenceslao.

La Negra se ríe.

—No le diga nada, tío, que no vale la pena —dice.

—No va dejar ni los huesos —dice Rogelio.

—Tdaigan un salamín de lo Bedini, pod si acaso —dice el Segundo.

Deja de mirar el fuego y sacude la cabeza.

—Debe ser más duro que un burro —dice la Negra.

—Cadneenlá a la Negda, que es puda gdasa —dice el Segundo.

La Teresita se enjuaga y comienza a secarse. Teresa espera parada al lado, apoyando una mano en la palanca de la bomba. Con minucia, la Teresita refriega con la toalla su cuello, sus brazos, su cara seria y retraída. La Negra tiene un paquete de cigarrillos «Chesterfíeld», todo arrugado, en el cinturón. Lo saca y ofrece. Wenceslao acepta. Rogelio, en cambio, rechaza el paquete sacudiendo la mano.

—Recién tiré —dice.

Wenceslao observa un momento el cigarrillo, haciéndolo girar entre los dedos, y después lo acerca a su nariz y lo huele. La cara plácida y puntiaguda de Amelia se vuelve hacia él cuando percibe que Wenceslao le ha echado una mirada fugaz en el momento de oler el cigarrillo. Ahora la Teresita deja la toalla en el respaldo de la silla y se sienta, poniendo los pies bajo el chorro de agua que sale por la canilla cuando Teresa comienza a bombear. Wenceslao pone el cigarrillo entre sus labios y palpa el bolsillo de su camisa buscando la caja de fósforos. La saca, enciende uno, y aproxima la llama al cigarrillo que cuelga de los labios de la Negra. Al inclinarse levemente para tocar la llama con el cigarrillo, la Negra hace tintinear sus joyas de fantasía. Aunque no hay viento, protege la llama con sus manos dejando ver las uñas pintadas de lila. Al erguirse, un nuevo tintineo de chafalonías acompaña su movimiento. Después Wenceslao enciende su propio cigarrillo y tira el fósforo entre las llamas. Da una larga chupada y expele el humo despacio. Los dos chorros de humo, el de Wenceslao y el de la Negra, van rectos y horizontales a mezclarse con la columna ondulante que fluye de la fogata. Al entrar en ella, el humo de los cigarrillos agranda su espesor. Un montón de pájaros viene de golpe y se entrevera en la fronda de los árboles, gorjeando y persiguiéndose de rama en rama. Wenceslao alza la cabeza y los ve reunirse otra vez y salir bruscamente en bandada. La mano de uñas lila sostiene el cigarrillo a la altura de las grandes tetas que abultan la blusa amarilla. La pollera multicolor se llena de pliegues cuando la Negra hace un movimiento para cambiar el pie de apoyo. Ahora hay un tumulto entre las llamas que disminuyen un poco y después vuelven a crecer con un envión súbito, hacia un costado primero, como si un viento imperceptible las hubiese inclinado, y después hacia arriba. El bombeo lento de Teresa se detiene, pero el chorro de agua sigue saliendo y cuando la Teresita retira sus piernas y comienza a secárselas apoyando una de ellas en el travesaño de la silla y cruzando la otra sobre el muslo de la primera, Teresa se inclina hacia el chorro y ahuecando las manos recoge un poco de agua y se la toma. Ya no hay sol en ese costado de la casa, aunque sí una claridad intensa como para que el resplandor de las llamas se disipe en ella. Del patio delantero llegan las risas de los chicos y después la voz de Rosa, gritándoles.

—Si le gustan, tío, le dejo un paquete —dice la Negra.

Wenceslao mira el cigarrillo un momento y después da otra pitada larga.

—Carajo, sí —dice.

—De haber sabido —dice la Negra— traía una caja. Son suavecitos suavecitos —dice Wenceslao.

La Negra ha conservado el paquete arrugado en la mano y lo estira otra vez hacia Rogelio.

—Tome, tío, sírvase —dice.

—Para probarlos, nomás —dice Rogelio, retirando uno del paquete.

