Capítulo 5

Amanece y ya está con los ojos abiertos.

Se ha despertado, vistiéndose y saliendo del rancho, en el amanecer, ha tomado mate y conversado con ella en el patio delantero mientras ella hilvanaba franjas de luto sobre el borde del bolsillo de su camisa, ha cruzado el río en la canoa amarilla de Rogelio acompañado del hijo de Agustín, llevando una canasta de brevas y limones para la familia de Rogelio, ha visto a Rogelio descabezar y dividir un pescado y liando con él, pasando primero por el rancho de Agustín, al almacén de Berini, y ha llegado justo en el momento en que Berini empujaba a Agustín y ha visto cómo Berini levantaba a Agustín bajo la mirada de Rogelio y después cómo Rogelio invitaba a Agustín a tomar una copa en el mostrador del propio Berini, y después ha vuelto al rancho de Rogelio en compañía de sus dos concuñados y se ha sentado en la cabecera y ha comido y tomado vino hasta que llegaron las hijas de Agustín con una amiga de la ciudad —las tres manchas: azul, verde, colorada— y les sacaron fotografías.

Está mirando la nuca de Agustín, que le da la espalda, vuelto hacia la puerta del rancho que la Negra abre en este mismo momento, la Negra, cuya blusa de seda amarilla brilla y cuya pollera multicolor pegada a las nalgas se estira y se pone tensa cuando su pierna derecha se adelanta y atraviesa el hueco de la puerta que al abrirse ha dejado ver, resaltando entre la blancura de las paredes, la penumbra interior. En el patio no hay nadie más: quedan únicamente la mesa vacía y las sillas y los bancos que la rodean en desorden. Contra la pared, vacías, están las sillas que han ocupado los viejos, una al lado de la otra, los respaldares para el lado de la pared y los asientos hacia Agustín y Wenceslao. Agustín está entre Wenceslao y la Negra, los tres vueltos en dirección a la puerta: Agustín descalzo, el sombrero inclinado hacia adelante, las piernas abiertas y las manos metidas en los bolsillos del pantalón de color indescifrable; la Negra moviendo la pierna, inclinándose hacia adelante mientras su pollera multicolor se pone tensa y se ciñe todavía más a sus nalgas. Wenceslao mira la nuca de Agustín, cuyos tendones emergen de un borbotón de pelo negro para desaparecer bajo el cuello de la camisa, y en ese momento la Negra mueve la otra pierna, distendiendo por un momento la pollera multicolor y volviendo a estirarla otra vez en sentido opuesto, y entra en el rancho cerrando la puerta detrás suyo. La puerta es vagamente gris, de textura árida, llena de rayas protuberantes, verticales. Agustín se da vuelta y ve a Wenceslao. Desvía la mirada.

—Se han ido todos a dormir, cuñado —dice.

—Sí —dice Wenceslao.

Agustín mira la mesa vacía.

—No han dejado ni una botella de vino —dice.

—Se las han llevado a todas —dice Wenceslao.

—Tengo sed —dice Agustín.

Wenceslao se echa a reír y sacude la cabeza en dirección al río que desde allí no se ve; en dirección al rancho, al patio trasero, al claro que está después, y al montón de árboles que separan el terreno del agua.

—Allá hay mucha agua —dice.

Agustín no se ríe; se aproxima; mira a su alrededor.

—Hace calor, cuñado —dice—. A uno se le seca la boca.

Tiene las manos en los bolsillos y el sombrero le hace sombra sobre la cara, pero en medio de la sombra los ojos brillan húmedos; tienen un brillo empañado, un fulgor débil.

—Hace falta un vaso de vino, cuñado —dice Agustín.

Wenceslao siente contra su espalda la corteza seca y rugosa, llena de resquebrajaduras, de protuberancias y de hendiduras, del árbol contra el que está recostado. No hay ni dos metros de distancia entre él y Agustín.

—Ésta es una vida fea, cuñado, sin un vaso de vino —dice Agustín—. Todos te vienen a manosear. Te sirven un vaso, por compromiso, y después se llevan la botella.

—No hables al pedo, Agustín —dice Wenceslao—. No empeces a hablar al pedo ahora.

Agustín resalta contra la pared blanca; está del lado de la sombra. Después el sol irá cayendo detrás de los árboles, volviéndose cada vez más rojo, más grande y más débil, hasta desaparecer, persistiendo al principio como una mancha morada detrás de las hojas negras, lisas, y cuando se haga de noche las paredes blancas del rancho se enfriarán y emitirán una fosforescencia lunar móvil, blanquecina. A dos metros de distancia el cuerpo de Agustín resalta contra la pared blanca y está inmóvil. Wenceslao lo contempla. Se yergue y deja de sentir el contacto de la superficie áspera por encima de la camisa.

—Anda dormir —dice.

Se adelanta y pasa junto a Agustín en dirección a la parte trasera de la casa. Aunque al pasar casi roza con su cuerpo el cuerpo de Agustín, éste ni siquiera se mueve. Wenceslao dobla por el costado del rancho, pasa junto a la bomba y llega al patio trasero. Los hijos mayores de Agustín y el hijo de Rogelio juegan a los naipes en la mesa. Tienen una botella de vino y en el momento en que Wenceslao pasa, el Segundo, que tiene un bigotito blando que le cae por las puntas del labio superior, achinado, está tomando un trago de vino del pico. Después deja la botella sobre la mesa; juegan hablando en voz baja y emitiendo risas ahogadas. Wenceslao pasa junto a ellos y saliendo del patio trasero camina por el sendero que conduce al río. Su sombra lo precede.

Dobla a la izquierda antes de llegar a la costa y se interna entre los árboles. Camina con gran lentitud. Unas verbenas rojas, diminutas y brillantes, se quiebran y quedan aplastadas contra el pasto cuando las pisa con las alpargatas negras. Avanza unos doscientos metros entre los árboles y después se detiene; mira a su alrededor, se desabrocha los pantalones y los calzoncillos, se los baja hasta las rodillas, se acuclilla y comienza a defecar. Después se incorpora, saca un pedazo de papel de diario del bolsillo del pantalón, con alguna dificultad, se limpia, lo arroja sobre el excremento, cubriéndolo en parte, y vuelve a subirse los calzoncillos y los pantalones, abrochándoselos. Cuando termina de abrochar la hebilla del cinturón de cuero y meter la punta del cinturón en el pasacinto se golpea, suavemente con la yema de los dedos, el vientre y la cintura. Después se dirige al río, dejando atrás los árboles y atravesando una franja estrecha de tierra lisa que acaba de un modo brusco en un borde comido por el agua y a medio desmoronar, y se inclina lavándose las manos. Alza ligeramente la cabeza y mira el centro del río sin prestarle ninguna atención, y después se incorpora y vuelve a internarse entre los árboles, sacudiendo las manos en el aire para secárselas pasándoselas al fin por los flancos del pantalón. No vuelve en línea recta, repitiendo a la inversa el camino recorrido desde el sitio en que ha defecado hasta el agua, sino oblicuamente, abriéndose paso en dirección a la casa, hasta que se interna otra vez entre los árboles y sus alpargatas comienzan a chasquear de nuevo contra los pastos. Avanza hasta que empieza a ver fragmentos de la construcción de Rogelio entre las hojas, a unos cincuenta metros. Por entre los huecos de la fronda brillante se divisan porciones de las paredes blanqueadas, que relumbran, y los manchones amarillentos del techo de paja. Los algarrobos y los sauces y los aromitos forman un círculo casi perfecto, con una techumbre intrincada de ramas verdes bajo cuya sombra el pasto aparece ralo y crecido a una altura pareja, como si hubiese sido cortado a máquina. Se detiene y se deja caer, bocarriba. Después se da vuelta y se acomoda sobre el costado derecho echándose el sombrero de paja sobre los ojos y estirando el brazo izquierdo a lo largo del cuerpo. Dobla el brazo derecho y apoya en él la cabeza. Cierra los ojos. Le parece escuchar la risa apagada de los hijos de Agustín y de Rogelito que juegan a las cartas en el patio trasero. No sabe si en realidad ha soñado o si únicamente ha imaginado oírla. Con los ojos cerrados «ve» a los tres muchachos sentados alrededor de la mesa larga, alzando de vez en cuando y por turno la botella de vino y tomando un trago del pico; «ve» cómo el líquido oscuro, lleno de reflejos morados, disminuye en el interior de la botella de vidrio verde, y cómo la botella pasa de una mano a la otra y después queda inmóvil sobre la mesa; la «ve» temblar ligeramente cuando alguno de los muchachos, el hijo de Rogelio, a cuyos lados los hijos de Agustín se mueven y se ríen de un modo borroso, deja caer una carta golpeando primero la mesa con los nudillos y soltando la carta después; «oye» el golpe de los nudillos sobre la mesa, y los gritos y las risas que lo acompañan. Después es el Segundo, el menor de los dos varones mayores de Agustín, el que comienza a moverse y a juntar las cartas y a mezclarlas, y los otros dos los que se vuelven borrosos, como si cambiasen alternativamente de lugar pasando a ocupar uno por vez un núcleo más iluminado, más brillante (el hueco entre la fronda de los paraísos y la luz circular proyectada sobre el suelo cerca de la puerta del rancho) y alternándose, no sólo las personas, sino también las cosas: la botella de vino, las barajas, un cigarrillo a medio consumir apoyado sobre el borde de la mesa, humeando; y como si ese núcleo, ese círculo, fuese móvil y errabundease iluminado y dando nitidez a detalles mínimos del conjunto. Pero ahora le parece oír de verdad las voces y las risas mezcladas a los crujidos secos y a los roces del sombrero de paja que suenan y se esfuman de golpe contra su oído. Unos pájaros vuelan y aletean y comienzan a chillar, en la altura, entre los árboles. También eso se oye con claridad. Abre los ojos y ve los diminutos filamentos de luz que se cuelan a través de las hendijas del tejido de paja del sombrero. Son unas rayas delgadas de luz que acaban con un destello en cada extremo. Cierra los ojos, respirando con un ritmo lento, preciso, acompasado. Ahora son las partes borrosas del conjunto lo que «ve» —los muchachos, el mazo de naipes, las barajas con las figuras vueltas hacia arriba sobre la mesa, la botella de vino a medio vaciar, el cigarrillo consumiéndose y emitiendo una débil columna de humo azul— como si el núcleo brillante se hubiese empañado, empastando y borroneando las figuras, y los sonidos borrosos lo que «oye», pieles quemadas por el sol que se convierten en manchas, rostros y expresiones que pierden significado y se vuelven confusos y lejanos, sonidos que se deforman apagadamente, escamoteando palabras o sustituyéndolas por otras que no tienen sentido, hasta que el hueco brillante y transparente se enciende otra vez y lo muestra corriendo, atravesando el patio delantero en dirección al río, con el pantaloncito azul descolorido y la piel tostada, el pecho atravesado por los listones regulares de las costillas, y después desaparece; el lugar brillante queda vacío y en silencio por un momento hasta que en su interior resuena la explosión de la zambullida. Ahora está el agua vacía, lisa, sin una sola arruga en la superficie, en completo silencio, hasta que de golpe comienzan las sacudidas, el ruido de los chapuzones y de los pataleos, los golpes profundos y sonoros y el collar de espuma lechosa que provocan, la columna de salpicaduras veloces que se levanta por encima del río y después desaparece, pero nadie produce el tumulto, no se ve nada sobre el agua ni dentro de ella, por más que busque y mire cuidadosamente el centro del fragor que acaba de golpe, como ha empezado. La brusquedad del silencio es todavía más insoportable: no hay nada más que el agua lisa otra vez, sin una sola arruga en la superficie, sin siquiera los círculos concéntricos cada vez más débiles y más amplios que van a desaparecer en las orillas más secretas y que producen los cuerpos al caer al agua; nada, excepción hecha del agua lisa y de la mirada empavorecida que espera inclinándose cada vez más hasta casi tocar el agua, hasta que el burbujeo ligero comienza, lento y diminuto, y se ve aparecer esa mancha de piel tostada, el fragmento combo del cuerpo que flota, hundiéndose y reapareciendo, con gran lentitud, lavado por el agua, liso, como la convexidad de una boya que por momentos logra vencer la presión y emerger y a la que el agua cubre a veces en su vagabundeo. La mirada retrocede, con violencia, permanece un momento inmóvil y después se inclina otra vez, con precaución y miedo, con enviones breves de aproximación. Va a producirse el reconocimiento: el fragmento de piel tostada, la convexidad lisa que se muestra vagamente humana, sin precisión —puede ser la espalda, un hombro, el pecho, un fragmento de nalga, una rodilla— el vagabundeo caprichoso y lento, la inmersión y la aparición, en el centro del agua, en pleno silencio, se organizan de golpe, para revelarlo todo, en un relámpago de evidencia que sin embargo se esfuma una y otra vez, y el ascenso hacia el reconocimiento debe recomenzar, trabajoso y pesado, como un río que fluye para atrás y comienza a recorrer a la inversa su cauce en el momento mismo de llegar a la desembocadura. Por momentos alcanza esa precisión estéril de lo que no obstante no puede ser nombrado; una precisión que no es propiamente comprensión ni tampoco, desde luego, lenguaje. Se trata de una certidumbre terrible pero informulable, y mientras quede al margen de esa formulación el reconocimiento quedará en suspenso. Entonces entra en el agua: es viscosa, negra, pesada, tibia, enemiga. Se ciñe a sus rodillas, humedeciéndolas, y él se inclina, va a acuclillarse, pero siente que el agua penetra a través de su pantalón y le moja los testículos y el culo. Permanece un momento como sentado sobre el agua, viendo enfrente la zona tersa y la convexidad lisa flotando lenta en ella, sin siquiera formar una burbuja o una arruga en la superficie. Mantiene los brazos —tiene brazos— en alto, para no mojárselos, preparado para saltar, sintiendo el agua empapar las partes inferiores de su cuerpo, porque también tiene un cuerpo. Entonces empieza la cacería. Cada vez que la cosa lisa emerge, él se zambulle detrás de ella, queda un momento como ciego, bajo el agua, y reaparece con las manos crispadas, en actitud de aferrar algo, dos garras infructuosas agarrándose una a la otra y la cosa reapareciendo más allá, intacta y fluctuante, en su actitud de abandono errabundo. Se sumerge dos o tres veces sobre ella y las dos o tres veces sale a la superficie dando cabezazos rápidos con los ojos cerrados y comprobando al abrirlos que toda la zona de agua lisa, el círculo aceitoso en medio del cual el órgano irreconocible fluctúa, se ha corrido unos metros más, alejándose de él y de la orilla; por fin se yergue, toma aliento, respirando hondo dos o tres veces, y comienza a avanzar dando pasos tan suaves que el agua, que le llega casi al cuello —porque tiene un cuello—, apenas si se mueve. Lleva los brazos en alto, por encima de la cabeza. Entra en el círculo de agua lisa; la cosa está ahí; se detiene. Con los brazos en alto, inmóvil, ve cómo, boyando, entrando y saliendo del agua con impredecibles y lentas intermitencias, la cosa se aproxima a él y casi lo toca. La deja sumergirse una vez y cuando advierte que está a punto de reaparecer —hay una agitación levísima en la superficie— se arroja sobre ella. El resto pasa en la terrible oscuridad, bajo el agua negra. Su cuerpo está metido en el agua como una cuña que abriese un hueco en el que no hay lugar más que para uno solo. Ahora ha aferrado la cosa y siente que es un cuerpo desnudo que lucha con el suyo, un torbellino de brazos y piernas, respiración muda y golpes ciegos, y puede palpar la cara y la cabeza, el pelo mojado y los ojos y la boca apretados. El cuerpo trata de arrastrarlo hacia el fondo del río, hacia el lecho de oscuridad barrosa, y entonces las manos palpan el cuello y comienzan a cerrarse sobre él. Las manos —porque tiene manos— aprietan durante un minuto o más, y las sacudidas del cuerpo, primero enloquecidas, furiosas y violentas, van haciéndose cada vez más débiles y espaciadas, menos tensas, hasta detenerse. Ahora no siente más que un peso muerto que cuelga de sus manos y que la corriente tiende a elevar y a arrastrar río abajo. Queda un momento inmóvil, en medio de esa oscuridad líquida, hasta que por fin suelta el cuello y el cuerpo se separa de él con un último sacudón apagado. Sale a la superficie de cara a la orilla. No ha habido reconocimiento aunque sí certidumbre. Pero una certidumbre sola, vacía, sin comprensión, que no sabe de qué es certidumbre. Sabe que no debe mirar para atrás; dos o tres veces está tentado de volver la cabeza, en medio de esa luz brillante que cae recta sobre el río —es mediodía—, pero tiene miedo de ver otra vez el fragmento de piel tostada errabundeando en silencio en la superficie del agua lisa; cuando llega a la orilla, chorreando agua, se da vuelta; dos o tres veces le parece ver algo, impreciso, ubicuo, flotando. Jadea y tiembla.

