Agustín sonreía. Tenía un sombrero rotoso de paja por debajo de cuya ala quebrada se veían brillar unos ojitos oscuros y húmedos; los labios rojos emergían de entre un matorral de barba negra. Permaneció parado a dos metros de la mesa, las manos cruzadas sobre el abdomen magro y los ojos sonrientes fijos en Salas el músico, mientras los otros lo contemplaban. Después su sonrisa se volvió superflua, anacrónica, pero no la abandonó: la transformó en una mueca temblorosa, expectante, y siguió sonriendo y mirando a Salas el músico ahora con los ojos entrecerrados, las manos cruzadas contra el abdomen y nada que decir o que preguntar.
—¡Berini! —dijo el otro Salas—. ¡Una cerveza blanca!
Salas el músico desvió la mirada. El otro Salas concentró otra vez su atención en la mesa, después de haberse vuelto un poco hacia la puerta del almacén para llamar a Berini. El de la camisa colorada encendió otro cigarrillo y echó una mirada fugaz a la motocicleta apoyada a la sombra contra la pared de ladrillos sin revocar; el sol que se colaba por entre las hojas de los árboles hacía centellear las partes cromadas de la motocicleta. El humo que despedía su cigarrillo ascendía con lentitud tortuosa y al atravesar los rayos solares que penetraban la fronda de los árboles se desplegaba y parecía alisarse ya que los arabescos se disolvían y el humo se distribuía en estratos planos, superpuestos unos a otros. El otro Salas tragó un bocado y dijo con gran seriedad:
Después de la crecida del sesenta vino la seca grande del sesenta y uno. Donde antes había estado el río crecía pastito.
—Fue grande esa seca, sí —dijo el que había hablado una sola vez.
—Estuvo un año sin llover —dijo el otro Salas.
—En este camino —dijo Salas el músico, señalando con la cabeza el camino de arena por el que había venido Agustín, el camino que se extendía en dirección a la costa— había así de polvo. —Hizo un ademán, que consistió en poner las palmas de las manos horizontales, paralela una de otra pero en sentido inverso, la izquierda a treinta centímetros de altura sobre la derecha, la palma de la mano derecha hacia arriba y la de la izquierda hacia abajo—. Pasaba un carro y levantaba una nube de polvo que nos dejaba ciegos como por cinco minutos.
—Después había un olor —dijo el que había hablado una sola vez.
—Sí. Había un olor —dijo Chin—. Los animales caían muertos de golpe. En la costa no se podía andar porque había miles de pescados podridos.
Berini salió del almacén con una botella de cerveza y pasó junto a Agustín sin siquiera mirarlo. Agustín lo contempló mientras pasaba y siguió con la mirada la trayectoria de la botella que Berini alzó y dejó sobre la mesa, retirando la otra luego de sacudirla y alzarla para mirarla al trasluz y cerciorarse de que estaba vacía. Después volvió a entrar en el almacén. En ese momento se detuvo un sulky frente al almacén y bajaron dos chicos que no tenían puesto más que un pantaloncito descolorido y estaban tostados por el sol; entre los dos sacaron del sulky un esqueleto de vino lleno de botellas vacías y una bolsa; pasaron junto a la mesa sin saludar, o haciéndolo en voz tan baja que nadie los oyó llevando el esqueleto y la bolsa, y entraron en el almacén. El caballo blanco del sulky estornudó.
—¿Así que estás de serenata esta noche? —dijo Agustín.
—Sí —dijo Salas el músico.
—¿Con el ciego Buenaventura? —dijo Agustín.
—Con el ciego Buenaventura, sí —dijo Salas el músico.
Sirvió cerveza en los cinco vasos. Los cinco hombres bebieron. El de la camisa colorada miraba el humo de su propio cigarrillo y Chin la cerveza de su propio vaso: casi no tenía espuma. Chin tenía la camisa manchada de sudor en las axilas y la barba entrecruzada de estelas de sudor sucio. Agustín desvió la mirada, sin dejar de sonreír.
—¿Convidan un vaso, muchachos? —dijo.
—Cómo debe haber sido —dijo Salas el músico después de un momento de silencio en el que nadie dijo una palabra ni se oyó ningún otro ruido— para que creciera el pastito en el lecho del río.
El que había hablado una sola vez sacudió la botella de cerveza y se sirvió un resto en su vaso. Lo agarró y se lo extendió a Agustín. Agustín dijo «A la salud de todos los presentes y feliz año nuevo» y se lo tomó de un trago, devolviendo el vaso vacío. Después entró en el almacén.
—No me gusta que me vengan a pedir bebida de prepo —dijo el otro Salas, en voz baja.
El que había hablado una sola vez se encogió de hombros y después hizo un gesto con el que quería indicar que no le importaba.
—Y menos ése —dijo Salas el músico.
—Capaz que no es cierto —dijo el que había hablado una sola vez.
—De no ser cierto, no se hubieran ido —dijo Salas el músico.
—Las perdió —dijo el otro Salas.
—¡Berini! —dijo Salas el músico—: ¡Una cerveza blanca!
Eructó. Después sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo de su pantalón, sacó uno y lo colgó de sus labios y tiró el paquete sobre la mesa. El paquete chocó contra el borde de la mesa y cayó al suelo; el de la camisa colorada se agachó para recogerlo y al cabo de un momento reapareció con la cara enrojecida y jadeando y el paquete de cigarrillos en la mano; lo depositó con suavidad sobre la mesa y se cruzó de brazos, su propio cigarrillo humeante colgado de sus labios. Salas el músico encendió su cigarrillo con parsimonia y echando la cabeza hacia atrás lanzó un chorro denso de humo hacia las copas de los árboles. El que le había dado la cerveza a Agustín miraba a Salas el músico con una fijeza abstraída: era un hombre flaco, de nariz ganchuda, y como estaba recién afeitado su piel atezada y tensa emitía una fosforescencia metálica en la parte rasurada. Ahora llegaban desde el interior del almacén la voz confusa de Berini y un ruido de botellas llenas y vacías al entrechocarse y al chocar contra los bordes del esqueleto de madera. Un pájaro empezó a saltar de rama en rama y a cantar nervioso sobre las cinco cabezas. Ninguno de los cinco hombres le prestó atención: continuaron durante un momento en silencio, absortos, esperando la botella de cerveza blanca y oyendo la voz confusa de Berini y el entrechocar de botellas que seguía llegando desde el interior del almacén. El de camisa colorada retiró el cigarrillo de entre sus labios y lo arrojó al aire en dirección a los caballos, pero con tanta fuerza y calculando el envión con tanta exactitud que el cigarrillo pasó por encima de las pelambres oscuras y cayó más allá de los animales, sobre el camino arenoso. Chin comenzó a recoger las migas de pan oprimiendo sobre ellas las yemas de los dedos y llevándoselas después a la boca. Después salieron los chicos con el esqueleto de vino, cargándolo entre los dos, y mientras uno de ellos acomodaba el esqueleto sobre el sulky, el otro volvió a entrar en el almacén y regresó cargando a duras penas la bolsa de arpillera llena de cosas hasta la mitad. El que estaba arriba subió la bolsa que el otro le alcanzaba y la acomodó sobre el esqueleto, en el piso combo del sulky. El de la bolsa subió en el momento en que el caballo blanco comenzaba a andar y se sentó al lado del que llevaba las riendas. Éste maniobró de modo de hacer retroceder al caballo, quedó con el sulky atravesado en el camino arenoso y después indujo al caballo a enfilar hacia la costa. Los hombres lo miraban maniobrar. El caballo empezó a andar despacio y después a trotar, levantando una polvareda débil y haciendo resonar amortiguados sus cascos contra la arena, de modo tal que el ruido de los arneses y de las cadenas contra las varas y los crujidos y los saltos del vehículo apagaban su golpeteo. El sulky fue alejándose gradual, hasta que perdió nitidez, y como el ruido de los cascos y el del sulky se asociaba a su movimiento, a medida que se alejaba y los ruidos dejaban de oírse, el movimiento pareció más y más una cabriola burlesca o paródica, y por fin irreal. En un momento se cruzó con la silueta de dos hombres que avanzaban lentos en dirección contraria: a la distancia parecían tan insignificantes y endebles que cuando la masa oscura del sulky los cubrió durante un momento, en el cruce, pareció que los había arrasado y hecho desaparecer con el simple choque. Pero después el sulky pasó y ellos reaparecieron y continuaron avanzando. Estaban a unos doscientos metros. Berini emergió del almacén con una botella de cerveza y la dejó sobre la mesa. Traía mala cara.
—No está fría —dijo Chin tocando la botella con el dorso de la mano.
—Ni que la fueras a pagar —dijo el otro Salas.
Chin se rió y llenó los vasos.
—No les dan ni tiempo de que se enfríen. Si se las toman a todas —dijo Berini.
Agustín salió del almacén contemplando al grupo y en especial a Berini desde la puerta. Sonreía. Por entre su barba de una semana sus labios rojos se estiraban y temblaban, sonriendo. Parecía no tener un solo diente. Se había puesto las manos en los bolsillos del pantalón y apoyaba las plantas de uno de sus pies descalzos sobre el empeine del otro. Berini parecía irritado.
—Ahí tenés gente —dijo Salas el músico.
—Atened la clientela —dijo el otro Salas.
La mirada del de la camisa colorada iba de una para la otra, a medida que los hombres hablaban. Salvo él, que se hallaba demasiado atento a las expresiones y a las palabras, y Berini, en cuya cara rubia y afeitada fluctuaba una irritación leve, todos los del grupo se pusieron a reír, con discreción. Al oírlos, la sonrisa de Agustín se hizo más amplia. Se acercó.
—¿Así que estamos de serenata esta noche, muchachos? —dijo.
—Así es, jefe —dijo Salas el músico.
—¿Y qué se va pagar, jefecito, para despedir el año? —dijo Agustín.