Aunque la Negra no lo ha convidado, el Segundo mete la mano y saca también un cigarrillo. Lo mira un momento y después lo huele.

—El patdón del quiadedo tamién fuma de éstos —dice—. Son impodtados.

Rogelio se inclina hacia las llamas y aplica a una de ellas la punta del cigarrillo. Después lo retira y lo chupa dos o tres veces hasta hacerlo arder bien. El Segundo agarra el cigarrillo con los dedos, por la punta, lo sacude en el aire mostrándolo a la concurrencia en general y guardándolo en el bolsillo de la camisa comenta:

—Pada la odeja.

—Sí —dice Rogelio—. Son bien suavecitos.

—Yo los consigo baratos —dice la Negra—. Pero hay que tener cuidado, porque a veces los fabrican en Avellaneda.

Antes de cada chupada, Rogelio mira con atención su propio cigarrillo.

—Yo esos sin filtro no los puedo fumar —dice Amelia.

Wenceslao mira su cara filosa y neutra. Amelia enrojece, alza la mano y se toca el cabello.

—Yo es al revés —dice la Negra—. Con filtro no les siento ningún gusto. Es como si no fumara nada.

Rosa aparece en la esquina del rancho, desde la parte delantera, y se queda parada.

—¿Qué pasa ahí que hay tanta gente? —dice.

Todas las cabezas se vuelven hacia ella. Se queda inmóvil. Más acá está la bomba, a cuya izquierda, junto a la palanca, Teresa está pasándose el dorso de la mano por la boca, para secársela, y la Teresita se refriega la segunda pierna con la toalla blanca que se sacude sin cesar. De todas las cabezas, la de la Teresita es la única que no ha girado en dirección a Rosa y continúa inclinada hacia las manos que refriegan la toalla blanca contra la pierna. El cuerpo de Rosa enfundado en un vestido verde que acaba de ponerse para la noche resalta junto a la pared blanca del rancho y contra el fondo sombrío de las ramas de los paraísos del patio delantero.

—No faltabas más que vos —dice Wenceslao.

—Yo con usted no me junto —dice Rosa—. Negra vení una cosa.

—Sí, tía, voy —dice la Negra.

—Vos también vení, Rosita, que tenés que cambiarte —dice Rosa—. Venga usted también, señorita, no se quede con esos dos viejos que de este lado está la gente joven.

Todos se echan a reír, salvo la Teresita. Wenceslao sacude la cabeza y después ve cómo Rosa vuelve a desaparecer —el vestido verde, que se ha esfumado, ha de estar en ese momento costeando la pared blanca en dirección a la puerta del rancho— y cómo las tres mujeres se alejan en fila india hacia adelante, Amelia primero, después Rosita, por último la Negra; atraviesan el punto en el que ha estado parada Rosa con su vestido verde, después de pasar junto a Teresa que las sigue y pasa a su vez por el mismo punto en el que estaba el vestido verde y por el que han pasado las tres mujeres, y junto a la Teresita que en el momento en que Teresa comienza a caminar se pone las zapatillas y se para. Recoge la toalla y la silla y sigue a su madre, que ya ha desaparecido, y pasando por el punto en el que ha estado Rosa con su vestido verde, dobla la esquina del rancho y desaparece a su vez. Las risas han decrecido, resonando un momento por encima de los crujidos tensos del fuego, y después se han apagado. Por un momento, no se oye más que la crepitación de las llamas. Wenceslao y Rogelio fuman en silencio, mirando el fuego. El Segundo suspira y se va en dirección al patio delantero. Pasa al lado de la bomba en la que ha estado Teresa bombeando con lentitud y la Teresita sentada en la silla refregándose las piernas con la toalla blanca, y atravesando el punto en el que ha estado el vestido verde dobla la esquina del rancho y desaparece. Ha de estar caminando en el patio delantero, hacia la mesa en la que el viejo y la vieja están sentados, en silencio, en un lugar en el que la penumbra ya ha de ser más densa. Algo se desmorona en el interior de la fogata produciendo un chisporroteo, un crecimiento fugaz de las llamas que después vuelven a su movimiento parejo y monótono, y una turbación intensa en la columna de humo.