Las rayas delgadas de luz acaban con un destello en cada punta. Se oyen ruidos empastados, insignificantes. Algunas rayas luminosas son verticales y otras horizontales y sus destellos, diminutos, están inmóviles en medio de esa penumbra cálida. La paja cruje con estallidos secos, súbitos, cortos, contra el oído. Los ruidos insignificantes y empastados suenan más lejos, parecidos a voces y chasquidos de hojas y de ramas quebradas. Primero percibe su confusión, después su distancia, después su relación con los crujidos secos que estallan según el movimiento de su respiración y la tensión y distensión de su cuerpo, contra el oído. Se da vuelta y queda echado de espaldas; el sombrero cae hacia atrás y en lugar de las rayas de luz aparecen penachos de ramas brillantes inmóviles, sobre los que la claridad resbala; los huecos de la fronda, si bien dejan iluminar oblicuamente el interior del ramaje apretado, no permiten sin embargo que la luz llegue al suelo. Entrecierra los ojos y la fronda desaparece; quedan en su lugar unas manchas rojizas, móviles, y los estratos lejanos de ruidos, parecidos a voces y a chasquidos de hojas y ramas. Manteniendo los ojos cerrados palpa el suelo con la palma de la mano, cerca de la cabeza descubierta, hasta que sus dedos tocan el sombrero y lo levantan, depositándolo sobre la cara. Abre despacio los ojos y ve otra vez las listas de luz con un destello en cada punta, horizontales y verticales según la dirección de la paja tejida, en medio de la penumbra cálida y olorosa rodeada por un resplandor circular que se cuela por el borde del ala del sombrero. Ha estirado los brazos en el suelo, separados del cuerpo. Ahora no «ve» más que la noche, con luna llena, las ramas negras de los árboles superpuestas a la oscuridad más tenue, plagada de luz lunar, y las paredes blancas fosforesciendo entre las hojas, ásperas, con resplandores que nimban sus bordes y se corren manchando la oscuridad. Las voces se vuelven más nítidas: una voz femenina, ronca, y una voz de hombre joven que resuenan en dirección opuesta a la casa. Parecen aproximarse. Wenceslao nota que ha sudado mucho y que tiene la camisa pegada al cuerpo. Con la punta de la alpargata izquierda empuja hacia abajo el talón de la alpargata derecha, descalzándola, y después la empuja hacia adelante sacándola del pie; hace la misma operación en el otro pie y después apoya los talones sobre las alpargatas, que han caído una junto a la otra, alineadas. Las voces se aproximan; suenan desnudas, claras, pero las palabras que dicen se pierden, no producen más que una cadena de sonidos, planos, achatados, monótonos, que difieren por el tono, el registro y el acento y la peculiaridad de sus dueños, y Wenceslao puede notar lo más bien el cambio de voz a voz, distinguiendo también una risa de otra. De golpe están tan cerca que Wenceslao se incorpora de un salto y queda sentado, con el sombrero en la mano, porque ha pensado que sus dueños están ya en medio del círculo de árboles. Pero se han detenido más allá, en dirección contraria a la casa, pasando el lugar en el que está Wenceslao, y ahora puede oír no únicamente el sonido sino también las palabras. Wenceslao oye primero lo que dice la mujer.

—Aquí no. No. Aquí no —dice.

—Es un ratito nomás. Un ratito —dice el hombre.

—Te digo que no —dice la mujer.

—Rápido. Si no viene nadie. Rápido —dice el hombre.

Wenceslao oye murmullos y chasquidos de ramas que se aplastan y se quiebran. Su expresión se ha vuelto alerta. Rápido, sin hacer ruido, se calza las alpargatas y se pone el sombrero, y después comienza a gatear en dirección a las voces.

—Cuidado. No. En el suelo. No —dice la mujer.

—Aquí, déjame. Aquí. Déjame. Sí. Un poco —dice el hombre.

—La ropa no —dice la mujer—. No. La ropa no.

—Si no viene nadie —dice el hombre.

—Las voces, que suenan superpuestas y rápidas, llenas de recelo y mezcladas a una respiración veloz, dejan de oírse por un momento. Queda una pared de ruidos confusos, apagados, plagados de grititos agudos. Wenceslao trata de ver algo entre las hojas, pero no alcanza a divisar más que unas manchas azules. Alza la mano y señala las ramas sin hacer ruido: ahora puede distinguir con claridad a la mujer, porque se halla casi frente a él, apoyada contra un árbol, pero no al hombre, porque da la espalda a Wenceslao y está apretado contra la mujer, contra su pecho. La cara de la mujeremerge por encima de su hombro; tiene los ojos cerrados y parece pálida y Wenceslao reconoce a la amiga de las hijas de Agustín. El hombre se separa un poco de la mujer, sacudido por un brusco empujón de ésta que apenas si alcanza a conmoverlo, como si se separara más por decisión propia que por efectos de la sacudida, y entonces Wenceslao ve que la mujer tiene toda la blusa azul eléctrico desabrochada y el corpiño a la altura del vientre, de modo que sus tetas oscuras, acabadas en dos perfectos círculos marrones, cuelgan libres, al aire; las tazas del corpiño están erectas en el vientre, como si allí tuviese dos tetas más. El hombre vuelve a arrojarse sobre ella, sin violencia. No tiene camisa, y las manos de la mujer se aferran a su espalda.

—No. No —dice la mujer—. Aquí no. Esta noche. Ahora no.

El hombre murmura algo que Wenceslao no puede oír y después se inclina y comieza a chupar uno de los pezones. La mujer le da golpecitos rápidos y suaves con el puño cerrado, entre los omóplatos. Sus golpes empiezan a volverse cada vez más lentos. El hombre hace un brusco movimiento de cabeza y cambia de pezón. La mujer vuelve a empujarlo. El hombre se vuelve ligeramente y Wenceslao reconoce al Chacho, el mayor de los varones de Agustín. De su bragueta asoma el pene, rojo y erecto, y Wenceslao lo ve fugazmente porque el Chacho se da vuelta otra vez, dando la espalda a Wenceslao, y se aprieta otra vez contra la mujer. Comienza a alzarle la pollera colorada.

—Es un momento. Un momento nomás —dice.

—Esta noche vamos a estar más tranquilos —dice la mujer, pero no se resiste.

Su voz suena resignada. Abre las piernas afirmándose contra el árbol. Ella misma ayuda al hombre a subir la pollera colorada hasta la cintura, haciendo con ella un rollo que sostiene las caderas huesudas. Cuando ella comienza a bajarse los calzones negros el hombre se hace a un lado y la contempla; al deslizarse por los muslos ahora juntos, los calzones dejan ver por fin la protuberancia velluda del sexo. La mujer se agacha, y alzando la pierna derecha desliza el calzón por detrás del taco y deja la pierna libre. El calzón cae, enredado en el tobillo izquierdo. La mujer se prepara, abriendo las piernas y afirmándose de espalda contra el árbol. De pronto alza la mano.

—Dame primero lo que me dijiste —dice.

El Chacho vacila.

—No tengo más que quinientos —dice.

—Me dijiste mil —dice la mujer.

—No tengo más —dice el Chacho.

—Bueno —dice la mujer—, dame los quinientos.

El Chacho saca unos billetes del bolsillo y los cuenta, extendiéndoselos. La mujer los cuenta a su vez y los hace un rollo, apretándolo con fuerza en el puño izquierdo. Después vuelve a acomodarse, abriendo las piernas y afirmándose contra el árbol. Se escupe las yemas de los dedos de la mano derecha y se frota el sexo con ellas. El Chacho se adhiere a su cuerpo: incrusta la rodilla entre las piernas y trata de abrirlas más, y después abre también las piernas y trata de que su cuerpo coincida milímetro a milímetro con el de la mujer; se yergue un poco, quedando casi en puntas de pie y por fin parece adecuarse a cada protuberancia y a cada hueco del otro cuerpo, porque queda un momento inmóvil y por fin hunde la parte inferior de su cuerpo contra la mujer. Queda otra vez inmóvil, y después empieza un movimiento lento consistente en hundir la parte inferior de su cuerpo hacia la mujer y después volver a retirarse; entrar y salir, rítmicamente, hasta que vuelve a detenerse y pasando los brazos por debajo de los brazos de la mujer los cruza detrás del árbol. La cabeza de la mujer asoma por encima de su hombro: tiene los ojos cerrados, pero de pronto los abre y comienza a hacerlos girar distraídamente a su alrededor. La mirada de Wenceslao pasa rápido de la grupa del Chacho, que se hunde hacia la mujer y vuelve a salir, rítmicamente, al puño apretado que aferra el rollo de billetes cuya punta es visible, doblado hacia el pulgar, y después a la carapálida cuyos ojos recorren con distracción las copas de los árboles. El movimiento del Chancho es cada vez más rápido, hasta que se detiene de golpe, continúa, veloz, vuelve a detenerse, su espalda se arquea y se pone tensa durante unos segundos, y después todo su cuerpo se afloja y parece desmoronarse, apoyándose encogido contra el de la mujer que con la mano libre le da unas palmadas suaves en la espalda. Después la mujer lo separa sin brusquedad, se saca el calzón elevando la pierna izquierda y se limpia con él el sexo, haciéndolo una pelota apretada. Después lo cuelga de una rama, extendiéndolo, y comienza a arreglarse la ropa: desliza otra vez por las piernas la pollera colorada, alisándola una y otra vez en los flancos con la palma de la mano derecha y el puño de la izquierda que aferra los billetes, alza el corpino y acomoda los senos dentro de las tazas blancas, se abotona la blusa azul eléctrico con rapidez y pericia, metiendo los bordes debajo de la pollera, en la cintura, y sacándose una peineta se aplasta el pelo con unos movimientos drásticos que hacen chasquear su dura cabellera castaña. El Chacho la mira, siguiendo con los ojos muy abiertos cada uno de sus movimientos, y la mirada de Wenceslao va alternativamente de un cuerpo al otro, el cuerpo inmóvil del Chacho que contempla el cuerpo de la mujer ejecutando una serie de movimientos firmes y precisos. Cuando la mujer termina, el Chacho escupe.

—Tanto lío —dice.

La mujer lo mira sin responderle. El Chacho se acerca a ella y le da dos o tres golpecitos en la mejilla, con la mano abierta.

—Puta —le dice.

Después se da vuelta y se va. La mujer lo sigue, seria, caminando gravemente, pasando tan cerca de Wenceslao que éste cree que va a rozar su sombrero con el muslo cubierto por la tela colorada. Wenceslao permanece inmóvil, en cuatro patas, hasta que el chasquido de las hojas, y de las ramas y el ruido de los pasos entre la maleza dejan de oírse por completo. Después se levanta y cruza la maleza en dirección al árbol: se para y mira a su alrededor; cuando ve el calzón negro extendido sobre la rama se aproxima y lo contempla; es sedoso y transparente, diminuto. Lo observa con gravedad, dando una vuelta alrededor de él y aproximándose cada vez más. La rama está encima de su cabeza, de modo que está parado frente a la tela negra y transparente con la cabeza levantada, lleno de seriedad. Después alza el brazo con un gesto mecánico, apoya la mano en la rama, más allá del calzón, hacia el lado del tronco, y haciendo presión hacia abajo la inclina hasta ponerla casi a su altura; cuando lo ha conseguido, se yergue hasta quedar casi en puntas de pie y empieza a oler la prenda, con aire de estupefacción.