—Por hoy, nada —dijo Salas el músico.
—Jefecito, nomás —dijo Agustín—. Un vino, jefecito.
—Palabra, ando seco —dijo Salas el músico.
Berini se dio vuelta y se dirigió al almacén. Agustín lo siguió con la mirada, sonriendo.
—Berini viejo nomás —dijo.
Berini desapareció en el almacén.
—Anda decirle a Berini que te pague un vino —dijo Chin—. Él te lo va pagar.
Agustín permaneció inmóvil. El de camisa colorada se paró y se puso a tocar su motocicleta. Los rayos del sol que se colaban a través de las hojas hacían centellear las partes cromadas del vehículo y estampaban círculos de luz sobre la tela colorada. Agustín entró en el almacén.
—Berini le va pagar un vino —dijo Chin.
—Sí —dijo el otro Salas.
Sirvió cerveza en su vaso y dejó la botella. Después agarró el vaso y permaneció con él en el aire, sin tomar, el meñique extendido, sin mirar el vaso ni nada en particular. Al fin lo fue tomando de a tragos cortos, sin volver a dejar el vaso sobre la mesa hasta que estuvo vacío. En ese momento Wenceslao y Rogelio atravesaron el hueco de la puerta de alambre y entraron en el patio del almacén.
Los cinco hombres iban a responder al saludo pero les faltó tiempo. El cuerpo de Agustín salió volando por la puerta del almacén y cayó al suelo. El sombrero rotoso voló por el aire. El de camisa colorada, que se había acuclillado junto a la motocicleta observando y toqueteando el motor, se incorporó de un salto. Los cuatro hombres que estaban sentados alrededor de la mesa se pararon al mismo tiempo. La silla de Chin cayó hacia atrás con estrépito. Berini salió del almacén.
—Ningún hijo de puta va venir a tocarme porque —dijo, y al ver a los siete hombres que lo miraban, se calló. Rogelio avanzó un paso y se detuvo.
—Levántelo —dijo.
La esfera de sombra se ha reducido al máximo porque es el mediodía, pero en su claridad fresca incluye la mesa larga y el sol pega y resbala sobre las ramas más altas haciendo destellar las hojas y, deslizándose por las ramas exteriores, cae vertical sobre la tierra a su alrededor. Están protegidos de la luz ardiente, como si estuviesen contemplando una lluvia de fuego desde un refugio de observación. Ahora el disco está paralelo a la tierra, piedra incandescente y lenta, y permanece un momento inmóvil antes de continuar. Es necesario que se detenga o que dé esa ilusión para lograr alguna simetría en el tiempo: dividido, cortado en fragmentos comprensibles, puede verse mejor su sentido y dirección, si es que tiene sentido y dirección. Está entonces inmóvil en un cielo turbio por los destellos.
Puede sentir a sus espaldas refulgir la blancura áspera de la pared frontal del rancho porque le han dado la cabecera y ve, más allá de las cabezas puestas unas frente a las otras en doble hilera hasta el final de la mesa, el camino arenoso abierto entre los flancos de espinillos. A su derecha está Rogelio y a su izquierda Agustín. Después las dos filas de cabezas continúan decreciendo hacia la otra punta, presididas por la cabellera gris y los grandes bigotes blancos del viejo que come su alimento y toma su vino con parsimonia, sin dirigir la palabra a nadie. La vieja está a su izquierda, en la fila de la derecha en relación con Wenceslao, y también permanece en silencio. La silueta del viejo se recorta contra el camino amarillo. Se oye el entrechocar de los cubiertos contra los platos, el golpe de los vasos sobre la mesa de madera, las voces hablándose y contestándose en relación rápida, las sacudidas de la mesa y sus crujidos y vibraciones por el serrucheo de los cuchillos, las risas súbitas y el sonido liso de la saliva penetrando los alimentos en masticación, el golpe del pan al quebrarse, el impacto metálico de las fuentes de loza cachada al ser vaciadas y colocadas unas encima de las otras, la explosión seca y profunda de los corchos al salir de las botellas y el murmullo de la soda al manar súbita en un chorro blanco y recto y hacer rebalsar los vasos, el ronroneo del recuerdo y del pensamiento que suenan en el silencio y se hacen oír a través de él. El contraste no es únicamente de sombra y luz sino también de movimiento y de inmovilidad: por un lado están los árboles inertes, los espinillos que bordean el camino amarillo, y por el otro el crecer y disminuir imperceptibles de los pechos al ritmo de la respiración, la arena amarilla muerta y los brazos que se levantan con el tenedor en la mano en dirección a la boca, el tejido de alambre que separa la casa del camino y apenas si se ve y las cabezas que giran de un lado a otro y las lenguas que se mueven en la conversación, los cráteres vacíos de las huellas sobre la arena y los ojos que se mueven para mirar, el sol inmóvil contra el conjunto vivo en el interior de la esfera de sombra, el aire estacionario y sin viento y la fluencia de las palabras que repercuten y se esfuman. El olor del pescado frito, olor a pescado y a fritura, pero olor a pescado frito sobre todo, el olor del vino y de las ramas verdes entrecruzadas arriba, por encima de los cuerpos que tienen cada uno un olor particular y el olor de conjunto y el de conjunto en el momento del acto de comer, se mezclan y se confunden, separándose por un momento y cobrando identidad y nitidez, con el olor de los panes cuando se quiebran y con el olor frío y profundo de los corchos de vino, con el olor de la luz solar al bajar despacio y continua y resecar y socarrar la tierra. El gusto propio, el de la propia boca, el de los dientes y el de la lengua húmeda, el de los labios resecos con gusto a sudor, se funde y desaparece en la consistencia de la carne blanca del pescado que se deshace bajo la trituración de los dientes; la sal y el pan primero saben por sí mismos, pero después se funden en el sabor único del bocado que el vino tinto penetra y contribuye a macerar. Recibe en la boca y comienza a triturar con los dientes un bocado y después recibe en la boca de su propia mano que se alza con el vaso un largo trago de vino y los jugos del alimento se mezclan y confunden con el sabor grueso del vino, mientras ve los cuerpos extenderse en dos hileras en dirección a la cabecera opuesta, hacia la inmovilidad amarilla del camino, moviéndose y emitiendo sonidos y voces que puede escuchar, y deja sobre la mesa el vaso sin nada cuyo contacto liso y frío permanece un momento como un eco de contacto que más es recuerdo contra la yema de sus dedos: uno de esos recuerdos que no parecen pasar a la memoria sino quedar, anacrónicos, adheridos al lugar de la sensación, ojos, dedos, lengua.
Rosa y Teresa se levantan y desaparecen hacia la parte trasera de la casa, volviendo con fuentes de comida. Agustín y Rogelio, sentados uno frente al otro, comen sin hablar, inclinados hacia sus platos. Agustín sonríe hacia su propio plato, cortando bocados tan chicos y masticándolos con tanta lentitud que con la masticación misma deben diluirse y desaparecer, sin que llegue nada de ellos al estómago; toma un vaso de vino tras otro, con gran rapidez, sin mirar a ninguna parte en el momento de servírselos y tomarlos, como si tuviese el temor de ser censurado con la mirada. Evita mirarlo cuando lo ve servirse y sabe que Rogelio hace lo mismo. Después vuelve a fijar la mirada en el perfil de Agustín: ahora está sin sombrero y su cráneo se prolonga puntiagudo en la cima de la cabeza, cuya contraparte simétrica es la terminación del mentón; la nariz cae hacia abajo y la boca fina se pierde entre los matorrales de barba negra. Por debajo de su piel oscura se perciben ciertas manchas de palidez. Su sonrisa no produce placer sino más bien extrañeza y sospecha. Tiene la frente húmeda. Detrás están las zonas llenas de golpes intermitentes que martillean y destellan, los fragmentos podridos de realidad que se destiñen y deslavan empalideciendo cada vez más y volviéndose exangües, la luna móvil y titilante errabundeando en una región de pantanos a los que de golpe ilumina, fugaz y fragmentaria. Al masticar, los músculos de su cara cambian y se mueven, en distintas direcciones, con distinto ritmo y a diferente velocidad, creando hoyos de piel y protuberancias de hueso. Rogelio levanta la botella de vino y llena el vaso de Agustín, sin mirarlo, y después el de él, y por último su propio vaso. Después deja la botella otra vez sobre la mesa y continúa comiendo. El vino rojizo ha caído en un chorro grueso, oscuro, produciendo un sonido áspero, y ahora permanece en reposo y lleno de reflejos en el interior de los vasos. Agustín alza el suyo y toma: el vino va desapareciendo a medida que el vaso se vacía inclinado en ángulo cada vez más agudo sobre la boca de Agustín. Agustín devuelve el vaso vacío a la mesa: se lo ha tragado todo, hasta los reflejos, que persisten todavía en los otros dos vasos, reflejos rojizos pero más claros y transparentes que el cuerpo denso del vino que acaba en la superficie de cada vaso en un reborde morado y circular. En ese momento el Ladeado se levanta y se aproxima a la cabecera. Se detiene junto a Rogelio y le toca el hombro; Rogelio se inclina hacia él, sin volverse, con una semisonrisa; el Ladeado se pone en puntas de pie oscilando, lleno de precariedad, hasta que apoya su cuerpo contra el de Rogelio y usando la mano como bocina le dice algo al oído; Rogelio se da vuelta y lo mira, y después se echa a reír.
—Claro que no. ¿Cómo me voy a olvidar? —dice. El Ladeado se separa de Rogelio y queda parado cerca de la esquina de la mesa esperando; su cabeza emerge ahogada por sus hombros desparejos y débiles. Rogelio toma un trago de vino y después deja el vaso sobre la mesa, mirando a Agustín.
—Che, Agustín —dice—. Che, Agustín —repite—. Atendeme, che, Agustín.