—Apenas pongas el cordero vamos a lo Berini —dice Rogelio.

—Sí —dice Wenceslao.

Da una pitada a su cigarrillo y lo tira entre las llamas. El cigarrillo pega contra un pedazo de leña y cae a un costado de la hoguera. Wenceslao lo pisa dejándolo achatado contra la tierra. Rogelio está parado del otro lado de las llamas, frente a él. Mira el fuego, pensativo. Después sacude la cabeza.

—Venir a decir que todavía está de luto —dice. Se aleja unos pasos del fuego y se apoya con una mano sobre la semiesfera blanca del horno. El cigarrillo, consumido en sus tres cuartas partes, cuelga de sus labios bajo el bigote negro.

—¿Cómo va estar de luto todavía? —dice.

—Que me pongan a mano la sal —dice Wenceslao.

—Sí, Layo, sí —dice Rogelio—. Van a ponerte la sal a mano, perdé cuidado.

Se incorpora y empieza a caminar en dirección al patio delantero. Pasa al lado de la bomba, atraviesa el punto en el que ha estado el vestido verde, bordeando la pared blanca, y desaparece en la esquina del rancho. Ha de estar bordeando la pared del frente, blanca, en dirección a la puerta. Ha de estar dirigiéndose a la mesa en la que el viejo y la vieja están sentados en silencio. Ha de estar en este momento pasando junto a la puerta del rancho y siguiendo de largo en dirección al otro lado de la casa en el que están el excusado y el gallinero.

Ha de estar atravesando la puerta del rancho. Wenceslao se acuclilla, mirando el fuego, y en el momento en que fija los ojos en él, algo en el interior de la fogata se desmorona con una serie de explosiones apagadas, un chisporroteo, y un tumulto intenso en la columna de humo. El calor ha trabajado la pila de leña por dentro, y la madera está intacta todavía en su parte exterior. Salen llamas por los intersticios, todo alrededor, y curvándose como si quisieran eludir voluntariamente la parte externa de la madera para ir comiéndola exclusivamente desde adentro, se vuelven a reunir en una sola punta móvil por encima de la leña. Las llamas suben como escalonadas, fluyendo de un modo tan continuo y regular, cuando se tranquilizan después de las explosiones, que por momentos dan la ilusión de una perfecta inmovilidad. Wenceslao mira el núcleo del fuego: es una esfera ardua, de un color cambiante, del rojo al amarillo, inestable, en el que el calor, en continuo aumento, parece superponer estratos sobre estratos de una materia imprecisa, que emite un resplandor pesado, muy lento, indefinible. En el centro de la esfera inmóvil y precaria algo está en expansión, desplazándose no sólo a sí mismo, sino también a toda la esfera, algo que está en la esfera, en su centro, pero que no es la esfera misma y que sin embargo la desplaza, ya que puede verse bien cómo avanzan sus bordes comiendo la madera. No se sabe muy bien cómo la pila de leña se sostiene viendo ese vacío rojo atravesado por fragmentos ígneos que se desprenden a veces y lo rayan como meteoros. Al acuclillarse, inclinándose un poco hacia la esfera para mirarla mejor, Wenceslao siente el calor en su cara, un calor seco, brusco. Durante un momento mira sin moverse. Después saca la mano derecha de sobre la rodilla, donde la había apoyado al acuclillarse, y va acercándola despacio, con gran precaución, a la esfera roja. A medida que la mano avanza, sus ojos van entrecerrándose, sin dejar de estar fijos en el fuego. Suena dura la crepitación de las llamas. En la boca de la esfera, la mano se detiene, manchada por el resplandor rojo que se expande hacia el exterior. Cuando, de golpe, toda la estructura precaria se desmorona, en medio de un chisporroteo intenso y una elevación súbita de las llamas, Wenceslao retira rápidamente la mano y se para de un salto.