La voz que comienza a llamarlo parece la de Rogelio. Cuando suena por segunda vez, Wenceslao la oye y advierte que la ha oído también la primera, y volviendo la cabeza en dirección al rancho grita «¡Va!». Rogelio lo llama por tercera vez, como si no lo hubiese oído. Wenceslao suelta despacio la rama, acompañándola en su elevación con la mano para que no se sacuda con violencia, y después comienza a caminar hacia la casa, echando primero una última mirada al calzón negro y gritando otra vez «¡Va!», mientras avanza. Fragmentos del techo amarillento y de las fachadas blancas del rancho son cada vez más visibles entre la fronda, a medida que avanza. Llega por fin al borde del patio trasero y ve a Rogelio de pie en medio de él, proyectando una sombra larga y atenuada en su dirección.

—¿Dónde estabas? —dice Rogelio.

—Durmiendo —dice Wenceslao, deteniéndose.

—Se ve —dice Rogelio, y su bigote negro se sacude un poco cuando se ríe. Sacude la cabeza hacia atrás señalando la parte delantera de la casa—. Ahí están las mujeres discutiendo para ver si van o no a tu casa.

—Que vayan, si quieren —dice Wenceslao.

—Quieren que vos las acompañes —dice Rogelio.

—Yo no voy —dice Wenceslao.

Rogelio está sin sombrero y su pelo negro, sin una sola cana, brilla, liso, cayendo a los costados de la cabeza, sobre las orejas. Detrás está la casa y más arriba la copa de los árboles y el cielo azul y entre la miríada de hojas verdes, la luz ya declinante. Wenceslao está parado sobre la sombra de Rogelio.

—Quieren que vos vayas con ellas y le digas que venga —dice Rogelio—. ¿No te parece que hace mal en no venir? Rosa dice que si ella no viene la va dar por muerta. Rosa está enojada porque dice que para ella nosotros no somos nada. Se le va la mano, ya, quedándose también este año, ¿no te parece?

Wenceslao mira a Rogelio.

—Correte unos pasos para atrás —dice.

—¿Qué? —dice Rogelio, y queda con la boca abierta.

—Dos o tres pasos —dice Wenceslao.

Rogelio retrocede; primero un paso, deteniéndose, y después dos más. Wenceslao lo sigue pisando su sombra, y cuando la sombra se desliza hacia atrás, acompañando el cuerpo de Rogelio, Wenceslao la pisa con el pie, produciendo unos golpes sordos. Después se queda inmóvil.

—No se puede —dice, mirando otra vez a Rogelio—. Se va por abajo. Decile a Rosa que pruebe ella, a ver si es que puede.

Rogelio se da vuelta y marcha en dirección a la casa, sacudiendo la cabeza.

—Viejo loco —dice.

—A ver, cuñado —dice Wenceslao—. Dígale a su mujer que venga y trate.

—Estás colifato —dice Rogelio, sin darse vuelta, caminando en dirección a la casa. Siguiéndolo, detrás suyo, el cuerpo magro de Wenceslao parece todavía más diminuto.

—Dígale. Dígale —dice Wenceslao—. Dígale que venga y que trate.

—¿Dónde te habías metido? —dice Rosa, después que pasan junto a la bomba y doblan hacia el patio delantero. Teresa está sentada en la esquina de la mesa, con la silla vuelta hacia el rancho, y detrás suyo se hallan de pie Josefa y la Negra. Rosa está parada en el sol, cerca de la pared blanca.

—Estaba durmiendo —dice Rogelio.

—Hace una hora que te estamos buscando —dice Rosa.

—¿Una hora? —dice Wenceslao—. Si no dormí ni diez minutos.

—Son casi las cinco y media —dice Rogelio—. Has estado durmiendo más de dos horas.

—Me parecía que eran las tres y media o las cuatro y que no había dormido ni diez minutos —dice Wenceslao.

—Bueno, a ver, ahora que no están los vicios —dice Rogelio—. ¿Qué hacemos con tu mujer?

—¿No vas a venir con nosotras a buscarla? —dice Rosa—. Capaz que si vamos solas no quiere venir.

—Este viejo está loco —dice Rogelio riéndose—. Se volvió loco de golpe y ahora no sirve para nada.

—Vayan solas —dice Wenceslao.

—Vos sos más cabeza dura que ella —dice Rosa.

La pollera multicolor de la Negra se mueve y avanza.

—¿Qué le pasa a la tía, tío? —dice la Negra—. ¿Por qué no quiere venir? Vaya y dígale que estamos nosotras y que tenemos ganas de verla.

—Sí, tío —dice Josefa—. Vaya y dígale. Nosotras nos vamos mañana a la mañana y queremos verla.

Wenceslao mira la blusa amarilla y después la cara redonda y oscura de la Negra.

—Tu tía está de duelo —dice—. No quiere venir porque dice que está de duelo.

—¿De duelo? —dice la Negra—. ¿Por qué de duelo? ¿Quién se murió?

La voz ceceante de Teresa se hace oír débil.

—Por tu primo, Dios lo tenga en la gloria, pobrecito —dice.

—Dios lo tenga en la gloria, sí —dice Rosa—. ¿Pero ella por qué no fue y se enterró con él?

—Bueno, Rosa —dice Rogelio.

—Dejala hablar —dice Wenceslao—. Tiene razón.

—Tenía que haber ido y enterrarse con él —dice Rosa—. Y sus hermanas, ¿qué somos? Hace seis años que no pisa mi casa.

—Tiene razón —dice Wenceslao.

—Nosotras nos vamos mañana a la mañana, tío —dice la Negra— y la queremos ver. Hace dos años que no la vemos.

—¿Entonces nos acompañas? —dice Rosa.

—No —dice Wenceslao.

—Es peor que ella —dice Rogelio—. Viejo loco.

Wenceslao se ríe.

—Decile a tu mujer que vaya y trate de pisar esa sombra —dice.

—¿Qué está diciendo ahora? —dice Rosa.

—El sol le aflojó los sesos —dice Rogelio.

—Es más cabeza dura que ella todavía —dice Rosa.

—Se ha vuelto loco —dice Rogelio.

Se ríe. Wenceslao se ríe. Rosa los mira alternadamente con la cara seria y los ojos semicerrados.

—Una desgracia atrás de la otra —dice Teresa—. No pasa día sin que no nos caiga alguna desgracia.

—Está bien —dice Rosa—. Vamos ir a traerla.

—Yo voy con usted, tía —dice la Negra.

—Yo también, si querés, y llevamos a la Teresita —dice Teresa.

—Voy, sí, tía —dice Josefa.

—¿Querés venir, Josefa? —dice Rosa.

—Van al pedo —dice Wenceslao.

—Vos calíate, Layo —dice Rosa—. Nadie te pregunta.

Rosa remará. Subirán a la canoa amarilla, balanceándose y pisando con gran cuidado para no perder el equilibrio, y Rosa se sentará en el medio de la canoa y remará. La canoa se deslizará despacio sobre el río liso, aproximándose cada vez más a la isla —el manchón multicolor de las vestimentas y los gestos nítidos coronando los enviones rígidos de la embarcación— y tocará por fin la costa. Las mujeres saltarán a tierra una por una y comenzarán a subir el sendero amarillo hacia la casa. Ante la puerta de alambre se detendrán, vacilando un momento, deliberando, y después Rosa golpeará las manos y la llamará. Aparecerá lenta y plácida, con su batón negro descolorido, limpio, y les hará señas para que entren. Las recibirá con una cordialidad fría, silenciosa. Se sentarán en rueda bajo el paraíso y durante un momento nadie pronunciará una sola palabra hasta que por fin Rosa, moviéndose incómoda en su silla de paja, comenzará a hablar. Ella la escuchará sin mirarla, como pensando en otra cosa. Después la voz de la Negra se sumará a la de Rosa, o la continuará cuando la de Rosa se calle, o reproducirá alternadamente sus entonaciones ante una cara sin expresión. La canoa amarilla, sin balancearse, coronada por el conjunto gesticulante —las cabezas y los brazos moviéndose— como suspendida por sobre la superficie del agua, se alejará despacio con enviones rígidos. Irán subiendo una por una, con cuidado, sentándose en orden, la Negra y la Teresita de espaldas a la proa; Rosa en el medio, sola, de espaldas a la proa, y frente a ella Teresa y Josefa, de espaldas a la popa. Rosa moverá primero un remo para hacer girar la canoa y alejarla de la orilla, y después empezará a remar con un ritmo regular. Por un momento, ninguna hablará. Primero se dispersarán, dejándolos a Rogelio y a él solos en el patio delantero, entrarán al rancho a buscar alguna cosa, un pañuelo para la cabeza, un cinturón, se llamarán a gritos y después se reunirán en el patio trasero y comenzarán a atravesar el montecito en dirección al río. Dejarán sus huellas en el camino arenoso. Se sentarán bajo el paraíso, en círculo, a la sombra. El rancho estará vacío. Ella irá a la cocina, preparará el mate, volverá. Rosa hablará frente a su sonrisa impasible. La canoa amarilla estará vacía, bajo los sauces, moviéndose imperceptiblemente con los sacudones tenues de la orilla. Bajarán una por una; Rosa en el medio, de espaldas a la proa; la Teresita y Teresa adelante, de espaldas a la proa; Josefa y la Negra atrás, frente a Rosa, mirando hacia la proa; la canoa avanzando con sacudones rígidos hacia la isla; se levantarán y ella las acompañará hasta la puerta de alambre, incluso hasta la orilla misma del río y estarán sentadas todas en círculo, alrededor, hablando en voz alta, bajo el paraíso, mientras ella escucha pacientemente, sonriendo. La canoa amarilla volverá, despacio, dejando atrás la isla. Dejará atrás la orilla y Rosa verá alejarse, mientras rema, de espaldas a la proa, el monte de eucaliptos.

—Tiene los sesos podridos —dice Rogelio.

—Vayan y vístanse que vamos enseguida —dice Rosa.

—Layo —dice Rogelio—. ¿Vamos a matar el cordero?

—Sí —dice Wenceslao.

No se mueven.

—Qué nos vamos a vestir —dice la Negra—. Vamos así nomás.

—Bueno, vamos —dice Rosa. Después alza la cabeza hacia Wenceslao—. ¿Así que no vas a venir?

Teresa se levanta y la Negra y Josefa empiezan a moverse. No se dirigen a ninguna parte. Se mueven en su lugar, cambiando de pie de apoyo, alzando los brazos para llevárselos a las caderas, tocándose el pelo, rascándose. Rosa está inmóvil, mirando a Wenceslao.

—¿Vas o no vas a venir? —dice.

—Che, Rogelio —dice Wenceslao—. ¿Dónde está ese cordero?

—Viejo loco —dice Rosa, y gira bruscamente, dándole la espalda. En el mismo momento las otras tres mujeres comienzan a caminar hacia la parte trasera de la casa, despacio, sin hablar. Rosa las sigue murmurando. Rogelio va y se sienta en la silla que ha estado ocupando Teresa. Wenceslao sigue todo su recorrido con la mirada: el cuerpo enorme de Rogelio se desplaza lento, pesado, y se dobla sobre la silla. Wenceslao está inmóvil.

—No hay que discutir con mujeres —dice Rogelio.

—¿Dónde está el cordero? —dice Wenceslao—. Si lo vamos a comer a la noche hay que dejarlo orearse un poco antes de ponerlo en la parrilla.

—Sí —dice Rogelio—. Digo yo, ¿no se ha podido consolar, en seis años?

—Hace falta el cuchillo grande —dice Wenceslao—. ¿Lo has dejado a la sombra?

—Está para el lado del agua, a unos cien metros —dice Rogelio.

—¿Lo traemos vivo, o lo degollamos allá mismo? —dice Wenceslao.

—Capaz que si vos ibas con ella la podían convencer —dice Rogelio.

—Más vale lo degollamos atrás —dice Wenceslao.

Rogelio se para.

—Sí —dice—. Más vale. Lo traemos vivo y lo degollamos atrás porque cargarlo muerto va ser un lío.

Empiezan a caminar. Pasan al lado de la bomba, atraviesan el patio trasero, se internan entre los árboles. Rogelio va adelante. Wenceslao lo sigue orondo, lento, con las manos en los bolsillos. Ahora las hojas de los árboles casi no brillan porque la luz solar no resbala sobre ellas sino que, menos vertical, atraviesa la fronda y proyecta entre las hojas manchones pálidos de una claridad débil. Avanzan entre los árboles que nadie plantó nunca; entre los troncos resecos y retorcidos, inclinados y rectos, en medio de una claridad verde, translúcida, que se parece más a una penumbra. El sudor gotea en la nuca de Rogelio, se desliza hacia la espalda dejando unas estelas tortuosas en el cuello, empapa la tela de la camisa que se pega a la piel. Wenceslao lo ve tropezar con un raigón, con la punta del pie derecho, salir velozmente despedido hacia adelante, inclinado, y después erguirse y saltar sobre el pie izquierdo, avanzando, mientrasm calza otra vez la alpargata del pie derecho que se le ha descalzado con el tropezón. Wenceslao se ríe, arqueándose y golpeándose el estómago con la palma de la mano, deteniéndose por un momento y volviendo después a avanzar. Rogelio ni se da vuelta; sigue caminando, inclinándose de tanto en tanto para evitar que alguna rama baja roce la cara, rama bajo la cual Wenceslao pasa perfectamente erguido.