Agustín alza hacia Rogelio unos ojos húmedos, inquietos.
—¿No vas a mandar a este chico donde él te pide, el año que viene? —dice Rogelio.
—Va dar lástima —dice Agustín.
—Ya está por cumplir once años —dice Rogelio—. A qué vas a esperar, ¿a qué le toque la milicia?
—Qué le va tocar la milicia si está todo torcido —dice Agustín.
—Torcido y todo —dice Rogelio— vale un Perú.
—Va valer un Perú, va valer —dice Agustín—. Qué va valer un Perú.
—Tenés que mandarlo, te digo —dice Rogelio—. Si te denuncian, capaz te meten en la cafúa.
—Y capaz, nomás —dice Agustín—. No me ha traído más que desgracia. Capaz nomás me meten en la cafúa por culpa de él. Pero salgo y lo rompo todo.
—Va venir el comisario y te va llevar, vas a ver —dice el Ladeado.
—Cállese la boca, mierda. Cállese, mierda —dice Agustín.
Rogelio se echa a reír.
—Si él quiere, tenés que mandarlo —dice Wenceslao.
—Yo soy dueño —dice Agustín.
Wenceslao se ríe.
Serás dueño, sí, y todo lo que quieras —dice Rogelio—, pero te van a meter adentro y nadie te va llevar un carajo.
Ahora Agustín no sonríe. Wenceslao mira el camino amarillo y ve tres manchas movedizas —una colorada, una azul y una verde— que rebrillan al sol. Ahora el Ladeado gira, precario, y se aleja, después de haber mirado un momento a su padre y a Rogelio, y de un modo fugaz a Wenceslao, antes de darse vuelta y dirigirse al otro extremo de la mesa.
Por detrás del viejo, cuya silueta contrasta nítida con el camino amarillo, las tres manchas movedizas —azul, verde y colorada— rebrillan al sol, agrupadas hacia el centro del camino y fundiéndose con él por la ilusión de la distancia. La conversación se separa o se empasta en el círculo de voces y ruido y la voz aguda de Agustín resuena seca pero turbia y desaparece por momentos entre los ruidos que son más ricos y constantes que su voz.
—Por qué no lo habré tirado al río cuando nació, digo yo —dice Agustín.
—No seas bruto, Agustín —dice Rogelio.
—¿Acaso no me echaron de la arrocera cuando él nació? —dice Agustín—. Y miren cómo ando desde entonces, que no puedo levantar cabeza. Es un solo andar mal.
Rosa se levanta y va hacia el fondo de la casa. Wenceslao gira la cabeza siguiéndola con la mirada y la ve salir de la esfera de sombra y brillar un momento a la luz del sol antes de desaparecer. La pared blanca del rancho concentra la luz solar y Wenceslao puede sentirlo ahora que se ha dado vuelta otra vez y mira a Agustín. Lo siente casi tanto como lo sintió al verla de refilón en el momento en que Rosa desaparecía hacia el fondo de la casa; la textura blanca refulge, áspera. Al atardecer el sol declinará, despacio, hasta desaparecer. Declinará despacio, hasta desaparecer, y la oscuridad enfriará las paredes del rancho que emitirán un resplandor fosforescente, lunar. Remará lento en la canoa amarilla, saltará a tierra, entrará en la casa, se desnudará, se echará en la cama y el ronroneo continuo se irá cortando cada vez por más largo tiempo y con menor intermitencia hasta desaparecer. Verde, azul, colorada: las tres manchas movedizas se despegan del vértice final del camino, contra el horizonte de árboles. Relumbran y parecen moverse en el mismo punto, sin progresar, pero se puede sin embargo percibir una separación delgada, una pátina de vacío entre los árboles del fondo y esas manchas que miradas rápido y sin atención parecen empastadas contra ellos. Como el camino asciende de un modo imperceptible, las tres manchas parecen bailar sobre la cabeza del viejo. Alza el vaso de vino y toma un trago; ahora es Rogelio el que lo mira, mientras mastica.
—¿Qué me decís de este hombre, Layo? —dice Rogelio. Wenceslao, deja el vaso sobre la mesa.
—Qué querés que te diga —dice.
Rogelio se echa a reír. Rosa reaparece trayendo un montón de limones.
—Los limones de Layo —dice, y deja tres sobre la mesa, entre los tres vasos.
Wenceslao agarra su cuchillo, limpia la hoja con una miga de pan y corta uno de los limones por la mitad. Rosa se aleja y continúa distribuyendo los limones sobre la mesa hasta que llega a su lugar y se sienta. Wenceslao agarra una de las mitades del limón y la oprime sobre su vaso para que el jugo caiga dentro de él. Después se sirve vino, chupa el resto del limón arrugando la cara y mordiendo los últimos filamentos jugosos y echa la cáscara dentro del vaso haciéndolo rebalsar. El limón se hunde apenas y la cáscara amarillenta se pega por dentro a la pared transparente del vaso. Rogelio hace las mismas operaciones con la mitad restante.
—Son jugosos —dice.
—Sí, son —dice Wenceslao.
—¿Vas a quedarte para la noche, a recibir el año? —dice Rogelio.
—No creo —dice Wenceslao.
—Sí, cómo no creo —dice Rogelio—. Ahora a la tarde nos cruzamos a buscarla.
—No va venir —dice Wenceslao.
—Si van las hermanas va cambiar de idea —dice Rogelio.
—La conozco bien —dice Wenceslao—. No va venir.
—Hay un cordero para esta noche. Lo vengo cebando —dice Rogelio—. Ahora a la tarde lo voy a degollar. Hay que hacerla venir porque hoy es fiesta.
—Es lo que yo le digo —dice Wenceslao.
Pasaba corriendo a través del patio, desde el rancho, en dirección al río, con el pantaloncito azul descolorido y la piel requemada por el sol árido; pasaba seguido por su sombra que se fundía un momento con la sombra del paraíso y después cobraba de nuevo nitidez y lo seguía deslizándose delgada y rápida; al rato desde el patio se oían el golpe seco de la zambullida y el chapoteo de las brazadas. Volvía chorreando agua y mostrando los dientes blancos que brillaban y brillaban. Ahora estará conversando con él, paseándose por la casa y haciéndose seguir por él a todas partes; al interior del rancho, sacudiendo la cortina de cretona al pasar del comedor a la pieza y volviéndola a sacudir al regresar de la pieza al comedor; al gallinero, en el fondo de la casa, «atrás»; lo hará sentarse frente a ella cerca del paraíso y la mesa, «adelante», y conversará con él explicándole por qué está ahí y no en la casa de su cuñado, llenándolo de rencor porque ha sido él y no Wenceslao el que ha penetrado y llenado con su cuerpo —una cuña afilada— un hueco en la tierra en el que no hay lugar más que para uno solo. Hablará plácida, y después lo verá correr, ir y venir corriendo desde el rancho en dirección al río, lo verá correr mil veces y oirá mil veces el golpe seco de la zambullida y escuchará el rumor apagado pero nítido de un millón de brazadas.
—Rosa —dice Rogelio, alzando la voz—. Después de la siesta vamos a cruzar en la canoa a ver si ella quiere venir.
—Sí —dice Rosa—. ¿Cómo no va venir?
—Es dueña —dice Agustín.
—Callate —dice Rogelio—. Nadie te pidió opinión.
El viejo dice algo desde la otra cabecera, pero no se lo oye. Hace un ademán tranquilo y después se toca los bigotes y queda otra vez en silencio.
—Es dueña de no venir, si no quiere. Ella sabrá —dice Agustín.
—Ya estás en pedo —dice Rogelio. Se dirige a Wenceslao—. Toma medio vasito de vino y ya se pone en pedo. Después hay que ir y peliarse con Berini para sacarlo del enriedo. —Vuelve a mirar otra vez a Agustín—. ¿Vas a mandar a ese chico adonde te pide o no, el año que viene, carajo? —dice riéndose.
—Lo va mandar —dice Wenceslao—. ¿No es cierto, Agustincito, que lo vas a mandar?
—Si no el Ladeado capaz te manda preso —dice Rogelio.
—Va mandar —dice Agustín.
Se sirve vino. Después corta un limón y exprime una mitad en su vaso. Deja la cáscara sobre la mesa. Wenceslao ve ahora las manchas que se aproximan —una colorada, una verde, una azul— y distingue tres figuras en movimiento que parecen flotar sobre el camino y debatirse contra el horizonte alto y macizo de los árboles. La mitad intacta del limón que Agustín acaba de cortar está en la mesa, junto al limón entero y a la otra mitad vacía de la que cuelgan unos filamentos pálidos de pulpa húmeda. Wenceslao pasa la yema del pulgar, de un modo muy suave, por sobre la pulpa apretada de la mitad intacta y la saca húmeda y fría. Después se lleva el dedo a la boca y lame la yema. Después alza la mano y señala el camino.
—Viene gente —dice.
Agustín y Rogelio hacen girar la cabeza y miran. Rogelio se incorpora y entrecierra los ojos para ver mejor, poniéndose la mano como visera sobre los ojos. Ahora ellos también van a ver las manchas verde, azul y colorada, debatiéndose móviles y avanzando por el camino arenoso. Wenceslao desvía la vista del camino para observar en cambio a Rogelio, que tiene la mirada clavada en esa dirección: Wenceslao ve en la expresión de Rogelio el esfuerzo, primero por ver, y después de haber visto para precisar lo que ve —para precisar que ve y qué ve— y por último para identificar las manchas y las figuras que se mueven, reducidas y constantes, contra el horizonte de árboles compacto y oscuro. Wenceslao puede adivinar el esfuerzo de Rogelio por discernir lo que ve.
—Viene para acá —dice Rogelio, volviéndose a sentar.