Cuando llegan al punto en el que está el animal, oyen ruido de remos y las voces de las mujeres, sonando y disolviéndose enseguida, pero no ven el agua, que está hacia abajo, más allá de los árboles, detrás del cordero echado en el suelo, hecho un ovillo, la soga que rodea su cuello oculta entre la lana y visible únicamente en el extremo atado al árbol. «Ve» sin embargo la canoa, por un momento, avanzando rígida. Al verlos, el cordero se incorpora despacio y se queda mirándolos. Rogelio desata la soga del árbol y el cordero bala, débilmente, dos veces, y se vuelve a echar. Rogelio enrolla la punta de la soga en su mano derecha y después la sacude azuzando al animal. Por un momento, el cordero no se mueve y después, de golpe, salta hacia adelante, balando, y corre, pero cuando la soga queda tensa gira bruscamente hacia la derecha y comienza a correr en redondo, balando. Rogelio está parado tieso, algo inclinado, la mano que sostiene la soga extendida hacia adelante y moviéndose en la dirección que lleva el cordero al empezar a girar en redondo. El cordero se para de golpe, cambiando de dirección, y recorre a la inversa el mismo camino. Traza, de ida y vuelta, una docena de semicírculos tensos, desesperados, balando y dejando caer puñados de bolitas negras de excremento. Rogelio, con las piernas abiertas, el cuerpo medio inclinado hacia adelante, comienza a enrollar la soga y a aproximarse al cordero. Cuando hombre y cordero no están separados más que por un metro de soga, el animal se tumba otra vez. Rogelio le acaricia el lomo lanudo. El cuerpo entero del cordero palpita. Tirando suavemente la soga tensa, Rogelio lo induce a levantarse. El animal no los mira. Su cabeza alzada se sacude un poco al impulso de la palpitación general de su cuerpo y mira algún punto impreciso que está más allá de ellos, entre los árboles, en dirección al río. A los sacudones de la soga y a las palabras suaves con que Rogelio quiere inducir lo a levantarse, el animal parece percibirlos, aunque con una especie de indiferencia, de presciencia, de desdén. No hace más que respirar rápido, el hocico negro entreabierto, el cuerpo temblando al ritmo de una única y gran palpitación, y mirar ese punto impreciso entre los árboles, en dirección al río. Se da un tiempo para que la palpitación desaparezca y después se para, sin apuro, y sigue dócil a Rogelio. Wenceslao cierra la marcha. Para acomodarse a la marcha de Rogelio, que sin embargo no es rápida, el cordero debe trotar, lo que hace reaparecer en él la agitación. La soga que lo une a Rogelio va floja. Las alpargatas chasquean contra el pasto y a medida que van acercándose a la casa comienza a oír las voces de los muchachos que han de estar en el patio trasero. Wenceslao reconoce las voces de los mayores y del Ladeado y el Carozo. Cuando llegan al patio trasero, los cinco varones, que han de haber estado moviéndose, saltando o corriendo, quedan por un segundo inmóviles, con la cabeza vuelta hacia ellos: el Chacho, que tiene la camisa desprendida y fuera del pantalón, más cerca que todos del punto en el que ellos aparecen con el cordero, tiene las dos manos levantadas por encima de los hombros y da la impresión de que hubiese acabado de tocar tierra con la planta de los pies desnudos después de haber saltado rígido hacia arriba, con las piernas juntas; Rogelito está cerca de él, un poco más atrás, de espaldas, las manos estiradas a lo largo del cuerpo y la cabeza vuelta hacia el punto por el que ellos aparecen; el Segundo, inclinado sobre la mesa de la galería, el más alejado de todos señala el cordero con el brazo derecho extendido, y entre el Chacho y Rogelito y el Segundo, bien en el medio del patio, el Carozo, sentado en el suelo, manipula algo situado entre sus piernas abiertas y estiradas, mientras el Ladeado mira con atención sus manipulaciones, parado frente a él. Durante una fracción de segundo Wenceslao los ve inmóviles —el eco de sus gritos y de sus pasos resonando todavía en el aire, vagamente— y después, casi al mismotiempo, los cinco empiezan a moverse en dirección a Rogelio y sobre todo en dirección al cordero, hasta que en el medio del patio el animal queda en el centro de un círculo de miradas, parado palpitante, y en el silencio que sigue a la agitación fugaz de la llegada, deja un momento que su confusa respiración se calme y después se pone a balar. Los muchachos se ríen, pero los dos hombres y los dos niños se quedan serios. El patio bordeado de paraísos está cortado en dos por la sombra del rancho y de la galería que ya divide por la mitad el espacio de tierra apisonada. La sombra de los paraísos va a mezclarse con la confusión de sombra y luz del montecito. El círculo de hombres y el animal están en la mitad soleada del patio.

—Trae el cuchillo grande y la palangana —dice Rogelio.

Aunque la orden no ha sido dirigida a él, Rogelito sacude la cabeza afirmativamente —un momento antes de que la voz de Rogelio haya sonado ha comenzado a dar saltitos en el mismo lugar, como si corriera sin avanzar—, da dos o tres saltos más en el punto en el que se encuentra, y después pega media vuelta brusca y sale al trote en dirección a la parte delantera de la casa. Rogelio lo mira alejarse.

—Muchacho de mierda —dice.

El círculo de varones, en el que la ausencia momentánea de Rogelito ha dejado un espacio vacío entre el Segundo y el Carozo, se echa a reír, con excepción del Ladeado, que mira a Rogelio con los ojos extraordinariamente abiertos.

—Hay que dejarlo descansar un rato antes de sacrificarlo —dice Wenceslao.

Rogelio tira de la soga, sacudiéndola al mismo tiempo, y lleva el cordero hasta el fondo del patio; ata la soga al tronco de un paraíso y el cordero se echa, en silencio, tranquilo, mirando al grupo de varones que se han distribuido rompiendo el círculo que habían formado un momento antes, formando ahora un semicírculo frente al animal echado en el suelo. Todos lo miran.

—El año pasado —dice el Segundo— había ótodo covdedo, ¿se acuerda, tío? Se escapó y se llevo pod delante la mesa donde la tía Dosa había dejado un pan dulce pada que se enfdiada. Lo patio todo y se comió la mitad.

Un ruido a metal se aproxima desde la parle delantera. El cordero se sacude y el grupo de varones gira y ve a Rogelito que viene al trote —con el mismo ritmo, el mismo paso y la misma expresión con que se fuera— golpeando la hoja del cuchillo contra la base de la palangana de metal. A un metro de distancia del grupo se detiene de golpe, sin dejar de dar saltitos ni de golpear el cuchillo contra la palangana.

—Misión cumplida —dice.

—Trae para acá —dice Rogelio, estirando el brazo.

Rogelito sigue saltando en su lugar y golpeando el cuchillo contra la palangana. Golpea con un ritmo rápido, uniforme, los brazos pegados al cuerpo, la mano izquierda inmóvil, a la altura del pecho, sosteniendo la palangana, y la derecha sacudiéndose rápidamente, agarrando el mango de madera amarilla del cuchillo. Rogelio sacude la cabeza y da un paso en dirección a su hijo. Rogelito lo deja aproximarse y cuando está por ser alcanzado retrocede sin dejar de saltar ni de golpear la palangana. El sonido metálico repercute y cuando Rogelito salta para atrás su mano derecha comienza a moverse más rápidamente, de modo tal que el ritmo de los golpes se hace más frenético. Retrocediendo, sin dejar de saltar y de golpear la palangana, Rogelito obliga a Rogelio a perseguirlo por el patio trasero, mientras el grupo de varones se ríe a carcajadas, de espaldas al cordero que se ha vuelto a parar y bala, asustado.

—Traiga para acá, carajo —dice Rogelio, riéndose y tirándole a Rogelito suaves patadas que no lo alcanzan. Los hijos de Agustín están doblados por la risa y Wenceslao sonríe con un cigarrillo sin encender entre los labios, porque se ha quedado con un fósforo en la mano derecha y la caja en la izquierda, interrumpiendo su acción para contemplar la escena. Desplazándose por el patio, Rogelito y Rogelio entran en la zona de sombra, vuelven a salir, recorren un momento el espacio soleado y entran otra vez en la zona de sombra. El Carozo comienza a correr detrás de su padre, se adelanta a él, pasa junto a su hermano que continúa retrocediendo, pega una media vuelta brusca y corta la retirada de Rogelito abrazándose a su cintura por detrás. Cuando Rogelio cae sobre su hijo, el Carozo se para y permanece mirándolos.

—Ya es mío —dice Rogelio.

La palangana cae al suelo y Rogelito arroja el cuchillo a un costado para luchar mejor. Rogelio abraza fuertemente a su hijo, inmovilizándolo. Rogelito cuelga en el aire y sacude infructuosamente las piernas para liberarse.

—Ya cagó —dice Rogelio.

Manteniéndolo inmovilizado apoya la rodilla derecha en la tierra y sobre el muslo izquierdo pone a Rogelito de espaldas. Lo afirma contra el muslo sosteniéndolo con la mano izquierda y con la derecha agarra el cuchillo.

—Ahora lo degüello para que aprenda a no faltar el respeto a su padre —dice—. Pida perdón antes de morir.

Wenceslao sonríe con el cigarrillo sin encender colgando de los labios y el fósforo en la mano derecha y la caja en la izquierda.

—Perdón —dice Rogelito.

Rogelio aproxima el borde mocho del cuchillo al cuello de Rogelito. Antes de que el acero toque la carne alza la cabeza hacia el grupo que los contempla.

—Por ser año nuevo vamos a perdonarle la vida —dice. Los muchachos aplauden. Rogelio deja el cuchillo en el suelo y comienza a levantarse despacio, sin soltar a su hijo. Cuando está completamente erguido hace girar el cuerpo de Rogelito de modo de hacerlo quedar de espaldas a él.

—Ahora voy a soltarlo, pero usted no se me mueve —dice.

Afloja el brazo. Inmediatamente después de quedar libre, Rogelito comienza a saltar otra vez en su lugar, sin alejarse de su padre. Rogelio retrocede un paso y alza rapidamente el pie para darle una patada, pero antes de que el pie llegue al culo de Rogelito éste ya ha dado un salto hacia adelante, quedando fuera de su alcance. Wenceslao enciende el fósforo y aproxima la llama a la punta del cigarrillo.

—Yo lo carneo —dice, sacudiendo la mano para apagar el fósforo y guardándose la caja en el bolsillo de la camisa mientras Rogelio se aproxima a él riéndose y jadeando.

—Es un bandido —dice Rogelio, llegando junto a el. Mete la mano en el bolsillo de la camisa de Wenceslao y saca los fósforos y los cigarrillos. Se pone un cigarrillo entre los labios, lo enciende, y vuelve a guardar el paquete y los fósforos en el bolsillo de Wenceslao. Fuman un momento sin hablar. Los muchachos se dispersan y comienzan a saltar otra vez, arrojando al aire una pelota de papel y tratando de cabecearla. El cordero mira la escena inquieto, balando.

—A ver si se dejan de joder, grandulones de mierda —dice Rogelio.

Después ordena que se rieguen los patios.

—Vayan a saltar adelante, que asustan a este pobre animal y hay que carnearlo —dice Wenceslao.

Los muchachos se van. Quedan Wenceslao y Rogelio fumando en silencio, Rogelio parado en la zona de sombra y Wenceslao en la zona soleada, y la mitad de la sombra de Rogelio se imprime sobre la línea de sombra del rancho y la galería. La sombra de Wenceslao se estira en dirección al cordero, al montecito, al río. El humo de los dos cigarrillos sube apacible, lento, convergiendo y mezclándose a determinada altura para constituir una sola columna azul, árida y sin brillo.

—¿Por dónde andará Agustín? —dice Rogelio, después de un momento.

—Ha de haber ido otra vez a lo Berini —dice Wenceslao.

—No puedo creer —dice Rogelio.

Se saca una brizna de tabaco de los labios con el pulgary el anular de la mano con que sostiene el cigarrillo entre el índice y el medio.

—No hace más que joder —dice Wenceslao.

El cordero ha quedado parado, callado, tranquilizándose de a poco. Se da vuelta y comienza a tascar el pasto que crece alrededor del paraíso, más allá del cuadrado perfecto del patio liso en el que no crece nada verde del suelo. El Carozo viene desde adelante con una lata llena de maíz.

—Papi —dice—. Mami me mandó darle de comer a las gayinas.

—Sí —dice Rogelio—. Pero primero vienen y me riegan el patio. Deja ese maíz sobre la mesa y anda traer la regadera con agua.

El Carozo obedece. Mientras Wenceslao está dando las últimas chupadas al cigarrillo oye los gritos del Carozo y de Rogelito, peleándose por la regadera, y después el ruido de la bomba y del agua cayendo en un chorro violento en la regadera. No oye más nada en el momento en que deja caer el cigarrillo al suelo, pisándolo y aplastándolo contra la tierra, de modo que cuando el Carozo reaparece, inclinado hacia la izquierda para contrabalancear el peso de la regadera que hace fuerza en sentido contrario, el humo de la última pitada, que no obstante ha sido ya expelido, grisáceo, por Wenceslao, está todavía desvaneciéndose en la luz del sol, por encima de su cabeza.

—¿Está fresquita? —dice Wenceslao.

—Sí, tío —dice el Carozo.

Wenceslao se inclina y juntando las manos ahueca las palmas.

—Echá un poquito —dice.

Enderezándose, el Carozo apoya la mano izquierda en la base de la regadera y la inclina hacia adelante. De la flor cae una lluvia espesa que llena las manos de Wenceslao, las rebalsa, y salpica la tierra. Wenceslao se refriega las manos y después las sacude.

—Espera un momento —dice.

Con dos dedos, para no mojarla, se desabrocha la camisa y se la saca alcanzándosela a Rogelio. Después se sacael sombrero, también agarrándolo de borde del ala con el índice y el pulgar y se lo entrega a Rogelio. Abre las piernas y se dobla hacia la tierra, juntando las manos y ahuecando las palmas sobre las que cae la lluvia ahora suave de la flor; se refriega la cara, el cuello, el torso magro, de modo que el vello encanecido del pecho queda aplastado contra la piel. Mientras Rogelio se dirige hacia la mesa para dejar la camisa y el sombrero, Wenceslao recoge el cuchillo y la palangana y los lava en la lluvia de la regadera. Después se dirige a la galería llevándolos en la mano, cruzándose con Rogelio que regresa al centro del patio, mientras el Carozo comienza a regar la tierra amarilla sobre cuya superficie las gotas que salen de la flor y refulgen fugaces en el aire antes de caer van dejando regueros y manchas húmedas irregulares que el suelo caliente absorbe casi enseguida y que convierten el gran espacio liso en un diagrama complejo en el que las manchas marrones de la humedad se superponen a la superficie amarillenta. Wenceslao deja el cuchillo dentro de la palangana y la palangana sobre la mesa y se da vuelta viendo a Rogelio detenerse en el otro extremo del patio, bajo los paraísos, cerca del cordero que se ha vuelto a echar y que permanece tranquilo. Con paso plácido, el Carozo va recorriendo el patio, trazando círculos, sacudiendo la regadera con más facilidad a medida que va vaciándose, la lluvia que brota de la flor refulgiendo fugaz a la luz solar y cayendo después a la tierra. Ahora se aproxima a la línea de sombra y sobre la superficie oscurecida las manchas de humedad se superponen como una sombra más densa, cegando de a trechos las coladuras de luz que la parra apretada, pero no del todo compacta, deja pasar entre el tumulto de las hojas. El olor de la tierra regada sube hasta las narices de Wenceslao, que siente al misino tiempo, de un modo casi imperceptible, que la piel de su cara y de su pecho comienzan a secarse. El chico va y viene por el patio hasta que vacía la regadera.

—Ahora anda a echarle un puñado de maíz a las gayinas —dice Rogelio, arrojando una última bocanada de humo y tirando el cigarrillo hacia el centro del patio. El cigarrillo cae sobre una mancha de humedad y despide todavía un poco de humo, pero enseguida se apaga. El Carozo desaparece hacia el patio delantero, por el lado del horno.

Wenceslao y Rogelio están parados uno a cada lado del patio, frente a frente; uno en el borde de la galería, del lado de la sombra; el otro cerca del cordero, bajo los paraísos, del lado del sol. No dicen nada. Rogelio mira fijo el centro del patio, pensativo. Wenceslao alza la cabeza viendo las copas de los paraísos sobre cuyas hojas la luz del sol, todavía intensa pero ya declinante, pega y resbala. «Ve» la canoa amarilla sobre la que las mujeres se mantienen en un tenso equilibrio salir de bajo los sauces de la isla y comenzar a avanzar despacio hacia el centro del río. La «ve» sentada bajo el paraíso, las manos cruzadas sobre el abdomen, pensativa, escuchando. «Ve» la canoa que avanza alejándose cada vez más de ella, de los sauces, de la isla, en dirección al centro del río. Por un año más, se ha quedado sola en la casa, escuchando, prometiendo, esperando. Y la canoa amarilla, sobre la que las mujeres mantienen un equilibrio difícil, va dejando una estela que apenas si turba la superficie dorada, lisa. Ahora los remos salen del agua, los dos al mismo tiempo, movidos por las manos firmes de Rosa, ahora se adelantan en el aire, al unísono, ahora se hunden los dos a la vez, ahora los palos regresan comidos por el agua que se sacude paralelamente a los costados de la canoa que gana distancia a cada sacudida, mientras la mano de la Negra, que va adelante, de espaldas a la proa, abandonada por encima de la borda, toca delicadamente el agua dejando una estela diminuta y adicional. Ahora es de noche y la luna mancha los árboles, mientras a la luz de los faroles que cuelgan entre las hojas de los paraísos el cordero es dividido y repartido entre los que están sentados a la mesa. Ahora el farol, en la isla, se desplaza, llevado por ella desde la mesa del patio, bajo el paraíso, hasta el comedor, atraviesa la cortina de cretona, descansa sobre el arcón. Las sombras móviles que han venido acompañando su trayecto se inmovilizan. Ella se desviste, apaga el farol, se acuesta en la oscuridad. La canoa amarilla avanza hacia el centro del río, bajo la luz del sol. Ahora, por un momento, ella viene en la canoa, en el centro, frente a Rosa que rema, las manos plácidas cruzadas sobre el abdomen, el rodete tenso coronando la cabeza, al lado de Teresa, de espaldas las dos a la popa, mientras la Teresita, sentada todavía más atrás sobre el vértice de la popa y de espaldas a la popa, se sostiene apoyando sus manos sobre los hombros de ella que ve más atrás del cuerpo de Rosa que se adelanta y retrocede mientras rema, de espaldas a la proa, a la Negra, sonriéndole cada vez que el cuerpo de Rosa se inclina hacia adelante o hacia atrás, y detrás de la Negra todavía a Josefa, sentada sobre el vértice de la proa y de espaldas a la proa sosteniéndose sobre los bordes que se arquean y se reúnen en el punto mismo en el que está sentada. Ahora está por un momento sentada a la mesa bajo los faroles que cuelgan entre las ramas, comiendo su parte del cordero y escuchando, sin hablar, las voces que se mezclan al tintineo de los platos y los cuchillos y no dejan oír el croar de las ranas que llega desde los pantanos ni los ladridos de los perros que vienen del claro o de los ranchos vecinos. Se ve la luna, nítida, circular, dura, blanca y sin destellos, entre las hojas de los árboles, más fría, más lejana, y sin embargo más poderosa que los faroles, aunque ilumine menos. Los sonidos se confunden y después se borran, pero eso no se percibe porque otros sonidos, complejos y fugaces como los anteriores, se empalman a ellos, en el mismo momento en que a su vez ellos mismos se empalman a nuevos sonidos, indefinidamente. Ahora su mirada va bajando de la copa de los árboles entre cuyas hojas la luz pega y resbala, diseminándose entre los intersticios de la fronda, y se detiene medio metro por encima de la cabeza de Rogelio, viendo más allá, entre los troncos de los paraísos, amontonarse en desorden las ramas, lasflores y los troncos de los árboles que nadie plantó, envueltos en esa claridad verdosa en que ellos mismos transforman la luz solar que cae gradual desde la altura despedazándose y diseminándose en todas direcciones por la refracción de las hojas. Después la mirada baja, todavía más, y encuentra la de Rogelio, parado al lado del cordero que está echado en el suelo, el hocico apoyado delicadamente sobre las patas delanteras. Le parece percibir fatiga en la expresión de Rogelio.

—Y hemos pasado nomás otro año, gracias a Dios —dice Rogelio.

—Todavía no —dice Wenceslao, sonriendo.

—No seas lechuza —dice Rogelio.

—A mí se me hace que el cordero no ve otro año —dice Wenceslao.

—A mí se me hace algo parecido —dice Rogelio—. ¿Vos qué pensás, Layo, la traerán?

Wenceslao sacude la cabeza. Rogelio sacude también su cabeza, siguiendo el movimiento de la cabeza de Wenceslao y convenciéndose de lo que el movimiento quiere significar a medida que la ve moverse. Se quedan un momento inmóviles y en silencio, mirándose, hasta que Wenceslao sacude la cabeza en dirección al cordero y dice:

—Lo despenamos y en paz.

Más adelante será una res roja, vacía, colgando de un gancho, después se dorará despacio al fuego de las brasas, sobre la parrilla, al lado del horno, después será servido en pedazos sobre las fuentes de loza cachada, repartido, devorado, hasta que queden los huesos todavía jugosos, llenos de filamentos a medio masticar que los perros recogerán al vuelo con un tarascón rápido y seguro y enterrarán en algún lugar del campo al que regresarán en los momentos de hambruna y comenzarán a roer tranquilos y empecinados sosteniéndolos con las patas delanteras e inclinando de costado la cabeza para morder mejor, dando tirones cortos y enérgicos, hasta dejarlos hechos unas láminas o unos cilindros duros y resecos que los niños dispersarán, pateándolos o recogiéndolos para tirárselos entre ellos en los mediodías calcinados en que atravesarán el campo para comprar soda y vino en el almacén de Berini, objetos ya irreconocibles que quedarán semienterrados y ocultos por los yuyos en diferentes puntos del campo durante un tiempo incalculable, indefinido, en el que arados, lluvias, excavaciones, cataclismos, la palpitación de la tierra que se mueve continua bajo la apariencia del reposo, los pasearán del interior a la superficie, de la superficie al interior, cada vez más despedazados, más irreconocibles, hechos fragmentos, pulverizados, flotando impalpables en el aire o petrificados en la tierra, sustancia de todos los reinos tragada incesantemente por la tierra o incesantemente vuelta a vomitar, viajando por todos los reinos —vegetal, animal, mineral— y cristalizando en muchas formas diferentes y posibles, incluso en la de otros corderos, incluso en la de infinitos corderos, menos en la de ese cordero hacia el que ahora se dirige Wenceslao llevando el cuchillo y la palangana.

Wenceslao se pone la camisa y el sombrero y recoge el cuchillo y la palangana. Cuando se acuclilla para desatar el cordero, Rogelio vuelve a meter la mano en el bolsillo de su camisa y a sacarle los cigarrillos y los fósforos. Wenceslao deja la palangana con el cuchillo adentro en el suelo, y después desata el cordero que se queda casi inmóvil, dejándolo hacer. Cuando la soga cae a un costado, Wenceslao apoya suavemente la mano izquierda sobre el cuello del animal, sin hacer presión, pero previendo que el cordero pueda asustarse y saltar. Después, lentamente, recoge el cuchillo y deslizando la mano izquierda del cuello a la cabeza donde la lana es más rala y la superficie por lo tanto más dura, la deja reposar un momento. Tantea, agarra las orejas tirando hacia atrás la cabeza del cordero, y clava el cuchillo, que rasga la lana y entra en la carne, hundiéndose, abriendo en la garganta un hueco que lo ciñe, que se vuelve a cerrar, un hueco en el que no hay lugar más que para el cuchillo. El animal comienza a sacudirse con violencia, y entonces Wenceslao tira con más violencia todavía, medio inclinado en la dirección que da a su movimiento, el mango del cuchillo, degollando. La sangre brota en un chorro grande y dos o tres más pequeños, a los que Wenceslao, rápidamente, dejando el cuchillo sobre el animal mismo que da sacudidas cada vez más débiles y ronca, despacio, acerca la palangana. La sangre empieza a acumularse en el recipiente y hasta que el animal no queda inmóvil y su sangre no deja de manar, Wenceslao no afloja la mano de su cabeza.

Se saca otra vez la camisa y el sombrero para faenarlo. Cuando ha terminado de cuerearlo, de sacarle las vísceras, abrirlas y lavarlas, con ayuda de Rogelio, que fuma todo el tiempo y que en un momento dado, mientras él arrancaba las vísceras, se ha entretenido en quemar un mechón de lana con la brasa de su cigarrillo, cuando ha dejado la res roja colgada de un gancho de uno de los travesaños de la parra y las visceras limpias en una de las fuentes de loza cachada, la sombra de la parte trasera de la construcción blanca toca ya casi en el borde del patio los troncos de los paraísos cuyas hojas ahora no brillan sino que son como borradas por unos gruesos bloques horizontales de luz rojiza que se expanden entre los árboles como si fuesen refractados por grandes láminas de metal. Wenceslao tiene las manos, los brazos, el torso y la cara manchados de sangre y sudor. Se sienta un momento, jadeando de un modo acompasado, y fuma un cigarrillo. Rogelio desaparece hacia adelante por el lado contrario al del horno, el del gallinero y el excusado, llevando la fuente con las achuras. Cuando acaba su cigarrillo Wenceslao se levanta, recoge con la punta de los dedos, para no mancharlos, la camisa y el sombrero, cruza el patio internándose entre los árboles, avanza en dirección al río. Camina más de trescientos metros siempre entre los árboles, sin ver el agua; desvía hacia la costa en un punto preciso en el que después de un claro hay cuatro sauces en hilera. Los dos de los costados están inclinados hacia afuera del conjunto; los del medio en cambio, están inclinados también pero hacia adentro, de modo que sus troncos casi se tocan en la altura. Los cuatro troncos son rectos, sin ramas bajas, y las copas que los coronan, ralas, no ocultan la forma peculiar del conjunto. Son tres ángulos graves, el del medio con el vértice hacia arriba y los de los costados con los vértices hacia abajo. Wenceslao deja atrás los cuatro sauces y desemboca de golpe sobre el río que corre tres metros más abajo. La luz mancha el agua de un tinte violáceo. Enfrente, un riacho divide en dos la orilla, a unos trescientos metros, Wenceslao deja la camisa y el sombrero en el suelo. Después se descalza, se saca despacio el pantalón acomodándolo sobre las alpargatas, realiza la misma operación con los calzoncillos y después se adelanta unos pasos y queda con los pies juntos, erguido, en el borde de la barranca. Entre la barriga, un poco más abajo del ombligo y la mitad superior de los muslos, su piel es más clara que el resto del cuerpo. Queda un momento inmóvil, mirando hacia la otra orilla. Después inclina la cabeza y mirando el agua que corre abajo comienza a balancear los brazos doblando las rodillas y de pronto pega un envión hacia arriba, con las manos juntas, los brazos estirados entre los que la cabeza va inclinada, los pies ligeramente separados, ya despegados de la tierra, y su cuerpo, en el aire, una fracción de segundo después, cambia de dirección quedando otra fracción de segundo horizontal al agua, y comienza después a descender rápido, las manos que ahora se tocan suavemente por las yemas de los dedos aproximándose a la superficie violada. Ha de haber sido el sol cayendo a pique lo que me tumbó. Ha de haber sido el sol. Yo venía por el camino de arena desde el río y la canoa verde estaba otra vez abajo de los sauces. No paso el tejido que me vengo al suelo, por el sol, por el sol cayendo a pique, por el sol cayendo a pique en pleno mediodía que ha de ser seguro lo que me tumbó. Subiendo la barranca y viniendo después por el caminito y como ella viene también corriendo hacia mí desde el paraíso —la canoa verde ya estaba descansando abajo de los sauces— porque se me hace que ya me estaba empezando a caer sin darme cuenta y ella me venía viendo desde el paraíso; así que se levantó y venía corriendo mientras yo me caía, por el sol, por el sol cayendo a pique, por el sol cayendo a pique en pleno mediodía, porque se me hace que ha sido el sol cayendo a pique en pleno mediodía lo que me tumbó.