Después sabrán que son la Negra y Josefa, las hijas de Agustín, que vienen de la ciudad con una amiga que han traído de paseo a conocer la costa. Comprobarán que las manchas —colorada, verde, azul— eran sus sombrillas. Irán desprendiéndose de a poco del horizonte de árboles hasta convertirse en tres figuras, tres seres humanos, tres mujeres, tres mujeres jóvenes aproximándose a la casa por el centro del camino amarillo. Después oirán sus voces: muy fugaces, incomprensibles, y las observarán en silencio desde la mesa mientras se aproximan inmovilizados por la expectación esforzada previa al reconocimiento, hasta que los chicos primero y después las mujeres se levantarán de la mesa y saldrán a recibirlas. Los dos grupos se encontrarán en medio del camino, a cincuenta metros de la casa, y se escucharán voces y risas entre un tumulto de besos y de abrazos, contemplados desde la esfera de sombra —la mesa larga, ahora desordenada y llena de platos sucios, vasos, botellas, pan y fuentes con restos de comida— por Rogelio, Agustín y Wenceslao, y el viejo, que se habrá vuelto un poco hacia el camino en la otra cabecera y observará la escena con leve hieratismo y desinterés. Wenceslao mirará al grupo por encima de las sillas vacías; las recién llegadas serán rodeadas por las mujeres y los niños mientras los perros merodean alrededor. Después continuarán caminando —los grandes redondeles de las sombrillas arrojando sombras translúcidas y de color (azul, colorado, verde) sobre el suelo amarillo— y entrarán en el patio de la casa. Los hombres se pararán y saludarán. Agustín retomará su sonrisa pálida y se mezclará con el grupo. Wenceslao no alcanzará a comprobar si ha saludado o no a sus hijas. La Negra, Josefa y su amiga, de la que sabrán que se llama Amelia, estarán vestidas, comprobarán, con ropas chillonas y ajustadas, llenas de collares y de pulseras de fantasía que tintinearán con cada movimiento brusco de sus cuerpos. Rosa les limpiará un sector de la mesa, les pondrá platos limpios y les servirá rápido la comida, para sentarse lo antes posible a escuchar las voces roncas y complacidas de la Negra y Josefa mientras cuentan historias de la ciudad. Estarán todo el tiempo rodeadas de grandes y chicos, mientras dure la comida. Contarán que en la ciudad se vive de otra manera, que el ómnibus cruza un puente colgante sobre el río antes de comenzar a rodar por el camino de asfalto en dirección a la costa, que hay un supermercado donde uno mismo se sirve lo que quiere y va a depositarlo en un carrito de tejido de alambre, que todo el mundo fuma cigarrillos importados y que nadie se acuesta casi nunca antes del amanecer. Las mujeres contemplarán con admiración el pelo ahora rubio de la Negra. Ella les explicará que en la ciudad hay peluquerías donde no sólo lo tiñen o lo cubren con una peluca, sino que también lo baten y lo peinan de tal manera que si una se cuida puede andar peinada lo más bien durante un mes entero. Hablarán a veces por turno, a veces interrumpiéndose, con sus voces roncas y orondas, tosiendo de vez, en cuando por causa del humo de los cigarrillos norteamericanos, ante el asombro creciente de los niños, la curiosidad de las mujeres y la indiferencia de los viejos, a los que habrán saludado y besado con ternura afectada al entrar. Enumerarán sus amistades en la ciudad, dejando entrever que se codean con militares, estancieros, comerciantes, y hasta con un diputado. Hablarán misteriosamente de su trabajo, con discreción hábil, usando siempre elipsis rápidas, eufemismos incomprensibles, y se fastidiarán dejando entrever que el vino está demasiado caliente pero se consolarán después diciendo que al fin de cuentas el vino tinto debe tomarse natural —sin hielo ni soda— y únicamente el blanco debe tomarse frío y sobre todo si uno come pescado. Estarán cruzadas de piernas, mostrando los muslos rollizos que emergerán de unas polleras demasiado cortas, demasiado estrechas y demasiado chillonas.
—Parecen mujeres —dice Wenceslao.
Agustín toma un trago de su vino con limón. Arruga la brilla y tiene reflejos azulados como un cepillo de acero.
—Parecen —dice Rogelio.
—Vienen caminando despacio —dice Wenceslao.
—Raro que no hayan venido por el otro lado —dice Rogelio.
—Capaz no vienen aquí —dice Agustín. Wenceslao lo mira. Agustín parece más tranquilo ahora. Bajo la piel oscura la palidez de su cara es más difusa. Tiene el pelo negro revuelto, encrespado, áspero y terroso. Su frente brilla húmeda; la piel lisa y pegada a los huesos, y contra ellos agolpado lo que se desliza detrás y de pronto rechina, las manchas fosforescentes y súbitas que se encienden y se apagan en el recinto plagado de oscuridad.
—Capaz —dice Wenceslao.
—Vienen para acá —dice Rogelio.
—Capaz que doblan por el caminito y van para los ranchos del claro —dice Wenceslao.
—Habrían bajado en el camino de Berini —dice Rogelio.
—Sí —dice Wenceslao.
—Salvo que haigan errado el camino —dice Rogelio.
Las manchas —azul, verde, colorada— refulgen. Parecen clavadas contra el horizonte de árboles, suspendidas sobre el camino amarillo, sin siquiera rozarlo, moviéndose sobre él con contorsiones ondulantes y leves, sin avanzar. Después llegarán y serán reconocidas como la Negra, Josefa y su amiga Amelia. Se sentarán a la mesa y comerán charlando sin parar con sus voces roncas, fumando cigarrillos rubios llenas de alhajas de fantasía enormes y tintineantes. Hablarán de las calles del centro de la ciudad, con letreros luminosos de todos colores que se encienden y que se apagan, de lo bien que uno se siente paseando en coche cuando llueve y hace frío, en un coche con calefacción, viendo cómo el limpiaparabrisas arrasa las gotas que chocan y estallan de a puñados contra el vidrio del parabrisas, mientras suena en la radio alguna música de moda; de cómo de vez en cuando, en los días que tienen franco en el trabajo, alguno de sus amigos, el militar, el comerciante, incluso el diputado, las saca en su automóvil a pasar el día en el campo o en Rosario. Las escucharán en silencio. Después la Negra abrirá su bolso y sacará la cámara fotográfica: la sacará despacio, después de hurgar un buen rato entre las prendas apelotonadas en el interior del bolso, protegida por un estuche de cuero color mostaza, y el montón de pares de ojos seguirá, con cuidado minucioso, su operación de hacerla aparecer y elevarla hasta la mesa, mostrándola, y la operación subsiguiente de sacarla del estuche, con pericia estudiada y hábil precaución, tratándola como sí fuese una cosa viva. Después les pedirá que posen para una instantánea. Al principio vacilarán, cohibidos, mirándose unos a otros, pero la Negra —la pollera chillona ajustada a las nalgas demasiado gruesas, el cigarrillo colgando de los labios— irá empujándolos uno por uno, hablándolos, convenciéndolos para que se acomoden y posen contra la pared blanca del rancho que refulge, árida, en medio de la luz solar opuesta a la esfera de sombra fresca en la que está incrustada la mesa. La Negra se inclinará hacia la vieja y el viejo y hablará con ellos en voz baja, explicándoles dos o tres veces de qué se trata, hasta que el viejo se pondrá de pie con tiesura y la vieja lo seguirá con aire distraído y se encaminarán hacia la pared blanca. Todos se dirigirán, con lentitud y en desorden, hacia ese punto. Sus voces resonarán fugaces y se esfumarán. Llevarán algunas sillas. Al fin se acomodarán en tres hileras, siguiendo las indicaciones roncas de la Negra, parada en el límite de la esfera de sombra, frente a la pared blanca, sosteniendo la cámara con una mano y moviendo sin parar el brazo libre. Amelia se negará a aparecer, argumentando que se trata de una foto de familia, y nadie insistirá demasiado, de modo que se quedará sola, sentada en la silla de Wenceslao, mirando hacia la pared blanca del rancho. Los viejos ocuparán el centro del cuadro, sentados, tiesos y erguidos, en pose perfecta, y el resto se acomodará en torno a ellos: en la misma fila, de pie, estarán Rosa y Teresa, a la izquierda, del lado de la vieja, y del otro lado, a la derecha, del lado del viejo, Josefa y Rosita la hija de Rogelio. En la última fila habrá seis, de izquierda a derecha, parados: Rogelio, el hijo mayor de Rogelio, Rogelito, Wenceslao, Agustín, y los dos varones mayores de Agustín, el Chacho y el Segundo. La otra fila, la de abajo, será la de los tres niños, sentados a los pies de los viejos: en el medio Teresita, con las piernas cruzadas a la altura de las pantorrillas, a su izquierda el Carozo, el hijo menor de Rogelio, acuclillado, y a su derecha el Ladeado, con las piernas estiradas hacia adelante y apoyando los hombros contra las rodillas de la vieja. Incluso después de haberse ubicado seguirán moviéndose, buscando la actitud adecuada, como si quisiesen poner en la fotografía lo mejor de sí mismos, o lo que esperan que los otros perciban de ellos, o lo que ellos mismos esperan reconocer de sí mismos tiempo después, cuando se reencuentren en la imagen: Rosa se tocará una y otra vez el pelo, nerviosa; los chicos se reirán y adelantarán la cabeza hacia la cámara; Wenceslao, el viejo y Rogelio se pondrán serios y graves, como si estuviesen por ser no reproducidos sino juzgados por la cámara; la seriedad de la familia de Agustín será de otra clase, más grave y más oscura; únicamente sus hijos mayores, el hijo de Rogelio y Josefa, que permanecerá tranquila con aire condescendiente, se comportarán con una naturalidad relativa. La Negra permanecerá en el límite de la esfera de sombra, mirando alternadamente el visor y el cuadro humano formado ante ella, contra la pared blanca llena de refulgencias. Les pedirá primero que se estrechen y después que se separen, que no se cubran unos a otros, que sonrían, que miren a la cámara, que el Ladeado ponga un brazo sobre el hombro de Teresita y que el viejo y la vieja se den la mano. Permanecerán unos segundos así, inmóviles y en silencio, con sus sonrisas congeladas y sus ademanes a medio realizar, apretados y dirigiendo la mirada al objetivo, en torno al viejo y a la vieja como a un núcleo que los generara en círculo y en relación, como un sistema planetario, así hasta que en el intervalo de una fracción de segundo no pasará nada, salvo los cuerpos cambiando en reposo y sus sombras inmóviles contra la pared centelleante, y después se oirá el sonido metálico del obturador y entrarán otra vez en la corriente del movimiento visible, y se dispersarán.
Con el cuchillo rompe el tejido de ramas que ha formado una especie de gruta férrea de medio metro de altura sobre el suelo, un núcleo apretado de ramas y hojas en el que las enredaderas, mezclándose con arbustos y pastos, tortuosas, han levantado una especie de construcción en medio de la isla. Rompe la gruta con placer, por puro gusto, para ver el suelo debajo. La tierra húmeda va haciéndose visible, mostrándose a medida que el chasquido del cuchillo agita el aire y penetra entre las ramas haciéndolas explotar al quebrarse; al final abre un claro de alrededor de un metro cuadrado y se acuclilla para contemplarlo: la sombra perpetua lo ha conservado húmedo, liso, plagado de raicitas ralas y de tallitos blancos y lisos, de un centímetro de altura, que acaban en dos hojas suaves de un verde claro. Sabe que nadie ha visto antes esa porción de tierra húmeda; que nadie la ha pisado, desde el comienzo. Habrán pasado víboras y comadrejas y la habrán visto, pero no hombres. Es un fragmento de poco menos de un metro cuadrado de tierra húmeda, en el centro de la isla, en un espacio apenas amonticulado, custodiado en círculos cada vez más amplios, hasta llegar al anillo de agua que la rodea, por la vegetación de la isla, enana y enmarañada, plagada de nudos de arbustos y enredaderas que se extienden de un árbol a otro ahogándolos con sus ramas sin término y sus flores desmesuradas. Está acuclillado, mirándolo. Después se levanta y se va.
Cruza el río de una isla a la otra, remando rápido. Ella tiene el chico en los brazos, en la puerta de la cocina.
—Rogelio está esperándome —dice Wenceslao.
—¿No van a llevar algo para comer en el viaje? —dice ella.
—Rosa iba preparar —dice Wenceslao.
—¿Cuándo vuelven? —dice ella.
—Si no pasa nada, mañana a media mañana estamos acá —dice Wenceslao.
El verano arde a su alrededor. Wenceslao mira el cielo, el sol alto que acaba de pasar el mediodía y comienza por lo tanto a declinar, y queda por un momento como ciego; cierra los ojos, y al abrirlos, mirando a su alrededor, todas las cosas, el aire, los árboles, el cielo, aparecen manchadas por un resplandor verdoso.
—Puede llover —dice.
—Si llueve no anden mojándose. Paren y esperen abajo de la chata —dice ella.
—Ya veremos —dice Wenceslao.
Se da vuelta y se va. Sube en la canoa verde y cruza el río en dirección a la orilla opuesta. El agua está tibia y el sol pega de firme sobre ella, haciéndola destellar. Rogelio está esperándolo en el patio trasero. Tiene un vaso de vino en la mano y está en cueros; su pantalón sucio, sin cinturón, se sostiene por la turgencia leve de la barriga. Su piel oscura brilla húmeda. El sombrero de paja le hace sombra sobre los ojos, una sombra llena de coladuras de sol, ínfimas.
—¿Comiste? —dice.
—Hoy temprano.
—Sí —dice Wenceslao.
Sigue a Rogelio hasta el patio delantero. Hay dos paraísos débiles que no dan más que una sombra tenue llena de perforaciones. La chata espera, con los dos caballos atados, más allá del tejido de alambre, vacía, apuntando hacia el camino. El montón de sandías está en el patio.
—El rosillo tiene un vaso delantero sin herrar —dice Rogelio—. Villalba no pudo terminar de herrarlos.
—No va aguantar el asfalto —dice Wenceslao.
—Si vamos todo el tiempo por la banquina hasta llegar a la ciudad, puede que aguante.
—Ni que vayamos por el agua —dice Wenceslao.
—Si llegamos a la ciudad y vendemos podemos hacerlo herrar antes de pegar la vuelta —dice Rogelio.
Rogelito asoma por la puerta del rancho. Está todo desnudo y le cuelgan mocos de la nariz.
—Rosa —dice Rogelio, en voz alta. Rosa asoma detrás del chico—. Ponele algo en la cabeza a esa criatura.
—Layo —dice Rosa.
—Cuñada —dice Wenceslao—. ¿Cómo va?
—Bien —dice Rosa.
—Que no ande esa criatura al sol en cabeza —dice Rogelio.
El chico mira con placidez, los mocos colgándole sobre el labio superior y las manos en la barriga redonda. Tiene las piernas torcidas.
—Se me escapó —dice Rosa.
—¿Cómo vamos a llegar con ese caballo sin herrar? —dice Wenceslao.
—¿Qué vamos a esperar, que se pudran? —dice Rogelio.
—Ese animal va sufrir —dice Wenceslao.
—No si cuidamos de ir por la banquina —dice Rogelio.
Rosa alza al chico y desaparece con él en el interior del rancho.
—Está bien —dice Wenceslao—. Vamos a cargar.
—Subí al carro —dice Rogelio—. Yo te las voy alcanzando.
Wenceslao se saca la camisa y la cuelga de una de las ramas del paraíso. La rama se balancea por el peso de la camisa que proyecta una sombra oscilante en el suelo de tierra apisonada. Wenceslao sube al carro. Su figura magra resulta nítida contra el azul árido del cielo y tiene la piel rojiza, socarrada. La sombra de su cuerpo se quiebra sobre el borde de la chata y continúa proyectándose en el suelo. Rogelio comienza a separar sandías del montón y a aproximarlas a la chata, dejándolas en el suelo. Al tercer o cuarto viaje empieza a sudar; Wenceslao espera parado sobre la chata, los brazos en jarras y el sombrero de paja haciéndole sombra sobre la cara.
—Va —dice Rogelio.
—Venga —dice Wenceslao.
Recibe la primera sandía en las manos y el peso y el envión lo hacen oscilar un poco; deja la sandía en el piso de madera de la chata, contra uno de los rincones delanteros y vuelve después a la parte trasera a recibir la segunda sandía.
—Venga —dice.
—Va —dice Rogelio.
Se dirige a la parte delantera de la chata y deja la segunda sandía al lado de la primera; al volver a la parte trasera, recibe la tercera sandía que Rogelio le entrega en silencio. Ya no se la da en la mano sino que se la arroja, y por un momento, a través de un espacio breve, la sandía va sola por el aire hasta que choca con las palmas abiertas y separadas de Wenceslao produciendo un ruido seco y como a hueco. Sobre la primera hilera de sandías acomodada contra la pared delantera de la chata va una segunda y encima de la segunda una tercera. Después Wenceslao ordena otra vez una primera fila en el piso y sobre ella dos hileras más. Después una tercera y una cuarta, cada una con sus dos hileras encima. Cada sandía se parece a todas, y todas se parecen a cada una: la misma forma alargada, ovoide, cierta protuberancia en el medio, una mancha blancuzca superpuesta al verde pálido de la cáscara en el sitio sobre el cual la sandía ha estado apoyada en la tierra mientras crecía, antes de ser arrancada de la planta y puesta en el montón con las otras. La cáscara lisa aparece marcada por unos filamentos intrincados de un verde más oscuro que se bifurcan y se quiebran, se comunican, nerviosos y complicados, formando unas redecillas tortuosas y caprichosas que cubren toda la superficie de la cáscara como una escritura, y en la porción blanquecina, lisa y descolorida como un vientre animal, tienen un tinte amarillento. Con regularidad lenta, cada sandía ha ido moldeándose a sí misma desde dentro, hasta hacerse semejante, pero no idéntica, a todas las otras. También Wenceslao, las acomoda ahora a un ritmo lento y regular. El sudor de su frente gotea sobre la cara y el torso desnudo dejando estelas sucias sobre la piel enrojecida. El montón de sandías en el patio delantero, del otro lado del tejido, va disminuyendo a medida que Rogelio las recoge y las arroja a las manos de Wenceslao, hasta que por fin desaparece del todo convertido en las hileras parejas colocadas por Wenceslao en la chata. Ahora el lugar del patio en el que han estado las sandías está vacío. Wenceslao baja de la chata y se apoya en ella, encendiendo un cigarrillo. Rogelio se aproxima. Respiran con la boca abierta, con cortas y ruidosas inspiraciones y expiraciones, y se miran durante un momento sin hablar. Wenceslao chupa dos o tres veces el cigarrillo sin tragar el humo.
Su voz suena ronca.
—Seiscientas —dice.
—Seiscientas, sí —dice Rogelio.
La respiración se les va normalizando, gradual. Están llenos de sudor.
—Si demoramos nos vamos a quedar sin lugar —dice Rogelio.
Se dirigen hacia la bomba y se lavan. Rosa sale con un trapo blanco y se los da para que se sequen. Ni se peinan. Rogelio arranca una vara larga de paraíso y la deshoja, haciéndola chasquear dos o tres veces en el aire. Terminan de ponerse las camisas y suben a la chata, sentándose en el pescante, el cuerpo de Wenceslao como reducido por la altura maciza de Rogelio. Rosa está en la puerta del rancho, el chico desnudo con un sombrero sucio de trapo floreado cubriéndole la cabeza, aferrado al vestido verde de la madre. Los dos hombres la saludan afables, Wenceslao con la mano y Rogelio con un breve movimiento de cabeza, que ella contesta alzando primero la mano y después al niño, al que hace sacudir la mano en señal de saludo. El chico se echa a llorar.