Ella venía corriendo desde el paraíso, vestida de negro. Se levantó y la silla baja se vino para atrás, abajo del paraíso. Venía corriendo descalza y balanceándose, la vieja, con la cabeza negra descolorida como el batón, pisando y rebotando contra la arena para no quemarse la planta de los pieses, desde la sombra del paraíso a la que yo quería llegar y donde la silla baja se dio vuelta cuando ella se levantó y vino corriendo en el momento en que se me hace que yo estaba empezando a caerme, dando bandazos de un lado al otro del caminito, a causa del sol de mediodía cayendo a pique sobre mi cabeza, porque a mí se me hace que es de seguro el sol cayendo a pique lo que me tumbó. Era una sola cuando se levantó abajo del paraíso. Y no va que a mitad del camino, cuando sale de bajo la sombra, se divide en dos; primero veo una cosa negra descolorida, el batón, seguro, que se infla, y ahí nomás se parte por la mitad, de arriba abajo, y quedan las dos mitades igualitas corriendo las dos hacia mí, las dos viejas descalzas vestidas cada una con su batón negro, las dos con el pelo negro descolorido peinado en rodete en la parte de arriba de la cabeza, pisando y rebotando contra la arena caliente y echando su sombra cada una sobre la arena mientras vienen corriendo en dirección mía, que me estoy cayendo. No estoy todavía en el suelo porque alcanzo a ver —siempre cayéndome o capaz dando bandazos de un lado al otro del caminito como a veces antes cuando sabía volver en pedo, y capaz dando bandazos nomás porque de a momentos parece que el paraíso cambia de lugar en el fondo saltando primero para un lado y después para el otro y después otra vez para el otro lado y después para el otro— porque alcanzo a ver que una me mira, está como media inclinada hacia mí en la carrera, pero la otra mira más allá por encima mío, en dirección al agua. Ahí debo de haber caído. Y después siento los brazos que me empiezan a palpar y los gritos y de golpe un poco de arena que me golpea en la cara; un puñadito, por los pieses que han pasado corriendo al lado de mi cara que ha de estar como aplastada contra el suelo. Siento por encima de los gritos el ruido de los pieses que siguen corriendo en dirección al río, mientras unos brazos me palpan y tratan de soliviantarme; los voy sintiendo alejarse y rebotar y después no oigo más nada. No oigo más nada. Más nada. No oigo ni que están tratando de levantarme. Nada. Porque estoy esperando, porque estoy esperando que venga la explosión, porque estoy esperando que venga la explosión de la zambullida, porque estoy esperando que venga la explosión de la zambullida del cuerpo que salió de ella, idéntico; porque estoy esperando que venga la explosión de la zambullida del cuerpo que salió de ella idéntico saltando al agua para buscar lo que yo dejé que la corriente se llevara hace catorce años. Por un momento no pasa nada y después se oye la explosión, y ahora está el farol colgado del travesaño, en el techo, y dos mariposas blancas vuelan alrededor. Hay otras dos mariposas negras, enormes, que vuelan pegadas a las paredes y al techo, donde da la luz del farol. Si las mariposas blancas que vuelan alrededor del farol chocando a veces contra el vidrio y a veces aleteando en el mismo lugar sin salir de él se paran, las mariposas negras enormes que se mueven pegadas al techo y a la pared también se paran, y si las mariposas blancas empiezan a girar alrededor del farol volando rápido en círculo y al mismo tiempo en espiral hacia arriba, y cruzándose muchas veces porque llevan dirección contraria, también las mariposas negras enormes giran alrededor del farol volando rápido en círculo y al mismo tiempo en espiral hacia arriba y se cruzan muchas veces pegadas al techo y ala pared porque llevan dirección contraria. Cuando paran queda la luz del farol. Está siempre quieto y siempre en movimiento, siempre el centro de la llama quieto y siempre con destellos que entran y salen del centro quieto y que titilan en las puntas porque el centro quieto es como blanco y los destellos que entran y salen blancos cerca del centro y más afuera rojizos y verdes en las puntas que titilan. De a ratos todo se me borra.

De a ratos se me aparece todo otra vez. Primero está todo borrado, negro. Después menos borrado, unas manchas de colores que dan vuelta en lo negro, pasando y desapareciendo y volviendo después a pasar y después desapareciendo otra vez, hasta que desaparecen por fin del todo y aparece una mancha blancuzca, empañada, rodeada de negro, que parece pegada contra un vidrio mojado, después contra un vidrio seco, después contra nada, que se va achicando, se estira, se queda parada con un centro quieto y destellos que entran y salen titilando en las puntas, o sea el farol, y después las mariposas blancas que empiezan a volar en círculo y al mismo tiempo en espiral hacia arriba, cruzándose muchas veces porque llevan dirección contraria, igual que las dos mariposas negras enormes que se mueven pegadas al techo y a la pared. No se oye nada; a veces me parece que oigo el zdzzzzz de las mariposas, pero no viene ni del farol ni del techo. De ninguna parte no viene. Suena un pedazo un ratito y después no se oye más. Después otra vez se me borra todo.

Ahora la veo entrar chorreando agua, viene y se sienta en el borde de la cama. Me levanto un momento y me quedo medio sentado apoyando la espalda contra la almohada y entonces las veo a las dos, una en el borde de la cama chorreando agua y la otra sentada en una silla al costado, sequita. Las dos me miran, igualitas, y les digo: «¿Qué están haciendo ahí las dos que no se mueven? ¿Qué están haciendo ahí?». Y una de ellas, la de la silla, se levanta y me empuja despacio por el pecho y me dice que me quede quieto, que no hable, y hablando para atrás, para la que está en el borde de la cama, dice: «Capaz quiere algo, pobrecito». Y digo: «Están ahí las dos que no se mueven», y enseguida se me borra todo otra vez y ahora empieza otra vez a verse cómo las dos mariposas blancas vuelan alrededor del farol y de a ratos chocan con él: Dddzac ddzac ddzac. Ahora está todo negro y oigo cómo chocan ddzac ddzac ddzac.

Matamos al animal hace catorce años y después fuimos caminando despacio zac y nos zambullimos. Empezamos a nadar. Caímos de cabeza en el agua zac y anduvimos abajo un rato largo con los ojos abiertos pero sin ver nada zaczac sin ver nada y después sacamos otra vez la cabeza fuera del agua y no vimos tampoco nada todavía zaczac zac así que nos volvimos a zambullir. Ahí entonces chocamos contra algo duro que estaba parado en el fondo con las piernas abiertas y que después se nos prendió de un tobillo y empezó a tirar para abajo cosa de llevarnos también a nosotros zac zac zac y dejarnos ahí. Zac Así que ciegos nomás tiramos la mano y empezamos a buscar zac bajo el agua zac zac zac para encontrarle el lugar de donde agarrarnos y empezar a tirar también nosotros haciendo tuerza tontraria zac fuerza contraria cosa de que no nos tiraran al fondo. Al fin zac dimos con algo firme zaczac. No era fácil porque con los manotazos y los pataleos empezó a levantarse zac zaac empezó a levantarse barro del fondo y no se veía más nada. No se veía más nada zaczac. Había como una columna de barro hecho polvo que flotaba en el agua y giraba zac zac zac en espiral y para arriba y todos nosotros zac todos nosotros moviéndonos ahí en el medio a ver quién se llevaba zac zac a ver quién se llevaba al otro al fondo. Ahí nomás nos le prendimos y empezamos nomás a apretar. Estábamos adentro de la columna de barro hecho polvo que se había levantado del fondo por los pataleos y los manotazos y cada cual tiraba para su lado. Pero nosotros zaaaac zaac zac nos prendimos y nos afirmamos y empezamos a apretar hasta que el otro cedió y empezó a patalear cada vez más débil hasta que al fin zac no se movió más del todo y aflojó del todo y se fue boyando zac. Quedamos nosotros solos adentro de la espiral de barro hecha polvo que subía zac desde el tondo zac zac zac fondo. No había lugar para nadie más. Salimos del agua y nos acostamos a dormir la siesta. Y después veníamos en la canoa verde bajo la llovizna finita. Hará como unos veinte años, o sea seis años después que matamos al cordero. Justito seis años después. O sea veinte años. Yo venía zac zac zac zaac zddzzz zac zddzzzz zac zddzz zzzzac remando. Caían los remos y después volvían para atrás bajo el agua zac zddzzzz zac zddzzzzz zac zddzzzzz. Taían dos demos zac zddzzzz zac zddzzzz. Íbamos sintiendo cómo golpeaban contra algo. Un peso muerto que tiraba para abajo. Cada vez que los remos caían chocaban contra algo que quería agarrarlos y tirar para el fondo zac zac zac. El borde de la isla en el que están los sauces negros se nos va viniendo encima con enviones parejitos. Y los remos zac zddzzzz zac zddzzzz chocan contra algo que está esperando en el fondo cuando se hunden en el agua.

Ahora hay una mancha tirando a blanca atrás de un vidrio empañado, ahora el vidrio está seco y limpito, ahora el vidrio ya no está más, ahora está otra vez el vidrio todo empañado, ahora todavía más empañado y quiere como principiar a borrarse, ahora parece como si quisiera principiar a secarse otra vez, ahora está limpito, ahora no hay vidrio ni nada y la mancha quiere como empezar a estirarse para arriba, ahora de golpe el vidrio está todo empañado otra vez y de nuevo se me borra todo.

Ahora está todo negro, ahora parece como si quisiera haber una rendijita que apenas si se ve, ahora se ve mejor que es una rendijita de luz blanca toda empañada, ahora es más ancha, y cada vez más ancha, y todavía más ancha, y ahora los bordes derechos se rompen y no es más una rendijita, ahora parece como que quiere ser una mancha de luz blanca empañada, parece como que quiere ser la mancha de luz blanca que se veía una vez, pero cuando estoy por empezar a saber si es la misma mancha se me borra todo y me quedo otra vez en la oscuridad.

Ahora está primero todo negro y enseguida hay una rendijita blanca de luz, empañada, ahora se agranda y es una mancha de luz que aparece atrás de un vidrio empañado, ahora parece como si el vidrio estuviera principiando a secarse pero todavía está todo empañado, ahora está seco en parte y veo la luz más fuerte, ahora está todo seco y de golpe se me borra y me quedo otra vez en la oscuridad.

Ahora veo un vidrio empañado y atrás una mancha tirando a blanca, ahora la mancha atrás de un vidrio seco, ahora no hay ningún vidrio, pero ahora estoy otra vez en la oscuridad.

Ahora veo de golpe el farol y las dos mariposas blancas que vuelan alrededor, chocando de vez en cuando contra el vidrio: zdzzzz zac dzzzzzz zac. Las dos mariposas negras grandísimas vuelan pegadas al techo y a la pared. Yo venía caminando después de bajar de la canoa verde que descansaba abajo de los sauces, después de cruzar de lo de Rogelio despacito, sin sombrero, con el sol cayendo a pique sobre mi cabeza, y no va que después de subir la barranca y enderezar por el caminito de arena, para la casa, no va que el paraíso empieza a saltar primero para un lado, después para el otro, después otra vez para un lado y otra vez después para el otro; porque yo daba bandazos, seguro. Cuando ella me ve se levanta y viene corriendo y no va que en la mitad primero se infla, se infla y se parte en dos: quedan las dos igualitas, con el batón negro descolorido y el pelo negro descolorido, corriendo las dos en patas en dirección al punto en el que yo me estoy cayendo. Y una de las dos sigue de largo y oigo al rato que se zambulle. Es por eso que ahora entra chorreando agua y viene y se sienta en el borde de la cama. También está sentada al costado, sobre una silla. Las dos me miran. Medio me levanto y les digo: «¿Qué hacen ahí que no se mueven?». La que chorrea agua no se mueve. La de la silla se levanta y medio me empuja por el hombro y dice medio mirando para atrás, a la que está sentada en el borde de la cama, o capaz más atrás todavía: «Ha de querer algo, pobrecito». Después va para atrás y se sienta en el borde de la cama, justito donde está la otra. Entra en la otra, que se borra. Pero medio me levanto otra vez y veo que ha ido a sentarse en el lugar en que estaba la otra, en la silla. Las dos me miran. Capaz que hay alguno también sentado en el arcón, que también me mira. Pero no estoy seguro. Hay algo que me mira desde el arcón, pero no alcanzo a ver bien. Arriba las mariposas blancas zddzzzz zac zddzzzz zac. No esnoy neguno. Nanece qunena auno nenacón neno nesnoy neguno. Está sentado en el cómo se llama. Me mira ahí sentado en el cómo se llama y más acá están las dos igualitas con los balones negros descoloridos y el pelo negro descolorido, una seca en el borde de la cama, la otra chorreando agua en la silla. Alguno sentado también, cómo se llama mirándome. Arriba mariposas blancas zddzzzz zac zdzzzz zac. Las dos mariposas negras grandísimas se mueven al mismo tiempo que las blancas.

Ahora se me borra otra vez todo. Ahora abro los ojos otra vez y veo el farol, pero no las mariposas blancas. Las mariposas negas gandísimas se mueven negadas al necho y a la nared. Zddzzzzzzzzzz. Ahora se me borra todo otra vez zdddzzzzzzzz. Todo borrado. Nono nonado. Enanan nenadas nas nos nuna nene none nena nana na ona none nanina. Nanién nanuno nenado nenacón. Nenado nenacón. Zac zac zaczac

Era un solo ver agua. Agua y después más natía. Más nada.

Aparece en eso una islita. Apenas vea si usté podía hacer pie de tan chiquitita que era. Cabía a lo más uno solo parado, derecho, y sin moverse porque sino se iba al fondo. Y pura agua alrededor. Aparte de eso, más nada. Más nada.

En eso, a unos veinte metros, la misma islita. No otra, no vaya creer, no, la misma, vea, igualita. La misma, únicamente que dos veces, una a unos veinte metros de la otra, chiquititas las dos, tan chiquititas que arriba de ellas no cabía más que uno solo parado, derecho. La misma islita dos veces, pura agua alrededor, y después más nada. Más nada.

Aparece en eso otra vez la islita, siempre a unos veinte metros de las otras dos, en triángulo que le dicen, vea. Tres veces la misma islita. Alrededor, hasta donde usté quisiera mirar, agua, pura agua. Y aparece después otra islita, y después otra, y otra, y otra. Siempre la misma islita, muchas veces, aquí y allá, apareciendo despacio, sin mover el agua, todavía de barro blando. Muchas veces la misma islita. Alrededor, pura agua. Pura agua y después más nada. Más nada.

Al rato había tantas, digo había aparecido tantas veces, la misma islita, que usté podía pasar saltando de una a la otra, sin miedo de meter la pata en el agua. Y no bien usté había terminado de saltar de una islita y me va creer vea si le digo que era siempre la misma, no había vea terminado de saltar que ya estaba apareciendo otra vez la islita entre las dos, cosa de que si usté esperaba vea un minuto, vea, podía haber pasado caminando lo más tranquilo. Así hasta que se vio que todas las islitas estaban queriendo formar una sola. Quedó la isla grande y alrededor pura agua. Pura agua y después más nada. Más nada.