—¡Rosillo, yegua! —dice Rogelio, agitando las riendas, apretando los dientes y dando un tono nasal a su voz. Sacude la vara en el aire sobre los caballos, sin tocarlos, haciéndola vibrar y chasquear.
Los caballos se mueven sacudiendo las colas y las cabezas y golpeando el suelo con las patas delanteras, permaneciendo un momento sin poder salir de su lugar, como si no pudiesen despegarse de la tierra, haciendo fuerza hacia adelante, con todos los músculos en tensión, sin lograr arrastrar la chata durante una fracción de segundo, hasta que por fin la armazón de madera de la chata cruje y cede y el conjunto —chata y caballos y sandías y hombres— empieza por fin a andar. Sentados sobre el travesaño del pescante, los dos hombres oscilan con el movimiento del vehículo, de un modo leve, hacia los costados y después de un cambio brusco de ritmo hacia adelante y hacia atrás. Después otra vez hacia los costados. Cuando las ruedas se incrustan en un pozo de arena y patinan en él hasta salir, los cuerpos pareciera que sufren especies de estremecimientos que los hacen sacudir con un temblor rígido. Los caballos golpean con sus cascos contra el suelo de arena, produciendo sonidos opacos, apagados, y desde la altura del travesaño del pescante Wenceslao mira el campo a su alrededor, los flancos de espinillos primero, el horizonte de árboles al final del camino después, hasta que de pronto se da vuelta y mira hacia atrás para ver la casa de Rogelio convertirse en un grupo de árboles que apenas si dejan entrever unas fachadas de barro y un techo de paja. Después enciende un cigarrillo. Protege la llama del fósforo con las manos, porque el desplazamiento de la chata produce un aire rápido que arrastra el humo de las primeras chupadas hacia atrás, dispersándolo y haciéndolo desaparecer. Los caballos también avanzan sacudiendo la cabeza, y el pelo comienza a brillarles húmedo. El horizonte de árboles contra el que se aplasta el camino se aproxima cada vez más, como a saltos bruscos, agrandándose y haciéndose más nítido, hasta que pueden verse las copas alargadas de los eucaliptos que componen el bosquecito meciendo en forma imperceptible sus puntas flexibles y las miríadas de hojas moviéndose con un rumor inaudible y dejando colar la luz dorada y ya declinante. El camino hace un giro brusco frente a los eucaliptos y sigue a la derecha para retomar después de una nueva curva cerrada, esta vez hacia la izquierda, su antigua dirección. Ahora la chata bordea el bosquecito y su sombra se arrastra rápida, con las salientes alargadas de las sombras de los dos hombres y las sombras de los caballos que sacuden armoniosos las patas y las cabezas. Parecen la proyección móvil de un dibujo deliberadamente deformante del conjunto de carro y caballos. El camino se prolonga recto hasta el camino real, aterraplenado. Con violentas tensiones y vacilaciones los caballos trepan la pendiente corta del terraplén, mientras Rogelio sacude veloz la vara y grita sobre sus cabezas. Por un momento, en la cima, pareciera que carro y caballos van a retroceder con violencia pero después de una fracción de segundo de inmovilidad ilusoria los caballos salen como a la carrera —con un esfuerzo en apariencia mucho mayor en proporción a la distancia real que recorren— y ganan el camino. La cinta recta y aterraplenada es menos arenosa que el camino lateral y está como apisonada. Frente a los dos hombres, el disco del sol, rojizo y ya sin destellos, está hundiéndose en una gran nube gris amurallada en el horizonte. El camino está vacío. Desde la altura apisonada se dominan las dos grandes extensiones de campo que la flanquean. Avanzan con ritmo regular y el sonido complejo de los caballos y la chata —el chirrido de las ruedas de rayos colorados, fileteados de amarillo, girando sobre la tierra, y el crujido de las varas, y el tintineo de las cadenas y los cascos de los caballos que suenan apagados— los acompañan. Todos los ruidos forman un solo sonido que se repite monótono y que es siempre el mismo y diferente porque acaba y vuelve a recomenzar de un modo imperceptible. No se sabe qué es sonido y qué recuerdo de sonido, porque el sonido vuelve a recomenzar antes de que el recuerdo de los chirridos y los golpes apagados se disipe, superponiéndose a él. Después la gran nube comienza a subir hacia lo alto del cielo, cubriendo el sol y su vasta superficie gris está llena de manchones grávidos, ásperos, difumados, de un tinte verdoso. El sol desaparece. En su lugar queda una luz oscura, una paradójica claridad difusa diseminada con tersa intensidad entre el cielo y la tierra. Nimba a la chata y a los caballos, que avanzan hacia la tormenta, contrastando nítidos con la luz. Atraviesan una zona de inmovilidad completa, en la que el camino aterraplenado se abre paso, recto y claro, entre dos cañadas; la chata entra en la zona de inmovilidad y avanza por ella hasta que de golpe se detiene.
—Viene agua —dice Rogelio.
—Puede ser una tormenta pasajera —dice Wenceslao.
—Sí. Puede ser —dice Rogelio—. Pero si viene un temporal vamos a estar jodidos.
—Capaz que nos da tiempo de llegar a la ciudad antes de largarse —dice Wenceslao.
—No creo —dice Rogelio, mirando el cielo a su alrededor.
—¿Y si es una tormenta pasajera? —dice Wenceslao.
—El tiempo es loco —dice Rogelio, suspirando y sacudiendo las riendas.
Se pone a llover una hora después, en el momento en que los caballos tocan con sus cascos el camino de asfalto. Se larga de golpe, sin un relámpago ni un trueno, en silencio, como si la luz oscura, verdosa, se hubiese de pronto licuado. Ni siquiera caen gotas aisladas al principio; comienza a caer un chaparrón, súbito y denso. La última luz se convierte en agua y después en una cortina de oscuridad líquida, murmurante. El ruido del carro y los caballos es apagado por el rumor de la lluvia; sólo se deja oír por momentos, confuso y fragmentario, en el umbral de su desaparición. Wenceslao siente en la cara y en el cuerpo el golpe del agua, viniendo de todas direcciones, aunque todavía no hay viento. La chata comienza a rodar por la banquina en el preciso momento en que el primer relámpago ilumina con una luz azul el largo camino desierto que por momentos brilla apagado. Después se oye el primer trueno: va bajando de la oscuridad pareja, repitiéndose varias veces a sí mismo de un modo cada vez más nítido y cercano, como si paradójicamente primero se oyesen los ecos sucesivos del trueno y después su explosión real. La chata disminuye la velocidad y los caballos tantean ciegos en la oscuridad antes de avanzar, inclinándose en el ligero declive de la banquina. A la luz de los relámpagos se ve la densidad del agua, plagada de rumores que casi no pueden oírse o discernirse debido a la extensión repetida de rumores idénticos que no sirven como contraste y que se superponen a los primeros. Los relámpagos espaciados y el golpe del agua contra su cara y su cuerpo son la única referencia débil que ayuda a Wenceslao a no creer en su absoluta irrealidad: lo único visible para él es su propia fosforescencia interna que palpita en medio de la más ardua oscuridad y que está como adormecida por el ronroneo monótono, apretado y múltiple de agua, sonido y oscuridad. Por fin el borde de la banquina cede y de no ser por el cimbrón violento, el forcejeo inútil de los caballos y la peligrosa inclinación de la chata, una de cuyas ruedas traseras gira en el vacío, Wenceslao hubiese creído que continuaba avanzando. Wenceslao baja, tantea el carro guiándose por él hasta llegar a la parte trasera, y palpa la rueda que gira fuera de la banquina, en el aire.
—Ahora voy a empujar para tratar de levantarlo. Con cuidado. Puede venirse para atrás —grita, y ni siquiera está seguro de haber sido oído.
Lo intenta dos o tres veces, sin resultado. De haber podido apoyar con firmeza los pies en el suelo lo hubiese logrado la primera vez, pero la tierra gredosa de la banquina es demasiado resbaladiza y la primera vez sus pies se deslizan para atrás y su cara golpea contra el borde de la chata. Por un momento queda como aturdido, pero se siente a sí mismo demasiado espectral en medio de la noche y de la lluvia como para advertir su propio aturdimiento. La segunda vez no resbala porque se afirma mal, de manera que tampoco cuenta con el apoyo necesario como para que su esfuerzo dé algún resultado. Es cuando se apoya ciegamente contra el carro y comienza a alzar el hombro una y otra vez con un ritmo lento y furioso, murmurando «Ahora, ahora, ahora», cuando consigue que la rueda muerda por fin el borde de la banquina y la chata salga disparada hacia adelante, demasiado veloz, como si todo el esfuerzo inútil realizado minutos antes se hubiese acumulado produciendo su efecto en el primer envión. Sin el apoyo de la chata y con todo el cuerpo echado hacia adelante Wenceslao cae, levantándose apenas toca el suelo con las manos, como si hubiese rebotado. La voz débil de Rogelio lo guía hasta el carro y va tanteando la construcción de madera —la rueda trasera, más alta, primero, la delantera después— y un súbito relámpago verde le revela por un segundo el contorno entero de carro y caballos y la silueta más alta de Rogelio, encogida contra el cielo oscuro. La imagen continúa titilando en su retina mientras sube y se sienta en el travesaño del pescante, ocupando intermitente y de un modo cada vez más vago la penumbra de su mente hasta que se hace la oscuridad completa. Ahora experimenta por fin aturdimiento, un sueño súbito. Cuando se despierta ya no llueve, pero refucila sin parar. La oscuridad es menos densa. Es como si hubiesen atravesado una zona de agua y ahora estuviesen atravesando una de electricidad y de estruendo. Pero el asfalto sobre el que golpean los cascos de los caballos está mojado. A los costados del camino se divisan unas luces dispersas, débiles.