Ahí quedó nomás la isla secándose al sol. Porque ya estaba el sol arriba vea, arriba, dando vea de lleno. Primero era de barro tan blando que usté no podía caminar. Y agua alrededor por todos lados. El sol pegaba juerte, pero a la noche se le daba por desaparecer y todo quedaba negro y volvía a refrescar. Pero no bien despuntaba el otro día aparecía de nuevo y otra vez a dar de firme contra la isla el santo día. Se vio que en cuantito pasara un tiempo y si encima bajaba el agua, la isla se iba nomás a secar. Qué le voy a decir el tiempo que pasó. Perdimos vea la cuenta. Y todavía quedaron montones de cuajarones de barro por toda la isla. Partes secas, no le voy a decir que no había. Pero usté hacía un hoyo y no bien empezaba a aujerear más hondo, ya principiaba vea a ver tierra negra, y hasta podía ver culebrear alguna que otra lombriz y si usté se descuidaba y seguía cavando más abajo capaz que hasta brotaba agua. A mí se me hace que lo que se dice seca seca nunca quedó. Y eso que usté al tiempo no veía más ningún cuajaron. El agua también bajó, o en una de esas fue la isla la que se vino para arriba. Usté vea caminaba hasta el borde y podía ver igualito que ahora el agua dos metros más abajo. Así se formó la barranca, que el agua come. Tan seca quedó la tierra que se puso de un color gris al principio y después como blanca. Donde habían estado los últimos cascarones se hundió un poco, quedó lisita lisita y toda partida. Menos mal que se largó a llover, porque ya daba lástima esta isla de lo seca que estaba. Daban gusto los aguaceros. Y cuando pararon, vea, cuando pararon, usté no me va creer vea lo que le digo, cuando pararon los aguaceros, no va que aparece toda la tierra vea llena de unas hojitas verdes, así de chiquitas, que empezaron vea a brotar. Toda la tierra llena de hojitas verdes. No se podía dar un paso sin aplastar montones. Pero no bien usté venía de aplastarlas ellas volvían a brotar. Algunas quedaron chicas chicas nomás como aparecieron. Pero otras empezaron a crecer de firme y cuando menos nos descuidamos ya estaba toda la isla llena de yuyos de sapo, de verbenas, de cardos, de sauces, de curupíes, de algarrobos, de laureles. Había tantas plantas que ya casi no se podía caminar, y si usté quería llegar de una punta a la otra de la isla tenía que ir abriéndose paso con un cuchillo. Había unas flores coloradas grandes así. Usté las cortaba y volvían a salir. De más crecían, vea, de más. Por gusto nomás hubiese sido lindo que usté hubiera visto lo que era la isla antes de los aguaceros para darse una idea de lo que le estoy diciendo: toda chata y de una tierra blanca, blanca, sin una sola hojita verde. Y no va que un día que andamos atravesando la isla a golpe de cuchillo ya le digo porque si no no había forma de avanzar, cuando llegamos a la otra punta y nos paramos en el filo de la barranca vemos que enfrente, a unos trescientos metros más o menos, hay otra isla igualita que la nuestra. A mí se me hace que había sido la misma islita apareciendo otra vez arriba del agua, tantas veces que terminó por formar otra isla grande y de seguro que ya estaba para el tiempo de los aguaceros porque era también toda verde. A lo lejos se divisaban otras islas iguales. Ya no era más como antes que no se veía más que pura agua. Ahora, agua, no le voy a decir que no había. Pero ya vea no estaba toda alrededor como antes. No, vea, ahora pasaba vea entre las islas, para el sur, despacito, y usté no veía moverse más que los bordes, pegando siempre vea contra la barranca y comiéndola de a poco.

No le quiero mentir con el tiempo que pasó. De noche, después de la época de los aguaceros, se veían en el cielo unos puntitos que echaban brillo, sobre todo cuando no aparecía la luna que es redonda y mucho más grande y echa tanta claridad en el cielo que los puntitos casi que ni se alcanzan a divisar. No va que una vez que bajamos la barranca y nos sentamos al lado del río vimos salir del agua unos animalitos de lo más raros. Eran chiquititos así. Usté los levantaba y se ponía a oservarlos y podía verlos a trasluz. Tenían cuatro patitas y una colita larga y la cabecita terminaba en punta como la cola. Cuando usté los tenía entre los dedos empezaban a coletear, julepeados. Empezaron a salir a montones del agua y eran del mismo color, como las lumbrices, que para esa época se pusieron a engordar. A mí se me hace que de gordas que estaban es que empezaron a salir de la tierra. No me va creer si se lo cuento: usté vio lo chiquititas que son y sin embargo empezaron a estirarse y a engordar, y una vez que yo estaba en la barranca mirando pasar un camalotal no va que de repente veo una lumbriz gorda como mi brazo que empieza a pasar por encima del camalotal y a meterse en el agua. Como a cinco metros adelante del camalotal vuelve a salir la cabeza, y eso que la cola todavía no había terminado de pasar por encima de los camalotes. Por la forma que tienen de culebrear, igualitas a las de las lumbrices, se nos dio por empezar a llamarlas culebras. Son más lindas de ver que las lumbrices. Parecen guascas trenzadas y todas pintadas de colores en el lomo. Vienen haciendo eses, las desgraciadas, y si usté las pisa por descuido capaz le saltan encima. Les gusta salir a lo seco a tomar sol porque son muy remolonas, y se quedan las horas enroscadas, durmiendo. Juegan con los pajaritos. Si por caso se topan con uno lo miran fijo y lo dejan como clavado en el suelo; después por jugar se le aprosiman despacito y se lo comen. No dejan vea ni los huesitos. Ni las plumas. En cambio los bichitos que veíamos salir del agua al ratito nomás se morían. Se secaban y quedaban hechos una cascarita transparente que cuando usté la quería agarrar se le hacía polvo entre los dedos. Por ver si vivían juntamos unos cuantos y los metimos en un tarrito con agua y los llevamos para el rancho. Empezamos a darles miga de pan y lechuga que al principio no querían comer, pero parece que después le agarraron gusto porque ya se salían del agua a la hora de la comida y se ponían a caminar por la parte de afuera del tarro y por el suelo. Engordaban que daba gusto. Como a la semana ya tenían un dedo de largo, y si usté los agarraba y se los ponía cerca de la oreja los sentía hacer unos ruiditos raros con la boca. ¿Me va creer si le digo que nosotros habíamos traído cuatro o cinco y que cuando menos nos descuidamos ya había como cincuenta? Para colmo a medida que iban engordando iban cambiando de forma. A algunos les desaparecía la cola, a otros les quedaba la cola pero les desaparecían dos de las cuatro patitas, a otros les crecían orejas, o plumas, o pelos, y hasta cuernos en la cabeza. Cuando menos nos dimos cuenta empezó a haber perros, pajaritos, nutrias, comadrejas, vacas. Vimos salir volando un pechito colorado y un benteveo.

De uno que creció grande y se lleno de pelo nos dimos cuenta que era un caballo porque empezó a relinchar. En cuestión de dos o tres meses ya estaba la isla llena de animales. Veía las cotorras pasar chillando en bandada de isla en isla. A mediodía, siempre venía una pareja de torcacitas a sentarse en el paraíso y a ponerse a cantar. Era de más, vea, la cantidad de bichos que había. Ya hasta molestaban cuando nos pusimos a sembrar. No bien habíamos tirado el grano que ya bajaban volando las cotorras a picotearlo. Diga que la tierra era buena y daba de sobra todos los años.

Y menos mal, porque cuando empezaron a venir las desgracias, si no hubieran sido buenas las cosechas a esta hora estaríamos peor todavía de lo que estamos. No va que a uno de nosotros se le empieza a poner el pelo blanco, le empiezan a temblar las piernas, y un buen día se queda dormido y no hay forma de despertarlo. Se había puesto duro, vea, y blanco como ese papel. No sé qué le pasaría vea a ese hombre, porque por más vea que lo sacudiéramos ni un pelo se le movía y al otro día nomás empezó a echar un olor que ni acercarnos vea podíamos. Otro día amaneció lleno de lumbrices y despidiendo mucho más olor así que lo enterramos porque las lumbrices lo estaban dejando a la miseria. Hicimos lo más que pudimos y no fue culpa nuestra si no se despertó. No era justo, tampoco, no vaya creer, que él se la pasara durmiendo mientras nosotros salíamos a juntar la alberja a la mañana temprano bajo esas heladas. Ahora bueno, por si se despertaba, le dejamos eso sí unos salamines, sardinas, un litro de tinto y un poco de galleta. Al otro día nomás nos pusimos a discutir qué había que hacer si algún otro se nos dormía. Uno dijo que lo mejor era esperar hasta que le aparecieran las primeras lumbrices, y si para entonces no se despertaba, que nomás lo enterráramos. Eso estuvo bien dicho. Pero no va que otro pregunta qué es lo que hay que hacer si vemos que un hombre se nos está queriendo empezar a dormir. Decidimos que había que cachetearlo para mantenerlo despierto, pero cuando a otro se le dio por dormirse y le empezamos a dar de firme en la cara, se durmió todavía más pronto que el primero y a los dos días nomás ya lo estaban banqueteando las lumbrices. Vimos que si todos se nos empezaban a tirar a muerto como los dos que habíamos enterrado, en cuantito nos descuidáramos nos íbamos a quedar sin brazos para la cosecha. Daba asco ver cómo las lumbrices nos estaban cuatreriando los hombres.

Días enteros nos pasamos reflesionando. Tanto, que cuando nos descuidamos se nos había pasado el tiempo de la cosecha y las sandías se nos fueron en vicio. Así que hubo que volver a reflesionar. A la final nos pusimos de acuerdo en que con uno solo que reflesionara bastaba. Elegimos al más cabezón. Le dijimos que tenía que ver de evitar que los hombres se nos empezaran a dormir y también que tenía que ver de evitar que la sandía se nos fuera en vicio cuando nos demorábamos reflesionando. Ahí mismo nomás empezó a reflesionar el Cabezón. Medio cerró los ojos como si lo molestara la resolana y se empezó a tirar despacito la punta de la oreja. Ha de engordar los piojos, la reflesión, porque ahí nomás se le dio por rascarse la cabeza. Y no va que después de un momento dice que viene de reflesionar algo, que era vea lo que sigue: que el tiempo que se la pasara reflesionando había que mandarle algún regalito para mantenerlo más o menos gordo. Que cualquiera podía juntar la cosecha, pero que para reflesionar había que ser cabezón de nacimiento. Que si no acetábamos era mejor para él, porque era una gran responsabilidá y se estaba toda la vida mejor juntando la cosecha que reflesionando. Estuvimos discutiendo un rato largo pero al fin acetamos. De cada diez gallinas, una era para él; de cada diez sandías le dábamos una. Peliamos un rato la cuestión de la sandía, porque el Cabezón la quería calada, hasta que al fin lo convencimos. Se me hace que a la larga le resultó mejor que le diéramos las sandías sin calar. Porque como nosotros éramos como treinta, cada vez que nosotros cosechábamos cada uno nueve sandías él cosechaba treinta, sentado nomás en su rancho déle reflesionar y mateando a la sombra. Misma cosa con las gallinas. Así se estaba el Cabezón mateando a la sombra y reflesionando, el santo día, y al cabo de un tiempo usté ni podía caminar por el patio de su rancho de la cantidad de pollos que andaban picoteando en el patio y de las pilas de sandías que eran más altas que el rancho, y no le esagero. Nunca más las pidió caladas y acetaba igual las que estaban un poco verdes, total maduraban solas en el patio. Cuando pasábamos frente al rancho, a la hora que juese, siempre veíamos al Cabezón mateando a la sombra de los paraísos, con los ojos medios cerrados fijos en la pila de sandías. Parecía sacar de ahí las ideas. Cuando otro se nos empezó a tirar a muerto y lo llamamos, el Cabezón lo miró un rato y le tocó la barriga, le palpó las piernas, le abrió la boca y le miró la dentadura, y después dijo que el hombre no tenía más remedio, que se iba a la quinta del Ñato. Se iba a trabajar conchabado a esa quinta, el hombre, parece, dijo el Cabezón. Dijo que más valía enterrarlo enseguida que empezara a mandar olor, para no dejárselo a las lumbrices que ya lo debían andar olfateando. Y a más dijo el Cabezón que día más día menos todos íbamos a terminar conchabándonos en esa quinta y que más valía tratar bien a los que iban enterrando y a sus familias para que los que se adelantaran no nos dieran una mano de bleque con los patrones. Convenía andar bien con ellos, dijo el Cabezón. Y a más nos dijo que cada vez que alguno se empezara a venir abajo que le lleváramos una ponedora, o un poco de trigo, o un esqueleto de vino común que él lo iba hacer llegar a la quinta del Ñato para que allá vieran que por estos lados se les tenía consideración. Después sacó del bolsillo un pedazo de cresta de gallo así de chiquito y se lo puso en el bolsillo al que estaba echado en el suelo, que ya casi ni se movía. Dijo que con esa cresta los de allá iban a reconocer que de este lado todo estaba en orden. Era un pedacito de cresta colorada, no una cresta entera. Lo usábamos como santo y seña, que le dicen. Y cada vez que alguno empezaba a temblequear y a querer dormirse, íbamos con una ponedora al Cabezón y él nos daba un pedacito de cresta, ya casi reseca, mire, y se me hace que había de haber estado guardando las crestas de los gallos que metía en el puchero. Ya era de más la cantidad de ponedoras que tenía, y había montones de vino común, tinto y abocado, porque el blanco no lo acetaba, en el patio y de seguro también adentro del rancho. El Cabezón estaba medio tapado entre tantas cosas y apenas si se lo divisaba bajo los paraísos cuando se sentaba en una silla baja a matear, a la tardecita. Y no va que se nos viene otra vez una época de aguaceros y la cosecha de sandía se nos aguó toda. Algunas se fueron en semilla, otras usté las abría y eran pura agua, más blancas que ese papel, otras se quedaban así nomás chicas y no crecían más, un asco de desabridas. A la final no había una sandía ni para remedio. Nos vamos entonces a lo del Cabezón —medio tapado ya le digo entre las sandías y los esqueletos de vino y las gallinas que se la pasaban dando vueltas al pedo por el patio— y le decimos que se nos aguó la sandía y que si sigue el agua se nos va a echar a perder también el máis. Nos dice el Cabezón que la tormenta se para fácil: se hace una cruz de sal gruesa en el suelo, se busca un sapo macho de los más grandes, se lo pone panza arriba, se le abre en cruz el vientre con un cuchillo de punta bien afilado, se le sacan afuera las achuras y se deja que la sangre corra por el suelo sin tocar los granos de sal. Le traemos el sapo y la sal, porque dijo que la de él no servía, y hace todo como lo había dicho y usté no me va creer si le digo que al mes el agua paró. Justito vea al mes, no le miento. Lástima que ya el máis estuviera perdido. Entonces vamos y le decimos al Cabezón que la lluvia nos ha dejado sin máis y sin sandías, que si nos puede emprestar alguna hasta la prósima cosecha. Emprestar emprestar, el Cabezón dice que no puede, pero que si nos sobra una vaquillona, o un ternerito, o alguna otra cosa que no nos sea de mucha utilidá, él nos puede dar algunas sandías a cambio. No había mucho que mañeriar, así que acetamos. A los que no tenían ningún animal, el Cabezón les dijo que se fueran tranquilos, que él los iba ayudar a todos y a nadie le iba faltar sandía en su mesa; que esas sandías él se las había ganado con el sudor de su frente, reflesionando, pero que ya iba arreglar para que todo el mundo quedara contento. El hombre no faltó a su palabra. A los que no tenían animales, les cambió el terrenito, el rancho, la próxima cosecha. Y a los que no tenían nada el Cabezón los conchabó para hacer algunos arreglos en el rancho, agrandar, poner alambrados, podar los árboles, cebarle mate, blanquear las paredes y otros trabajitos que venían haciendo falta. Al fin de la jornada, cada uno se llevaba su sandía. Cada uno se sentaba a su mesa bajo el farol, a la noche, y tenía su sandía partida en cuatro pedazos. Usté veía el agua fresca correr y las semillas negras pegadas a la madera de la mesa. Se veía lo más bien que el Cabezón era hombre de palabra; yo le había estado alambrando como una semana, desde el amanecer hasta la noche, y después que le prendía el fuego y le ponía una tira de asado en la parrilla, él siempre me daba mi sandía y me decía que me la llevara para mi casa. Nunca me faltó; siempre que prometió la sandía, siempre yo me la llevaba para mi casa. Por eso una mañana desaté la canoa, puse adentro las pocas cosas que tenía en el rancho, y empecé a remar por entre las islas cosa de encontrar alguna donde afincarme y hacerme una posición, porque tanta sandía ya me estaba dando un principio de cursiadera. No le quiero mentir con el tiempo que pasé remando. A la nochecita me arrimaba a las orillas y pernotaba bajo los árboles. Siempre picaba alguna cosita: un surubí, un dorado, un armado chancho, una vieja del agua. Si había pesca de más la cambiaba por vicios en algún almacén. Nunca me faltaron los Colmena, ni la yerba ni el vino tinto. Una vez me pelié con un tuerto grandote que se había emperrado en no dejarme salir de su rancho, de la tranca que tenía. Al fin seguimos chupando hasta que se durmió y entonces aproveché para fletar la canoa en la oscuridá y desaparecer. Más adelante dormí una noche en la canoa, balanceándome, mirando las estrellas que para esa época estaban empezando a amarillear. Estaba medio adormecido y escuché una voz que empezó a hablarme en la oscuridá. No le entendí lo que decía pero me julepié bastante y me puse a remar para no seguir escuchando. Sonaba fulera. No parecía de cristiano. Más bien eran como ánimas en pena o como lloronas. Dos veces me topé la luz mala, culebreando en la orilla, y seguí de largo. Otra vez, en otra isla, la chancha encadenada se andaba paseando entre los matorrales y la vi patente cómo se refregaba la trompa contra un árbol. Era blanca y se oía el ruido de la cadena que arrastraba. Seguro que me vio porque cuando ve a un cristiano empieza a crecer y se vuelve del tamaño de un caballo. La dejé nomás en la isla, llorando y comiendo basura, y al rato supe que era viernes a la noche porque en otra isla que bajé oí que aullaba un lobizón. Me di cuenta que no andaba por buen camino. No le quiero decir que perdí el rumbo, no, porque el pobre es como perro atropellado por camión, que anda siempre sin rumbo. Pero se veía bien que por esos lados no iba encontrar ninguna solución y que era mejor cambiar de camino. Ahí lo tenía usté al hombre remando otra vez de sol a sol y durmiendo en las orillas meses enteros. Cuando llovía, usté podía ver el río arrugado como la hoja de la escarola. En el verano más vale no le cuento. Con el agua del río usté podía cebarse mate tal como la sacaba, y a veces se le quemaba la yerba. Para colmo a la tardecita se levantaba la mosquitada en las orillas y si usté se acostaba a dormir se lo comían vivo. Había que hacer humadera con un poco de liga seca para espantarlos, y ni así se iban. Usté no veía a dos metros entre esas nubes negras de mosquitos gordos como este dedo que se le venían encima. De una isla a la otra se veían unas manchas negras antes que oscureciera y hasta se oían los zumbidos. Como esos mosquitos andaba yo, levantando vuelo de un pantano al otro atrás de algo vivo para prenderme y engordar. Más adelante me entreveré con una curandera que me tuvo un tiempo como engualichado y que se había aquerenciado conmigo. Viví con ella pero al final terminé por cansarme porque era una mujer de ésas a las que les gusta llevar ellas los pantalones. En su rancho no faltaba nada, produto de los regalos que le hacían cuando las curaciones. Les tiraba el cuero a los muchachos enpachados, curaba el mal de ojo con un poco de agua y aceite, les enderezaba los nervios a los recalcados echando unos granos de trigo o de máis en un tarrito con agua. A mí se me hace que ha de haberme metido algún yuyo en el mate sin yo saberlo, y que por eso me quedé. Mal mal, la verdá, no se estaba. Era muy regalona, y tenía mano para la cocina. Adobaba los bagres como ella sola, para sacarles el gusto a barro. Pero cuidadito con que yo hablara de seguir viaje. Se ponía más mala que raya que le cortan la siesta. Meses enteros jugó conmigo como gato con yarará. Siempre que iba al pueblo volvía con algún chiche: algún pañuelo de seda, perfume (mire si yo me iba andar perfumando) y una vez hasta un cinturón. Un día tuvimos una discusión por la cuestión de siempre y a la noche me despierto y la descubro rondando la cama con un cuchillo. Viejo, dije para mí cuando la vi con semejantes intenciones, ya es hora de que fletes otra vez la canoa y te pongas a remar en la dirección por la que has venido. Así que esperé como una semana y cuando ella se fue un sábado de compras al pueblo, empujé otra vez la canoa al agua y salté encima. Meta otra vez a remar, y ahora para colmo río arriba. Pierdo la cuenta de los días. Siempre el hombre sentado en la canoa, de espaldas a la dirección que llevaba, luchando siempre contra la corriente que por esos tiempos hacía mucha juerza contraria porque eran años de crecida. A más, había más islas y riachos que mosquitos. Por más que busqué no hubo forma de conchabarme. Entre la crecida y los cabezones no había nada que hacer y todo el inundo andaba galgueando. Por eso cuando toqué la orilla de mi islita y empecé a subir la barranca y a recorrer el caminito de arena, el corazón me empezó a golpear juerte en el patio. Más juerte me golpeó todavía cuando divisé el paraíso y el frente del rancho. El Negro y el Chiquito estaban tirados, la sombra, tascando cada uno un garrón. Ella tejía también a la sombra y el muchacho estaba viniendo desde el fondo justito en ese momento. Usté no me va creer si le digo que a gatas me reconocieron por la voz. Cuando entraron en confianza, el Negro y el Chiquito me saltaron encima queriendo lamberme la cara y no había forma de hacerlos serenar. El muchacho me bombeó un poco para que yo me refrescara y cuando volvimos adelante ella estaba llenándome el primer mate. Hay que haber andado lo que yo anduve y visto lo que yo vi ya le digo para saber lo que es tomar un amargo en las casas, con la patrona y el hijo, sin miedo de que le ronden a uno el sueño con una faca ni haiga ningún peligro ya le digo de que el mate venga engualichado. Mateando me cuentan que han pasado las mil y una y a la nochecita, cuando estamos viendo una tira asarse despacio sobre la parrilla, ella me dice que ya estaban por darme por muerto y que más de un gavilán la rondaba. Al rato nomás comimos y nos fuimos a dormir.

Como ya estábamos solos en la isla —yo, ella y el muchacho, y el Negro y el Chiquito ya le digo— nos pusimos a limpiar el terreno y al tiempo quedó un primor. No dejamos ni un yuyo ni atrás ni adelante. Rodeamos todo con alambrao y dirigimos la parra del fondo con estacas y travesaños. Plantamos árboles nuevos y trasplantamos otros que necesitan el trasplante para irse para arriba. Dejamos lugar en el medio del fondo para el limonero real, cosa de que ni lo secaran otras raíces ni lo ahogaran las ramas del paraíso en verano ni de los naranjos en invierno. Como está en flor todo el año hay que darle mucho lugar. Cuando le saqué los injertos usté veía el tronco derecho y arriba la copa llena de flores y unos limones amarillos grandes así. A más tenía botoncitos que a gatas si estaban empezando a reventar y también limones verdes más chicos y otros todavía más chiquitos, como aceitunas. Estaba ahí ya le digo desde antes de yo nacer, siempre igual, con las florcitas blancas que se venían al suelo despacio cuando usté sacudía las ramas para arrancar un limón. Todo el suelo alrededor se ponía blanco de flores. Hasta de noche echaba como una luz ese árbol. Y esas flores blancas no paraban nunca de florecer ni de venirse al suelo. De lo que quedaba de las florcitas salían los limones. También teníamos pollos y dos o tres ponedoras, y unos caballos. Andábamos a caballo por la isla cazando nutrias, comadrejas, y pasábamos con la canoa verde a la otra orilla donde estaba el rancho de Rogelio. De ahí íbamos con Rogelio y ya le digo los muchachos al almacén de Berini. Jugábamos a las bochas, al truco y al sapo. Tomábamos cerveza del pico de la botella, abajo de los árboles. Volvíamos a las casas por el camino. Los muchachos se nos adelantaban corriendo, se paraban y se quedaban atrás, después nos pasaban corriendo de nuevo y de nuevo se nos adelantaban, se dispersaban por el campo y después se nos volvían a poner a la par. Toda la familia trabajando después en el alberjal. Todo la familia juntando sandías y cosechando el máis. Hasta los viejos. Hasta los hijos de Agustín. Hasta Agustín. Y no va que volvemos a casa al mediodía, yo y el muchacho, y ella me dice que ha estado el Cabezón y me ha dejado una cosa. Qué iba venir a dejarme el Cabezón a mi casa. Lo ha enterrado en el fondo, dice ella, al pie del limonero. Y le ha dicho el Cabezón, dice, ya le digo, que es para mí solo y para nadie más. Vamos al fondo y vemos que al pie del limonero está la tierra removida. Ganas ganas de ver lo que hay abajo, no quiero mentirle, no me dan. Ella me da un palo seco, todo torcido, que termina en una punta finita, para que me ponga a cavar. Yo le digo que más vale cavo otro día y me quiero volver adelante, pero ella empieza a escarbar con el palo, haciendo un aujerito sobre la tierra removida, hasta que la punta del palo se quiebra y ella lo tira para arriba. El palo va a dar contra las ramas del limonero, que se empiezan a sacudir. Sale volando una bandada y las florcitas blancas se empiezan a caer. Caen hasta decir basta. Y no paraban vea nunca de sacudirse las ramas. Hacían un ruido como de lluvia y de viento. Va el muchacho y busca en el suelo alguna otra cosa con qué cavar. Trae una costilla chiquita, cuadrada, que le dicen, se arrodilla y se pone a cavar. Hace un aujero grande en la tierra, mete el brazo, pero no encuentra nada. Me dice que ha de haberse corrido para la parte de adelante, por abajo la tierra. Vamos todos adelante y vemos que cerca del paraíso el suelo se empieza a rajar, despacio, y empieza a volar tierra, como si estuviese cavando un tucu-tucu. Cuando la tierra dejar de volar, ella se arrodilla y mete la mano. Saca una latita de sardinas, abierta, que tiene adentro un algodón. Me la da. Yo no quería vea por nada del mundo sacar ese algodón, no quería. Ella me dice que lo saque. No me va creer si le digo que se reía. El muchacho dice que se va dar un chapuzón. Me voy al dormitorio con la latita en la mano y la dejo sobre el arcón. Ahí queda varios días. Nadie la debe de tocar. No dentramos al dormitorio más que para dormir. Y no va vea que una mañana me levanto y voy a poner el pie en el suelo y cuando apoyo toco la latita con la punta del dedo gordo. Me quedo sentado en la cama, palpando con la punta del dedo el borde de la latita y el algodón, sin mirar para abajo. Palpo mucho el algodón. Con la punta del dedo lo levanto y toco lo que hay abajo. Parece un pedacito de cuero, duro, medio áspero. Después alzo la latita y miro: abajo del algodón levantado hay un pedacito de cresta de gallo, viejo, endurecido y medio negruzco. Me lo acerco a la nariz y siento que echa mal olor. Está apoyado sobre otro algodón que hay en el fondo de la lata. Salgo al patio y tiro la lata al monte, por encima del tejido. Y no va que viene el Chiquito y me lo trae otra vez. Vuelta a tirar la cresta, esta vez sin la lata, y vuelta a traerla el Chiquito. Vuelta a tirarla; vuelta el animal a traérmela. La dejo sobre la mesa y me pongo de espaldas para no verla, vea. Y entonces viene el muchacho y no va que me pide la cresta para dice injertarla en el limonero. Dice que de injertarla en el limonero va perder el mal olor y va servir después para abonar la tierra. Lo dejo que se la lleve. Pero cuando voy a buscarlo al fondo, amargado ya le digo porque no me gustaba nada el asunto de la cresta, ella viene llorando a decirme que se lo han llevado a la milicia por culpa de la cresta, que por esa cresta lo han reconocido y se lo han llevado. Que no vaya ser que lo maten en alguna revolución. No es verdá, le digo, está injertando la cresta al limonero, en el fondo. Pero cuando voy no lo encuentro. En cuantito me voy acercando empiezo a oír el ruido de las ramas, como de lluvia y viento. No hay sol, está medio como nublado. Efetivamente, el limonero está sacudiéndose porque el palo que ella ha tirado al aire se ha quedado agarrado entre las ramas y las hace sacudir. Empiezo a saltar para agarrar el palo, pero no lo alcanzo. Y el árbol se sacude cada vez más fuerte, con ruido de lluvia y de viento. Casi ni se ve entre las florcitas blancas que caen despacio. Las ramas parece como que van a quebrarse. Salto otra vez y quedo sentado en la cama, oyendo el viento y la lluvia. Amanece.