—Rincón —dice Wenceslao.
—Pasamos Rincón hace una hora —dice Rogelio—. Esto es La Guardia.
—Hay que ir por la banquina —dice Wenceslao—. Ese caballo no va aguantar.
—Si zafa otra vez la rueda nos vamos abajo con carro y todo —dice Rogelio.
—¿Qué horas serán? —dice Wenceslao.
—Han de ser cerca de las diez —dice Rogelio.
—Quién sabe la cola que vamos a encontrar —dice Wenceslao.
Truena y refucila, pero en el horizonte se divisa una hilera de luces, recta. Wenceslao palpa su bolsillo en busca de cigarrillos, pero encuentra el paquete húmedo y deshecho. Con cuidado, tanteando en la oscuridad, separa un poco de tabaco mojado, y se lo lleva a la boca, mascándolo. Lo escupe enseguida. Escupe dos o tres veces, para eliminar del todo el gusto del tabaco.
—Hay que colgar el farol para pasar la caminera —dice Rogelio. Para la chata y busca en el cajón, debajo del pescante, sosteniendo las riendas con una sola mano—. Dame un fósforo —dice.
Wenceslao busca la caja de fósforos pero no la encuentra.
—Lo cuelgo apagado y lo encendemos en la caminera —dice Rogelio.
Le entrega las riendas, baja de la chata, y vuelve después de un momento.
—Deberíamos dejarlos descansar un momento —dice Wenceslao, cuando le devuelve las riendas a Rogelio.
—No llegamos —dice Rogelio, sacudiendo las riendas. Los caballos se ponen otra vez en movimiento. Avanzan lentos. Los crujidos y los chirridos de la madera, el golpeteo de los cascos contra el asfalto y el entrechocar de las cadenas, resuenan con un ritmo nuevo, más apacible y nítido. En la caminera hay dos policías, en la puerta de la garita. Tienen puestos unos capotes negros que los protegen del agua. Ni se mueven cuando el carro llega y se detiene junto a ellos. Rogelio ata las riendas y baja. Wenceslao lo sigue.
—Maestro —dice Rogelio—. Buenas noches. ¿Tiene un fósforo, maestro?
—¿Van al mercado? Buenas noches —dice uno de los policías. En el interior de la garita hay un farol encendido que arroja al exterior una luz débil.
—Así es —dice Rogelio.
—Uno de los policías —el que ha permanecido en silencio— entra en la garita y sale de ella con una caja de fósforos, dándosela a Rogelio. Éste se dirige hacia el carro. Wenceslao y los dos policías lo miran mientras enciende el farol que ha descolgado y depositado en el suelo, arrodillándose junto a él. Por fin logra encenderlo y lo alza, balanceándolo y haciéndolo emitir una luz móvil que proyecta sombras también móviles y rápidas, rectilíneas, hasta que lo cuelga en la parte trasera de la chata y la luz y las sombras quedan por fin en perfecta inmovilidad. Rogelio regresa.
—Gracias, maestro —dice, devolviéndole los fósforos al policía.
Quedan un momento en silencio: como los policías están parados uno a cada lado de la puerta sin interceptar el hueco de la abertura, la luz del farol atraviesa la abertura y cae en el suelo barroso de la banquina; Wenceslao y Rogelio tampoco interfieren la luz, de modo que los cuerpos enfrentados permanecen todos en el límite que separa la claridad de la sombra; más allá está el manchón claro del farol que cuelga en la parte trasera del carro, y hasta Wenceslao llega la palpitación inaudible de los caballos que resuellan atenuadamente en la oscuridad. Un relámpago se los muestra, nimbados por un área súbita de luz verdosa comida por un contorno de oscuridad.
—¿Ha llovido mucho, en la costa? —dice el policía que ha entrado a la garita a buscar la caja de fósforos.
—Era un solo llover —dice Rogelio.
Se callan otra vez.
—Bueno, maestro, gracias —dice por fin Rogelio.
—Va seguir lloviendo toda la noche —dice el policía de los fósforos.
—El agua nos va llegar hasta aquí —dice el otro policía, sacando una mano de bajo el capote y pasándosela por la garganta.
—Tienen que seguir derecho por el bulevar y no doblar hasta la avenida del oeste —dice el de los fósforos—. Después siguen al sur derecho y van a ver el mercado.
—Están todos mojados —dice el otro policía.
—Sí —dice Rogelio.
Saludan y suben a la chata y se sientan en el travesaño del pescante. Rogelio hace cimbrar la vara por sobre las cabezas de los caballos. Los caballos comienzan a andar. Los policías permanecen uno a cada lado de la puerta, separados por el chorro de luz débil. Después quedan atrás. El carro resuena sobre el asfalto y por un momento atraviesa una zona de completa oscuridad en la que no hay ni siquiera relámpagos, y en la que una curva pronunciada, flanqueada de matorrales, se endereza de pronto y los enfrenta a la hilera de luces rectas, cercana como al alcance de la mano, y los conduce derecho a la boca del puente colgante. Sobre sus altos mástiles dos luces rojas se encienden y se apagan con regularidad. Wenceslao alza la cabeza y las mira. Los caballos entran en el puente desierto. Los cascos hacen retumbar la plataforma de madera y la chata pasa por los puntos iluminados del puente llenándose ella misma de luz por un momento y penetrando después en una tenue oscuridad. Debajo corre un agua negra que los relámpagos muestran agitada como si a ras del agua estuviese soplando un viento más intenso que la brisa leve que les golpea la cara. Después dejan atrás el puente y el río y entran en la ciudad, agolpada sobre el agua en la costanera. La hilera de luces de la costanera también queda atrás; ahora se extiende ante ellos una línea larga de puntos luminosos que se reflejan en una calle recta, lisa y mojada. El carro avanza por el bulevar. Pasan frente a la estación de trenes —la fachada alta y las grandes puertas iluminadas— y después la dejan atrás. Hay gente parada en la puerta de un bar, mirando la calle, y en el momento en que el carro va a cruzar la bocacalle, de la oscuridad sale un hombre que salta un charco y va como rebotando por la vereda y después entra en el bar, mientras los que están parados en la puerta se separan y le abren paso. Dejan atrás también el bar. El rastro de la lluvia es visible a lo largo del bulevar: el asfalto mojado que reluce, los charcos en las veredas, la fronda lavada y brillante y como reverdecida de los árboles, el tendal de flores lilas y amarillas aplastadas contra el pavimento que los cascos de los caballos machacan, los frentes de los edificios manchados de humedad, la gente apretujada contra las ventanas de los bares, mirando la calle. El carro avanza cada vez más despacio, como si los caballos estuviesen consumiendo sus últimas fuerzas. De golpe se inquietan, forcejean en desorden y por fin se paran. Rogelio agita las riendas y les golpea con suavidad los lomos pero no se mueven. Apenas si se sacuden, sin inquietud. Hasta el pescante sube su olor cálido, peculiar, en ráfagas suaves. Wenceslao puede percibirlo. Rogelio hace cimbrar y silbar en el aire la vara de paraíso. Wenceslao baja y se inclina ante la pata delantera del rosillo: el animal sacude con suavidad la cabeza y su olor llena de golpe la respiración de Wenceslao. Se acuclilla y alza la pata delantera, observándola.
—Ya no da más —dice, mientras se incorpora.
—La putísima madre que lo recontra cien mil parió —dice Rogelio, suavemente.
Ata las riendas y baja y se inclina junto al caballo alzándole la pata delantera y observándosela. Por un momento el conjunto queda tan inmóvil —chata, caballos, hombres— que parece su propia representación en piedra, en medio de un paseo público.
—Si vendemos la sandía lo hacemos herrar mañana a la mañana, antes de volver —dice Rogelio.
—No se va poder herrar en estas condiciones —dice Wenceslao—. Si casi no le queda vaso.
—Podemos vendárselo —dice Rogelio.
—Sí —dice Wenceslao—. Haciéndole una bota de trapo capaz camine.
—Capaz —dice Rogelio.
Va al cajón del pescante y vuelve con las manos vacías.
—No hay ningún trapo —dice.
Se queda a cuidar el carro mientras Wenceslao cruza de vereda y toca el timbre en una casa en la que se ve luz a través de una ventana. Por una mirilla de la puerta asoman dos ojos que se clavan en él. Wenceslao comienza a explicarles que necesita una camisa vieja. «No tengo», dice una voz áspera de mujer. Consigue una y un hilo dos casas más allá, sobre la misma vereda. Es un viejo en traje pijama el que se la da, y lo sigue hasta la chata y se para a mirar mientras Rogelio envuelve cuidadosamente la pata del caballo con la camisa y la ata después con el hilo. Suben a la chata y comienzan a alejarse. El viejo queda inmóvil, las manos metidas en los bolsillos del saco pijama, parado en medio del círculo de luz arrojando una sombra corta sobre las flores lilas y amarillas aplastadas contra el pavimento. Se aproximan al edificio de la universidad, lleno de ventanas cegadas con celosías verdes; pasan delante de ellas y van dejándolas atrás, una por una, hasta que llegan a la otra bocacalle y la universidad entera queda detrás de ellos, alejándose cada vez más. Con una diferencia de segundos, el más cercano primero, el otro después, dos relojes comienzan a hacer sonar sus campanadas. Wenceslao cuenta doce en cada uno, llevando la cuenta sobre el primero y registrando enseguida las campanadas del segundo como si fuesen su eco, verificándose a lo lejos con una suavidad nítida. Apenas suena la última campanada del segundo reloj vuelve a llover, apagadamente, y las gotas golpean frías en la cara de Wenceslao, con impactos espaciados que van haciéndose cada vez más frecuentes y más rápidos. Al fin llegan a la punta del bulevar y doblan detrás de un tranvía iluminado que lleva una marcha ruidosa y llena de vacilaciones y sin embargo se pierde delante del carro, en medio de la avenida, atravesando una techumbre de árboles como si fuese un túnel oscuro. Después de unos minutos no lo ven más. Cuando llegan al mercado ha vuelto a dejar de llover. Hay tantos carros —llenos de sandías, choclos, melones, tomates, calabazas— que tienen que estacionar en una transversal oscura, empedrada, debajo de unos paraísos, a dos cuadras del mercado. Rogelio baja y va hasta el mercado y Wenceslao se echa a dormir sobre las sandías; están mojadas pero no más que él, porque el agua ha resbalado sobre sus cáscaras lisas; y están frías y sus protuberancias se clavan en los ríñones de Wenceslao cuando se echa bocarriba y mira el cielo en el que los relámpagos muestran de tanto en tanto unas nubes espesas y como doradas. Después cierra los ojos y se queda dormido. Lo despierta Rogelio, sacudiéndolo. Abre los ojos y lo ve acuclillado sobre el pescante, inclinado hacia él.
—No las quieren ni regaladas —dice Rogelio.
—¿Nadie? —dice Wenceslao.
—Hay un hombre que dice que va ver más tarde, si es que unos que iban a traérselas no pueden llegar por el agua —dice Rogelio.
Tiene un paquete de cigarrillos y una caja de fósforos en la mano. Le da uno a Wenceslao y saca otro para él. Wenceslao termina de incorporarse y se sienta. Rogelio enciende los dos cigarrillos.
—¿Dormiste? —dice.
—Sí —dice Wenceslao—. Un ratito.
—Son más de las dos —dice Rogelio, riéndose.
—¿Más de las dos? —dice Wenceslao—. Me pensaba que no había pasado ni un cuarto de hora.
—Estuve en un boliche —dice Rogelio. Se sienta en el pescante y como no encuentra posición cómoda se estira completamente, bocarriba; sus piernas cuelgan fuera de la chata—. Hay que esperar hasta las cuatro —dice.
—Maldita la hora que arrendamos y nos pusimos a sembrar —dice Wenceslao.
Después fuma en silencio. Todavía refucila pero se ve una porción de cielo estrellado, brillante. Cuando lo arroja, el cigarrillo describe un arco rojizo en el aire y cae al suelo. Dos hombres pasan caminando rápido por la vereda, hablando en voz baja, en dirección al mercado. Uno de ellos lleva bajo el brazo un paquete envuelto en papel de diario. Wenceslao oye todavía sus voces cuando desaparecen en la vereda negra, pero ya son inaudibles sin embargo cuando cruzan la esquina en diagonal y pasan gesticulando bajo el farol. Después vuelven a desaparecer en la oscuridad, en la vereda de enfrente. Rogelio ronca recostado, respirando rápidamente. Wenceslao vuelve a recostarse, esta vez de lado, y vuelve a dormirse. Cuando se despierta permanece sin incorporarse, con los ojos cerrados, oyendo los ronquidos de Rogelio que después tose, bruscamente. Wenceslao se sienta sobre las sandías. El cielo está todavía más limpio y más brillante, y ahora apenas si refucila. Wenceslao busca los cigarrillos en el pescante y Rogelio se despierta de golpe y se sienta cuando lo toca.
—Quería un cigarrillo —dice Wenceslao.
—No —dice Rogelio—. Si ya me despertaba.
—Roncabas —dice Wenceslao.
—Vamos a tomar una copa —dice Rogelio. Su voz suena ronca. Tose después de hablar.
Wenceslao enciende un cigarrillo.
—Qué hacemos, digo yo —dice—, si ese hombre no nos compra la carga.
—No, si la va comprar —dice Rogelio.
Bajan de la chata. Rogelio se acomoda la ropa húmeda. Mete la mano en el bolsillo del pantalón, con gran cuidado, y saca un billete húmedo.
—Me queda un peso —dice.
—Yo tengo unas chirolas —dice Wenceslao.
Lleva los cigarrillos y los fósforos en la mano, para no humedecerlos.
—Están pagando a cuarenta pesos el cien —dice Rogelio—. Anoche pagaban eso.
Wenceslao lanza una mezcla de risa y suspiro.
—Buen precio —dice.
Entran al bar —un recinto cuadrado, lleno de humo, en el que los carreros conversan en voz alta y gritan y el dueño es un hombre gordo que masca sin parar un toscano de tres centímetros de largo y arruga la cara por los efectos del humo— y se acodan en el mostrador. Hay un viejo reloj en la pared; marca las tres y cuarto. A las cuatro han tomado tres cañas cada uno. Salen. Wenceslao vuelve al carro mientras Rogelio se dirige al mercado. Vuelve a los diez minutos con un hombre calvo y pálido, en mangas de camisa. Tiene las mejillas hinchadas.
—No quiere pagar más de veinticinco pesos —dice Rogelio.
El hombre da un rodeo alrededor del carro y mira las sandías.
—Para que no se tengan que volver con la carga —dice, regresando.
—Están pagando arriba de cuarenta —dice Wenceslao.
—El que necesita. Yo no necesito —dice el hombre. Wenceslao mira a Rogelio.
—Vendamos a alguno que necesite —dice.
—Sí —dice el hombre—. Vayan y vendan, si pueden.
Saluda y se va. Wenceslao lo ve alejarse por el medio de la calle, hasta que se pierde en la oscuridad —apenas si su camisa blanca refulge un momento y después se borra— y reaparece bajo el farol de la esquina y vuelve a desaparecer en la oscuridad de la otra cuadra.
—Anda mirar si encentras otro comprador —dice Wenceslao.
—¿Y si no encuentro? —dice Rogelio.
—Hace lo que mejor te parezca, entonces —dice Wenceslao.
Venden a veinticinco. Cuando terminan de descargar son más de las seis; ha amanecido. Antes de regresar, deben renovarle la venda al rosillo que se empecina en no caminar. Rogelio habla con él, palmeándolo suavemente en el cuello y en el hocico, y por fin salen. Llegan otra vez al bulevar, pasan delante de la universidad, de la estación de ferrocarril, lo dejan atrás, entran en el puente colgante. Los cascos de los caballos retumban contra el maderamen. En el cielo no hay rastro de la tormenta y el asfalto está seco, pero la banquina ha quedado barrosa y está llena de charcos; pasan delante de la garita de la caminera: hay un solo policía, pero no es ninguno de los de la noche anterior. De a ratos avanzan por el asfalto, pero cuando notan que el rosillo comienza a vacilar desvían hacia la banquina. El sol sube ardiente. Más allá de Rincón, alrededor de mediodía, paran en un boliche a tomar una botella de vino y a comer un poco de queso y mortadela. Toman un vino frío, tinto, y comen un queso fuerte que a Wenceslao le hace picar la lengua. Después suben a la chata y siguen hacia el norte. El sol de mediodía destella sobre sus cabezas, en un aire lavado, y el balanceo de la chata hace que durante la última parte del trayecto Wenceslao se duerma, se despierte y se vuelva a dormir. El asfalto termina bruscamente y se internan en el camino aterraplenado, lleno de charcos y entrecruzado de huellas horizontales. Cuando bajan por fin del terraplén y bordean el monte de eucaliptos para retomar el camino recto hacia la casa de Rogelio, el sol declina de un modo imperceptible detrás de ellos. Wenceslao no se detiene en lo de Rogelio ni un momento. Baja de la chata y se dirige al río. Sube a la canoa verde y comienza a remar con lentitud firme. La superficie del agua está lisa y la canoa va dejando unas rayas paralelas que van separándose hasta borrarse. Pasa delante de su propio rancho y sigue remando. Alcanza a divisar el techo de paja semioculto por los árboles: fragmentos de un manchón amarillento visibles entre los intersticios de las hojas verdes y brillantes lavadas por el agua de lluvia. Rodea la isla en la que está su casa y se interna en una maraña de riachos y arroyos, la canoa se aproxima al montículo verde de la isla central; no debe tener ni cinco cuadras de diámetro. La vegetación baja e intrincada va haciéndose menos pareja y homogénea a medida que la canoa se aproxima. Cuando la embarcación toca la costa, Wenceslao deja los remos y salta a tierra. Lleva en la mano un cuchillo envainado que ha sacado del fondo de la canoa. Avanza trabajosamente por el sendero que él mismo ha abierto entre las enredaderas, los yuyos y las ramas. Avanza hacia el centro de la isla: la cima achatada del montículo verde. La isla se extiende alrededor de su centro, hace girar círculos concéntricos, verdes, a su alrededor, y los bordes están apretados por un anillo de agua, grueso. Isla y agua están, a su vez, dentro de otro anillo, el del verano, que asimismo está dentro del gran anillo del tiempo. En el núcleo de la isla Wenceslao se para y mira a su alrededor, buscando un lugar. Cuando lo divisa se aproxima y se acuclilla junto a él: es un metro cuadrado de tierra limpia, a cuyo alrededor hay ramas rotas y en cuya superficie pueden verse unas raicitas ralas y unos tallitos blancos y lisos de un centímetro de altura, que rematan en dos hojitas de un verde claro, aterciopelado. Wenceslao mira el espacio con atención, fijamente; la lluvia de la noche anterior ha caído sobre él, golpeando las raicitas y los brotes; muchos de ellos están aplastados, y si bien a los costados el claro se mantiene liso, asentado por el agua, en el centro, aplastando las raicitas y los brotes y hundiendo la tierra que el agua ha penetrado, deshaciéndola, hay tres marcas profundas, regulares, idénticas, a no ser porque la del medio, si bien parece el calco de las otras dos, se halla invertida respecto de ellas: sólo no habiendo visto un par de botas en toda su vida Wenceslao hubiese sido incapaz de adivinar que se trata de huellas humanas.